La oficina de un periódico, temprano en la mañana, es un lugar frío y desierto. Es de gran tamaño y vacía, y está limpia, tan limpia que desanima. Más tarde, durante el día, toma cuerpo el desorden que la hace cálida y humana — los papeles unidos y desparramados sobre los escritorios, las bolas de papel copia arrugado tiradas por el suelo, los largos clavos repletos de papeles. Pero, en la mañana, después que los encargados de la limpieza la han ordenado, tiene la palidez de una sala de operaciones. Las pocas luces que están encendidas parecen ser demasiado brillantes y los desnudos escritorios y sillas, ubicados con tanta precisión, expresan una difícil eficiencia —, esa eficiencia que más tarde se ve disimulada y suavizada cuando el personal trabaja arduamente y el lugar está repleto y ese extraño colorido de manicomio que va con cada edición del periódico está llegando a su punto culminante.
El personal de la mañana ya hacía algunas horas que se habían marchado a casa y Joy Newman también se había ido. Creí que podría haberlo encontrado allí, peso su escritorio estaba tan bien ubicado y limpio como el resto y no había rastros de su presencia.
Los potes con la goma, recientemente limpiados y rellenos con goma fresca, estaban alineados solemnemente sobre los escritorios de la editorial y de las copias. Cada pote estaba adornado de un pincel introducido en la goma en elegante ángulo. Las copias de los cables estaban ordenadas con precisión sobre el escritorio de las noticias. Y desde el rincón se escuchaba el sonido sordo de las máquinas receptoras de cables que, laboriosamente, reunía las noticias desde todas las partes del mundo.
Desde algún lugar de las profundidades de la semioscurecida oficina se escuchaba silbar a uno de los copistas — una de esas melodías espasmódicas, de alto tono, que no son melodías en absoluto. Me estremecí al escucharla. Había algo obsceno en que alguien estuviera silbando a estas horas de la mañana.
Me dirigí hacia mi escritorio y me senté. Alguien del personal de limpieza había reunido en un solo lote todas mis revistas y periódicos científicos. La tarde anterior, solamente, los había repasado cuidadosamente, apartando aquellos que me servirían para mis artículos. Di una mirada de enfado al lote y maldecí. Ahora tendría que repasarlos nuevamente para separar los que necesitaba.
Sobre la desnuda y limpia cubierta de la mesa destacaba la blancura de la última edición del periódico de la mañana. Lo cogí y me recliné hacia atrás en la silla comenzando a revisar las noticias.
No había mucho. Aún estaban los líos de África y los enredos en Venezuela tenían mal cariz. Alguien había asaltado una farmacia en el centro de la ciudad poco antes de la hora de cierre, y había la fotografía de uno de los empleados con dientes de castor que señalaba, a un aburrido policía, el lugar en donde había estado el asaltante. El gobernador había dicho que la legislatura, cuando había vuelto el año pasado, tendría que dedicarse a su responsabilidad de encentrar alguna nueva fuente de ingresos de impuestos. Si esto no era llevado a cabo, decía el gobernador, el estado se derrumbaría. Era algo que el gobernador había dicho muchas veces anteriormente.
En la parte superior, hacia la izquierda del periódico en la primera página, había un artículo de economía subrayado por Grant Jensen, de la editorial de comercio del personal de la mañana. La tendencia a aumentar de los negocios, decía, era firme y fuerte. Las ventas de los establecimientos se sostenían bien, los índices industriales estaban todos favorables, no había ningún indicio de reclamos de mano de obra — todo estaba color de rosa. Esto era particularmente cierto, continuaba el artículo, en el campo de la construcción de habitaciones. La demanda había superado la oferta, y todos los constructores en todo el distrito de reserva federal estaban contratados a plena capacidad hasta un año más.
Me parece que bostecé. Todo era verdadero, indudablemente, pero, de todas maneras, era el mismo estúpido material que tipos como Jensen estaban entregando constantemente. Pero, al editor le gustaría, ya que hacía sentir muy bien a los clientes y promovía una psicología de bienestar, y los antiguos luchadores del distrito de las finanzas hablarían del artículo en la edición matutina del periódico cuando se reunieran a almorzar en el Club de la Unión esta tarde.
Pero si las cosas fueran al revés, me dije para mí — que bajaran las ventas de los establecimientos, que la construcción se detuviera, que las fábricas se deshicieran de sus obreros — hasta que la situación se hiciera insoportable, no se escribiría una palabra de ello.
Doblé el periódico y lo hice a un lado. Abrí el cajón, saqué un atado de anotaciones que había hecho la tarde anterior y comencé a revisarlas.
Lightning, el copista del turno de la madrugada, salió de entre las sombras y se aproximó a mi escritorio.
—Buenos días, señor Graves, — dijo.
—¿Eras tú quién silbabas? — le pregunté.
—Sí, creo que sí.
Dejó una prueba sobre mi mesa.
—Su columna para hoy — dijo —. Esa acerca de la extinción de los mamuts y otros animales grandes. Creí que desearía verla.
La recogí y la leí. Como de costumbre, algún bromista de la sección de copias había escrito un titular «inteligente» para el artículo.
—Ha llegado temprano, señor Graves, — dijo Lightning.
Le expliqué:
—Debo adelantar mi trabajo en unas semanas. Saldré de viaje.
—He oído decir algo, — expresó Lightning con ansiedad —. Astronomía.
—Sí, creo que así podrías llamarlo. A todos los grandes observatorios. Tengo que escribir una serie de artículos acerca del espacio exterior. Muy lejos. Las galaxias y esas cosas.
—Señor Graves, — dijo Lightning —. ¿Creo que le dejarán observar por alguno de los telescopios?—Lo dudo. El horario de observación de un telescopio es muy restringido.
—Señor Graves…
—¿Qué deseas, Lightning?
—¿Cree usted que hay gente por allí? ¿En las otras estrellas?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Se cree que es razonable que exista vida en otras partes.
—¿Como nosotros?
—No, no creo que sean como nosotros.
Lightning se quedó allí, moviendo nerviosamente los pies; y entonces dijo súbitamente:
—Cielos, se me había olvidado decirle, señor Graves. Hay alguien que desea verle.
—¿Alguien? ¿Aquí?
—Sí. Llegó hace un par de horas. Le dije que usted no llegaría hasta mucho más tarde. Pero, me respondió que esperaría.
—¿Dónde está, entonces?
—Fue a la sala de instrucción y se sentó en el sillón. Creo que se quedó dormido.
Me levanté de la silla pesadamente. — Vamos a ver —, le dije.
Debiera haberlo sabido. Nadie más podía hacer una cosa así. A nadie más le significaba menos el tiempo.
Estaba desparramado sobre el sillón, con una sonrisa estúpida dibujada en el rostro. Del panel de la radio salía el cotorreo a media voz de los varios departamentos de policía, y las otras agencias de la ley y el orden, dando un fondo de jerigonza a su delicado ronquido.
Nos detuvimos a observarle.
Lightning pregunto:
—¿Quién es, señor Graves? ¿Le conoce usted, señor Graves?
—Su nombre — le dije —, es Carleton Stirling. Es un biólogo de la universidad y amigo mío.
—A mí no me parece un biólogo, — expresó firmemente Lightning.
—Lightning — le dije escéptico —, con el tiempo encontrarás que los biólogos, astrónomos y físicos y todo el resto de esa atea tribu de la ciencia son personas como nosotros.
—Pero, venir a verle a las tres de la madrugada. Y esperando que usted estuviera aquí.
—Esa es su forma de vivir — le respondí —. Al él no se le ocurriría pensar que el resto del mundo vive en forma diferente. Esa es la clase de hombre que es.
Y, ciertamente, esa era la clase de hombre que era.
Tenía reloj, pero jamás lo usaba a no ser para controlar el tiempo de sus ensayos y experimentos. Su noción del tiempo era nula. Si sentía hambre, se las arreglaba para pedir algo que comer. Si no podía mantenerse despierto, siempre encontraba algún lugar donde echar una pestañeada. Cuando terminaba lo que estaba haciendo, o quizás, se sentía desmoralizado se iba a una cabaña que poseía en un lago, hacia el norte, y pasaba allí holgazaneando un día o una semana.
Se olvidaba tan a menudo de asistir a clases, iba tan de vez en cuando a las conferencias que la administración de la universidad se dio por vencida. Le dejaron mantener su laboratorio y quedarse allí con sus jaulas de conejillos de India y ratas y lodos sus apáralos. Pero, les valía la pena. Constantemente salía con algo que resplandecía de publicidad, no sólo para él mismo sino también para la universidad. En cuanto a él concernía, la universidad podía quedarse con todo. Para Carletan Stirling, lo que estuviera dentro del público, de la prensa, o fuera de todo, le daba exactamente lo mismo.
El objeto de su vida eran sus experimentos, el incesante escudriñar en los misterios que eran como un desafío para él. Tenía un departamento, pero, a veces pasaba días y días sin ir a él. Los cheques con su sueldo los acumulaba en un cajón hasta que la sección de contabilidad de la universidad le telefoneaba urgentemente para saber que había sucedido. En cierta oportunidad, ganó un premio, no uno de esos premios grandes, imponentes, pero sí uno de gran honor y con algo de dinero por añadidura, y se olvidó absolutamente de asistir al almuerzo con que le festejaban y en que le harían entrega del premio.
Y ahora, estaba allí, tendido sobre el sillón, con la cabeza echada hacia atrás y sus largas piernas extendiéndose hasta bajo las sombras de la consola de la radio. Roncaba suavemente y no se parecía en nada a uno de los más promisorios investigadores del mundo, sino más bien un transeúnte que había encontrado un lugar donde dormir. No solo necesitaba afeitarse más también un buen corte de pelo. El nudo de su corbata era una ruina y estaba colgando hacia un lado, y lleno de manchas, más que seguro que eran manchas de la sopa que había tomado distraídamente mientras continuaba luchando con uno de esos problemas que siempre le estaban preocupando.
Entré en la habitación y poniendo una mano sobre su hombro, le remecí suavemente.
Se despertó con toda tranquilidad, sin asustarse, y me miró sonriendo.
—Hola, Parker, — me dijo.
—Hola — le respondí —. Te habría dejado seguir durmiendo, pero tuve miedo que se te rompiera el cuello por la forma en que lo tenías.
Se desenrolló y puso de pié trabajosamente, después me siguió hacia la oficina.
—Es casi de mañana — dijo, echando una mirada a las ventanas —. Es hora de despertarse.
Me fijé que las ventanas ya no estaban oscuras sino que reflejaban un color grisáceo.
Pasó sus dedos por el enmarañado pelo, y se restregó el rostro con la mano. Después, metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un puñado de arrugados billetes. Eligió dos de ellos y me los extendió.
—Aquí tienes — dijo —. Pude acordarme y pensé hacerlo inmediatamente, antes que me olvidara otra vez.
—Pero, Cari…
Con impaciencia, me extendió nuevamente los billetes.
—Hace un par de años, ese fin de semana en el lago — me dijo —, me quedé sin dinero jugando a las máquinas tragamonedas.
Cogí los billetes y los introduje en mi bolsillo. Vagamente recordaba el incidente.
—¿Me quieres decir que solamente viniste para esto?
—Así es — respondió —. Pasaba frente al edificio y había un lugar para estacionar el coche. Y pensé hacerte una visita.
—Pero yo no trabajo de noche.
Me sonrió. — No importa, Parker. Podría echar un sueño.
—Te pagaré el desayuno. Hay un café al otro lado de la calle. Los huevos con jamón son bastante buenos.
Negó con un movimiento de su cabeza.
—Tengo que volver. Ya he perdido mucho tiempo. Tengo trabajo.
—¿Algo nuevo? — le pregunté.
Vaciló unos instantes, y después dijo:
—Nada que sea publicable. Aún no. Quizá más tarde, pero por ahora no. Falta mucho por hacer.
Esperé, sin apartar la vista de él.
—Ecología — dijo.
—No entiendo.
—Tú sabes lo que es la ecología, Parker.
—Sí que lo sé. La interrelación de la vida y las condiciones del ambiente medio.
Me preguntó'.
—¿Te has preguntado alguna vez la norma de vida que se necesitaría para ser independiente de todos los factores que nos rodean, una criatura sin ecología, como se podría decir?
—Es imposible — le dije —. Existe el alimento y el aire…
—Es solamente una idea. Una corazonada. Digamos, un problema. Un acertijo de la adaptabilidad. Probablemente, no resulte nada.
—Es igual, ya te iré preguntando.
—Hazlo — me respondió —. Y la próxima vez que vayas a verme, recuérdame lo del rifle. El que me prestaste para llevar al lago.
Me lo había prestado un mes antes para practicar el tiro al blanco cuando fuera a su cabaña. A ninguno, en su sano juicio, a excepción de Carleton Stirling, se le ocurriría practicar el tiro al blanco con un 303.
—Gasté tu caja de cartuchos — dijo —. Pero compré otra.
—No era necesario.
—Al diablo — expresó —. Pasé un gran momento.
No se despidió. Dio media vuelta y salió de la oficina hacia el pasillo. Lo escuchamos bajando.
—Señor Graves — dijo Lightning —, ese tipo está totalmente loco.
No respondí a Lightning. Volví a mi escritorio y traté de comenzar a trabajar.