Esta es la historia de un hombre conocido como DeWar, guardaespaldas principal del general UrLeyn, Primer Protector del protectorado de Tassasen entre los años 1281 y 1221, calendario imperial. La mayor parte de mi relato transcurre en el palacio de Vorifyr, en Crough, la antiquísima ciudad de Tassasen, durante el aciago año de 1221.
He decidido contar la historia a la manera de los fabulistas jeríticos, esto es, en forma de crónica cerrada, en la que —si uno se siente inclinado a creer las informaciones relativas al hecho— se ha de adivinar la identidad de la persona que relata la historia. El motivo para hacerlo es ofrecer al lector la posibilidad de decidir si otorga crédito o no a lo que quiero contar sobre los sucesos de aquel tiempo —sucesos que, a grandes rasgos, son bien conocidos, e incluso podría decirse que famosos, por todo el mundo civilizado— basándose únicamente en si la historia le «suena real» o no, sin que los prejuicios que podrían derivarse de conocer la identidad del narrador cerraran su mente a la verdad que quisiera presentarle.
Y ya es hora de que se cuente esta verdad. He leído, creo, todas las crónicas de lo que ocurrió en Tassasen durante aquella época trascendente, y la diferencia más significativa entre ellas parece ser su grado más o menos exagerado de divergencia con respecto a los hechos reales. Concretamente, existe una versión paródica que fue la que me decidió a contar la auténtica historia del período. Bajo la forma de obra teatral, tenía la pretensión de contar mi historia y sin embargo no podía haberse alejado más del objetivo propuesto. El lector solo tiene que aceptar que soy quien soy para que la ridiculez de esta obra salte a la vista.
Digo que esta es la historia de DeWar, y sin embargo admito libremente que no es toda su historia. Es solo una parte, y podría decirse que una parte pequeña, si tomamos solo en consideración el número de años que cubre. También existe una parte anterior, pero la historia solo permite la más apresurada referencia a los sucesos del pasado.
Por tanto, esta es la verdad tal como yo la experimenté, o tal como me fue relatada por personas en las que confiaba.
La verdad, he descubierto, es diferente para cada uno. Así como dos personas no ven nunca el mismo arco iris desde el mismo sitio exacto —aunque, al mismo tiempo, es casi seguro que ambos lo ven, mientras que alguien que se encuentre aparentemente justo debajo del fenómeno no lo ve—, la verdad tiene que ver con el lugar en el que uno se encuentra y la dirección hacia la que dirige la mirada en ese momento.
Por descontado, el lector puede diferir de mí a este respecto, y cuenta con mi permiso para hacerlo.
—¿DeWar? ¿Eres tú? —El Primer Protector, Primer General y Gran Edil del Protectorado de Tassasen, general UrLeyn, se tapó los ojos para protegérselos del brillo que emitía la ventana de yeso y diamante en forma de abanico que había sobre el suelo de lustroso alabastro del salón. Era mediodía, y tanto Xamis como Seigen brillaban con fuerza en el cielo despejado del exterior.
—Señor —dijo DeWar mientras abandonaba las sombras de la esquina de la sala, donde se guardaban los mapas en un gran enrejado de madera. Hizo una reverencia ante el Protector y desplegó un mapa en la mesa que tenía delante—. Creo que este es el mapa que podéis necesitar.
DeWar, un hombre alto y musculoso que empezaba a adentrarse en la madurez, moreno de pelo, de piel y de ceño, con unos ojos profundos y oscuros, y un aire vigilante y meditabundo que se ajustaba a las mil maravillas a su oficio, definido en una ocasión como el asesinato de los asesinos. Parecía relajado y tenso a un tiempo, como un animal perpetuamente agazapado y preparado para saltar, aunque muy capaz de permanecer en esa posición todo el tiempo que hiciera falta para que su presa se aproximara y bajara la guardia.
Vestía, como siempre, de negro. Sus botas, su jubón, su camisa y su guerrera eran todas tan negras como una noche de eclipse. Ceñía su costado derecho una fina espada envainada y su izquierdo un puñal alargado.
—¿Ahora buscas mapas para mis generales, DeWar? —preguntó UrLeyn, divertido. El Generalísimo de Tassasen, el plebeyo que daba órdenes a los nobles, era un hombre relativamente menudo quien por medio de la vigorosa y activa fuerza de su carácter conseguía que casi todo el mundo sintiera que era más bajo que él. Su cabello entrecano empezaba a ralear, pero sus ojos seguían conservando el brillo. Por lo general, la gente decía que su mirada era «penetrante». Vestía los pantalones y la chaqueta larga que había puesto de moda entre muchos de sus camaradas generales y entre un gran porcentaje de la clase mercantil de los tassasenianos.
—Cuando mi general me envía a buscarlos, sí, señor —repuso DeWar—. Trato de hacer todo cuanto está en mi mano para ayudar. Y esto me permite conjurar los riesgos a los que mi señor podría estar exponiéndose al alejarme de su lado. —DeWar dejó caer el mapa sobre la mesa, donde este se abrió.
—Las fronteras… Ladenscion —dijo UrLeyn con un hilo de voz mientras daba unos golpecitos sobre la suave superficie del viejo mapa y a continuación levantaba un rostro de expresión traviesa hacia DeWar—. Mi querido DeWar, el mayor peligro al que podría exponerme probablemente en tales ocasiones sería una dosis de algo desagradable por parte de alguna moza nueva, o un bofetón por sugerir algo que mis concubinas más recatadas encontrasen excesivamente atrevido. —El general sonrió y se subió el cinturón sobre su modesto estómago—. O unos arañazos en la espalda y un mordisco en la oreja en caso de tener suerte, ¿eh?
—El general avergüenza a los jóvenes de muchas maneras —murmuró DeWar mientras alisaba el mapa—. Pero no sería algo insólito que un asesino tuviera menos respeto por la privacidad del harén de un gran líder que…, por ejemplo, el jefe de sus guardaespaldas.
—Un asesino dispuesto a afrontar la ira de mis queridas concubinas casi merecería salirse con la suya —dijo: UrLeyn con un centelleo en la mirada mientras se mesaba los largos y grisáceos bigotes—. La Providencia sabe que su afecto adopta a veces formas muy violentas. —Alargó el brazo y propinó al joven unos golpecitos en el codo—. ¿Eh?
—En efecto, señor. Más, sigo pensando que el general podría…
—¡Ah! El resto de la pandilla —dijo UrLeyn con una palmada al ver que las puertas dobles del otro lado de la sala se abrían para dejar entrar a varios hombres, ataviados de manera similar al general, y rodeados por una auténtica hueste de ayudas de campo, burócratas con hábito y un sinfín de ayudantes más—. ¡YetAmidous! —exclamó el Protector mientras caminaba a paso vivo hacia el hombretón de cara ruda que encabezaba el grupo, le estrechaba la mano y le daba unas palmadas en la espalda. Saludó por su nombre a todos los demás generales y luego se situó al lado de su hermano—. ¡RuLeuin! ¡Has vuelto de las islas Arrojadas! ¿Va todo bien? —Rodeó con el brazo la figura más alta y más voluminosa del otro hombre, quien sonrió lentamente mientras asentía y dijo:
—Sí, señor.
Entonces el Protector vio a su hijo y lo cogió en brazos.
—¡Y Lattens! ¡Mi favorito! ¡Has terminado los estudios!
—¡Sí, padre! —dijo el niño. Vestía como un soldado en miniatura y estaba armado con una espada de madera.
—¡Bien! ¡Puedes venir y ayudarnos a decidir cómo resolver el problema de los barones rebeldes de las marcas!
—Solo un rato, hermano —dijo RuLeuin—. Prométemelo. Su tutor lo quiere de regreso antes de la próxima campanada.
—Tiempo más que suficiente para que Lattens elabore un plan perfecto —dijo UrLeyn mientras sentaba al niño en la mesa de madera.
Los burócratas y los escribas se encaminaron arrastrando los pies hacia el enrejado de los mapas, luchando por ser el primero en llegar.
—¡No os molestéis! —gritó el general tras ellos—. ¡El mapa ya está aquí! —exclamó mientras su hermano y los generales tomaban asiento alrededor de la mesa—. Alguien ya lo ha… —empezó a decir el general. Recorrió la mesa con la mirada en busca de DeWar, sacudió la cabeza y devolvió su atención al mapa.
Tras él, oculto a su mirada por los hombres más altos que se habían reunido a su alrededor, pero nunca a más de una estocada de distancia, se encontraba el jefe de sus guardaespaldas, con los brazos cruzados y las manos apoyadas en el pomo de sus armas más visibles, discreto y casi invisible, recorriendo la multitud con la mirada.
—Había una vez un gran Emperador, temido en todo lo que entonces era el orbe conocido salvo los páramos exteriores, que a nadie con dos dedos de frente le importaban un rábano y en los que solo vivían salvajes. El Emperador no tenía iguales ni rivales. Su propio reino cubría la mayor parte del mundo y todos los reyes del resto se inclinaban ante él y le pagaban generosos tributos. Su poder era absoluto y había llegado a tal punto que no temía a nada salvo la muerte, que acaba por alcanzada todos los hombres, aunque sean emperadores.
»Decidió tratar de engañar a la muerte edificando un palacio monumental tan grande, tan magnífico, tan cautivadoramente suntuoso, que la propia Parca (que, según se creía, se presentaba a los hombres de sangre real bajo la forma de un gran pájaro de fuego que solo veían los moribundos) sucumbiría a la tentación de quedarse en el gran monumento y morar allí, sin regresar a las profundidades celestes con el Emperador entre las garras.
»Por tanto, el Emperador ordenó que se construyera un gran palacio monumental en una isla situada en el centro de un gran lago circular que había al borde de las llanuras y el océano, a cierta distancia de su capital. El palacio tenía la forma de una enorme torre cónica y alcanzaba los ciento cincuenta pisos de altura. En su interior rebosaban todos los lujos y tesoros que el Imperio y los demás reinos podían proporcionar, guardados a buen recaudo en los rincones más profundos del monumento, donde estarían ocultos a los ladrones vulgares, pero serían visibles para el pájaro de fuego cuando acudiera a buscar al Emperador.
»Había también estatuas mágicas de todas las favoritas, esposas y concubinas del Emperador, las cuales, según le habían asegurado los más santos de sus santones, cobrarían vida en el momento en que él expirara y el gran ave de fuego viniera a llevárselo.
»El arquitecto jefe del palacio era un hombre llamado Munnosh, afamado en todo el mundo como el mayor constructor que había conocido la historia, cuya habilidad e inteligencia habían hecho posible el gran proyecto. Por esta razón, el Emperador cubrió a Munnosh de riquezas, favoritas y concubinas. Pero Munnosh era diez años más joven que el monarca y, a medida que este iba envejeciendo y el gran monumento se acercaba a su conclusión, el Emperador empezó a pensar que su arquitecto lo sobreviviría y podría hablar, o ser obligado a hacerlo, y revelar dónde y cómo se habían situado los grandes escondrijos del tesoro, una vez que hubiera muerto y estuviera allí viviendo con el gran pájaro de fuego y las estatuas mágicas. Hasta puede que tuviera tiempo de completar un monumento aún más grande para el siguiente rey que ascendiera al trono imperial y se convirtiera en Emperador.
»Con esta idea en mente, el Emperador esperó hasta que el gran mausoleo estuvo prácticamente terminado y entonces hizo que Munnosh fuera atraído al lugar más profundo del vasto edificio y, mientras el arquitecto esperaba en una pequeña cámara subterránea lo que, según se le había prometido, sería una gran sorpresa, la Guardia Imperial lo emparedó cerrando toda el ala del piso en el que se encontraba.
»El Emperador ordenó a sus cortesanos que comunicaran a la familia de Munnosh que el arquitecto había muerto al caerle encima un gran bloque de piedra mientras estaba inspeccionando el edificio, y todos lo lloraron desconsoladamente.
»Pero el Emperador había subestimado la astucia y prudencia del arquitecto, quien desde hacía algún tiempo sospechaba que algo parecido podía ocurrir. Por ello, había hecho construir un gran pasadizo secreto que iba desde los pisos inferiores del gran palacio monumental hasta el exterior. Al comprender que lo habían dejado encerrado, abrió el pasadizo secreto y lo utilizó para salir al exterior, donde esperó a que cayera la noche para alejarse por el lago circular en el bote de uno de los trabajadores.
»Cuando regresó a su casa, su esposa, que se tenía por viuda, y sus hijos, que se creían sin padre, pensaron al principio que era un fantasma y se alejaron de él, llenos de temor. Finalmente logró convencerlos de que estaba vivo y tenían que acompañarlo al exilio, lejos del Imperio. Toda la familia escapó a un reino lejano, cuyo rey necesitaba a un gran arquitecto para que supervisara la construcción de fortificaciones para mantener a raya a los salvajes del desierto y en el que la gente, o no conocía quién era el gran constructor, o fingía no conocerlo por el bien de su programa de fortificaciones y por la seguridad del reino.
»Sin embargo, el Emperador se enteró de que un gran arquitecto estaba trabajando en un reino lejano y, por medio de diferentes rumores e informes, llegó a la conclusión de que este hombre no era otro que Munnosh. El monarca, que a estas alturas era un hombre anciano y consumido, y cuya muerte estaba próxima, ordenó que se abrieran en secreto los niveles inferiores del mausoleo. Sus órdenes fueron obedecidas y, como es lógico, sus hombres descubrieron que Munnosh no se encontraba allí y encontraron el pasadizo secreto.
»El Emperador ordenó al rey que enviara a su jefe de arquitectos a la capital imperial. Al principio el rey se negó y pidió más tiempo porque las fortificaciones aún no estaban terminadas y los salvajes del desierto estaban demostrando ser más tenaces y estar mejor organizados de lo previsto, pero el Emperador, aún más cerca de la muerte que antes, insistió hasta que el rey acabó por ceder y, con gran tristeza, tuvo que enviar a Munnosh a la capital. La familia del arquitecto trató su partida como había hecho con la falsa noticia de su muerte, tantos años atrás.
»Por aquel entonces, el Emperador estaba tan cerca de la muerte que pasaba casi todo el tiempo en el gran palacio que Munnosh le había construido para tratar de desafiar a la muerte, y allí fue a donde llevaron al arquitecto.
»Cuando el Emperador lo vio y tuvo la certeza de que era su viejo arquitecto, exclamó: “¡Munnosh!, traicionero Munnosh, ¿por qué abandonaste tu mayor creación y a mí?”.
«“Porque vos me hicisteis emparedar en ella para morir, mi Emperador”.
»“Eso se hizo solo para garantizar la seguridad de tu Emperador y proteger tu buen nombre”, dijo a Munnosh el viejo tirano. “Deberías haber aceptado lo que se había hecho y dejar que tu familia te llorara con decencia y en paz. Pero en lugar de hacerlo los condujiste a un indigno exilio, solo para que ahora tengan que llorarte una segunda vez”.
»Cuando el Emperador dijo esto, Munnosh cayó de rodillas y empezó a llorar y a pedirle clemencia. El monarca extendió una delgada y temblorosa mano y dijo: “pero eso ya no ha de preocuparte, porque he ordenado a mi mejor asesino que busque a tu esposa, a tus hijos y tus nietos y que los mate antes de que puedan enterarse de tu desgracia y tu muerte”.
»Al oír esto, Munnosh, que había escondido un cincel de albañil bajo la túnica, dio un salto hacia delante y trató de matar al Emperador de una puñalada en el cuello.
»Pero antes de que el golpe llegara a su destino, Munnosh fue abatido por el jefe de los guardaespaldas del Emperador, que no se había apartado un momento del lado de su amo. El hombre que había sido antaño el jefe de los arquitectos reales quedó muerto a los pies del Emperador, decapitado por un terrible tajo de la espada del guardaespaldas.
»Pero el guardaespaldas estaba tan lleno de vergüenza por haber permitido que Munnosh llegara tan cerca del Emperador con un arma, y tan horrorizado por la crueldad que el Emperador pretendía descargar sobre la familia de su sirviente muerto —que no era más que la gota que colma el vaso, puesto que había pasado toda una vida presenciando los actos de crueldad del anciano— que asesinó a su señor y se dio muerte a sí mismo de sendos y grandes tajos de su poderosa espada, antes de que nadie pudiera hacer nada por detenerlo.
»El Emperador obtuvo entonces su deseo, morir dentro del gran mausoleo palacial que había construido. Si tuvo suerte o no en engañar a la muerte es algo que nunca sabremos, pero es poco probable, puesto que el Imperio se fragmentó poco después de su muerte, y el vasto monumento que había hecho construir a tan terrible coste fue saqueado por completo antes de que hubiera transcurrido un año y no tardó en quedar abandonado, hasta tal punto que hoy en día solo se utiliza como depósito de piedra para la ciudad de Haspide, fundada varios siglos después en la misma isla, la que hoy día se llama Lago Cráter, en el reino de Haspidus.
—¡Qué historia más triste! Pero, ¿qué fue de la familia de Munnosh? —preguntó lady Perrund. Lady Perrund había sido antaño la primera concubina del Protector y seguía siendo un miembro muy apreciado de la casa del general, un miembro al que, como todo el mundo sabía, aún visitaba en ocasiones.
El guardaespaldas DeWar se encogió de hombros.
—No lo sabemos —le dijo—. El Imperio cayó, los reyes empezaron a luchar unos contra otros, los bárbaros invadieron el mundo civilizado por todas partes, llovió fuego del cielo y sobrevino una era de oscuridad que duró muchos cientos de años. Pocos detalles históricos sobrevivieron a la caída de los reinos menores.
—Pero es posible que los asesinos se enteraran de que el Emperador había muerto y no cumplieran con su misión, ¿verdad? O que se vieran atrapados en el colapso del Imperio y tuvieran que preocuparse de su propia seguridad. ¿No sería eso probable?
DeWar miró a los ojos de lady Perrund y sonrió.
—Perfectamente posible, mi señora.
—Bien —dijo ella al tiempo que cruzaba un brazo sobre el otro y se reclinaba para estudiar de nuevo el tablero—. Eso es lo que escogeré creer yo, pues. Podemos seguir con la partida. Me tocaba mover a mí, creo.
DeWar sonrió al ver que Perrund se llevaba un puño cerrado a la boca. Su mirada, bajo las largas y rubias pestañas, recorrió a saltos el tablero, ora posándose aquí unos segundos, ora emprendiendo el vuelo de nuevo.
Llevaba el largo y sencillo vestido rojo de las señoras más importantes de la corte, una de las pocas modas que el Protector había heredado del reino anterior, que había conquistado junto con sus generales en la guerra de sucesión. En la corte era un hecho aceptado el que la posición elevada de Perrund se debía, más que a su edad biológica, a la intensidad de sus anteriores servicios al protector UrLeyn, una reputación —la de la concubina preferida de un hombre que aún no ha tomado esposa— de la que ella se sentía ferozmente orgullosa.
Había otra razón para su promoción a tan elevada posición, cuya marca era el segundo de sus distintivos, el cabestrillo —también rojo— que sujetaba su marchito brazo izquierdo.
Perrund, como cualquiera en la corte podría atestiguar, había dado más al servicio de su amado general que ninguna otra de sus mujeres, al sacrificar el uso de un miembro para protegerlo de la hoja de un asesino y casi perder la vida en el acto, porque el mismo golpe había rebanado los músculos y los tendones, había roto el hueso y había abierto una arteria, por la que ella había estado a punto de desangrarse mientras los guardias se llevaban a toda prisa a UrLeyn y el asesino era reducido y desarmado.
El brazo inútil, aunque terrible, era su único defecto. Por lo demás era una mujer tan alta y tan rubia como cualquier princesa de cuento de hadas, y las mujeres de menor edad del harén, que la veían desnuda cuando tomaba un baño, inspeccionaban en vano su piel dorada en busca de signos más palpables de su envejecimiento. Tenía un rostro ancho; demasiado ancho, pensaba ella, así que lo enmarcaba cuidadosamente en su largo y dorado cabello para que pareciera más fino cuando no llevaba un tocado, que siempre elegía con el mismo propósito cuando tenía que aparecer en público. Poseía además una nariz fina y una boca que no parecía gran cosa hasta que sonreía, cosa que hacía a menudo.
Sus azuladas pupilas estaban veteadas de oro y sus ojos, grandes y abiertos, resultaban en cierto modo inocentes. Podían sufrir rápidos accesos de pesar cuando recibía algún insulto o le contaban algún relato de crueldad y dolor, pero estas expresiones eran como tormentas de verano: pasaban rápidamente y eran reemplazadas de inmediato por una luminosidad preponderante y cálida. Parecía extraer un deleite casi infantil de la vida en general, que nunca distaba mucho de manifestarse en el brillo de aquellos ojos y la gente que sabía de estas cosas aseguraba que era la única persona de la corte cuya mirada podía medirse en intensidad con la del propio Protector.
—Ahí —dijo con tono sereno mientras se adentraba con una pieza en territorio de DeWar y luego se recostaba en su asiento. La mano sana frotó suavemente la marchita, que descansaba en el cabestrillo, inmóvil y sin responder. DeWar pensó que estaba tan pálida, era tan fina y tenía la piel de un tono tan poco saludable que parecía la mano de un niño enfermo. Sabía que, tres años después de la herida, el miembro inútil aún le provocaba dolores, y que cuando la mano sana la acariciaba y frotaba, como en aquel momento, ella no siempre se daba cuenta. Pensó todo esto sin mirarla, con los ojos clavados en su rostro, mientras la dama se recostaba un poco más en los cojines del sofá, que eran tan redondeados, rojos y abundantes como las bayas de un arbusto invernal.
Estaban sentados en la sala de visitas del exterior del harén, donde, en ocasiones especiales, se permitía que los parientes próximos de las concubinas entraran a visitarlas. DeWar, que una vez más estaba esperando a UrLeyn mientras el general pasaba el rato con las más recientes incorporaciones al harén, había recibido hacía algún tiempo la dispensa especial de poder entrar en la sala de visitas cuando el Protector se encontraba en el serrallo. Esto significaba que DeWar se encontraba un poco más cerca de UrLeyn de lo que a este le hubiera gustado en tales ocasiones y mucho más lejos de lo que él mismo hubiese necesitado para estar tranquilo.
DeWar sabía la clase de chistes que circulaban en la corte sobre él. Se decía que su sueño era estar tan cerca de su señor en toda ocasión como para poder limpiarle el trasero cuando estuviera en el baño y el miembro cuando estuviera en la alcoba del harén. Otro decía que en secreto deseaba ser una mujer, para que cuando el general quisiera sexo no tuviera que buscarlo más allá de su fiel guardaespaldas y no tuviera la necesidad de arriesgarse con contactos corporales adicionales.
Que Stike, el jefe de los eunucos del harén, hubiera escuchado este rumor en concreto era cosa discutible. Lo que estaba claro es que miraba al guardaespaldas con lo que aparentaba ser una gran suspicacia profesional. El jefe de los eunucos estaba sentado con todo su inmenso corpachón sobre un pulpito situado a un lado de la alargada estancia, iluminada desde arriba por tres cúpulas de porcelana. Las paredes de la sala estaba cubiertas por entero con gruesas y oscilantes tiras de brocado intrincadamente tejido y otros lazos y cestillos de tela colgaban de los espacios de la techumbre que separaban las cúpulas, mecidos por la brisa que entraba por las persianas. El jefe de los eunucos vestía con grandes pliegues de tela blanca y se ceñía la enorme cintura con las argollas de llaves plateadas y doradas de su oficio. De vez en cuando lanzaba alguna mirada de reojo a las pocas chicas que habían escogido la sala de visitas para cuchichear y reírse, o para practicar alguno de los petulantes juegos de cartas y tablero, pero de momento estaba concentrado en el único hombre de la sala y en la partida que estaba jugando con su lisiada concubina, Perrund.
DeWar estudió el tablero.
—Aja —dijo. Su emperador estaba amenazado, o al menos lo estaría dentro de un movimiento o dos. Perrund emitió un elegante resoplido y DeWar, al levantar la mirada, se encontró con que su oponente se había llevado una mano a la boca y, con las uñas pintadas de oro apoyadas sobre los labios, exhibía una expresión de total inocencia en los grandes ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ya lo sabéis —dijo él con una sonrisa—. Vais detrás de mi emperador.
—DeWar —dijo ella pestañeando—. Querrás decir que voy detrás de tu Protector.
—Mmmm —dijo él mientras apoyaba los codos en las rodillas y la barbilla en los puños. Oficialmente, el Emperador se llamaba ahora Protector, tras la disolución del viejo Imperio y la caída del último rey de Tassasen. Los juegos de La disputa del monarca que se vendían ahora en Tassasen venían en cajas que proclamaban, para aquellos que supieran leer, que el juego contenido en su interior se llamaba «La disputa del líder» y contenía una serie de piezas revisadas: un protector en lugar del emperador, generales en lugar de reyes, coroneles en lugar de duques y capitanes donde antes hubiera barones. Mucha gente, por miedo al nuevo régimen o simplemente para mostrar su adhesión a él, había tirado las versiones antiguas del juego junto con los retratos del rey. Parecía que solo en el propio palacio de Vorifyr estaba la gente más relajada.
DeWar se concentró unos momentos en estudiar la posición de las piezas. Entonces oyó que Perrund hacía un ruido y al levantar de nuevo la mirada, vio que estaba sacudiendo la cabeza mientras lo observaba con ojos brillantes.
Esta vez le tocó a él decir:
—¿Qué pasa?
—Oh, DeWar —dijo la mujer—. He oído decir en la corte que sois la persona más astuta del país, y doy gracias a la Providencia por vuestra lealtad hacia el general, porque si fuerais un hombre dotado de ambiciones independientes, todos os temerían.
DeWar se encogió de hombros.
—¿De veras? Supongo que debería sentirme halagado, pero…
—Y sin embargo es muy fácil ganaros a La disputa —dijo Perrund riéndose.
—¿Ah, sí?
—Sí, y por la más evidente de las razones. Os esforzáis demasiado en proteger a vuestro protector. Lo sacrificáis todo por mantenerlo alejado del peligro. —Señaló el tablero con un gesto de cabeza—. Mirad. Estáis pensando en bloquear mi caballería con vuestro general oriental, lo que dejará expuesto vuestro flanco a mi torre una vez que hayamos intercambiado las carabelas del flanco izquierdo. ¿Me equivoco?
DeWar frunció el ceño mientras miraba detenidamente el tablero. Sintió que se ruborizaba. Volvió a levantar la mirada hacia aquellos ojos dorados y burlones.
—Sí. Así que soy transparente, ¿no?
—Sois predecible —le dijo Perrund con voz suave—. Vuestra obsesión con el emperador… con el protector, es una debilidad. Si perdéis al protector, uno de los generales ocupa su lugar. Vos os lo tomáis como si fuera el final de la partida. Me pregunto… ¿Alguna vez llegasteis a jugar a Un reino injustamente dividido antes de conocer La disputa del monarca? —preguntó—. ¿Lo conocéis? —añadió, sorprendida por la mirada vacía del guardaespaldas—. En ese juego, la pérdida de cualquiera de los reyes significa el final de la partida.
—He oído hablar de él —dijo DeWar a la defensiva, mientras recogía a su protector y le daba vueltas en las manos—. Confieso que nunca he jugado, pero…
Perrund se dio una palmada en el muslo, lo que atrajo la mirada ceñuda del vigilante eunuco.
—¡Lo sabía! —dijo riéndose y balanceándose adelante y atrás en el sofá—. Protegéis al protector porque no podéis impedirlo. ¡Sabéis que el juego no es así, pero estáis tan metido en vuestro papel de guardaespaldas que os sentaría mal no hacerlo!
DeWar volvió a dejar a su protector en el tablero y, tras descruzar las piernas y ajustar la posición de la espada y la daga que llevaba, se irguió en el pequeño escabel en el que se sentaba.
—No es así —dijo, antes de detenerse un momento para estudiar el tablero—. No es así. Es solo… mi estilo. Mi forma de jugar.
—Oh, DeWar —dijo Perrund con un bufido totalmente impropio de una señorita—. ¡Qué tontería! ¡Eso no es un estilo, es un error! Jugar así es como pelear con una mano atada a la espalda… —Bajó una mirada dolorida hacia el brazo del cabestrillo rojo—. O con una mano inútil —añadió, y entonces levantó la otra mano cuando él se disponía a protestar—. Olvidaos de eso. Ateneos a mi argumento. No podéis dejar de ser un guardaespaldas ni cuando estáis jugando a un juego estúpido para pasar el rato con una vieja concubina mientras vuestro señor se entretiene con una más joven. Debéis admitirlo y enorgulleceros de ello, en secreto o no, que para mí es igual, o me enfadaré mucho. Y ahora hablad, decidme que tengo razón.
DeWar se reclinó en su asiento y levantó las dos manos en un gesto de derrota.
—Señora mía —dijo—, es tal como decís.
Perrund se echó a reír.
—No os rindáis tan fácilmente. Discutid.
—No puedo. Tenéis razón. Solo me alegro de que penséis que mi obsesión puede ser digna de encomio. Pero es tal como decís. Mi trabajo es toda mi vida y siempre estoy de servicio. Y siempre lo estaré, al menos hasta que me despidan, falle o, la Providencia no quiera que ocurra hasta un futuro lejano, el Protector fallezca de muerte natural.
Perrund bajó la mirada hacia el tablero.
—A una edad provecta, tal como dices —asintió antes de volver a mirarlo—. ¿Y todavía tenéis la sensación de que está pasando algo que podría impedir ese fin natural sin que os deis cuenta?
Una expresión avergonzada apareció en el rostro de DeWar. Volvió a coger la pieza del protector y, como si estuviera dirigiéndose a ella, dijo en voz baja:
—Su vida corre un peligro mayor del que todo el mundo parece creer. Y desde luego, mayor del que él piensa. —Levantó la mirada hacia lady Perrund con una pequeña y vacilante sonrisa en el rostro—. ¿O vuelvo a dejarme llevar por mis obsesiones?
—No sé —dijo Perrund mientras le acercaba la silla y bajaba también la voz— por qué estáis tan seguro de que hay gente que lo quiere muerto.
—Por supuesto que hay gente que lo quiere muerto —dijo DeWar—. Tuvo el valor de cometer un regicidio y la temeridad de crear una nueva forma de gobierno. Los reyes y duques que se opusieron a él desde el principio descubrieron que era un político mucho más hábil y un comandante mucho más capaz de lo que esperaban. Con gran habilidad y un poco de suerte logró alzarse con la victoria, y el apoyo de los siervos manumitidos de Tassasen ha hecho que cualquiera en el viejo reino, e incluso me atrevería a decir que en el viejo Imperio, que quiera oponerse abiertamente a él, tenga que pensárselo dos veces.
—En cualquier momento va a aparecer un «pero» o un «sin embargo» —dijo Perrund.
—En efecto. Pero hay algunos que han recibido la subida al poder de UrLeyn con todas las expresiones de entusiasmo imaginables y que se han distinguido por apoyarlo en público, pero saben en secreto que su existencia, o al menos su posición de supremacía, está amenazada por el gobierno del Protector. Estos son los que me preocupan y estoy seguro de que tienen planes para nuestro señor. Los primeros intentos de asesinato fracasaron, pero no por mucho. Y solo vuestra valentía detuvo al más decidido de ellos, señora —dijo DeWar.
Perrund apartó la mirada, y la mano sana fue a posarse sobre la otra.
—Sí —dijo—. A tu predecesor le dije que ya que yo había tenido que hacer su trabajo, lo más honesto sería que él tratara de hacer el mío, pero simplemente se echó a reír.
DeWar sonrió.
—El comandante ZeSpiole también cuenta esa historia.
—Mmmm. Bueno, puede que como comandante de la Guardia de Palacio, ZeSpiole haga un trabajo tan eficaz con los asesinos que ninguno de ellos llegue nunca lo bastante cerca como para que tengamos que recurrir a tus servicios.
—Puede, pero en cualquier caso volverán —dijo DeWar en voz baja—. Casi lamento que no lo hayan hecho aún. La ausencia de asesinos convencionales refuerza mi convicción de que hay algún asesino muy especial en alguna parte, esperando al momento preciso para atacar.
Perrund puso cara de preocupación, de tristeza incluso, pensó el hombre.
—Pero, vamos, DeWar —dijo—. ¿No es eso un exceso de pesimismo? Puede que no se produzca ningún intento de asesinato porque en el momento presente nadie quiera muerto al Protector. ¿Por qué asumir la explicación más negativa? ¿Es que nunca podéis estar, si no relajado, al menos satisfecho?
DeWar inspiró profundamente y luego exhaló. Volvió a dejar la pieza del protector en su sitio.
—En estos tiempos, nadie que practique mi profesión puede relajarse.
—Dicen que el tiempo pasado siempre fue mejor. ¿Sois de los que creen eso, DeWar?
—No, mi señora, nada de eso. —La miró a los ojos—. Creo que se dicen muchas tonterías sobre los tiempos pasados.
—Pero, DeWar, fueron días de leyendas, ¡días de héroes! —dijo Perrund con una expresión que revelaba que no hablaba del todo en serio—. ¡Las cosas eran mejores, todo el mundo lo dice!
—Algunos de nosotros preferimos la historia a las leyendas, señora —dijo DeWar con tono apesadumbrado—, y en ocasiones todo el mundo se equivoca.
—¿Tú crees?
—Sin duda. Antes todo el mundo creía que el mundo era plano.
—Muchos siguen creyéndolo —dijo Perrund con una ceja enarcada—. A los campesinos no les gusta pensar que podrían caerse de sus campos, y a muchos de los que conocemos la verdad nos cuesta aceptarla.
—Sin embargo, es un hecho. —DeWar sonrió—. Puede demostrarse.
—Igual que las sombras. Y las matemáticas.
Perrund asintió fugazmente, con la cabeza ladeada. Era un gesto que parecía aceptar y rechazar la cuestión al mismo tiempo.
—Qué mundo más veraz, bien que un poco deprimente, es el que os alberga, DeWar.
—Es el mismo en el que habita todo el mundo, mi señora. Lo que pasa es que solo algunos tenemos los ojos abiertos.
Perrund aspiró hondo.
—¡Oh! Vaya, entonces supongo que los que andamos dando tumbos de acá para allá, con los ojos totalmente cerrados, debemos darle las gracias a gente como vos.
—Nunca habría pensado que precisamente vos, mi señora, necesitarais un guía.
—Yo soy solo una concubina ignorante y lisiada, una pobre huérfana que tal vez hubiera tenido un fin terrible de no haber llamado la atención del Protector. —Obligó a moverse al brazo marchito flexionando el hombro izquierdo en dirección a él—. Por desgracia, además de atraer su atención, también atraje un golpe, pero estoy agradecida por ambas cosas. —Hizo una pausa y DeWar tomó aire para hablar, pero entonces ella señaló el tablero con la cabeza y dijo—: ¿Vais a mover o no?
DeWar suspiró e hizo un ademán en dirección al tablero.
—¿Qué sentido tiene, si soy un adversario tan deficiente?
—Debéis jugar, y jugar para ganar, aun a sabiendas de que probablemente perdáis —le dijo Perrund—. De lo contrario, no deberíais haber accedido a empezar la partida.
—Habéis cambiado la naturaleza del juego al informarme de mis debilidades.
—Ah, no, el juego sigue siendo el mismo, DeWar —dijo Perrund mientras se inclinaba repentinamente hacia adelante y añadía, con una pizca de deleite y algo parecido a un destello en la mirada—: Yo simplemente os he abierto los ojos.
DeWar se echó a reír.
—En efecto, señora mía. —Se adelantó para mover a su protector, pero entonces volvió a recostarse y, con un gesto de desesperación, dijo—: No. Me rindo, mi señora. Habéis ganado.
Se produjo cierto revuelo en el grupo de las concubinas que se encontraba más cerca de la puerta que conducía al resto del harén. En su elevado pulpito, Stike, jefe de los eunucos, se puso trabajosamente en pie y se inclinó frente a la pequeña figura que entraba a paso vivo en la alargada cámara.
—¡DeWar! —exclamó el protector UrLeyn mientras se colgaba la chaqueta del hombro y se acercaba a él—. ¡Y Perrund! ¡Cielo! ¡Querida mía!
Perrund se puso en pie al instante y DeWar vio que, ante la proximidad de UrLeyn, su rostro volvía a florecer, los ojos se abrían de par en par, la expresión de su cara se dulcificaba y afloraba a sus labios la más deslumbrante de las sonrisas. DeWar se levantó también y en su rostro se esfumó la más tenue de las expresiones de pesar que quepa imaginar, reemplazada por una sonrisa de alivio y una expresión de profesional seriedad.