19 La doctora

El verano pasó. En nuestro país era una estación relativamente suave, pero sobre todo en las colinas de Yvenir, donde las brisas eran agradablemente frescas o tolerablemente cálidas. Durante buena parte del tiempo, Seigen se unió a Xamis más allá del horizonte durante las noches, primero con cierto retardo, mientras nosotros completábamos la primera parte de la Gran Rondalla, luego casi a la par con su hermana mayor, durante aquellas lunas extrañas y llenas de sucesos trascurridas en Yvenir, y al fin por delante de ella, en lapsos de tiempo cada vez más grandes, durante el resto de nuestra estancia, que, felizmente, concluyó sin más incidentes significativos.

Cuando llegó el momento de empaquetar lo que había que empaquetar y guardar lo que era necesario guardar, la salida de Seigen precedía a la del mayor de los soles en una campanada larga, más o menos, lo que proporcionaba a las colinas un prolongado amanecer, repleto de sombras marcadas y alargadas, en el que el día parecía solo iniciado a medias, algunos pájaros cantaban y otros no, y los minúsculos puntos de luz que eran las estrellas fugaces podían verse de vez en cuando en el cielo violeta si las lunas estaban ausentes o a poca altura.

El regreso a Haspide se llevó a cabo con la pompa y el ceremonial acostumbrados. Hubo menos banquetes, ceremonias, investiduras, desfiles triunfales por puertas recién inauguradas, procesiones dignificadas por arcos recientemente construidos, largos discursos por parte de pomposos funcionarios, elaboradas ceremonias de entrega de regalos, actos formales de concesión de premios, condecoraciones, títulos, tanto antiguos como modernos y toda clase de asuntos, todos ellos agotadores pero también, según me aseguró la doctora (para mi sorpresa, hasta cierto punto), necesarios en el sentido de que ese tipo de rituales comunitarios, junto al uso de los símbolos compartidos, contribuían a cimentar nuestra sociedad. Si acaso, me dijo una vez, a Drezen le hacía falta un poco más de eso.

En el camino de regreso a Haspide, en medio de todo este ceremonial —en su mayor parte, sigo insistiendo, puro ornato vacío—, el rey estableció concejos municipales en numerosas ciudades, instituyó nuevos gremios profesionales y concedió a varios condados y pueblos el estatus privilegiado de burgo. En todas estas medidas no contó con la aprobación entusiasta de los duques y nobles de las provincias implicadas, pero él parecía más decidido a endulzar la medicina para aquellos que podían verse perjudicados por esta redistribución de las responsabilidades y a controlarlos de lo que se había mostrado en el camino de ida, y no menos decidido, con su natural jovialidad, a salirse con la suya, no solo porque era el rey, sino porque sabía que estaba haciendo lo que debía y antes de que pasara mucho tiempo la gente se daría cuenta de ello.


—¡Pero no hay ninguna necesidad de esto, señor!

—Ah, pero la habrá.

—Sire, ¿cómo podemos estar seguros de ello?

—Podemos estarlo como lo estamos de que los soles volverán a salir después de haberse puesto, Ulresile.

—En efecto, señor. Pero sin embargo, esperamos a que los soles hayan salido para levantarnos. Lo que vos proponéis equivale a preparar el día en mitad de la noche.

—Algunas cosas han de prepararse con más antelación que otras —dijo el rey al joven duque con mirada de jovial resignación.

El joven duque Ulresile había optado por acompañar a la corte a Haspide. A lo largo del verano, había desarrollado considerablemente sus capacidades de conversación y opinión, comparadas con las que mostrara cuando lo conocimos en el Jardín Oculto de la parte trasera del palacio de Yvenir. Puede que solo fuera el resultado de un proceso de maduración especialmente acelerado, pero yo creo más bien que esta nueva expresividad se debía en gran parte al hecho de haber vivido en el mismo sitio que la corte real durante una estación entera.

Estábamos acampados en la llanura Toforbiana, situada aproximadamente a medio camino de Yvenir y Haspide. Ormin, Ulresile, y el nuevo duque Walen, junto con el chambelán Wiester y una pléyade de criados, se encontraban en compañía del rey en la parte exterior del pabellón real, donde la doctora estaba vendándole las manos a su majestad. Las altas astas de bandera se combaban bajo la brisa, cálida y cargada con el olor de las cosechas, y las sombras de los estandartes reales que ondeaban en todas las esquinas de aquel espacio hexagonal se movían sinuosamente sobre las alfombras que se habían tendido sobre la tierra cuidadosamente alisada.

Nuestro monarca iba a entablar un combate formal a bastonazos con el viejo dios de la ciudad de Toforbis, representado como un ciempiés de extravagante coloración, al que daría vida un centenar de ciudadanos metidos en un largo dosel cubierto. El interés del espectáculo radicaba en presenciar la lucha entre un hombre y el toldo de una tienda, aunque se tratase de una tienda móvil, alargada, cubierta de escamas pintadas y dotada de una cabeza gigantesca de ave con colmillos en el pico, pero era uno de los rituales que había que soportar por respeto a las costumbres locales y para mantener contentos a los dignatarios regionales.

El duque Ulresile observaba las manos de la doctora, mientras estas daban vueltas y vueltas alrededor de los dedos y las palmas de las manos reales.

—Pero, señor —dijo—, ¿por qué prepararlo con tanta antelación? ¿No podría verse como una necedad…?

—Porque esperar más sería una necedad aún mayor —dijo el rey con tono paciente—. Si uno planea atacar al alba, no espera al alba para despertar a las tropas. Empieza a organizarías en plena noche.

—Duque Walen, sois de la misma opinión que yo, ¿no es así? —dijo Ulresile con tono de exasperación.

—Yo creo que no tiene sentido discutir con el rey, aunque sus decisiones parezcan desacertadas a los mortales de condición menor como nosotros —dijo el nuevo duque Walen.

El nuevo duque era, en todos los sentidos, digno sucesor de su hermano, cuya muerte sin herederos directos había garantizado que el título fuera a parar a un pariente, cuyo resentimiento por haber nacido, según sus propios cálculos, un año tarde, solo era comparable a la valía que él mismo se atribuía. Era un individuo de aspecto avinagrado que daba la impresión de ser, si tal cosa es posible, aún más viejo que el viejo duque.

—¿Y vos, Ormin? —preguntó el rey—. ¿También pensáis que estoy precipitándome demasiado?

—Puede que un poco, señor —dijo Ormin con expresión dolorida—. Pero es difícil evaluar estas cosas con precisión. Sospecho que solo se puede saber si uno ha hecho bien después de pasado un lapso de tiempo considerable. A veces son nuestros hijos los que descubren las virtudes y los defectos de nuestras decisiones. En realidad, es un poco como plantar un árbol. —Musitó esta última frase con una expresión de leve sorpresa por sus propias palabras.

Ulresile lo miró con el ceño fruncido.

—Los árboles crecen, duque. Lo que nosotros estamos haciendo es talar el bosque a nuestro alrededor.

—Sí, pero con la madera podremos construir casas, puentes, naves… —dijo el rey con una sonrisa—. Y los árboles vuelven a crecer. A diferencia de las cabezas, he de decir.

Ulresile apretó los labios.

—Creo que lo que el duque quiere decir —dijo Ormin— es que tal vez estemos procediendo con cierta precipitación en estas… alteraciones. Corremos el riesgo de eliminar, o al menos recortar en exceso, el poder de la estructura nobiliaria existente antes de que exista otra estructura lo bastante sólida, capaz de soportar el peso. Tengo que confesar que, al menos por mi parte, temo que los burgueses de algunas de las ciudades de mi provincia no hayan terminado de asumir la idea de hacerse con la responsabilidad de la transferencia de la propiedad de la tierra, por ejemplo.

—Y, sin embargo, llevan generaciones comerciando con el grano, los animales o los productos de sus propios oficios —dijo el rey mientras levantaba la mano izquierda, que la doctora acababa de terminar de vendar. La examinó detenidamente, como si estuviera buscando algún defecto—. Sería un poco raro que, solo porque en el pasado su señor tuviera el poder de decidir quién debía cultivar qué, o dónde debía vivir cada uno, fueran incapaces de tomar sus propias decisiones al respecto. De hecho, es posible que descubráis que ya han estado haciéndolo, solo que de una manera que podríamos llamar informal, sin vuestro conocimiento.

—No, son gente sencilla, señor —dijo Ulresile—. Puede que un día estén preparados para adoptar esa responsabilidad, pero ese día aún no ha llegado.

—¿Sabíais —dijo el rey con tono serio— que cuando mi padre murió, yo no creía estar preparado para adoptar la responsabilidad que recayó sobre mis hombros?

—Oh, vamos, señor —dijo Ormin—. Sois demasiado modesto. Por supuesto que lo estabais, y eso ha quedado sobradamente demostrado con innumerables pruebas desde entonces. De hecho, lo habéis demostrado de manera expeditiva, diría yo.

—Pues yo creo que no lo estaba —dijo el rey—. Y, desde luego, no creía estarlo en aquel momento, y además estoy seguro de que si hubieras recabado la opinión de los duques y demás nobles de la corte en aquel momento y hubiesen podido decir lo que realmente pensaban, y no lo que mi padre quería oír, habrían dicho que yo no era un hombre a la altura de la responsabilidad. Y, lo que es más, yo habría estado de acuerdo con ellos. Sin embargo, mi padre murió, me vi obligado a subir al trono y, a pesar de saber que no estaba preparado, lo hice lo mejor que pude. Aprendí. Me convertí en rey porque me comporté como tal, no solo por ser el hijo de mi padre y porque me hubiesen dicho con antelación que un día llegaría a serlo.

Ormin respondió a estas palabras con un asentimiento de cabeza.

—Estoy seguro de que todos hemos entendido el punto de vista de vuestra majestad —dijo Ulresile mientras Wiester y un par de criados ayudaban al rey a ponerse las pesadas túnicas ceremoniales. La doctora se apartó para dejar que metieran los brazos de nuestro monarca en las mangas y, una vez hecho esto, procedió a completar los vendajes de la mano derecha.

—Creo que tenemos que ser valientes, amigos míos —dijo el duque Ormin a Walen y Ulresile—. El rey tiene razón. Vivimos en una nueva era y debemos tener el valor de adoptar nuevas formas de comportamiento. Puede que las leyes de la Providencia sean eternas, pero su aplicación en el mundo cambia con el paso de los tiempos. El rey no se equivoca al confiar en el sentido común de los campesinos y artesanos. Poseen gran experiencia práctica en muchas cosas. No deberíamos subestimar su capacidad por el mero hecho de que sean de humilde cuna.

—En efecto —dijo el rey al tiempo que se erguía y echaba la cabeza hacia atrás para dejar que le peinaran la cabellera y se la recogieran en una cola de caballo.

Ulresile miró a Ormin como si estuviera a punto de escupir.

—La experiencia práctica está muy bien para un hombre que hace mesas o tiene que controlar una recua de bestias para tirar de un arado —dijo—. Pero aquí estamos hablando de gobernar provincias y en ese tema somos los únicos que poseemos experiencia.

La doctora admiró el trabajo realizado en las manos del rey y retrocedió un paso. La brisa trajo una perceptible fragancia de flores y cereal molido sobre las combadas paredes de tela de nuestro patio de armas provisional.

El rey dejó que Wiester le pusiera los gruesos guantes en las manos y le anudara los cordones. Otro criado dejó delante de él unas botas de aspecto recio y rica decoración y guió cuidadosamente sus pies hasta su interior.

—En ese caso, mi querido Ulresile —dijo—, tendréis que enseñar a los burgueses de las ciudades lo que sabéis, o de lo contrario ellos cometerán errores que nos empobrecerán a todos, porque creo que podemos esperar que estas mejoras produzcan un incremento de las cosechas. —El rey sorbió por la nariz un par de veces.

—Estoy seguro de que la parte de ese incremento correspondiente a los duques será muy apreciada, en caso de llegar a materializarse —dijo el duque Ormin con la expresión de alguien que espera el azote del viento en la cara—. Yo mismo la apreciaré, sin duda. Oh, sí.

El rey lo miró rápidamente, con los ojos entornados, como si estuviera a punto de estornudar.

—Entonces seguro que estás preparado para ser el primero en poner en práctica las reformas en tu provincia, Ormin.

Ormin parpadeó y luego sonrió. Hizo una reverencia.

—Será un honor, señor.

El rey aspiró hondo y luego sacudió la cabeza y juntó las manos lo mejor que pudo. Lanzó una mirada victoriosa a Ulresile, quien observaba a Ormin con una expresión de espanto y asco.

La doctora se arrodilló junto a su maletín. Pensé que se disponía a ayudarme a guardar los diferentes instrumentos, pero lo que hizo fue sacar un pañuelo limpio y levantarse delante del rey justo antes de que este estornudara con tanta fuerza que le arrancó el cabello de las manos al criado que lo estaba peinando y lanzó el peine sobre la alfombra de brillantes colores que teníamos delante.

—Si me lo permitís, señor —dijo la doctora. El rey asintió. Wiester parecía incómodo. Él todavía estaba sacando el pañuelo.

La doctora sostuvo delicadamente el pañuelo bajo la nariz del rey y dejó que este se sonara. Dobló la tela y a continuación, usando otra de las esquinas, le dio unas leves pasaditas en los ojos, que se habían humedecido.

—Gracias, doctora —dijo él—. ¿Y qué piensas de nuestras reformas?

—¿Yo, señor? —dijo la doctora con cara de sorpresa—. Eso no es asunto mío.

—Vamos, Vosill —dijo el rey—. Tienes opinión sobre todo lo demás. Pensaba que estarías más a favor que nadie. Vamos, seguro que estarás contenta. Es algo parecido a lo que tenéis en tu precioso Drezen, ¿no? Lo has mencionado con enojosa frecuencia anteriormente. —Frunció el ceño. El duque Ulresile no parecía muy feliz. Vi que miraba de soslayo a Walen, quien también parecía preocupado. El duque Ormin no parecía estar escuchando, aunque su rostro exhibía también una expresión de sorpresa.

La doctora dobló lentamente el trapo.

—He hablado de muchas cosas para comparar el lugar que decidí abandonar con el lugar al que decidí venir —dijo, con una parsimonia idéntica a la que estaba aplicando a la tarea de doblar el trapo.

—Estoy seguro de que nada de cuanto nosotros podemos hacer estaría a la altura de las elevadas expectativas de la señora —dijo el duque Ulresile, con algo que sonó a amargura, o a desprecio incluso—. Eso lo ha dejado muy claro.

La doctora esbozó una fugaz sonrisilla, parecida a un guiño y entonces preguntó al rey:

—Señor, ¿puedo marcharme ahora?

—Por supuesto, Vosill —dijo el rey con cara de sorpresa y preocupación. Mientras ella se volvía, su majestad levantó las manos enguantadas y unos criados le trajeron el bastón con incrustaciones de plata y oro que utilizaría para enfrentarse al falso monstruo. En la distancia sonaron unos cuernos y se alzó un griterío jubiloso—. Gracias —le dijo a mi señora. Ella se volvió un instante, se inclinó rápidamente y luego se marcho. Yo la seguí.


Mi amo ya sabe lo que ocurrió cuando la sorpresa que el viejo duque Walen había estado casi un año preparando se abatió finalmente sobre la doctora, pero a pesar de ello diré algunas palabras sobre el suceso, a fin de completar la imagen que he esbozado hasta el momento.

Hacía solo dos días que la corte había regresado a Haspide. Yo aún no había terminado de desempaquetar todas las pertenencias de la doctora. Iba a celebrarse una recepción diplomática en el salón principal y se había requerido la presencia de mi señora. Ni ella ni yo sabíamos quién había hecho tal requerimiento. Aquella mañana salió temprano diciendo que iba a uno de los hospitales a los que hacía visitas regulares antes de que partiéramos en la Gran Rondalla de aquel año. Me dijo que me quedara en casa y continuara poniendo en orden nuestros aposentos. Sé que mi amo tenía a uno de sus hombres siguiéndola, que descubrió que, en efecto, fue al hospital de las mujeres y atendió a algunas de las enfermas allí confinadas. Yo dediqué el tiempo a sacar redomas y frascos de cristal de cajones de embalaje llenos de paja y a elaborar una lista de los ingredientes frescos que necesitaríamos a lo largo del próximo medio año para preparar las pociones y remedios de la doctora.

Regresó a casa algún tiempo después de la tercera campanada de la mañana, se bañó, se puso un atuendo más formal y después la acompañé al salón principal.

No alcanzo a recordar si reinaba un aire de expectación especial en el lugar, pero sí que estaba abarrotado, con centenares de cortesanos, diplomáticos extranjeros, cónsules, nobles, comerciantes y gente diversa por todas partes, sin duda enfrascados en sus propios asuntos y totalmente convencidos de que eran más importantes que los de los demás y merecían, en caso de que la necesitaran, la atención personal del rey. Desde luego, la doctora no dio la menor señal de prever que algo extraño o inesperado estuviese a punto de suceder. Si parecía distraída era porque quería terminar de ordenar sus aposentos, su estudio y su taller y volver a poner en orden su maquinaria alquímica. Mientras nos dirigíamos al salón, me hizo anotar varios ingredientes y materias primas que, había recordado de repente, necesitaría en un futuro próximo.

—Ah, mi querida doctora —dijo el duque Ormin mientras se abría paso en medio de un grupo exóticamente ataviado de extranjeros que parloteaban en una jerigonza incomprensible—. Me han dicho que ha venido alguien a veros.

—¿De veras? —preguntó ella.

—Sí —repuso Ormin. Por una vez, estaba muy erguido, y descollaba sobre la mayoría de las cabezas de aquel gentío—. Nuestro nuevo duque Walen y… ah, el comandante Adlain mencionaron algo al respecto. —Entornó los ojos, con la mirada perdida en la distancia—. No lo oí todo, y parecían… Ah, ahí están. Allí. —El duque saludó con la mano y luego miró a la doctora—. ¿Estabais esperando a alguien?

—¿Esperando a alguien? —repitió la doctora mientras el duque nos conducía hacia una esquina del salón.

Nos acercamos al comandante de la Guardia. No oí lo que se dijeron a continuación la doctora y el duque Ormin, porque estaba observando a Adlain, quien estaba hablando con un par de hombres de mirada severa, tan grandes que daban miedo, y armados con mandobles. Al ver que nos aproximábamos, el comandante les hizo un gesto con la cabeza y ellos se retiraron unos pasos.

—Doctora —dijo el comandante Adlain con una actitud abierta y amistosa mientras colocaba un brazo a un lado de la doctora, como si se dispusiera a rodearle los hombros, lo que obligó a mi señora a volverse hacia un lado—. Buenos días. ¿Cómo estáis? ¿Habéis desempacado ya vuestras cosas? ¿Volvéis a estar felizmente instalada?

—Estoy bien, señor. Aún no hemos terminado de organizamos. ¿Y vos?

—Oh, yo… —El comandante de la Guardia miró hacia atrás y una expresión de sorpresa asomó a su cara—. Ah. Aquí está Ulresile. ¿Y quién es ese?

La doctora y él se volvieron hacia el duque Ulresile y un hombre alto y de piel broncínea, de mediana edad, vestido con una ropa holgada de aspecto curioso y tocado con un pequeño tricornio. El duque Ulresile sonreía con extraña avidez. Tras él se encontraba el nuevo duque Walen, con la cabeza gacha y los negros ojos entrecerrados.

El extraño de la piel broncínea tenía una nariz bastante prominente y, apoyada sobre ella, una extraña estructura de metal, con dos trozos de cristal del tamaño de una moneda engarzados, uno delante de cada ojo. Se la quitó con una mano como si fuera un sombrero (el sombrero se lo dejó en la cabeza) e hizo una profunda reverencia. Creí que se le iba a caer el sombrero, pero al parecer estaba sujeto en el sitio por tres alfileres con piedras preciosas.

Después de erguirse de nuevo, el sujeto se dirigió a la doctora en una lengua muy diferente a cualquier otra que hubiese escuchado antes, llena de extrañas variaciones tonales y ruidos guturales.

Ella le dirigió una mirada vacía. La expresión amistosa del hombre pareció vacilar un momento. El duque Walen entornó los ojos. La sonrisa de Ulresile se ensanchó un poco más y tomó aliento.

Entonces la doctora sonrió, alargó las manos y cogió las del desconocido. Se echó a reír, sacudió la cabeza y de su boca salió un chorro de sonido que sonó muy parecido al del desconocido. En medio de aquel expeditivo parloteo, capté las palabras «Drezen» (que sonó más bien como «Drech-tsen»), «Pressell», «Vosill» y, en varias ocasiones, algo que sonaba como «Koo-doon». Los dos permanecieron allí, intercambiando sonrisas radiantes y hablando con un continuo derroche de sonidos extraños, sin dejar de asentir y sacudir la cabeza. Vi que la sonrisa en la cara del duque Ulresile se marchitaba lentamente, como una flor recién arrancada. La expresión arisca y velada del nuevo duque Walen no varió. El comandante Adlain lo observaba todo con expresión fascinada y con una minúscula sonrisa en los labios, mientras alternaba alguna que otra mirada con Ulresile.

—Oelph —oí decir a la doctora, y se volvió hacia mí—. Oelph —volvió a decir, y alargó una mano en mi dirección. Seguía muy sonriente—. ¡Este es el gaan Kuduhn, de Drezen! Gaan Kuduhn —le dijo al extranjero—. Bla, bla Oelph (así me sonó a mí) —le dijo. Recordé que la doctora me había explicado que un gaan era una especie de diplomático a tiempo parcial.

El espigado y broncíneo caballero volvió a quitarse el artefacto de la nariz y se inclinó ante mí.

Ehstoy ehncantado de conocerla, Welph —dijo lentamente en algo parecido al haspidiano.

—¿Cómo estáis, caballero Kuduhn? —dije, con otra reverencia.

La doctora se lo presentó también al duque Ormin. El gaan conocía ya a Walen, a Ulresile y al comandante de la Guardia.

—El gaan viene de una isla del mismo archipiélago que la mía —dijo la doctora. Parecía emocionada y un poco alterada—. El antiguo duque Walen lo invitó aquí desde Cuskery para hablar de la posibilidad de entablar relaciones comerciales. Tomó una ruta muy diferente a la mía, pero parece haber tardado casi tanto tiempo como yo en llegar. Ha estado fuera de allí mucho tiempo, así que no trae muchas noticias nuevas, ¡pero es maravilloso volver a oír hablar en drezení! —Se volvió de nuevo hacia él mientras decía—: Creo que voy a intentar persuadirlo para que se quede y establezca una auténtica embajada. —Volvió a hablar en aquel galimatías.

Ulresile y Walen se miraron. El comandante Adlain levantó la mirada hacia el techo del gran salón un instante y luego emitió un pequeño silbido.

—En fin, caballeros —les dijo a los tres duques—. Creo que aquí estamos un poco de más, ¿no os parece?

El duque Ormin emitió un distraído «mmm». Los otros dos fulminaron a la doctora con la mirada y miraron al gaan Kuduhn con algo que parecía decepción, aunque en el caso del duque Walen no requirió de modificación alguna de su expresión habitual.

—Por muy fascinante que pueda ser esta conversación en una lengua extranjera, tengo otros asuntos que atender —dijo Adlain—. Si me disculpáis… —Se despidió de los duques con un gesto de cabeza y se alejó, no sin antes hacer una seña a los dos fornidos capitanes de la guardia, que se marcharon tras él.

—Duque Walen, duque Ulresile —dijo la doctora sin dejar de sonreír—. Muchas gracias. Os agradezco muchísimo que hayáis pensado en presentarme al gaan sin perder un instante.

El nuevo duque Walen guardó silencio. Ulresile pareció tragarse una respuesta amarga.

—Un placer, señora.

—¿El gaan tiene prevista una audiencia con su majestad? —preguntó ella.

—No, no está prevista —dijo Ulresile.

—En tal caso, ¿os importa que os lo arrebate un rato? Tenemos tantas cosas de que hablar…

Ulresile inclinó la cabeza y esbozó una sonrisilla tensa.

—Por supuesto. Como si estuvierais en vuestra casa.


Amo, pasé una campanada y media con la doctora y su nuevo amigo en una alcoba de la galería del patio de los Cantos, y no aprendí nada nuevo, aparte de que los nativos de Drezen hablan como si el mundo fuera a acabarse en cualquier momento y que a veces toman su vino con agua y un poco de azúcar. El gaan Kuduhn tenía una audiencia con el rey aquella tarde y pidió a la doctora que hiciera de intérprete para él, puesto que su imperial era poco mejor que su haspidiano. Ella accedió gustosa.

Aquella tarde, fui a ver al boticario Shavine para comprar productos químicos y otras cosas para el taller de la doctora. Cuando me marché, mi señora estaba vistiéndose y preparándose con enorme cuidado para la audiencia del gaan Kuduhn. Estaba radiante. Al preguntarle si me necesitaría, me respondió que no hasta la noche.

Hacía un día excelente, muy cálido. Emprendí la larga caminata hasta la botica y al atravesar los muelles me acordé de aquella noche de tormenta, medio año atrás, cuando había estado buscando a los niños a los que habíamos enviado a comprar hielo. Recordé a los niños de la abarrotada y mugrienta habitación de la casa del barrio pobre y la terrible fiebre que se había llevado a la pequeña enferma a pesar de todos los esfuerzos de la doctora.

Los muelles olían a pescado, a alquitrán y a mar.

Cargado con una cesta de tarros de arcilla y tubos de cristal, embalados en paja, paré en una taberna. Probé a echarle un poco de agua y de azúcar al vino, pero el resultado no fue de mi agrado. Estuve algún tiempo allí sentado, sin más, contemplando la calle por la ventana abierta. Volví a palacio alrededor de la cuarta campanada de la tarde.


La puerta de los aposentos de la doctora estaba abierta. Eso no era habitual. Vacilé un momento antes de seguir adelante, invadido de repente por una sensación de temor. Al entrar, vi que había un par de botas cortas de vestir y una media capa formal en el suelo del salón. Dejé la cesta con los productos químicos y los ingredientes sobre la mesa y me dirigí al taller, donde se oía una voz.

La doctora estaba allí, sentada y con los pies apoyados en la mesa del taller, con los talones descalzos sobre una resma de papeles, las piernas expuestas hasta las rodillas y el cuello de su traje desabrochado hasta el pecho. El largo cabello pelirrojo le caía suelto sobre la espalda. Uno de los pebeteros colgados del techo describía pequeños círculos alrededor de su cabeza, seguido por un rastro de humo con olor a especias. El gastado y viejo cuchillo descansaba sobre el banco, junto a su codo. Ella tenía una copa en la mano. Su cara estaba colorada alrededor de los ojos. Tuve la impresión de que había estado hablando sola. Se volvió hacia mí y me clavó una mirada acuosa.

—Ah, Oelph —dijo.

—¿Señora? ¿Os encontráis bien?

—Eh… La verdad es que no, Oelph. —Levantó una jarra—. ¿Te apetece un trago?

Miré a mi alrededor.

—¿Queréis que cierre la puerta?

Pareció meditarlo un momento.

—Sí —dijo—. Cerrar la puerta parece estar en el orden del día. ¿Por qué no? Luego vuelve y tomaremos un trago. Es muy triste beber sola.

Fui a cerrar la puerta, busqué una copa y llevé otra silla al taller para sentarme con ella. Me sirvió un poco de licor en la copa.

Miré el recipiente. El líquido no olía a nada.

—¿Qué es esto, señora?

—Alcohol —dijo ella—. Casi puro. —Lo olió—. Aunque tiene un bouquet muy intrigante.

—Señora, ¿no es esta la destilación que nos prepara el boticario real?

—La misma —dijo ella antes de tomar un trago de su copa.

Le di un sorbito a la mía, me puse a toser y traté de no vomitar el líquido.

—Un poco fuerte, ¿no? —dije con voz ronca.

—Como tiene que ser —repuso ella con voz taciturna.

—¿Qué pasa, señora?

Me miró. Tras un momento, dijo:

—Soy una mujer muy estúpida, Oelph.

—Señora, sois la mujer más inteligente y sabia que he conocido nunca, y de hecho, una de las personas más inteligentes y sabias que he conocido jamás.

—Eres demasiado bueno, Oelph —dijo con la mirada perdida dentro de su copa—. Pero a pesar de eso, sigo siendo una tonta. Nadie es listo en todos los sentidos. Es como si todos tuviéramos que ser unos estúpidos en algo. Yo me he comportado como una estúpida con el rey.

—¿Con el rey, señora? —pregunté, preocupado.

—Sí, Oelph. Con el rey.

—Señora, estoy convencido de que el rey, que es una persona considerada y comprensiva, no os tendrá en cuenta lo que hayáis podido hacer. Seguro que la ofensa, si es que lo ha sido, es mucho más importante para vos que para él.

—Oh, no ha sido una ofensa, Oelph, solo… una estupidez.

—Me cuesta creerlo, señora.

—Y a mí. Pero es un hecho.

Tomé el más ínfimo de los tragos de mi copa.

—¿Podéis contarme lo que ha ocurrido, señora?

Me dirigió de nuevo una mirada vacilante.

—¿Me prometes que mantendrás lo que te cuente en…? —empezó a decir, y debo confesar que el corazón se me vino abajo al escuchar estas palabras. Pero sus siguientes palabras me salvaron de una extensión aún mayor de mi perjurio y mi traición, o una avalancha gratuita de confesiones propias—. Oh, no —dijo mientras sacudía la cabeza y se frotaba la cara con la mano que no sujetaba la copa—. No, da igual. La gente se enterará si el rey quiere. Y es lo mismo. ¿A quién le importa?

No dije nada. La señora se mordió el labio inferior y luego tomó otro trago. Me sonrió con tristeza y dijo:

—Le he dicho al rey lo que siento por él, Oelph —dijo, y suspiró. Se encogió de hombros, como si quisiera decir «bueno, ahí lo tienes».

Bajé la mirada hacia el suelo.

—¿Y qué es, señora? —pregunté con voz queda.

—Pensaba que lo habrías deducido, Oelph —dijo.

Me di cuenta de que también yo me estaba mordiendo el labio inferior. Tomé un trago, por hacer algo más que nada.

—Estoy seguro de que ambos amamos al rey, señora.

—Todo el mundo ama al rey —respondió ella amargamente—. O dice que lo ama. Es lo que se supone que deben sentir, y lo que están obligados a sentir. Yo siento otra cosa. Algo que no se puede demostrar sin incurrir en una terrible demostración de estupidez y falta de profesionalidad, cosa que yo he hecho. Tras la audiencia con el gaan Kuduhn… ¿Sabes que creo que ese viejo bastardo de Walen creía que me estaba tendiendo una trampa? —se interrumpió. Yo volví a toser. No estaba acostumbrado a oír palabras malsonantes en boca de la doctora. Me provocaba una gran desazón—. Sí —dijo—. Creo que pensaba que no soy… que soy… Bueno, el caso es que fue después de la audiencia con el gaan. Estábamos solos, él y yo. Le dolía el cuello. No sé —dijo con tono de miseria—. Puede que estuviera alterada por haber conocido a alguien de mi hogar.

De repente se echó a llorar, y al levantar la cabeza, vi que estaba inclinándose hacia delante y tenía la cabeza cerca de las rodillas. Dejó violentamente la copa sobre el banco y se sujetó la cabeza con las manos.

—Oh, Oelph —susurró—. He hecho cosas tan horribles…

Me quedé mirándola, mientras me preguntaba a qué, en el nombre de la Providencia, podía estar refiriéndose. Ella sorbió por la nariz, se limpió la cara con la manga y alargó la mano hacia la copa. Vaciló un instante al pasar junto a la vieja daga y entonces cogió la copa y se lo llevó a los labios.

—No puedo creer que lo haya hecho, Oelph. No puedo creer que se lo haya dicho. ¿Y sabes lo que me respondió él? —preguntó con una sonrisa desesperanzada y vacilante. Sacudí la cabeza.

—Me dijo que lo sabía, por supuesto. ¿Acaso pensaba que era un estúpido? Y, oh, se sentía halagado, pero que responderme sería aún más imprudente por su parte de lo que lo había sido por la mía hacer la declaración. Además, a él solo le gustan las mujeres bonitas, exquisitas, delicadas y sin ningún cerebro, solo se siente cómodo con ellas. Eso es lo que le gusta. Nada de astucia, ni de inteligencia, y desde luego nada de instrucción. —Resopló—. Vacuidad. Eso es lo que quiere. ¡Un bonito rostro como fachada para una cabeza hueca! ¡Ja! —Apuró lo que le quedaba en la copa y luego, al rellenarla con la jarra, vertió un poco de licor sobre su vestido y sobre el suelo—. Si serás cretina, Vosill… —masculló para sí.

La sangre se me había helado al escuchar sus palabras. Sentí ganas de abrazarla, de acercarme a ella, de cogerla entre mis brazos… Y al mismo tiempo deseé encontrarme en cualquier otro lugar que no fuera aquel.

—Bueno, si lo que quiere es estupidez… Oh, ¿no ves la ironía, Oelph? —dijo—. La única cosa realmente estúpida que he hecho desde que llegué aquí ha sido decirle que lo amo. Ha sido una absoluta, total, completa y definitiva demostración de imbecilidad y, a pesar de ello, no ha sido bastante. Él quiere una anulación del intelecto a jornada completa. —Miró dentro de su copa—. No puedo decir que lo culpe por ello. —Bebió. Empezó a toser y tuvo que dejar la copa en el banco. La base tropezó con la daga y el recipiente se inclinó y cayó al suelo, donde se hizo añicos y derramó el alcohol sobre los tablones. La señora bajó los pies del banco, los colocó debajo de la silla en la que estaba sentada y, con las manos en la cabeza, encogió el cuerpo y se echó a llorar.

—Oh, Oelph —lloró—. ¿Qué he hecho? —Empezó a balancearse adelante y atrás en su asiento, con la cara enterrada en las manos y sus largos dedos alrededor de su cabellera rojiza, como los barrotes de una jaula—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Yo estaba aterrorizado. No sabía qué hacer. Me había sentido tan maduro, tan adulto, tan capaz y controlado durante las dos últimas estaciones… Pero ahora volví a sentirme como un niño, totalmente incapaz de saber cómo responder frente al dolor y la congoja de un adulto.

Titubeé, dominado por la creciente y espantosa certeza de que lo que hiciera a continuación, fuera lo que fuese, sería un error, un completo error, y que sufriría por ello más tiempo y con mayor intensidad que la doctora, pero finalmente, mientras ella seguía columpiándose adelante y atrás y gemía de forma lastimera para sí, dejé la copa en el suelo, me levanté de mi asiento y me arrodillé a su lado. Alargué una mano y la posé delicadamente sobre su hombro. No reaccionó. Dejé que mi mano siguiera sus movimientos de balanceo y luego la extendí sobre sus hombros. Por alguna razón, al tocarla de aquella manera, se me antojó más pequeña de lo que siempre me había parecido.

Ella seguía sin pensar que hubiese cometido ninguna terrible trasgresión por haberla tocado, así que, haciendo acopio de valor, la cogí por la nuca, me acerqué a ella y la rodeé con los dos brazos. La abracé, detuve delicadamente sus movimientos, percibí la calidez de su cuerpo y probé el dulce aroma de su aliento. Ella se dejó abrazar.

Estaba haciendo lo que había imaginado apenas momentos antes, lo que había imaginado durante el último año, algo que nunca, nunca pensé que pudiera llegar a ocurrir, algo con lo que había soñado noche tras noche, estación tras estación, y algo que había esperado, y aún esperaba, que condujera a un abrazo todavía más íntimo, por mucho que me hubiese parecido, y aún me pareciese, de una imposibilidad casi absurda.

Sentí que la tensión de su cuello se relajaba. Me rodeó con los brazos. La cabeza me daba vueltas. Su rostro, cálido y humedecido por las lágrimas, estaba ahora junto al mío. Me atreví a volver mi cara hacia la suya, a aproximar mi boca a sus labios.

—Oh, Oelph —me dijo con la cabeza pegada a mi hombro—. No es justo utilizarte de este modo.

—Podéis utilizarme como gustéis, señora —dije atrepellándome con las palabras. Capté un delicado perfume que despedía su cuerpo cálido, un aroma delicado que los vapores del alcohol no lograban ocultar y que resultaba infinitamente más embriagador—. ¿Tan…? —empecé a decir, pero entonces tuve que detenerme para tragar saliva—. ¿Tan terrible es correr el riesgo de revelarle a una persona los sentimientos que albergamos por ella, aunque sospechemos que no los comparte? ¿Es que eso está mal, señora?

Se apartó suavemente de mí. Su rostro, cubierto de lágrimas, con los ojos hinchados e inyectados en sangre, seguía siendo terriblemente hermoso. Su mirada me perforó.

—Eso nunca es malo, Oelph —dijo con tina voz muy suave. Estiró los brazos y me tomó las dos manos—. Pero no estoy más ciega que el rey. Ni más capacitada que él para ofrecer reciprocidad.

Por un momento, me pregunté estúpidamente lo que quería decir con eso antes de comprenderlo, y entonces una terrible tristeza se abatió poco a poco sobre mi alma, como si hubiesen echado una especie de mortaja sobre mi interior y estuviera posándose con afligida e implacable certeza sobre todas mis esperanzas y sueños y los erradicara para siempre.

Se llevó una mano a mi mejilla. Sus dedos seguían siendo cálidos, firmes y delicados al mismo tiempo y su piel, lo juro, despedía un olor muy dulce.

—Te tengo un enorme aprecio, querido Oelph.

Oí estas palabras y sentí que el corazón se me ensombrecía más aún.

—¿Sí, señora?

—Por supuesto. —Se apartó de mí y miró los restos de la destrozada copa—. Por supuesto que sí. —Volvió a sentarse y aspiró hondo, se pasó una mano por el pelo, se alisó el traje y trató de abrocharse los botones del cuello. Sus dedos no la obedecían. Desde muy lejos, sentí el impulso de ayudarla, o más bien, de ayudarla con una tarea diferente, pero finalmente acabó por rendirse y se limitó a sujetar el largo cuello con la mano. Me miró a la cara mientras se secaba las lágrimas con los dedos.

—Creo que necesito dormir, Oelph. ¿Me disculpas?

Levanté mi copa del suelo y la dejé sobre la mesa del taller.

—Naturalmente, señora. ¿Puedo hacer algo?

—No. —Sacudió la cabeza—. No, no puedes hacer nada. —Apartó la mirada.

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