CAPITULO V

El hombre que estaba sentado a la cabecera de la mesa junto a Bruce Montgomery era calvo, agresivamente calvo, como si estuviera orgulloso de su calvicie, tan completamente calvo que pensé si alguna vez en su vida habría tenido pelo. Había una mosca caminando sobre su cabeza y él no le prestaba la más mínima atención. Me hacía estremecer el ver esa mosca, caminando despreocupadamente y, con garbo por esa piel sonrosada y desnuda. Casi podía sentir la suave y enloquecedora picazón mientras recorría su camino.

Pero el hombre estaba allí sentado, sin mirarnos, con la vista por sobre nosotros como si hubiera algo que le fascinara en el muro posterior de la sala de conferencias. Era impersonal y tenía un aire de frialdad y nunca se movía. Si uno no hubiera visto que respiraba se hubiera creído que Bruce había traído uno de los monigotes de las vitrinas y que lo había sentado allí a la mesa.

La mosca caminó sobre la calva cúpula y desapareció, paseándose fuera de la vista hacia la parte posterior de ese reluciente cráneo.

Los chicos de la televisión aún estaban manipulando con su equipo, preparándolo, y Bruce les dio una mirada de impaciencia.

La habitación estaba bastante repleta. Estaban los del personal de la radio y televisión y los periodistas de la A. P. y U. P. I. y el hombre clave del Wall Street Journal.

Nuevamente, Bruce lanzó una mirada a los de la televisión.

—¿Están todos listos? — preguntó.

—un segundo, Bruce — respondió uno de los de la TV.

Esperamos hasta que las cámaras estuvieron preparadas y los cordones alineados y todos los técnicos metidos por todas partes. Eso es lo que siempre sucede con estos estúpidos de la T.V. Insisten en estar en todas partes y gritan si se les deja fuera, pero dejadles entrar y arman cada uno lo que queda fuera de la imaginación. Tenían todo el lugar ocupado, uno debía esperarles y se tornaban mucho tiempo.

Estuve allí sentado y, por alguna extraña razón, me puse a pensar en todos los buenos momentos que habíamos pasado con Joy en los últimos meses. Habíamos salido de excursión y de pesca y ella era una de las chicas más maravillosas que yo había conocido. Era una buena periodista, pero siempre en su papel de mujer, que no es lo que sucede corrientemente. Muchas de ellas creen que deben endurecerse y hacerse rudas para mantener la tradición, y eso, evidentemente, es una idiotez absoluta. Los periodistas nunca han sido tan duros como el cine trata de representarlos. Son solamente un grupo de especialistas muy trabajadores que lo hacen lo mejor que pueden.

La mosca apareció caminando por el horizonte del brillante cráneo. Se detuvo en esa línea por unos instantes, luego se inclinó hacia adelante y restregó sus alas en el par de patas posteriores. Así estuvo durante largo tiempo, observando la situación, después dio media vuelta y desapareció hacia atrás.

Bruce golpeó la mesa con el lapicero.

—Señores — dijo.

La habitación se hizo tan silenciosa que casi podía escuchar respirar al hombre que estaba a mi lado.

Y en ese momento, mientras esperábamos, sentí nuevamente la profundidad de esa dignidad y decoro que era implícita en la habitación, con su grueso alfombrado y sus muros ricamente apandados, las pesadas cortinas y el par de cuadros en el muro tras la mesa.

Aquí, pensé, estaba el compendio de la familia Franklin y el edificio que había construido, la posición que ostentaba y lo que significaba para esta ciudad en especial. Aquí estaba la dignidad y la cuadrangular virtud, el espíritu cívico y el nivel cultural.

—Señores — dijo Bruce —, no es necesario emplear grandes preliminares. Algo ha sucedido que, un mes atrás, jamás habría creído que podría suceder. Se los diré y entonces podrán hacer sus preguntas…

Se detuvo unos instantes, como si buscara las palabras apropiadas. Se detuvo en la mitad de la frase sin declinar la voz. Su rostro estaba frío y pálido.

Entonces dijo, lenta y concisamente:

—El Franklin ha sido vendido.

Todos nosotros nos quedamos en silencio durante unos instantes, no asombrados, no aturdidos, sino en completa incredulidad. Porque, de todas las cosas que uno podría imaginarse, ésta sería la última que nos habría pasado por la mente. Porque el Franklin y la familia Franklin eran una tradición en la ciudad. El establecimiento y la familia habían estado allí casi tanto tiempo como la ciudad. El vender el Franklin era como vender el patio de una iglesia.

El rostro de Bruce estaba endurecido e inexpresivo y pensé cómo habría logrado decir esas palabras, ya que Bruce Montgomery pertenecía tanto al Franklin como la familia Franklin misma; quizás, en estos últimos años, se había integrado aún más, ya que lo había guiado, mimado y se había preocupado por él durante más años de los que podríamos recordar.

Se rompió el silencio y vinieron las preguntas, todas al mismo tiempo.

Bruce hizo una señal que nos calláramos.

—A mí no — nos dijo —. El señor Bennett responderá todas vuestras preguntas.

El calvo, por primera vez, se fijó en nosotros. Bajó la vista desde el lugar en que la tenía clavada en el muro posterior de la sala. Inclinó levemente la cabeza.

—Uno a la vez, por favor — dijo.

—Señor Bennett — preguntó alguien desde el fondo de la sala —, ¿es usted el nuevo propietario?

—No. Simplemente represento al dueño.

—¿Quién es el nuevo propietario, entonces?

—Eso es algo a lo que no puedo responder — dijo Bennett.

—¿Quiere decir que no sabe quién es el nuevo propietario? O…

—Significa que no puedo responderles.

—¿Nos podría decir los términos del negocio?

—Desean saber, por supuesto, cuánto se pagó.

—Sí, eso es…

—Eso, tampoco — dijo el señor Bennett — es para publicarse. —Bruce — dijo una disgustada voz.

Montgomery movió negativamente la cabeza.

—El señor Bennett, por favor — dijo —. Él responderá a todas las preguntas.

—¿Puede decirnos — le pregunté a Bennett — cuál será la política que seguirá el nuevo propietario? ¿El establecimiento seguirá como hasta ahora? ¿Se continuará con las mismas medidas en cuanto a calidad, crédito y civismo?

—El establecimiento — dijo Bennett fríamente — será cerrado.

—Querrá decir para su reorganización…

—Joven — expresó Bennett eligiendo cuidadosamente las palabras —, no quise decir eso. El establecimiento será cerrado. No reabrirá sus puertas. No existirá nunca más el Franklin. Nunca más. Cerrará para siempre.

Di una rápida mirada al rostro de Bruce Montgomery. Aunque viva un millón de años, nunca se me borrará de la mente la expresión de sorpresa, asombro y angustia que tenía ese rostro.

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