Me quedé como golpeado por un rayo, con la vista clavada en el muñeco. Y mientras más lo miraba, más se asemejaba a Bennett, un Bennett totalmente desnudo, un pequeño muñeco Bennett que esperaba a alguien que lo vistiera y lo sentara en una silla tras una mesa de conferencias. Era tan real que me imaginé la mosca paseándose por su cabeza.
Lentamente, casi con temor de tocar el muñeco, con miedo que, cuando lo tocara, estuviera vivo, me aproximé a la capa de zapatos y saqué a Bennett de ella. Pesaba más de lo que había imaginado, más pesado que cualquier muñeco normal de diez centímetros. Lo sostuve bajo la luz, y no había ninguna duda en que esta cosa que yo tenía entre mis dedos era una réplica exacta del ser que estaba vivo. Los ojos eran fríos como rocas y los labios tan delgados y rectos. La cabeza no sólo parecía calva, sino estéril, como si en ella jamás hubiera crecido pelo. El cuerpo era el que tendría un hombre a su mediana edad; un cuerpo que tendía a la obesidad, pero que era mantenido en forma mediante ejercicios especiales y una vida cuidada atentamente.
Dejé a Bennett sobre el escritorio y estiré, nuevamente, la mano hacia la caja, y esta vez cogí una muñeca — una rubia preciosa —. La puse bajo la luz, y no hubo duda ninguna: no existía una muñeca como ésa, sino que era el modelo exacto de una mujer sin faltar ningún detalle anatómico. Estaba tan próxima a la realidad, que parecía que sólo bastarían unas palabras mágicas determinadas para que volviera a la vida. Delicada, suave y agradable al tacto, no tenía nada de las irregularidades mecánicas o detalles grotescos de un artículo manufacturado.
La deposité junto a Bennett e introduje la mano en la caja, revisando entre los muñecos. Había muchos de ellos, quizás veinte o treinta, y de muchas clases. Había jóvenes y bien parecidos mozos y experimentados hombres de negocios y el diestro, viril y competente operador; estaban las primorosas jovencitas, las apergaminadas señoras, y esas cosas maravillosas que se ven en las oficinas.
No seguí hurgando entre ellos y volví nuevamente a la rubia. Estaba fascinado con ella.
La cogí y la observé una vez más y traté de portarme en forma profesional, averiguando el material de que estaba fabricada. Podría haber sido plástico; sin embargo, si así hubiera sido, de una clase que yo jamás había visto. Era pesado y duro y, sin embargo, tenía la propiedad de retomar su forma. Si se le apretujaba con fuerza, se hundía, y después recuperaba la forma cuando se dejaba de hacer presión. Y de ella salía un cierto calor humano. Lo gracioso de esto, es que parecía no tener textura, o de una textura tan fina que no podía ser detectada. Nuevamente escarbé en la caja, cogiendo los muñecos, y todos eran iguales, en la habilidad y arte de su fabricación.
Devolví a Bennett y a la rubia a la caja y la puse en el lugar donde la había encontrado, cuidadosamente, justo en el lugar que había ocupado entre los sombreros del armario. Retrocedí unos pasos y observé detenidamente el despacho y había un rugido en mi cerebro por lo extraño de todo esto; los muñecos en el compartimiento, las prendas de vestir r n sus colgadores, el agujero con esa frialdad y vértigo y el montón de papeles con que se compraba media ciudad.
Estirando una mano, cerré las cortinas. Se deslizaron suavemente hasta su posición sin el menor ruido, cubriendo a las muñecas y a los trajes y el agujero, pero sin ocultar la locura, porque ésta aún estaba allí. Casi se podía sentir, como si fuera una sombra que se movía en la oscuridad, fuera del radio de luz de la lámpara.
¿Qué puede hacer uno, me preguntaba a mí mismo, cuando uno se encuentra ante algo que es imposible de creer y que, sin embargo, los hechos superficiales son evidentes totalmente? Porque eran evidentes; una cosa podría ser imaginada o interpretada erróneamente, pero no había posibilidad ninguna de imaginarse todas las cosas que había en esta oficina.
Apagué la luz y la oscuridad lo inundó todo, cubriendo la habitación. Con la mano aún sobre el interruptor de la luz, me quedé sin moverme, escuchando, pero no hubo ningún ruido.
Caminando en la punta de los pies por entre los escritorios, me dirigí hacia la puerta, y mientras daba cada paso, sentía el peligro que se cernía a mis espaldas, un peligro imaginario, pero fuerte y aterrorizador. Quizás era el pensamiento que allí debía haber un peligro y una amenaza, que las cosas que yo había descubierto no debieran haber sido desenmascaradas, que de alguna forma, bajo todo punto de vista lógico, debían estar protegidas de cierta manera.
Salí al pasillo, cerré la puerta tras de mí y me quedé unos instantes con la espalda afirmada contra el muro. El pasillo estaba a oscuras. Las luces habían sido encendidas en la escala y el débil resplandor, que se filtraba por las ventanas, procedía de la calle.
Nada se movía, no había el más mínimo signo de vida. Todo venía de la calle, el chillido de los frenazos, las bocinas de los coches, la alegre risa de una muchacha.
Y ahora, por alguna razón que no pude comprender, se me hizo de gran importancia el abandonar el edificio sin ser visto. Como si fuera un juego, un juego de gran importancia en el cual había mucho apostado y en el cual no podía arriesgarme a perderlo por ser apresado.
Me deslicé silenciosamente por el pasillo y ya casi había llegado a la escala cuando sentí la acometida.
Sentir no es la palabra, quizás; tampoco es intuir. Ya que no era intuible; era saberlo. No hubo ningún ruido, ningún movimiento, ni una sombra, nada que pudiera haberme prevenido; nada, excepto esa inexplicable alarma que sonaba dentro de mi cerebro.
Giré con frenética rapidez, y ya casi estaba sobre mí, oscuro en contraste a las sombras, en forma de hombre, del tamaño de un hombre, abalanzándose sin emitir el menor ruido. Como si se deslizara por el aire para ocultar todo sonido que pudieran hacer sus pasos.
Mi movimiento fue tan brusco que fui a dar contra el muro y la cosa pasó como una centella por mi lado, pero giró con suavidad y celeridad y se lanzó sobre mí. Pude apreciar la palidez de su rostro cuando la débil luz de la escala destacó la masa de su cuerpo. Sin tener un pensamiento consciente, alcé el puño, teniendo como blanco esa palidez que se reflejaza en la oscuridad. Hubo un sonido hueco al chocar el puño contra la palidez, y los nudillos me dolieron por la violencia del golpe.
El hombre, si es que lo era, fue lanzado hacia atrás, y yo le seguí, golpeando una y otra vez, y nuevamente el sonido fue hueco.
El hombre estaba cediendo, cayendo, su estrecha espalda estaba contra el pasamanos de hierro que protegía el vano de la escala del piso inferior; pasó por sobre la barandilla y cayó libremente, con los brazos abiertos, en el vacío que dejaba la escala de mármol.
Al pasar por la luz, pude dar una mirada a su rostro, con la boca muy abierta para emitir el grito que no salió de sus labios. Después, el hombre se perdió de vista en su caída y se escuchó un golpe sordo al estrellarse en los escalones unos cuatro metros más abajo.
Había sentido terror y desesperación cuando me enfrenté al hombre, y ahora me sentía enfermo por saber que había dado muerte a un ser. Porque nadie, me dije, podría haber sobrevivido a esa caída sobre los escalones de mármol.
Esperé a que se escuchara algún ruido procedente de la escala. Pero no hubo ninguno. El edificio estaba tan silencioso que parecía que estuviera sosteniendo la respiración.
Me dirigí hacia la escala y mis rodillas temblaron y mis manos estaban frías y húmedas. Al llegar al pasamano, miré hacia abajo, atemorizado por la visión del cuerpo desparramado y destrozado que yacería en la escala.
Pero no había nada.
No había el menor rastro del hombre que había caído a una muerte casi cierta.
Di la vuelta rápidamente y bajé las escalas a todo correr, sin cuidarme ya de mantener el silencio. Y junto con el alivio de saber que no había dado muerte a ningún hombre, comenzó a formarse vagamente otro temor; que, si no le había dado muerte, continuaba siendo un enemigo al acecho.
Aun mientras iba corriendo, pensaba si no estaba yo en un error, que el cuerpo hubiera estado allí y mis ojos no lo hubieran visto. Pero, me dije, uno no puede dejar de ver un cuerpo destrozado sobre la escala.
Estaba en lo cierto. La escala estaba desierta al asomarme desde el piso siguiente al inferior.
Detuve mi carrera y bajé con mayor cautela, mirando los peldaños, como si al hacer esto, pudiera recoger alguna pista que me explicara lo que había sucedido.
Y al ir bajando, sentí el aroma de esa loción una vez más; el mismo aroma que había olido en Bennett y en la oficina, en donde había encontrado el muñeco con la réplica de Bennett.
Había gotas de un líquido en los primeros escalones, en rastro muy tenue, y también sobre el descanso; como si a alguien se le hubiera derramado agua. Me detuve y pasé los dedos por la humedad y era simplemente eso, humedad. Alcé la mano y olí los dedos, y el aroma a loción estaba allí, pero más intenso que en las otras ocasiones.
Descubrí dos rostros de líquido que cruzaban el descanso y seguían hasta el piso de más abajo, como si alguien hubiera llevado un vaso de agua que fuera goteando. Esto, entonces, me dije, eran los rastros de aquel que debía estar muerto; esta humedad era el rastro que él había dejado.
El terror se cernía sobre la escala, un lugar tan silencioso y desierto que no hubiera parecido posible que existiera el menor movimiento, ni siquiera el horror. Pero la soledad en sí, quizás era una parte del terror, el vacío de aquel lugar en que debía haber un cuerpo, y el rastro del aromático líquido que señalaba el camino que había tomado.
Bajé el resto de la escala rápidamente, con ese horror introducido en el cerebro, y al ir corriendo pensé en lo que podría hacer o en lo que sucedería si me encontraba con la forma, esperándome en la escala; pero, aun pensando en ello, no pude detenerme y bajé los escalones velozmente hasta encontrarme en la planta baja.
Nadie había allí a excepción del lustrabotas, adormecido sobre una silla apoyada contra el muro, y el que atendía el estanco, que estaba apoyado sobre el mostrador, leyendo un periódico extendido ante él.
El hombre del estanco alzó la vista y el lustrabotas se adelantó en su silla, pero, antes que ninguno de los dos pudiera moverse o gritar, yo ya había traspasado la puerta giratoria y estaba en la calle. Había una multitud de gente que iba de compras, los que aprovechaban que las tiendas abrían por la noche dos veces por semana.
Una vez en la calle, ya no seguí corriendo, porque sentía que aquí ya podía estar a salvo. En la esquina, me detuve y miré hacia el edificio McCandless, y ése era el aspecto que tenía, un edificio, antiguo y manchado por el tiempo, que había durado ya demasiado tiempo y que en pocos años más sería echado abajo. Nada había de misterioso en él, nada de siniestro.
Pero, al mirarlo, me estremecí, como si un viento helado procedente de alguna parte hubiera soplado sobre mi alma.
Sabía exactamente lo que necesitaba y seguí por la calle para encontrarlo. El lugar estaba comenzando a llenarse, y en algunas partes, en un oscuro rincón, alguien estaba tocando el piano. Bien, realmente no estaba tocando, más bien, pasando las manos por las teclas y, de vez en cuando, sonando los acordes de alguna melodía.
Me dirigí hacia el fondo, en donde no había mucha gente, y encontré un taburete.
—¿Qué desea? — preguntó el hombre tras la barra.
—Whisky con hielo — le dije —. Y es mejor que lo haga doble. Así le ahorraré tiempo.
—¿Qué marca? — preguntó.
Se la dije.
Sacó un vaso y hielo. Escogió una botella de las que estaban tras él.
Alguien se sentó en el taburete contiguo al mío.
—Buenas noches, señorita — dijo el tabernero —. ¿Qué se sirve?
—Una Manhatan, por favor.
Me di vuelta al escuchar la voz, ya que había algo en ella que me llamó poderosamente la atención.
Y también, algo en la muchacha misma.
Era un ser sorprendente, de una belleza que no contrastaba con su personalidad.
Me devolvió la mirada. Era fría como el hielo.
—¿Nos hemos visto en alguna parte? — preguntó.
—Creo que sí — le respondí.
Era la rubia que yo había sacado de la caja de zapatos, ahora, increíblemente, crecida y vestida.