Amo, habíamos llegado ya a esa época del año en la que la corte entera sucumbe al más excitado y febril de los estados al prepararse para la Gran Rondalla y el traslado al palacio de verano. La doctora estaba tan atareada con los preparativos como todos los demás, aunque, claro está, puede que en su caso cupiera esperar una excitación añadida, habida cuenta de que se trataba de su primera Gran Rondalla. Yo hice todo lo que pude por ayudarla, aunque una ligera fiebre que me tuvo en cama durante varios días inhibió parcialmente mis esfuerzos.
Confieso que oculté los síntomas de mi enfermedad durante tantos días como me fue posible, primero porque no quería que la doctora me creyera débil y segundo porque los ayudantes de otros médicos me habían dicho que, por muy amables y complacientes que fueran sus señores con sus pacientes de pago, cuando eran sus propios asistentes los que enfermaban se comportaban, desde el primero hasta el último, de manera notoriamente brusca y desagradable.
Sin embargo, la doctora Vosill se mostró conmigo como la más condescendiente y comprensiva de las personas, y me cuidó casi como si fuera una madre (cosa que no creo que tenga edad para ser).
No recordaría nada más de mi breve enfermedad, y hasta puede que la hubiera omitido por completo de mi relato —salvo para explicar a mi amo por qué se había producido un vacío en mis informes— de no ser por el siguiente hecho, que, según creo, podría servir para proyectar un poco de luz sobre el misterioso pasado de la doctora antes de llegar a la ciudad hace dos años.
Me encontraba, debo confesar, en un estado muy extraño en el momento álgido de mi enfermedad, sin apetito, sudando copiosamente y sumido en una especie de estado de semiinconsciencia. Cada vez que cerraba los ojos estaba seguro de que veía formas extrañas y fastidiosas que me atormentaban con sus dementes e incomprensibles mutaciones y cabriolas.
Mi mayor temor, como podéis imaginar, era decir algo que revelara a la doctora el hecho de que se me había encomendado su vigilancia. Como es natural, dado que es una persona bondadosa y digna de toda confianza, al menos a juzgar por todo lo que he visto y relatado hasta el momento (y por tanto una persona devotamente leal a nuestro buen rey), puede que esta revelación no provocara nada malo, pero sea como sea, seguiré fielmente los deseos de mi amo y mantendré mi misión en secreto.
Tened la segundad, amo, de que ninguna palabra o pista sobre mi misión salió de mis labios y de que la doctora continúa sumida en la ignorancia por lo que a estos asuntos se refiere. Sin embargo, aunque esta, la más preciosa de las confidencias, se mantuvo a buen recaudo en mi interior, otras de las inhibiciones que habitualmente me constriñen se esfumaron como consecuencia de la fiebre y un día me encontré en la cama de mi celda, mientras la doctora, que acababa de volver de tratar al rey (esta vez tenía una contractura en el cuello, creo), me lavaba el sudor de la parte superior del cuerpo.
—Sois muy buena conmigo, doctora. Eso debería hacerlo una enfermera.
—Y una enfermera lo hará si el rey vuelve a llamarme a su lado.
—¡Nuestro querido rey! ¡Cuánto lo amo! —grité (cosa que era cierta, aunque también resultaba un poco embarazosa, así expresada).
—Como todos nosotros, Oelph —dijo la doctora mientras estrujaba un trapo húmedo sobre mi pecho y, con lo que se me antojó una mirada meditabunda, me lavaba la piel. Estaba acurrucada junto a mi cama, que es muy baja por culpa de las limitaciones de espacio de mi celda.
La miré a la cara, que en aquel momento parecía triste, o al menos eso me pareció a mí.
—No temáis, doctora. ¡Lo cuidáis muy bien! Él se preocupa porque su padre, que era el más fuerte de los hombres, murió joven, pero vos lo mantendréis sano y salvo, ¿verdad?
—¿Qué? Sí, sí, claro.
—¡Oh! No estaréis preocupada por mí, ¿verdad? —Y confieso que mi corazón dio un pequeño vuelco en el interior de mi febril y fatigado pecho, porque, ¿qué hombre joven no se emocionaría ante la idea de que una mujer buena y hermosa, y más aún una que estuviera ocupándose tan íntimamente de sus necesidades corporales como ella lo estaba haciendo en aquel momento, se preocupara por él?— No os preocupéis —dije levantando una mano—. No voy a morir. —Ella puso cara de incertidumbre, así que añadí—: ¿O sí?
—No, Oelph —respondió con una sonrisa bondadosa—. No, no te vas a morir. Eres joven y fuerte y yo te cuidaré. Dentro de otro medio día, empezarás a recuperarte. —Bajó la mirada hacia la mano que yo había extendido hacia ella, que se encontraba, me di cuenta entonces, sobre su rodilla.
—Ah, esa vieja daga vuestra —dije. No tenía tanta fiebre como para no sentirme avergonzado. Di unos golpecitos en el pomo del viejo cuchillo, que asomaba de la bota de la doctora, muy cerca de donde yo había apoyado la mano—. Siempre me ha… eh… fascinado. ¿Qué clase de cuchillo es? ¿Alguna vez lo habéis usado? Me atrevería a decir que no es una herramienta quirúrgica. Parece poco afilada. ¿Es un arma ceremonial? ¿Qué…?
La doctora sonrió y me puso una mano sobre los labios para que guardara silencio. Bajó el brazo, sacó la daga de su vaina y me la ofreció.
—Toma —dijo. El arma, con su hoja desafilada, quedó apoyada sobre la palma de mi mano—. Te diría que tuvieras cuidado —dijo sin dejar de sonreír—, pero la verdad es que no tiene mucho sentido.
—Ni filo —dije yo mientras deslizaba un pulgar sudoroso por este.
La señora se rió a carcajadas.
—Vaya, Oelph, un chiste —dijo mientras me daba unas suaves palmaditas en el hombro—. Y encima en mi propia lengua. Estás mejorando mucho. —Se le iluminaron los ojos.
De improviso, me invadió la vergüenza.
—Os habéis ocupado tanto de mí, señora… —No sabía muy bien qué decir, así que me dediqué a estudiar la daga. Era un arma antigua y pesada, de mano y media de longitud, y hecha de un acero viejo recubierto de pequeños agujeros de óxido. La hoja estaba ligeramente doblada y la punta se había abollado y desafilado con el paso del tiempo. Tenía algunas muescas en el filo, que realmente era tan romo que habría que aplicar mucha fuerza para cortar con el cualquier cosa más dura que una medusa. La empuñadura de cuerno también estaba picada, más aún que la hoja. Alrededor del pomo y formando tres líneas que discurrían a lo largo de la empuñadura hasta la guarda, había unas piedras semipreciosas, ninguna de ellas mayor que un grano de trigo, junto a muchos agujeros que, según apuntaba todo, probablemente contuvieran gemas similares en el pasado. La parte superior del pomo estaba formada por una piedra traslúcida, grande y oscura que la vista podía atravesar cuando se colocaba bajo la luz. Alrededor de la base del pomo había algo que al principio tomé por una fina y sinuosa talla, pero que en realidad era una hilera de agujerillos que habían perdido todas las pequeñas y pálidas piedras que antaño alojaran, salvo una.
Pasé un dedo por esta hilera.
—Deberías mandarla a reparar, señora —le dije—. El armero de palacio se prestaría gustoso, estoy seguro, porque las piedras no parecen caras y el trabajo no es de primera calidad. Dejad que la lleve a la armería cuando me haya recuperado. Conozco al ayudante del armero segundo. No será problema. Quisiera hacer algo por vos.
—No es necesario —dijo la doctora—. Me gusta tal como está. Tiene un valor sentimental para mí. La llevo como recuerdo.
—¿De quién, señora? —¡La fiebre! ¡En condiciones normales nunca habría sido tan osado!
—De un viejo amigo —dijo ella sin dudar. Terminó de limpiarme el pecho y luego dejó los trapos a un lado y se sentó en el suelo.
—¿De Drezen?
—De Drezen. —Asintió—. Me la dio el día que partí.
—¿Era nueva entonces?
Sacudió la cabeza.
—Ya era vieja. —La fina luz de la puesta de Seigen entraba por las grietas de la ventana y se proyectaba rojiza sobre su cabello, recogido y envuelto en una redecilla—. Un recuerdo de familia.
—Pues no debe de ser un recuerdo muy agradable si dejaron que acabara en este estado, señora. Parece que tiene más agujeros que piedras.
Ella sonrió.
—Las piedras que faltan se usaron por buenas causas. Algunas de ellas compraron protección en lugares remotos, donde una persona que viaja sola se ve más como presa que como invitada, mientras que otras sirvieron para pagar los pasajes que me trajeron hasta aquí.
—No parecen muy valiosas.
—Se valoran más en otras tierras, supongo. Pero el cuchillo, o lo que llevaba, me mantuvo a salvo y me empujó a seguir mi camino. Nunca tuve que usarlo… Bueno, he tenido que empuñarlo y agitarlo un poco en alguna ocasión, pero nunca he tenido que usarlo para hacerle daño a alguien. Y, tal como dices, es una suerte, porque es, con mucha diferencia, el cuchillo peor afilado que he visto desde que llegué aquí.
—En efecto, señora. No sirve de nada tener la daga más roma de todo el palacio. Todas las demás están muy afiladas.
Me miró (y solo puedo decir que era una mirada casi afilada, de tan penetrante como resultaba). Recuperó delicadamente la daga y pasó el pulgar por uno de los filos.
—Puede que te deje que la lleves a la armería, aunque solo sea para que la afilen.
—También podrían sacarle punta, señora. Las dagas son para apuñalar.
—En efecto. —Volvió a guardarla en la vaina.
—¡Oh, señora! —chillé, de repente embargado por el temor—. ¡Lo siento!
—¿Por qué, Oelph? —dijo ella, con su precioso rostro lleno de preocupación y pegado de repente al mío.
—Por… por hablaros así. Por haceros preguntas personales. Solo soy vuestro criado, vuestro aprendiz. Esto no es apropiado.
—Oh, Oelph —dijo ella en voz baja con una sonrisa. Sentí su fresco aliento sobre la mejilla—. Podemos olvidarnos de eso, al menos en privado, ¿no te parece?
—¿Vos creéis, señora? —(Y confieso que mi corazón, enfebrecido como estaba, dio un vuelco al oír sus palabras, pues esperaba en su locura lo que yo sabía que no podía esperar).
—Eso creo, Oelph —dijo ella. Me cogió la mano y la estrechó suavemente—. Puedes preguntarme lo que quieras. Siempre puedo no responder y no soy de las que se ofenden con facilidad. Me gustaría que fuéramos amigos, no solo doctora y aprendiz. —Ladeó la cabeza, con una expresión entre intrigada y divertida en el rostro—. ¿Te parece bien?
—¡Oh, sí, señora!
—Bien. Vamos a… —Entonces volvió a ladear la cabeza, como si estuviera escuchando algo—. Llaman a la puerta —dijo mientras se levantaba—. Discúlpame.
Regresó al cabo de un rato con el maletín.
—El rey —dijo. Su expresión, me pareció a mí, era mitad de pesar y mitad de alegría—. Parece ser que le duelen los dedos de los pies. —Sonrió—. ¿Estarás bien sin mí, Oelph?
—Sí, señora.
—Volveré en cuanto pueda. Entonces veremos si puedes comer algo.
Habían pasado cinco días, creo, cuando la doctora fue convocada por Tunch, el tratante de esclavos. Su casa era una imponente mansión del barrio mercantil, edificada sobre el gran canal. La puerta principal, alta y orgullosa, se alzaba imponente sobre la doble escalinata que comunicaba con la calle, pero no pudimos entrar por allí. El coche de alquiler que había ido a buscarnos se dirigió a un pequeño embarcadero situado algunas calles más allá, donde nos transfirieron a una pequeña batea cerrada que nos llevó por un canal secundario, con las ventanas cerradas a cal y canto, hasta un pequeño muelle privado situado en la parte trasera de un edificio.
—¿Qué ocurre aquí? —me preguntó la doctora cuando el barquero abrió las ventanas de la batea y la embarcación golpeó los maderos oscuros de un atracadero. Estábamos en pleno verano, pero en aquel lugar hacía mucho frío y olía a humedad y a podredumbre.
—¿Señora? —dije mientras me anudaba un pañuelo perfumado alrededor de la boca y la nariz.
—Todo este secreto.
—No…
—¿Y por qué haces eso? —preguntó, claramente molesta, mientras un criado ayudaba al barquero a amarrar la batea.
—¿Qué? ¿Esto, señora? —pregunté señalando el pañuelo.
—Sí —respondió ella mientras, al ponerse en pie, hacía que la embarcación se tambalease.
—Para combatir los malos humores, señora.
—Oelph, ya te he dicho que los agentes infecciosos se transmiten por el aliento o los fluidos corporales, aunque sean los de los insectos —dijo ella—. Un mal olor, por sí solo, no puede hacerte enfermar. Gracias. —El criado recogió su maletín y lo dejó cuidadosamente sobre el pequeño embarcadero. Yo no respondí. Ningún médico lo sabe todo y más vale prevenir que curar—. Aparte —continuó—, sigo sin saber a qué viene tanto secreto.
—Creo que el tratante de esclavos no quiere que su médico se entere de vuestra visita —le dije mientras bajaba al muelle—. Son hermanos.
—Si el tratante está muriéndose, ¿por qué no está su médico con él? —dijo la doctora—. Y, ya puestos, ¿por qué no está al menos como hermano? —El criado le tendió una mano para ayudarla a desembarcar—. Gracias —volvió a decir ella. (Siempre está dando las gracias a los criados. Los lacayos en Drezen deben de ser gente irritable, creo yo. O muy mal acostumbrada).
—No lo sé, señora —confesé.
—El hermano del señor se encuentra en Trosila, señora —dijo el criado (lo que viene a demostrar lo que suele ocurrir cuando uno empieza a hablar con los criados).
—¿Ah, sí? —dijo la doctora.
El criado abrió una puertecilla que conducía a la parte trasera de la casa.
—Sí, señora —respondió él con una mirada nerviosa al barquero—. Ha ido a buscar en persona una tierra rara que, según dicen, se utiliza para tratar la enfermedad que padece el señor.
—Ya veo —dijo la doctora. Entramos en la casa. Una criada salió a recibirnos. Llevaba un austero traje negro y tenía un rostro que daba miedo. De hecho, su expresión era tan adusta que lo primero que pensé fue que el tratante había muerto. Sin embargo, la criada saludó a la doctora con una inclinación de cabeza casi imperceptible y con una voz precisa y seca dijo:
—¿La señora Vosill?
—Soy yo.
Me señaló con la cabeza.
—¿Y este?
—Mi aprendiz, Oelph.
—Muy bien. Seguidme.
Mi señora miró a su alrededor mientras subíamos por unas escaleras de madera, con sendas expresiones de sospecha en el rostro. Me sorprendió en el acto de dirigir una de lo más severa a la negra espalda de la mujer que nos conducía, pero se limitó a sonreír y a guiñarme un ojo.
El criado con el que había hablado la doctora cerró la puerta del embarcadero y desapareció por otra que, supongo, conducía a los aposentos de la servidumbre.
La escalera era angosta y empinada y no tenía otro medio de iluminación que un ventanuco a cada piso, donde los escalones de madera daban la vuelta. Había también una puerta estrecha en cada uno de los tramos. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquellos aposentos confinados fueran para niños, pues era bien sabido que el tratante Tuncha estaba especializado en esclavos infantiles.
Llegamos a un segundo descansillo.
—¿Cuánto hace que el tratante Tunch…? —empezó a decir la doctora.
—No habléis en estas escaleras, por favor —dijo la mujer de aspecto estricto—. Podrían oíros.
Entramos en el resto de la casa al llegar al tercer piso. El pasillo en el que nos encontramos era amplio y tenía el suelo cubierto de moqueta. Las paredes estaban adornadas con cuadros y frente a nosotros había unos grandes ventanales por los que se veían los pisos superiores de las grandes casas del otro lado del canal y, tras ellos, el cielo y las nubes. Una serie de grandes puertas daba al pasillo. La mujer nos llevó hasta la más alta y recia de todas.
Puso la mano en el picaporte.
—El criado —dijo—. En el muelle.
—¿Sí? —preguntó la doctora.
—¿Os ha hablado?
La doctora la miró a los ojos un momento.
—Le hice una pregunta —respondió (y es una de las pocas ocasiones en que la he visto mentir abiertamente).
—Eso pensaba —dijo la mujer mientras nos abría la puerta. Entramos en una habitación grande y oscura, iluminada solo con velas y candiles. Bajo nuestros pies, el suelo parecía cálido y mullido. Mi primera impresión fue que había pisado a un perro. Un perfume dulzón flotaba en la habitación y me pareció detectar el olor de varias hierbas con propiedades curativas o tónicas. Traté de localizar el olor de la enfermedad o la descomposición, pero no pude. Una enorme cama con dosel ocupaba el centro de la sala. La ocupaba un hombre de gran tamaño, atendido por tres personas: dos criados y una dama elegantemente vestida. Todos ellos se volvieron hacia nosotros cuando entramos y la luz inundó el cuarto. La misma luz que pareció desvanecerse tras de nosotros cuando la mujer de aspecto severo empezó a cerrar la puerta por fuera.
La doctora se volvió y, mientras la puerta se cerraba, dijo:
—El criado…
—Será castigado —dijo la mujer con una sonrisa gélida.
La puerta se cerró. La doctora aspiró hondo y, acto seguido, se volvió hacia la escena iluminada por las velas que ocupaba el centro de la sala.
—¿Sois vos la doctora? —preguntó la señora mientras se aproximaba a nosotros.
—Me llamo Vosill —dijo la doctora—. ¿Lady Tunch?
La mujer asintió.
—¿Podéis ayudar a mi marido?
—No lo sé, señora. —La doctora recorrió con la mirada los espacios de la habitación que cubrían las sombras, como si estuviera tratando de calcular sus dimensiones—. Me sería de gran ayuda poder verlo. ¿Hay alguna razón para que las cortinas estén echadas?
—Oh. Me dijeron que la oscuridad reduciría las hinchazones.
—Vamos a echar un vistazo, ¿os parece? —dijo la doctora. Nos acercamos a la cama. Caminar sobre aquel suelo mullido era una experiencia extraña y desconcertante, algo así como andar por la cubierta de un barco zarandeado por el oleaje.
El tratante de esclavos Tunch, según se decía, siempre había sido un hombre enorme. Ahora era aún más grande. Yacía sobre la cama, con la respiración entrecortada y acelerada, y la piel teñida de gris e hinchada. Tenía los ojos cerrados.
—Pasa dormido casi todo el tiempo —nos dijo la señora. Era una criatura delgada y menuda, poco más grande que una niña, con un rostro fino y pálido y unas manos que parecían estar siempre frotándose. Uno de los dos criados estaba limpiándole la frente a su marido. El otro se encontraba al pie de la cama, cambiando las sábanas.
—Acababa de manchar la cama —nos explicó la señora.
—¿Habéis guardado los excrementos? —preguntó la doctora.
—¡No! —respondió la señora, escandalizada—. ¿Para qué? La casa tiene baño propio.
La doctora ocupó el lugar del criado que estaba secándole la frente al enfermo. Examinó los ojos y el interior de la boca, y luego apartó las sábanas de la inmensa mole del cuerpo antes de levantarle la camisa. Creo que las únicas personas más obesas que he visto en toda mi vida eran eunucos. El tratante Tunch no es que estuviese gordo (¡y Dios sabe que no hay nada malo en estar gordo!), es que estaba hinchado. De una manera muy extraña. Me di cuenta de ello antes de que la doctora lo mencionara.
Se volvió hacia la señora.
—Necesito más luz —le dijo—. ¿Podéis abrir las ventanas?
La señora titubeó un momento y luego hizo una seña con la cabeza a los criados.
La luz inundó la gran sala. Era aún más espléndida de lo que yo había imaginado. Todo el mobiliario estaba cubierto de pan de oro. Unas telas doradas colgaban de la gran estructura de la cama, recogidas en forma de esfínter en el centro del techo, y lo mismo podía decirse de las cortinas. Todas las paredes estaban cubiertas de pinturas y espejos y había esculturas —con forma de ninfas en su mayor parte, entre algunas representaciones de la antigua diosa de la lascivia— en el suelo o sobre las mesas, escritorios o aparadores, que contenían además una auténtica profusión de lo que parecían cráneos humanos cubiertos de pan de oro. Las alfombras eran de un color suave y lustroso, entre negro y azul, y estaban hechas, creo, de piel de zuleones del lejano sur. Eran tan gruesas que no me extraña que caminar sobre ellas resultara extraño.
El tratante de esclavos Tunch no tenía mejor aspecto a la luz del día del que había tenido bajo las velas. Su carne estaba hinchada y descolorida por todas partes y su cuerpo había adoptado una forma que resultaba extraña incluso en alguien tan enorme. Emitió un gemido y una de sus rollizas manos se levantó revoloteando como un ave perezosa. Su esposa la cogió y se la llevó a la mejilla con un gemido. Había una torpeza en su manera de usar las dos manos que en aquel momento me desconcertó.
La doctora presionó y palpó el gigantesco cuerpo por varios sitios. El hombre gimió y se quejó, pero no articuló palabra inteligible alguna.
—¿Cuándo empezó a ponerse así? —preguntó ella.
—Hace cosa de un año, creo —dijo la señora. La doctora la miró con sorpresa. La otra puso cara de azoramiento—. Solo llevamos casados medio año —continuó. La doctora estaba observándola de manera extraña, pero entonces sonrió.
—¿Sufrió muchos dolores al principio?
—El ama de llaves me ha dicho que, según su última esposa, los dolores empezaron alrededor de la temporada de la cosecha, y luego su… —Se dio unas palmaditas en la cintura—. Su vientre empezó a hincharse.
La doctora siguió palpando el gran cuerpo.
—¿Se le agrió el humor?
La señora esbozó una pequeña y titubeante sonrisa.
—Oh, yo diría que siempre… No soportaba las tonterías. —Hizo ademán de rodearse con los brazos, pero entonces, antes de que pudiera cruzar los brazos, se encogió de dolor y empezó a frotarse el antebrazo izquierdo con la mano derecha.
—¿Os duele el brazo? —preguntó la doctora.
La señora retrocedió, con los ojos abiertos de par en par.
—¡No! —exclamó sin soltarse el brazo—. No. No le pasa nada. Está perfectamente.
La doctora volvió a bajarle el pijama al enfermo y lo tapó con las sábanas.
—Bueno, no puedo hacer nada por él. Lo mejor es dejarlo dormir.
—¿Dormir? —gimió la señora—. ¿Todo el día, como un animal?
—Lo siento —dijo la doctora—. Tendría que haber dicho que lo mejor es dejarlo inconsciente.
—¿No podéis hacer nada por él?
—La verdad es que no —respondió la doctora—. La enfermedad está tan avanzada que ya casi ni siente dolor. Es poco probable que recobre la consciencia. Puedo prescribiros algo para darle en caso de que lo haga, pero me imagino que su hermano ya se habrá encargado de eso.
La señora asintió. Estaba mirando fijamente la enorme figura de su marido, con los nudillos en la boca.
—¡Va a morir!
—Casi con toda probabilidad, sí. Lo siento.
La señora sacudió la cabeza. Al cabo de unos instantes, logró arrancar la mirada de la cama.
—¿Debería haberos llamado antes? ¿De haberlo hecho, podría…?
—No habría supuesto diferencia —le dijo la doctora—. Ningún médico podría haber hecho nada por él. Hay enfermedades que no son tratables. —Bajó la mirada, con expresión fría, me pareció a mí, hacia el cuerpo del paciente que respiraba entrecortadamente en la enorme cama—. Por fortuna, algunas de ellas no son contagiosas. —Levantó la mirada hacia la señora—. No debéis temer por eso. —Y mientras lo decía, pasó la mirada por los dos criados.
—¿Cuánto os debo? —preguntó la esposa.
—Lo que os parezca apropiado —dijo la doctora—. No he podido hacer nada. Puede que creáis que no me debéis nada.
—No. Nada de eso. Por favor. —Se acercó a un aparador que había cerca de la cama y sacó una bolsa pequeña, de aspecto sencillo. Se la entregó a la doctora.
—Deberíais hacer que os miraran ese brazo —dijo la doctora en voz baja mientras estudiaba el rostro y la boca de la mujer con más detenimiento—. Podría significar…
—No —se apresuró a responder la señora. Se apartó y caminó hasta la más próxima de las grandes ventanas—. Estoy perfectamente, doctora. Perfectamente. Gracias porvenir. Buenos días.
Volvimos a palacio en una silla de alquiler, que sorteó el gentío de la calle Tierra dando tumbos. Yo estaba guardando el pañuelo perfumado. La doctora tenía una sonrisa triste. Había tenido ese aire meditabundo, melancólico incluso, durante todo el camino. (Habíamos salido siguiendo el mismo itinerario por el que llegáramos, a través del muelle privado).
—¿Sigues preocupado por los malos humores, Oelph?
—A mí me educaron así, señora, y me parece una precaución sensata.
Exhaló un fuerte suspiro y miró a la gente.
—Malos humores —dijo, y me dio la impresión de que estas palabras estaban más destinadas a ella misma que a mí.
—Esos malos humores de los que hablasteis, los que transmiten los insectos, señora… —empecé a decir al recordar algo que mi amo había mencionado—. ¿Podrían extraerse de los insectos para utilizarse? O sea, ¿podría un asesino, por ejemplo, preparar un destilado de esos insectos y administrar una poción a su víctima? —Traté de poner cara de inocencia.
En su rostro apareció una expresión que me pareció reconocer. Normalmente significaba que estaba a punto de embarcarse en una disertación extremadamente detallada sobre el funcionamiento de alguno de los aspectos de la medicina y que terminaría demostrando que todas las cosas que yo creía saber sobre el particular estaban completamente equivocadas. Sin embargo, en esta ocasión fue como si se apartara del borde de un acantilado, pues desvió la mirada y se limitó a decir:
—No.
No dijimos nada durante un rato. Yo pasé el tiempo escuchando los chirridos y crujidos de las correas enhebradas de la silla.
—¿Qué le pasaba a lady Tunch en el brazo, señora? —pregunté al fin.
Ella suspiró.
—Se le había roto, creo, y luego se lo habían colocado de mala manera —dijo.
—¡Pero si hasta un aprendiz de carpintero sabe colocar un hueso, señora!
—Probablemente fuera una fractura radial. Siempre son las más complicadas. —Dirigió la mirada hacia la gente que caminaba, regateaba, discutía y gritaba en las calles—. Pero, sí, la esposa de un hombre rico… especialmente con un médico en la familia… —Volvió lentamente la mirada hacia mí—. Cualquiera pensaría que una persona así recibiría las mejores atenciones, ¿verdad? En lugar de no recibir ninguna.
—Pero… —dije, y entonces empecé a entender—. Ah.
—Ah, sí —repuso ella.
Pasamos un rato observando a la gente entre la que el cuarteto de porteadores llevaba la silla en dirección a palacio. Al cabo de unos momentos, la doctora suspiró y dijo:
—También sufrió una fractura de mandíbula hace no mucho. Tampoco recibió tratamiento. —Entonces sacó la bolsa que la señora Tunch le había dado y dijo algo que no era nada propio de ella—. Mira, ahí hay una taberna. Vamos a tomar un trago. —Me miró detenidamente—. ¿Tú bebes, Oelph?
—No… O sea, la verdad es que no… Vaya, lo he hecho alguna vez, pero no…
Sacó una mano por un lado de la silla. Uno de los porteadores de atrás gritó a los de delante y los cuatro se detuvieron al unísono justo delante de la puerta de la posada.
—Vamos —dijo mientras me daba una palmada en la rodilla—. Yo te enseño.