3 La doctora

Amo, me pedisteis que os mantuviera especialmente informado de todas las salidas que la doctora hiciera del palacio de Efernze. Lo que estoy a punto de relataros ocurrió la tarde después de que fuéramos convocados a la cámara oculta y de nuestro encuentro con el torturador jefe Nolieti.

Se había desatado una tormenta sobre la ciudad, que convertía el cielo en una oscura y arremolinada masa. Unas fisuras hechas de rayos quebraban la negrura con una brillantez cegadora, como si fueran el azul concentrado del cielo cotidiano que luchara por abrirse camino entre la oscuridad de las nubes para brillar de nuevo sobre la tierra, siquiera fugazmente. Las aguas de la orilla occidental del Lago Cráter lamían las murallas del puerto antiguo y sumergían los vacíos puertos exteriores. Hasta los barcos amarrados a los embarcaderos resguardados se mecían incómodamente y sus cascos comprimían los cojinetes de caña, que crujían y chirriaban a modo de protesta, mientras los grandes mástiles se columpiaban en el negro cielo como un bosque de metrónomos en disputa.

El viento recorría las calles de la ciudad mientras salíamos por la puerta de la Vejiga y cruzábamos la plaza del Mercado en dirección a Callejal. Un tenderete vacío había sido derribado en la plaza y el techo de lona, impulsado por las ráfagas de aire, ondeaba de un lado a otro y azotaba el suelo como un luchador atrapado en el suelo que pide clemencia.

La lluvia caía en borrascosos torrentes, punzantes y gélidos. La doctora me tendió su pesado maletín de medicinas mientras se arrebujaba en la capa y se la abrochaba. Sigo pensando que esta —junto con su chaqueta y su capa— debería ser púrpura, como corresponde a un médico. Sin embargo, a su llegada a la ciudad, dos años antes, los doctores locales habían hecho saber que no mirarían con buenos ojos cualquier pretensión por su parte de utilizar este distintivo de condición, y la propia doctora se había mostrado indiferente al respecto, así que por regla general suele llevar ropa negra o de colores oscuros. (Aunque a veces, bajo cierta luz, en algunas de las prendas que ha encargado a alguno de los sastres de la corte, me ha parecido entrever un reflejo púrpura entre los pliegues).

La infeliz que nos había hecho salir con este espantoso tiempo caminaba cojeando delante de nosotros y de vez en cuando volvía la cabeza, como para asegurarse de que seguíamos allí. Ojalá no hubiese sido así. Si alguna vez ha existido un día para acurrucarse junto a un fuego, con una copa de vino caliente y un libro de romances heroicos, era este. Y es que hasta un banco duro, una taza de alguna infusión templada y alguno de los textos médicos que me recomienda la doctora habrían sido una bendición comparado con lo que estábamos haciendo.

—Qué tiempo más horrible, ¿eh, Oelph?

—Sí, señora.

Dicen que el tiempo ha empeorado mucho tras la caída del Imperio, lo que significa que, o bien la Providencia quiere castigar a aquellos que contribuyeron a su destrucción, o que un fantasma imperial desea cobrarse venganza desde el más allá.

La perra que nos había embarcado en esta misión absurda era una niña coja de los Túmulos. Los guardias del palacio ni siquiera la habían dejado entrar en el bastión exterior. Había sido por pura desgracia que un criado estúpido, que había ido a llevarles una nota con instrucciones, escuchara las ridiculas súplicas de la zagala y, apiadándose de ella, viniera a buscar a la doctora en su taller —cuando ella estaba, con mi ayuda, pulverizando sus cáusticamente arcanos ingredientes en el mortero— y le dijera que se requerían sus servicios. ¡Nada menos que para una bastarda de los barrios bajos! Al oír que accedía me quedé boquiabierto. ¿Acaso no oía cómo gemía la tormenta alrededor de las linternas del tejado? ¿Es que estaba sorda al gorgoteo del agua que descendía por las tuberías de desagüe de las paredes?

Así que ahora íbamos a visitar a una familia de pobres mendigos, parientes lejanos de los criados de los Mifeli, los jefes del clan mercantil para el que la doctora había trabajado nada más llegar a Haspide. La doctora personal del rey estaba a punto de hacer una visita a domicilio en medio de una tormenta, y no a un aristócrata, a alguien con perspectivas de un futuro ennoblecimiento o siquiera a una persona respetable, sino a una familia de miserables granujas e inútiles, una tribu de mendigos, pasto de los gusanos y las enfermedades, tan total y fundamentalmente inútiles que ni siquiera eran sirvientes, sino las ladillas de los sirvientes, sanguijuelas itinerantes alojadas en el cuerpo de la ciudad y de la tierra.

Tan pobres y desesperados, en suma, que hasta la doctora habría tenido el buen juicio de negarse de no ser por el hecho de que, por alguna razón extraña, había oído hablar de la enfermiza pilluela.

—Tiene una voz de otro mundo —me había dicho mientras se ponía la capa, como si aquella fuera toda la explicación que hiciera falta.

—¡Apresuraos, por favor, señora! —exclamó la criatura que había venido a buscarnos. Su acento era muy marcado y su dentadura, ennegrecida por la enfermedad, tornaba su voz en un murmullo fastidioso.

—¡No le digas a la doctora lo que tiene que hacer, inútil pedazo de excrementos! —respondí yo tratando de ser útil. La estúpida coja se encorvó un poco más y apretó el paso sobre los relucientes adoquines de la plaza.

—¡Oelph! Ten la amabilidad de no hablar de esa manera —me dijo la doctora mientras me arrebataba el maletín.

—¡Pero, señora! —protesté. Aunque, al menos, la doctora había esperado a que nuestra lisiada guía no pudiera oírnos antes de reprenderme.

Entornó los ojos para protegerse de la tenaz lluvia y alzó la voz sobre el aullido del viento:

—¿No podríamos coger un coche?

Yo me eché a reír, pero al instante troqué el ofensivo sonido por una tos. Miré de manera ostentosa a mi alrededor cuando estábamos llegando al otro extremo de la plaza, donde la niña coja había desaparecido por un callejón estrecho. Vislumbré a varios mendigos dispersos por el lado este de la plaza, que iban de acá para allá con sus andrajos, recogiendo las hojas medio podridas y las mondas empapadas que el viento había arrastrado desde el centro de la plaza, donde se levantaba el mercado de verduras. No había ni un alma a la vista. Y desde luego tampoco un coche, cochecito, carruaje o vehículo de transporte. No eran tan estúpidos como para salir con un tiempo así.

—No lo creo, señora.

—Oh, vaya —dijo ella, y pareció vacilar. Por un maravilloso momento creí que recobraría el sentido común y me diría que regresáramos al calor y la comodidad de sus aposentos, pero no fue así—. Oh, bueno —dijo mientras se cerraba mejor el cuello de la capa, se ajustaba con más firmeza el sombrero sobre el pelo recogido y bajaba la cabeza para reanudar la marcha—. No importa. Vamos, Oelph.

El agua helada bajaba resbalando por mi cuello.

—Ya voy, señora.


El día había transcurrido razonablemente bien hasta entonces. La doctora se había bañado, había dedicado algún tiempo a escribir su diario y luego habíamos visitado el mercado de especias y los bazares cercanos, cuando la tormenta no era aún más que una amenaza oscura sobre el horizonte del oeste. Se había encontrado con algunos mercaderes y otros doctores en la casa de un banquero para hablar sobre la posibilidad de fundar una escuela de medicina (a mí me mandaron a la cocina con los sirvientes, de modo que no pude oír nada que tuviera importancia y poco que tuviera sentido) y luego regresamos al palacio paseando animadamente mientras el cielo se nublaba y las primeras lluvias empezaban a caer sobre el puerto exterior. Alegre y equivocadamente, me congratulé de haber podido refugiarme en la comodidad y calidez del palacio antes de que se desatara la tormenta.

Una nota en la puerta de las habitaciones de la doctora nos informó de que el rey deseaba verla, así que marchamos a los aposentos regios en cuanto descargamos las especias, bayas, raíces y tierras que habíamos comprado. Un criado nos interceptó en el Pasillo Largo con la noticia de que el rey había sido herido en un duelo de prácticas y corrimos —con el corazón en un puño— hacia los pabellones de caza.


—¡Sire, una sanguijuela! ¡Tenemos las mejores! ¡Un ejemplar de la rara sanguijuela imperial de Brotechen!

—¡Tonterías! ¡Lo que hace falta es una aplicación de vidrio candente sobre las venas, seguida por la administración de un vomitivo!

—Bastará con vendar la herida. Majestad, si me lo permitís…

—¡No! ¡Apartaos de mí, charlatanes de color púrpura! Largaos y haceos banqueros: ¡admitid vuestra auténtica vocación! ¿Dónde está Vosill? ¡Vosill! —gritó el rey al pie de la escalinata mientras empezaba a subirla, con la mano izquierda en el antebrazo derecho. En aquel momento nosotros bajábamos.

El rey había salido herido en un duelo, y era como si todos los médicos de cierta reputación de la ciudad hubieran estado en la sala de duelos aquel día, porque se apelotonaban alrededor del monarca y de los dos hombres que lo acompañaban como sabuesos de color morado alrededor de una bestia acorralada. Sus señores los seguían de cerca, armados con espadas de duelo y máscaras de protección, mientras que el individuo grande y pálido como la cera que se encontraba aislado en la parte trasera de la sala era presumiblemente el que había herido a su majestad.

El comandante de la Guardia, Adlain, se encontraba a un lado del rey, y el duque Walen al otro. Adlain, recordaré para la posteridad, es un hombre de gran nobleza y gracia, cuyos rasgos y porte solo tienen rival en los de nuestro buen rey, aunque la tez del comandante de la Guardia es morena, mientras que la de su majestad tiende a la rubicundez. Es una sombra fiel y leal, siempre situada junto a nuestro espléndido señor. ¿Y qué monarca podría pedir una sombra mejor?

El duque Walen es un hombre menudo y encorvado, de piel coriácea y ojos pequeños, recubiertos de arrugas y aquejados de una cierta bizquera.

—Sire, ¿estáis seguro de que no queréis que mi médico examine esa herida? —dijo Walen con su voz aguda y chirriante mientras Adlain espantaba delicadamente a dos de los doctores que acosaban al rey—. ¡Mirad! —exclamó el duque—. ¡Está goteando! ¡La sangre real! ¡Oh, vaya! ¡Médico! ¡Médico! De veras, señor, este doctor es el mejor. Permitidme que…

—¡No! —rugió el rey—. ¡Quiero a Vosill! ¿Dónde está?

—La señora parece tener asuntos más urgentes que atender —dijo Adlain sin alterarse—. Es una suerte que solo sea un arañazo, ¿verdad, señor? —Entonces levantó la mirada y vio que la doctora y yo bajábamos. Su expresión se convirtió en una sonrisa.

—¡Vo…! —rugió el rey con la cabeza gacha mientras empezaba a subir la curva de los escalones y dejaba momentáneamente atrás a Walen y a Adlain.

—Aquí, señor —dijo la doctora al tiempo que bajaba a su encuentro.

—¡Vosill! En el nombre de los cielos del Infierno, ¿dónde te habías metido?

—Estaba…

—¡Da igual! Vamos a mis aposentos. Tú. —Y con esto se dirigía a mí—. A ver si puedes contener a esta bandada de carroñeros sanguinarios. Aquí está mi espada de duelo. —¡El rey me entregó su propia espada!—. Tienes permiso para usarla contra cualquiera que se parezca, por poco que sea, a un médico. ¿Doctora?

—Después de vos, señor.

—Pues claro que después de mí, Vosill. ¡Soy el rey, maldita sea!


Siempre me ha sorprendido lo mucho que nuestro glorioso rey se parece a los retratos de él que se ven en los lienzos y a los perfiles que honran nuestras monedas. Tuve la suerte de poder estudiar estos rasgos magníficos un mediodía de Xamis, en los aposentos privados del rey, mientras la doctora trataba la herida recibida en el duelo y su majestad esperaba, ataviado con una larga toga arremangada, recortado contra la luminosidad de una antigua ventana de yeso, con el rostro alzado y las mandíbulas apretadas.

¡Qué noble semblante! ¡Cuan regio porte! Una melena de pelo rubio majestuosamente ensortijado, una frente rebosante de inteligencia y severa sabiduría, unos ojos claros y brillantes del color de un cielo estival, una nariz bien definida y heroica, una boca grande y elegantemente esculpida y una barbilla orgullosa y valiente, adosado todo ello a una forma a un tiempo fuerte y esbelta que sería la envidia de un atleta en la plenitud de sus fuerzas (y eso que el rey se encuentra en una espléndida edad madura, en la que la mayoría de los hombres ya han empezado a engordar). Dicen que la apariencia y el físico del rey Quience solo palidecen ante las de su difunto padre, Drasine (al que me alegro de informar de que ya han empezado;) llamar Drasine el Grande. Y con toda justicia, por cierto).

—¡Oh, señor! ¡Oh, vaya! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, socorro! ¡Oh, qué calamidad! ¡Oh!

—¡Déjanos, Wiester! —dijo el rey con un suspiro.

—¡Señor! Sí, señor. Inmediatamente, señor. —El rollizo chambelán, sin dejar de agitar y frotarse alternativamente las manos, abandonó los aposentos mascullando y gimoteando.

—Pensaba que llevabais armadura para impedir que ocurrieran este tipo de cosas, señor —dijo la doctora. Limpió el resto de la sangre con un algodón, que a continuación me entregó para que yo lo tirara. A cambio le pasé el alcohol. Empapó otro algodón y lo aplicó a la herida que el rey tenía en el bíceps. El corte tenía dos dedos de longitud y unos pellizcos de profundidad.

—¡Au!

—Lo siento, señor.

—¡Au! ¡Au! ¿Estás segura de que esto no es una de esas brujerías absurdas, Vosill?

—El alcohol mata los malos humores que pueden infectar las heridas —dijo la doctora con tono gélido—. Señor.

—Al igual que, según tú, el pan mohoso —bufó el rey.

—Tiene ese efecto, sí.

—Y el azúcar.

—Eso también, señor, en caso de emergencia.

—Azúcar —dijo el rey sacudiendo la cabeza.

—¿Es que no tenéis, señor?

—¿Cómo?

—¿Tenéis armadura?

—Pues claro que tenemos armaduras, imbécil… ¡Au! Pues claro que tenemos armaduras, pero no las llevamos en la sala de duelos. ¡En el nombre de la Providencia, para llevar armadura, mejor no batirse en duelo!

—Pero yo pensaba que era una práctica, señor. Para la lucha real.

—Vaya, pues claro que es una práctica, Vosill. Si no lo fuera, el caballero que me ha herido no se habría detenido, ni habría estado a punto de perder el conocimiento, sino que habría seguido adelante, tratando de matarme, como se hace en ese tipo de combates. Pero sí, era una práctica. —El rey sacudió su soberbia cabeza y dio un pisotón—. Maldita sea, Vosill, haces unas preguntas más tontas…

—Os ruego mil perdones, señor.

—Además, es solo un arañazo. —El rey miró a su alrededor e hizo un gesto a un soldado que se encontraba junto a la puerta principal, quien se acercó rápidamente a una mesa y trajo a su majestad un vaso de vino.

—Cuánto más pequeña que un arañazo es la picadura de un insecto —dijo la doctora—. Y sin embargo, hay gente que muere por su causa.

—¿De veras? —dijo el rey mientras aceptaba el vaso de vino.

—Eso me han enseñado. Por culpa de un humor venenoso transmitido por el insecto a la corriente sanguínea.

—Mmmm —dijo el rey con cara de escepticismo. Miró la herida de reojo—. Sigue siendo solo un arañazo. Adlain no estaba demasiado impresionado. —Bebió.

—Supongo que hace falta mucho para impresionar al comandante Adlain —dijo la doctora, aunque no sin cierta simpatía, me parece.

El rey esbozó una sonrisilla.

—No te gusta Adlain, ¿verdad, Vosill?

La doctora enarcó las cejas.

—No lo tengo por un amigo, señor, pero del mismo modo tampoco lo tengo por un enemigo. Ambos os servimos en nuestros respectivos campos con toda la habilidad de que disponemos.

El rey entornó la mirada mientras reflexionaba sobre ello.

—Hablas como un político, Vosill —dijo en voz baja—. Y te expresas como un cortesano.

—Me tomaré eso como un cumplido.

Su majestad observó cómo limpiaba la herida durante un rato.

—No obstante, quizá deberías tener cuidado con él, ¿sabes?

La doctora levantó la mirada. Me dio la impresión de que estaba sorprendida.

—Si su majestad lo dice…

—Y con el duque Walen —dijo el rey con un gruñido—. Tendrías que oír lo que dice sobre mujeres doctoras, o, ya que estamos, sobre cualquier mujer que quiera ser otra cosa que prostituta, esposa o madre.

—Desde luego, señor —dijo la doctora con los dientes apretados. Levantó la mirada para pedirme algo y entonces vio que ya tenía el tarro apropiado en la mano. Me recompensó con una sonrisa y un gesto apreciativo con la cabeza. Cogí el algodón empapado en alcohol y lo dejé en la bolsa de los desechos, donde le correspondía.

—¿Qué es eso? —dijo el rey con las cejas alzadas en una expresión de suspicacia.

—Un ungüento, señor.

—Ya veo que es un ungüento, Vosill. ¿Pero qué es lo que…? Oh.

—Tal como estáis sintiendo, señor, acalla el dolor. También combate los malos humores que infestan el aire, y potencia al proceso curativo.

—¿Es como lo que me pusiste en la pierna aquella vez, sobre el absceso?

El rey vio su reflejo en uno de los grandes espejos que adornaban su sala de descanso privada y enderezó un poco la espalda. Volvió la mirada hacia el soldado de la puerta, quien se acercó y cogió la copa de vino de su mano, hecho lo cual su majestad levantó la barbilla y se pasó las manos por la cabellera al tiempo que sacudía la cabeza para que sus rizos, que el sudor le había pegado al cráneo, volvieran a recuperar su volumen.

—Eso está mejor —dijo al tiempo que inspeccionaba su noble perfil en el espejo—. Me encontraba en un estado lamentable, según recuerdo. Todos esos matarifes pensaban que iba a morirme.

—Me alegro mucho de que su majestad me hiciera llamar —dijo la doctora en voz baja mientras vendaba la herida.

—A mi padre lo mató un absceso, ¿sabes? —dijo el rey.

—Eso he oído, señor. —Levantó una mirada sonriente hacia él—. Pero no a vos.

El rey le devolvió la sonrisa y luego miró al frente.

—No. En efecto. —Entonces hizo una mueca—. Pero él tampoco sufría dolores de tripa, ni de espalda, ni ninguno de mis otros achaques.

—No se ha registrado ninguna mención a tales cosas, señor —dijo la doctora mientras envolvía el musculoso brazo del rey con un rollo de venda.

Él la miró al instante.

—¿Estás sugiriendo que soy un quejica, doctora?

Vosill levantó la mirada, sorprendida.

—Nada de eso, señor. Soportáis vuestras numerosas afecciones con gran templanza. —Continuó con el vendaje. (La doctora usa unas vendas que le hace especialmente el sastre de la corte e insiste mucho en que las condiciones de su manufactura sean lo más higiénicas posible. Aun así, antes de usarlas las hierve en un agua ya hervida que antes ha tratado con un polvo blanqueador que el boticario de palacio ha preparado para ella)—. De hecho, Su Majestad debería enorgullecerse de su buena disposición a hablar de sus males —prosiguió—. Algunas personas, que llevan el estoicismo, el orgullo o la simple reticencia más allá de sus límites razonables, sufren en silencio hasta estar a las puertas de la muerte, cuando una palabra, un simple comentario en una fase mucho más temprana de su enfermedad, podría haber permitido que un doctor diagnosticara el problema, lo tratara y les salvara la vida. El dolor, o incluso las meras molestias, son como el mensaje de advertencia enviado por un guardia fronterizo. Sois libre de ignorarlo, pero entonces no debéis sorprenderos si más adelante veis vuestro reino arrasado por invasores.

El rey soltó una risilla y miró a la doctora con una expresión tolerante y amistosa.

—Tu admonitoria metáfora militar es debidamente apreciada, doctora.

—Gracias, señor. —La doctora ajustó el vendaje de manera que se acoplara perfectamente al brazo del rey—. Había una nota en mi puerta que decía que queríais verme, señor. Asumo que la razón que la justificaba antecedía en el tiempo a vuestra lesión de esgrima.

—Oh —dijo el rey—. Sí. —Se llevó una mano a la nuca—. El cuello. La contractura de nuevo. Luego puedes examinarlo.

—Por supuesto, señor.

El rey suspiró y no pude por menos que advertir que su postura se alteraba y se volvía menos erguida, menos regia incluso.

—Mi padre tenía la constitución de un estibador. Dicen que una vez cogió por el yugo a una bestia de carga y arrastró al pobre animal por todo un arrozal.

—Yo había oído que era un ternero, señor.

—¿Y? Los terneros pesan más que la mayoría de los hombres —repuso el rey—. Y además, ¿acaso estabas allí, doctora?

—No, señor.

—No. No estabas. —El rey dirigió la mirada hacia la lejanía con una expresión de tristeza en el rostro—. Pero tienes razón. Creo que era un ternero. —Volvió a suspirar—. Las historias cuentan que los reyes de antaño levantaban bueyes, bueyes adultos, mi querida doctora, por encima de su cabeza antes de arrojárselos a sus enemigos. Ziphygr de Anlios abrió en canal a un erzerador salvaje con sus propias manos, Scolf el Fuerte le arrancó la cabeza al monstruo Gruissens con una mano, Mimartis de Sompolia…

—¿Y no es posible que sean simples leyendas, señor?

El rey dejó de hablar, permaneció un momento con la mirada perdida (confieso que yo me quedé paralizado) y a continuación se volvió hacia la doctora tanto como le fue posible sin interrumpir el trabajo de ella.

—Doctora Vosill —dijo en voz baja.

—¿Señor?

—No interrumpáis al rey.

—¿Os he interrumpido, señor?

—Sí. ¿Es que no sabes nada de nada?

—Aparen…

—¿Es que no os enseñan nada en ese anárquico archipiélago del que vienes? ¿No inculcan modales a las niñas y las mujeres? ¿Tan degenerados y maleducados sois que no tenéis la menor idea de cómo debéis comportaros en presencia de vuestros superiores?

La doctora le lanzó una mirada vacilante.

—Puedes responder.

—La república insular de Drezen es famosa por su mala educación, señor —dijo la doctora con aire de total sumisión—. Me avergüenza informar de que allí se me considera una persona muy bien educada. Mis disculpas.

—Mi padre te habría hecho azotar, Vosill. Y eso solo si te hubiera disculpado por considerarte una extranjera, poco familiarizada con nuestras costumbres.

—Me alegra que sobrepaséis a vuestro noble padre en simpatía y comprensión, señor. Nunca volveré a interrumpiros.

—Bien. —El rey volvió a adoptar su pose orgullosa. La doctora terminó de vendar el tobillo—. Los modales también eran mejores en los viejos tiempos —dijo.

—Estoy segura de ello —dijo la doctora—. Señor.

—Los dioses de antaño caminaban entre nuestros antepasados. Era una época heroica. Aún podían realizarse grandes hazañas. Por entonces no habíamos perdido aún las fuerzas. Los hombres eran más grandes, más valientes y más fuertes. Y las mujeres eran más dulces y elegantes.

—Estoy segura de que es tal como decís, señor.

—Todo era mejor entonces.

—Eso parece, señor —dijo la doctora mientras cortaba la venda por un lado.

—Es que ahora todo va a… peor —continuó el rey con otro suspiro.

—Mmmm —repuso la doctora mientras anudaba el vendaje—. Ya está señor. ¿Mejor?

El rey flexionó el brazo y el hombro, inspeccionó su musculoso brazo y al fin volvió a cubrirse la herida con la manga.

—¿Cuándo podré volver a practicar?

—Mañana, aunque con cuidado. El dolor os hará saber cuándo debéis parar.

—Bien —dijo el rey antes de darle una palmada en el hombro. La doctora tuvo que dar un paso a un lado para no caerse, pero pareció agradablemente sorprendida. Creo que se ruborizó un poco.

—Bien hecho, Vosill. —La miró de arriba abajo—. Lástima que no seas un hombre. Podrías aprender esgrima, ¿mmmm?

—En efecto, señor. —La doctora hizo un gesto de asentimiento hacia mí y empezamos a guardar los instrumentos de su profesión.


La familia de la niña enferma vivía en un par de mugrientas y apestosas habitaciones del último piso de una destartalada y abarrotada casa de Los Túmulos, sobre una calle que la tormenta había convertido en un canal de desagüe.

La portera no era digna de tal nombre. Era una vieja borracha, una bruja voraz y de olor repulsivo que pidió dinero a la doctora con la excusa de que llegábamos de la calle con un tufo tan pestilente en los pies y las capuchas que tendría que trabajar de más para quitarlo. A juzgar por el estado del pasillo —hasta donde podía verse a la luz de la única lámpara existente— los padres de la ciudad podrían haberle cobrado a ella por llevar la mugre de su interior a las calles de la urbe, pero la doctora se limitó a silbar y rebuscar en su bolso. A continuación la vieja exigió, y consiguió, más dinero por dejar subir a la niña lisiada con nosotros. Yo sabía que no tenía sentido tratar de decirle nada a la doctora, así que tuve que contentarme con lanzar a la maldita foca la mirada más amenazante posible.

De camino arriba, la angosta, crujiente y alarmantemente inclinada escalera nos llevó a través de una concatenación de pestes. Percibí en sucesión los olores de las alcantarillas, de los excrementos animales, de los cuerpos humanos sin lavar, de la comida podrida y de alguna funesta cocción de naturaleza desconocida. Esta mezcolanza venía acompañaba por una orquestación de sonidos: el chirrido del fuerte viento del exterior, los lloros de los bebés que parecían llegar del interior de todas las habitaciones, los gritos, las maldiciones, las exclamaciones y golpes de una discusión que tenía lugar detrás de una puerta medio rota, y los mugidos lastimeros de las bestias amarradas en el patio.

Delante de nosotros, unos niños andrajosos subían y bajaban corriendo las escaleras, con chillidos y gruñidos dignos de animales. La gente se apelotonaba en los descansillos de cada piso para vernos pasar y hacer comentarios sobre la calidad de la capa de la doctora y el contenido de su gran maletín oscuro. Yo llevé la boca tapada con un pañuelo durante todo el trayecto, y solo lamenté no haberlo empapado en perfume más recientemente.

Al final de un tramo de escaleras de aspecto aún más frágil y tembloroso que los que habíamos atravesado de camino arriba, el último piso de aquel montón de excrementos, lo juro, se columpiaba de un lado a otro impulsado por el viento. Al menos yo me sentí mareado.

A buen seguro, las dos estrechas y abarrotadas habitaciones en las que nos encontramos eran calurosas en verano y frías en invierno hasta extremos insoportables. El viento entraba aullando por dos pequeñas ventanas en la primera de ellas. Estoy convencido de que nunca habían tenido persianas, solo un marco cubierto de tela a modo de cortina, y puede que algunas planchas de madera. Los batientes habían desaparecido hacía tiempo, posiblemente empleados como combustible durante el invierno, y los andrajosos jirones de tela que eran todo lo que quedaba de las cortinas no servían de mucho frente a la fuerza de la tormenta, cuya lluvia y cuyo viento penetraban siseando en la casa.

En el suelo de aquella habitación, sobre un simple jergón, se acurrucaban diez o más personas, de recién nacidos a encorvados ancianos. Sus ojos vacíos nos observaron mientras la miserable lisiada que nos había traído hasta aquel podridero destartalado nos conducía rápidamente a la habitación contigua. Entramos en ella atravesando el lienzo que cubría la puerta. Detrás de nosotros, la gente empezó a cuchichear con un ruido áspero y ceceante que lo mismo podría haber sido un dialecto del país que una lengua extranjera.

La segunda habitación era más oscura, pues aunque estaba tan desprovista como la primera de batientes, sus ventanas estaban tapadas por las formas voluminosas de unas capas o chaquetas clavadas al marco. La lluvia había empapado la tela de estas prendas antes de empezar a fluir en pequeños regueros por el yeso manchado que cubría las paredes del techo al suelo, donde había formado charcos que ya habían empezado a propagarse.

El suelo estaba extrañamente combado y acaballonado. Nos encontrábamos en uno de esos pisos adicionales que los constructores, los terratenientes y los residentes que valoran más la economía que la seguridad añaden a edificios ya baratos. El techo desvencijado tenía una docena de goteras, que descargaban copiosamente sobre el mugriento suelo de paja.

Una mujer obesa y de pelo revuelto saludó a la doctora con gran despliegue de aullidos, sollozos y palabras de apariencia extranjera entonadas con voz ronca, y la condujo entre una masa de cuerpos oscuros y malolientes, hasta una cama baja apoyada en la pared combada del otro lado de la habitación, cuyas vigas asomaban entre los terrones de argamasa mezclada con paja. Algo se alejó correteando por la pared y desapareció por una grieta alargada cerca del techo.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —oí que preguntaba la doctora mientras se arrodillaba junto a la cama, iluminada por una vela, y abría su maletín. Al asomarme por un lado pude ver a una muchacha muy flaca, cubierta de harapos, tendida en la cama, con la cara de color gris, el fino pelo pegado a la frente y los ojos hinchados tras unos párpados trémulos, cuya respiración brotaba en rápidas y poco profundas exhalaciones. Su cuerpo entero tiritaba en la cama, su cabeza se convulsionaba y los músculos de su cuello sufrían continuos espasmos.

—¡Oh, no lo sé! —gimió la mujer del vestido sucio que había recibido a la doctora: bajo la peste derivada de su falta de higiene, despedía un olor enfermizamente dulzón. Se dejó caer en un agrietado sillón de mimbre que había junto a la cama, que se abombó bajo su peso. Apartó a codazos a algunas de las personas que la rodeaban y apoyó la cabeza en las manos mientras la doctora tocaba la frente de la muchacha y le abría uno de los párpados—. Puede que todo el día, doctora. No lo sé.

—Tres días —dijo una niña pequeña que se encontraba junto a la cabecera de la cama y que rodeaba con los brazos la delgada figura de la lisiada que nos había llevado hasta allí.

La doctora la miró.

—Tú eres…

—Anowir —respondió la niña. Señaló con la cabeza a la chica, un poco mayor que ella, que ocupaba la cama—. Zea es hermana mía.

—¡Oh, no, tres días no, mi pobre y querida niña no! —dijo la mujer del sillón de mimbre balanceándose adelante y atrás y sacudiendo la cabeza sin levantar la mirada—. No, no, no.

—Nosotras habríamos ido a buscarla antes —dijo Anowir mientras su mirada pasaba de la mujer despeinada al rostro consternado de la niña lisiada a la que abrazaba y que la abrazaba a ella—, pero…

—Oh, no, no, no —sollozó la mujerona, con la cara tapada por las manos. Algunos de los niños cuchicheaban entre sí en la misma lengua que habíamos oído en la habitación precedente. La mujer se pasó los rechonchos dedos por el despeinado cabello.

—Anowir —dijo la doctora con amabilidad a la niña que abrazaba a la pequeña coja—. ¿Podrías ir con algunos de tus hermanos y hermanas a los puertos lo antes posible y buscar un vendedor de hielo? Necesito hielo. No tiene que ser un bloque de primera calidad. Me vale con hielo pulverizado. De hecho, lo prefiero. Toma. —Introdujo la mano en la bolsa y contó algunas monedas—. ¿Cuántos quieren ir? —preguntó mientras recorría con la mirada la multitud de rostros llorosos, jóvenes en su mayor parte.

En pocos segundos se acordó un número y ella le entregó una moneda a cada uno de los voluntarios. Esto me asombró tanto como el hecho de que pidiera hielo en aquella época del año, pero la doctora es siempre un pozo de sorpresas en este tipo de asuntos.

—Podéis quedaros con lo que sobre —dijo a los niños, que de repente parecían ansiosos por cumplir con la misión encomendada—, pero cada uno de vosotros debe traer todo lo que pueda cargar. Como mínimo —dijo sonriendo—, eso impedirá que se os lleve el huracán. ¡Y ahora marchaos!

La habitación se vació rápidamente y solo nos quedamos la niña enferma de la cama, la mujer del sillón de mimbre —que supongo que era la madre de la primera—, la doctora y yo mismo. Algunas de las personas de la otra habitación se asomaron por la andrajosa cortina que cubría la puerta, pero la doctora les dijo que se marcharan.

Entonces se volvió hacia la mujer del pelo desarreglado.

—Debéis contarme la verdad, señora Elund —le dijo. Con un gesto de la cabeza, me indicó que abriera el maletín mientras ella incorporaba un poco el cuerpo de la chica y luego me hizo amontonar la paja bajo su espalda y su cabeza. Al arrodillarme para hacerlo, sentí el calor que irradiaba la piel febril de la niña—. ¿Lleva así tres días?

—Tres, dos, cuatro… ¡Quién sabe! —sollozó la mujer—. ¡Lo único que sé es que mi preciosa hija está muriéndose! ¡Se va a morir! ¡Oh, doctora, ayúdela! ¡Ayúdenos a todos, porque nadie más lo hará! —De repente, la mujerona, no sin cierta torpeza, se dejó caer de la silla y enterró la cabeza entre los pliegues de la capa de la doctora, al mismo tiempo que esta se desabrochaba la prenda y trataba de quitársela.

—Haré lo que pueda, señora Elund —dijo la doctora y entonces, mientras dejaba caer la capa y la niña de la cama empezaba a murmurar y a toser, se volvió hacia mí—. Oelph, vamos a necesitar también ese cojín.

La señora Elund se levantó y miró a su alrededor.

—¡Eso es mío! —gritó mientras yo recogía el maltrecho cojín y lo colocaba detrás de la cabeza de la niña, que la doctora sujetaba—. ¿Dónde voy a sentarme? ¡Ya le he dejado mi cama!

—Tendréis que encontrar otro sitio —le dijo la doctora. Alargó los brazos y le levantó el vestido a la niña. Yo aparté la mirada mientras examinaba sus partes, que parecían inflamadas.

La doctora se inclinó sobre ellas, separó las piernas de la chiquilla y sacó un instrumento de su maletín. Al cabo de un rato volvió a juntar las piernas y devolvió la falda y el vestido a su posición normal. Examinó los ojos, la boca y la nariz de la niña y le sostuvo la muñeca unos segundos, con los ojos cerrados. En la habitación el silencio era total, con la excepción del ruido de la tormenta y algún que otro mohín de la señora Elund, que se había sentado en el suelo medio embozada en la capa de la doctora. Tuve la sensación de que mi señora estaba tratando de controlar el impulso de echarse a gritar.

—El dinero de la escuela de canto —dijo al fin con voz tensa—. Si fuera ahora a la escuela, ¿cree que me dirían que se ha invertido en sus lecciones?

—¡Oh, doctora, somos una familia pobre! —dijo la mujer al tiempo que enterraba de nuevo la cara entre las manos—. ¡No puedo vigilar todo lo que hacen! ¡No sé adonde va el dinero que le doy! ¡Hace lo que le da la gana, os lo aseguro! ¡Oh, salvadla, doctora! ¡Por favor, salvadla!

La doctora cambió de posición sin levantarse e introdujo las manos debajo de la cama. Sacó un par de jarras de cerámica de gran tamaño, una de ellas con tapón y la otra sin él. Olió la que estaba vacía y agitó la otra. Había un líquido en su interior. La señora Elund levantó una mirada de ojos muy abiertos. Tragó saliva. El olor del interior de la primera jarra llegó hasta mí. Era idéntico al del aliento que emanaba de su boca. La doctora miró a la otra mujer por encima del borde de la jarra vacía.

—¿Cuánto hace que Zea tiene tratos con hombres? —preguntó mientras volvía a dejar las jarras debajo de la cama.

—¡Tratos con hombres! —chilló la mujer del cabello desordenado, irguiendo la espalda—. Eso no…

—Y en esta misma cama, además, diría yo —continuó la doctora mientras levantaba el vestido de la niña para examinar de nuevo la tela que cubría el colchón—. Aquí es donde ha cogido la infección. Alguien fue muy rudo con ella. Es demasiado joven. —Miró a la señora Elund con una expresión de la que solo puedo decir que me alegro de no haber sido su destinatario. La señora Elund, muda de asombro, abrió los ojos de par en par. Creí que iba a decir algo, pero entonces la doctora siguió hablando—. He entendido lo que dijeron los niños cuando se marcharon, señora Elund. Creen que Zea puede estar embarazada y han mencionado al capitán de un barco y a dos hombres malos. ¿O se me ha pasado algo?

La señora Elund abrió la boca y entonces pareció perder las fuerzas, cerró los ojos, dijo:

—Ooooh… —y se sumió en lo que parecía una especie de trance y se envolvió en la capa de la doctora.

La doctora la ignoró y rebuscó un momento en su maletín antes de sacar una jarra de ungüento y una pequeña espátula de madera. Se puso los guantes de vejiga de rique que le había encargado al peletero de palacio y volvió a levantarle el vestido a la niña. Yo aparté de nuevo la mirada.


La doctora usó varios de sus preciados ungüentos y fluidos con la niña enferma y mientras lo hacía me fue diciendo qué efecto tenía cada uno de ellos, cómo aliviaba este los efectos de la fiebre sobre el cerebro, cómo combatía este otro la infección en su origen, cómo hacía aquel el mismo efecto desde el interior del cuerpo de la chica y cómo le daría fuerzas y actuaría como tónico general el último de ellos una vez que se recuperara. Me pidió que sacara la capa de debajo de la señora Elund y luego la tendiera en la ventana de la habitación contigua y esperara —con los brazos cada vez más entumecidos por el frío— a que estuviera saturada de agua, antes de volver a meterla y colocar sus pliegues oscuros y empapados sobre la niña, a la que ella le había quitado toda la ropa, con la única excepción de una mugrienta muda de ropa interior. La niña seguía temblando y tiritando, sin que su estado pareciera haber mejorado.

Cuando la señora Elund empezó a hacer los ruidos que indicaban que estaba volviendo en sí, la doctora le ordenó que buscara un fuego, una olla y un poco de agua limpia para hervirla. La mujer no pareció muy contenta con esto, pero se marchó sin refunfuñar demasiado.

—Está ardiendo —susurró la doctora para sí, con una de sus elegantes manos de largos dedos sobre la frente de la niña. En ese momento se me pasó por la imaginación, por vez primera, la idea de que tal vez muriera—. Oelph —continuó, mirándome con ojos de preocupación—. ¿Puedes ir a ver si encuentras a esos niños? Aprémialos. Necesita ese hielo.

—Sí, señora —dije con tono de cansancio antes de dirigirme hacia las escaleras, con su mezcolanza de imágenes, sonidos y olores. Hacía muy poco que ciertas partes de mi cuerpo habían terminado de secarse.

Salí a la estruendosa oscuridad de la tormenta. Xamis se había puesto ya y la pobre Seigen, escondida detrás de las nubes, no parecía más capacitada para atravesarlas que un candil de aceite. Las calles, azotadas por la lluvia, estaban desiertas y a oscuras, rebosantes de sombras profundas y ráfagas de viento aullante que amenazaban con derribarme sobre los inundados canales de desagüe que discurrían por el centro de las calles. Me puse en marcha bajo la mole oscura y amenazante de los edificios que se cernían sobre mí, en la dirección que suponía se encontraban los muelles, con la esperanza de ser capaz de encontrar luego el camino de regreso y reprendiéndome por no haber tomado como guía a alguna de las personas que había en la segunda habitación.

A veces pienso que la doctora olvida que no soy oriundo de Haspide. Sí, vivo aquí desde hace más tiempo que ella, que llegó hace solo un poco más de dos años, pero yo nací en la ciudad de Derla, en el lejano sur, y pasé la mayor parte de mi infancia en la provincia de Ormin. Y desde que llegué a Haspide, la mayor parte del tiempo no la he pasado en la ciudad propiamente dicha, sino en el palacio, o en el pabellón de verano de las colinas Yvenage, o en el camino, de viaje hacia allí o de regreso aquí.

Me pregunté si la doctora me había mandado realmente a buscar a los niños o es que habría algún tratamiento arcano o secreto que quería utilizar sin que yo estuviese delante. Dicen que todos los doctores son muy discretos con su trabajo —he oído que un clan de medicina de Oartch mantuvo en secreto la invención de los fórceps durante dos generaciones— pero siempre había pensado que la doctora Vosill era diferente. Puede que lo fuera. Puede que creyera que yo podía conseguir que el hielo llegase antes, aunque a mí se me antojaba que podía hacer bien poca cosa al respecto. El estruendo del cañonazo que marcaba el final de una guardia y el inicio de siguiente sobrevoló la ciudad. El ruido de la tormenta amortiguó en tal medida el sonido que casi se hubiera podido creer que formaba parte de ella. Me abroché la capa hasta el cuello. Mientras estaba haciéndolo, el viento me quitó el sombrero de la cabeza y lo mandó dando vueltas hasta el desagüe central de la calle. Corrí tras él y lo rescaté de la fétida corriente con la nariz arrugada por la repugnancia. Lo limpié lo mejor que pude debajo de un canalón de desagüe, le di la vuelta, lo olí y finalmente volví a tirarlo.


Cuando encontré los muelles, al cabo de un buen rato, volvía a estar totalmente empapado. Busqué en vano la tienda de hielo hasta que se me comunicó, con términos nada equívocos por parte de la población de marineros y mercantes que descubrí en algunas oficinas destartaladas y un par de tabernas abarrotadas y llenas de humo, que estaba en el lugar equivocado para buscar ese tipo de establecimientos. Aquel era el mercado de pescado. Tuve la ocasión de confirmarlo al resbalar en las tripas descompuestas de alguna captura, que alguien había dejado pudriéndose en un charco azotado por el viento, y estuve a punto de caer a las aguas agitadas y ondulantes del muelle. No es que hubiese acabado más empapado a consecuencia de un accidente así, pero yo, a diferencia de la doctora, no sé nadar. Finalmente, me vi forzado —por un elevado muro de piedra que se iniciaba sobre un muelle azotado por los vientos y se perdía en la distancia— a regresar a la zona de los arrabales miserables.

Los niños habían llegado antes que yo. Volví a entrar en el maldito edificio, ignoré la mirada aterradora que me lanzaba la fétida bruja de la puerta, arrastré mis pobres huesos escaleras arriba entre los olores y las cacofonías siguiendo un rastro de pisadas oscuras hasta el último piso, donde el hielo ya había sido entregado, y la niña, envuelta en él, seguía cubierta por la capa de la doctora y volvía a estar rodeada por sus hermanos y amigos.

El hielo llegó demasiado tarde. Y nosotros también, un día o dos. La doctora lo intentó durante toda la noche, empleando todos los medios que conocía, pero la niña se le escurrió entre los dedos, presa de una fiebre ardiente que el hielo fue incapaz de aliviar, hasta que en algún momento, cuando la tormenta empezaba a amainar, en la medianoche de Xamis, mientras Seigen seguía tratando de perforar los deshilachados y oscuros jirones de las nubes y el viento se llevaba lejos y deprisa las voces de los cantores, la muchacha murió.

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