Noventa minutos después tuve la respuesta y me quedé helado de espanto.
La gran mayoría de los establecimientos comerciales de la zona habían perdido sus licencias de arrendamiento o estaban a punto de perderlas. Algunos, que tenían licencias muy extensas, habían vendido el negocio. La gran mayoría de los edificios parecía que habían cambiado de dueño en las últimas semanas.
Conversé con personas que estaban desesperadas y otros que se habían resignado. Y unos pocos que estaban furiosos y otros menos que admitían que habían sido convencidos por el dinero.
—Escúcheme — me decía un farmacéutico —, quizás es para mejor. Con la estructura de impuestos como estaba y todas las leyes e interferencias del gobierno, a veces pensaba si sería conveniente seguir con el negocio. Evidentemente, yo buscaba otra ocupación. Pero eso era solamente un acto reflejo. El hábito profundiza mucho en el hombre. Pero no hay ninguna ocupación. De forma que, simplemente, yo venderé mi mercadería lo mejor que pueda y me sacaré esta carga de los hombros, y después, esperar a lo que venga.
—¿Tiene algunos planes? — pregunté.
—Bien, mi esposa y yo hemos estado durante mucho tiempo pensando en unas largas vacaciones. Pero nunca las hemos tomado. No nos hemos decidido. Este negocio me ata demasiado y es difícil encontrar una buena ayuda.
Y también estaba el barbero, quien había amenazado con sus tijeras, blandiéndolas en el aire.
—Demonios — dijo —, un hombre ya no puede vivir tranquilo. No se lo permiten.
Quise preguntarle quiénes no se lo permitían, pero no pude intercalar palabra.
—Dios sabe que llevo una vida bastante humilde — dijo —. La barbería ya no es como antes. Sólo llegan algunos cortes de pelo. De vez en cuando un lavado de cabeza, y eso es todo. Antes, solíamos afeitar y dar masajes faciales y todos pedían fijador para el pelo. Pero, ahora, todo lo que tenemos que hacer son cortes de pelo.
Y actualmente, ni siquiera me permiten mantener lo poco que me queda.
Logré preguntar quiénes eran, pero no pudo responderme. Se enfadó porque le hice la pregunta. Creyó que yo estaba de bromas.
Dos antiguos establecimientos familiares (entre otros), en que cada uno era propietario de su edificio, habían rechazado las ofertas cada vez más tentadoras que les habían hecho.
—Usted lo sabe, señor Graves — dijo un señor de avanzada edad en su negocio que estaba en el edificio de su propiedad —, hubo momentos en que habría podido aceptar la oferta. Supongo que soy un tonto por no haberlo hecho. Pero ya estoy muy viejo. Este negocio y yo nos hemos hecho uno parte del otro. Vender el establecimiento hubiera sido como venderme a mí mismo. Me parece que usted no lo comprenderá.
—Creo que no — dije.
Alzó una mano pálida y envejecida, con las azules venas muy marcadas sobre la porcelana de su piel, y se la pasó por el mechón de cabellos que se pegaba a su cabeza.
—Existe eso que se llama orgullo — me dijo —. Orgullo en la forma de llevar un negocio. Nadie más, le aseguro, llevaría este negocio como yo lo hago. No hay buenas maneras en el mundo de hoy, joven. No hay bondad.
Y no hay consideración. No existe eso de pensar en lo mejor que posee una persona. El mundo de los negocios se ha transformado en una operación de cuentas, efectuada por máquinas y por hombres que se parecen a las máquinas en que no tienen alma. No existe el honor y la confianza y la moral se ha transformado en la moral de una manada de lobos.
Extendió su mano de porcelana y la apoyó sobre mi brazo, tan suavemente que no pude sentir su contacto.
—¿Usted dice que todos mis vecinos han perdido sus licencias de arrendamiento o que han vendido?
—La mayoría de ellos.
—Jake, el que está en esta misma calle, ¿él no lo ha hecho, verdad? El que tiene el negocio de muebles. Es un viejo canalla y ladrón, pero piensa lo mismo que yo.
Le respondí que estaba en lo cierto. Jake no vendería, uno de la media docena o poco más que no lo habían hecho.
—Es igual que yo — dijo el viejo —. Llevamos el negocio como algo de confianza y privilegio. Esos otros sólo lo ven como un medio para hacer dinero. Jake tiene a sus hijos, a quienes les puede dejar el negocio, y eso puede que sea una diferencia. Quizás ésa es otra razón por la cual seguirá rechazando la oferta. Yo cuento nada más que con mi hermana. Solamente los dos. Cuando dejemos de existir, el negocio dejará de existir con nosotros. Pero, mientras estemos vivos, nos quedaremos aquí, sirviendo al público en la forma más honrada posible. Porque, yo se lo digo, señor, ese negocio es algo más que solamente sacar cuenta de los beneficios. Es una oportunidad de servir, una oportunidad de contribuir. Es el pegamento que permite que nuestra civilización se mantenga unida, y para un hombre, no puede haber otra profesión de más orgullo que ésta.
Sonaba como el mudo llamado de una trompeta procedente de otra era, y eso, quizás, era exactamente lo que representaba. Durante unos momentos sentí la viva emoción de contemplar unos altivos estandartes ondeando bajo el azul del cielo y percibí la novedad y claridad que ya no existían.
Y el viejo debe haber sentido lo mismo que yo, porque dijo:
—Ahora, está todo mancillado. Sólo en ciertos lugares, en algunos ocultos rincones, podemos mantener su brillo.
—Gracias, señor — dije —. Me ha hecho un gran favor.
Al despedirnos con un apretón de manos, pensaba en la razón de haberle dicho eso. Y al pensar en ello, supe que era la verdad, que de alguna forma algo había hecho, algo había dicho, para renovar la fe en mí. ¿Fe en qué?
Lo quise saber, pero no estaba seguro. Fe en el Hombre, quizás. Fe en el mundo. Quizás, aun, fe en mí mismo.
Salí del establecimiento y me detuve en la acera, me estremecí, de frío en las últimas horas de calor del día.
Porque ahora, no se trataba sólo del acontecimiento, fuera lo que fuera que estaba sucediendo. No era solamente el Franklin y el departamento en que yo vivía. No se trataba solamente de Ed que había perdido su licencia de arrendamiento. No se trataba solamente de las personas que no podían encontrar dónde vivir.
Aquí existía una norma; una norma y un malvado propósito. Y una dedicación y un método que eran diabólicos.
Y en alguna parte, tras todo ello, una organización que trabajaba suavemente y que se movía en secreto y con rapidez. Porque, aparentemente, todas las transacciones habían sido efectuadas en los últimos meses y todas coincidían hacia una fecha de cierre más o menos exacta.
Una cosa que no sabía, y que sólo podía adivinar, era si se había necesitado un nombre o un pequeño grupo de personas o todo un ejército de ellos para efectuar el regateo, para llevar a cabo las ofertas, y finalmente para cerrar el trato. Había tratado de averiguarlo, pero nadie lo sabía. Casi todas las personas con quienes había hablado eran aquellos que habían alquilado sus establecimientos y no tenían medios de saberlo.
Caminé hasta la esquina y entré en una droguería. Me introduje en una cabina telefónica y marqué el número de la oficina. Cuando respondió una de las telefonistas, le pedí que me pusiera con Dow.
—¿Dónde has estado? — me preguntó.
—Paseando — le respondí.
—Aquí casi nos hemos vuelto todos locos — dijo Dow —. Hennessey ha anunciado que había perdido su licencia de arrendamiento.
—¡Hennessey! — Sin embargo no sé por qué me sorprendí con todo lo que sabía.
—No es posible — dijo Dow —. Los dos en el mismo día.
El Hennessey era el segundo establecimiento comercial de la ciudad. Con él y el Franklin cerrados, el comercio del centro se convertiría en un desierto.—No llegaste para la primera edición con tu entrevista del aeropuerto — le dije, haciendo tiempo y deseando saber cuánto podría relatarle de lo que yo sabía. —El avión llegó con retraso — expresó. —¿Cómo pudieron ocultarlo? — pregunté —. No hubo el menor rumor acerca de la venta del Franklin.
—Fui a ver a Bruce — dijo Dow —. Se lo pregunté. Me mostró el contrato; no para publicarlo, solamente entre nosotros. Había una cláusula por la cual el contrato se cancelaría automáticamente si había algún anuncio prematuro.
—¿Y el Hennessey?
—El First National era el propietario del edificio. Probablemente deben haber tenido la misma cláusula en su contrato. El Hennessey puede seguir durante un año más, pero no hay ningún otro edificio…
—El precio debe haber sido elevado. Por lo menos, una cantidad tal como para que no quisieran perder la oportunidad de venta. Él mantenerlo en secreto, quiero decir. —En el caso del Franklin, sí. Nuevamente, no es para publicarlo sino bajo estricta confidencia, fue el doble del precio del que pagaría alguien en su sano juicio. Y después de pagar esa cantidad, el nuevo propietario cierra el establecimiento. Eso es lo que más le duele a Bruce. Como si alguien odiara tanto al Franklin que pagara el doble del precio de lo que realmente vale solamente para cerrarlo. Dow vaciló unos segundos; después dijo: —Parker, esto no tiene sentido. Me refiero a que no tiene ningún sentido comercial.
Y yo estaba pensando: Eso explica todo el secreto. El por qué no había habido rumores. El por qué el viejo George no me había contado que había vendido el edificio, escabullándose a California para que sus amigos y arrendatarios no pudieran preguntarle la razón por qué no les había anunciado que había vendido el edificio.
Me quedé allí en la cabina, deseando saber si en cada uno de los contratos había existido esa cláusula restrictiva y si las fechas de esas cláusulas podrían haber sido una sola.
Parecía increíble, pero todo este asunto era cada vez más increíble.
—Parker — preguntó Dow —, ¿estás aún ahí?
—Sí — le respondí —. Sí, aún estoy aquí. Dime una cosa, Dow. ¿Quién fue el que compró el Franklin?
—No lo sé — me dijo —. Una agencia de corredores de fincas llamada Ross, Martin, Park Gobel tuvo algo que ver en el papeleo. Les llamé…
—Y te respondieron que estaban haciendo el negocio por cuenta de un cliente. Que no estaban en libertad de decir el nombre del cliente.
—Exactamente. ¿Cómo lo sabes?
—Sólo una corazonada — dije —. Todo este asunto huele a podrido.
—Estuve averiguando acerca de la firma Ross, Martin, Park Gobel — dijo Dow —. Han estado en el negocio desde hace solamente diez semanas. Dije una estupidez:
—Ed perdió hoy su licencia de arrendamiento. No será lo mismo sin él. —¿Ed?
—Sí. El bar de Ed. —Parker, ¿qué está sucediendo?
—Maldición si lo sé — exclamé —. ¿Hay otra novedad?
—Dinero. Lo averigüé. Los bancos están abarrotados de dinero. De billetes. Durante toda esta última semana lo han estado recibiendo. La gente llega con los bolsillos repletos y lo dejan en el banco.
—Bien, bien — dije —, es bueno saber que la sección económica está en buenas condiciones.
—Parker — exclamó Dow bruscamente —, ¿qué demonios te sucede?
—Nada — le respondí —. Te veré en la mañana. Colgué rápidamente, antes que pudiera hacerme más preguntas.
Me quedé allí pensando en la razón por la cual nada le había relatado de lo que yo sabía. No había ninguna razón para ello. Probablemente, existían todas las razones, de hecho, para que se lo hubiera dicho, ya que era parte de mi trabajo.
Y sin embargo, no lo había hecho, porque me había sido imposible. Como si al no decirlo, pudiera evitar que fuera real. Como si al no relatarlo, allí no existiera nada verdadero.
Y eso, evidentemente, era una estupidez. Salí de la cabina telefónica y caminé por la calle. Me detuve en la esquina y busqué en mis bolsillos y saqué la nota que había recibido por correo. Ross, Martin, Park Gobel estaban ubicados en el antiguo edificio McCandless, una de esas añosas reliquias de piedra marrón que estaban señaladas por las autoridades de reconstrucción para su pronta renovación.
Casi pude ver la entrada; los crujientes ascensores y las escalas con peldaños de mármol y bronceados pasamanos, ahora ennegrecidos por el tiempo; los solemnes pasillos con entablado de roble tan viejo que brillaba expresando su edad, los altos cielos rasos y las puertas con grandes rectángulos de cristal empañado que cubrían la mitad de ellas. Y en la planta baja, la galería con la tienda de sellos y la de tabaco, con el mostrador de revistas y el rincón del limpiabotas y una docena más de pequeños establecimientos.
Di una mirada a mi reloj y eran las cinco. La calle estaba prácticamente tapizada de coches, el comienzo de la hora cero para retornar a los hogares, con todo el tráfico en dirección al oeste, hacia una de las dos grandes autopistas que llevaban a la gran superficie de construcciones residenciales y hacia los elegantes chalets construidos entre los lagos y montañas.
El sol ya se había puesto y era el momento en que la luz del día comenzaba a desaparecer y que aun no se ha establecido la oscuridad de la noche. La parte más bella del día, pensé, para las personas que no tenían problemas o que no tenían nada en mente.
Caminé lentamente por la calle, repasando cuidadosamente lo que me estaba bullendo en el cerebro. No me gustaba mucho, pero era una corazonada, y la larga experiencia me había enseñado a no despreciar mis corazonadas. En el pasado, muchas de ellas me habían pagado bien como para ignorarlas.
Encontré una ferretería y entré en ella. Compré un cortador de cristales, sintiéndome culpable al hacerlo. Lo puse en un bolsillo y salí a la calle nuevamente.
Ahora había más gentío en las aceras y mayor cantidad de coches en las calles haciendo sonar sus bocinas. Me detuve bastante rato frente a un edificio y observé pasar a la muchedumbre.
Quizás, me dije, lo mejor era dejarlo pasar. Quizás, lo más sabio sería, simplemente, irme a casa y después de una hora o poco más, vestirme y pasar a buscar a Joy.
Estuve indeciso durante unos momentos y casi abandoné la idea, pero algo me estaba incitando dentro de mí, algo que no me dejaría abandonarlo.
Un taxi se aproximó por la calle, encerrado por los coches. Se detuvo por la corriente del tráfico debido al cambio de luz de un semáforo. Vi que estaba desocupado y no me detuve a pensarlo. No me di tiempo a tomar una verdadera decisión. Me adelanté hacia la esquina y el conductor al verme abrió la puerta para permitirme pasar.
—¿Hacia dónde, señor?
Le di la dirección del cruce de calles justo antes del edificio McCandless.
El semáforo cambió la luz y el taxi partió.
—Se ha dado cuenta, señor — dijo el conductor, para introducir una conversación —, ¿cómo el mundo se ha ido al infierno?