CAPITULO XII

El tabernero puso el pedido frente a mí y comenzó a preparar el Manhatan.

Tenía un aspecto aburrido. Había escuchado estos preliminares miles de veces, quizás, en este mismo bar.

—No hace mucho tiempo, — dijo ella.

—No — repliqué —. Hace muy poco. Creo, que en una oficina.

Si ella sabía lo que yo estaba mencionando, no lo demostró en lo más mínimo. Y, sin embargo, era demasiado fría, impenetrable, demasiado segura de sí misma.

Abrió una pitillera y extrajo un cigarrillo. Lo golpeó suavemente sobre el mostrador y se lo llevó a los labios.

—Lo siento — le dije —, no fumo. No llevo cerillas.

Rebuscó en su bolso y extrajo un mechero. Me lo alcanzó. Hice girar la ruedecilla y se encendió la llama. Se inclinó para encender el cigarrillo, y al hacerlo pude sentir el olor a violetas; o al menos, de algún perfume de flor. Imaginé que sería de violetas.

Y de pronto, me di cuenta de algo que debiera haber descubierto desde el primer instante. Bennett no olía de esa manera porque hubiera utilizado una loción de afeitar, sino porque no la había empleado. Su aroma era natural, emanaba de su ser.

La muchacha encendió su cigarrillo y se echó hacia atrás, aspirando la primera bocanada de humo. Lo dejó escapar por las narices en forma muy elegante.

Le devolví el mechero. Ella lo introdujo en su bolso.

—Gracias, señor, —dijo.

El tabernero puso el Manhatan sobre el mostrador. Estaba muy bien hecho y presentaba un buen aspecto con la roja cereza en su exacta posición.

Le pasé un billete.

—Páguese de ambos, — le dije.

—Pero, señor — protestó ella.

—No me lo impida — le rogué —. Es una pasión muy fuerte en mí… el poder convidar a chicas hermosas.

Lo dejó pasar. Me lanzó una mirada, aún un poco fría.

—¿No ha fumado jamás? — preguntó.

Moví la cabeza negativamente.

—¿Para no perder el olfato? — preguntó ella.

—¿Mi qué?

—Su olfato. Pensé que podría trabajar en alguna parte donde el olfato fuera algo primordial.

—Nunca había pensado en ello — le dije —, pero, quizás sí.

Cogió su vaso y me observó fijamente por el bordillo.

—Señor — dijo con calma y firmemente —, ¿no le gustaría venderse?

Creo que fue un golpe fuerte para mí. Ni siquiera balbucí una palabra. Me quedé con la vista clavada en ella. Porque, no estaba bromeando; parecía estar hablando seriamente de negocios.

—Podríamos comenzar con un millón — me dijo —, y partir desde allí.

Mis cualidades mentales fueron retornando poco a poco.

—¿Mi alma? — pregunté —. ¿0 es todo el cuerpo? Si fueran ambos, el precio sería un poco más alto.

—Puede quedarse con el alma — me respondió.

—¿Y la oferta la hace usted?

Movió la cabeza negativamente.

—No. Para mí, usted no es de ninguna utilidad.

—¿Representa a alguien?

—Alguien, quizás, que se pueda interesar por todo. Un establecimiento para cerrarlo. O la ciudad completa.

—Es buen entendedor — dijo ella.

—El dinero no lo es todo— le dije —, podríamos considerar otras cosas.

Dejó el vaso sobre el mostrador y buscó algo en su bolso.

Me pasó una tarjeta de visita.

—Si desea pensarlo, puede encontrarme aquí — dijo —. La oferta sigue en pie.

Bajó del taburete y se alejó por entre la multitud antes que yo pudiera responder o hacer algo para detenerla.

El tabernero pasó frente a mí y observó los vasos sin tocar.

—¿Sucede algo con los tragos, amigo? — preguntó.

—No. Nada — le respondí.

Puse la tarjeta sobre el mostrador y estaba boca abajo. La di vuelta y me incliné sobre ella para leer lo que decía, ya que había muy poca luz.

No tuve necesidad de leerla. Ya sabía lo que en ella estaría escrito. Solamente había una diferencia, en una de las líneas. En vez de decir «Corredores de Propiedades», decía «Tratamos en Todo».

Me quedé frío y confundido, sentado sobre el taburete. El local estaba tan oscuro que tenía un aspecto nebuloso, y había un rumor constante de voces humanas inconexas que no parecía ser humano del todo. Y, a través de él, y por sobre él, y entre las conversaciones, el piano aún estaba tocando una broma estúpida.

Bebí el whisky de un trago y me quedé con el vaso en la mano. Busqué al tabernero para pedirle otro, pero, estaba atendiendo a otros clientes.

Alguien se acercó al mostrador a mi lado, y su codo volcó el vaso de Manhatan cuyo contenido se desparramó como una sucia mancha de aceite sobre la limpia madera y el tallo de la copa se quebró casi junto a su base, y el recipiente mismo se hizo añicos. La cereza rodó por el mostrador y se detuvo justo en el borde de él.

—Lo siento — dijo el hombre —. Fue una torpeza mía. Le pagaré otro.

—No se preocupe — le dije —. Ella no vuelve.

Bajé del taburete y me dirigí a la puerta.

En esos momentos pasaba un taxi, salí y le llamé.

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