CAPITULO XIX

Vi que estaba encendida la luz del laboratorio en el tercer piso y supe que Stirling estaba trabajando. Golpeé en la puerta principal del edificio hasta que un irritado portero acudió caminando pausadamente por el pasillo. Me hizo señas de que me fuera, pero yo continué golpeando. Finalmente, abrió la puerta y le dije quién era. Mascullando, me dejó entrar. El Perro se introdujo rápidamente junto conmigo.

—Deje el perro afuera — ordenó el irritado portero —. No se permite entrar a los perros. —Ése no es un perro — le dije. —¿Qué es entonces?

—Es un espécimen — le respondí.

Eso le contuvo lo suficiente como para que pasáramos por su lado y comenzáramos a subir la escalera. Pude escuchar cómo se quedaba gruñendo maldiciones mientras taconeaba por el pasillo de la planta baja.

Stirling estaba inclinado sobre una mesa de laboratorio, escribiendo sobre un cuaderno de notas. Llevaba un delantal blanco, increíblemente sucio.

Alzó la vista hacia nosotros cuando entramos y estuvo muy casual. No sabía qué hora era. Eso era evidente. No se sorprendió al vernos llegar a horas tan extraterrenales.

—¿Vienes a buscar el rifle? — preguntó.

—Te traje algo — le dije, alargándole el saco.

—Debes sacar ese perro de aquí — dijo —. No permiten entrar a los perros.

—Ése no es un perro — le dije —. No sé cómo se llama, o de dónde puede venir, pero es un ser de otro mundo.

Stirling giró en redondo, interesado. Dio una mirada al Perro.

—Un ser de otro mundo — dijo, no demasiado sorprendido —. ¿Quieres decir, alguien procedente de las estrellas?

—Eso — dijo el Perro — es lo que exactamente quiere decir.

Stirling enarcó una ceja. No dijo una palabra. Casi se podía escuchar trabajar su mente.

—Tenía que suceder alguna vez — dijo finalmente, como si estuviera dando una opinión de peso —. Ningún hombre, por supuesto, podía prever cómo sucedería.

—De modo que no te sorprende — le dije.

—Oh, sorprendido sí. Pero más por la forma de nuestro visitante que por el hecho.

—Encantado de conocerle — dijo el Perro —. Me parece que es usted un biólogo, y eso es algo que encuentro muy interesante.

—Pero, por lo que he venido realmente — dije a Stirling —, es por este saco.

—¿Saco? Oh, sí, pensé que tenías un saco.

Lo alcé para que pudiera verlo.

—También son seres de otro mundo — le dije.

Esto se estaba poniendo demasiado ridículo.

Me echó una mirada enarcando una ceja.

Rápidamente, balbuciendo las palabras torpemente, le expliqué lo que eran, o lo que yo suponía que eran. No sé por qué tenía esa terrible urgencia de descargarme de todo. Como si pensara que teníamos muy poco tiempo y que debía hacerlo. Y quizás estaba en lo cierto.

El rostro de Stirling brillaba de excitación, y ahora sus ojos habían tomado un reflejo de oscura intensidad.

—Es exactamente de lo que te estaba hablando esta mañana — dijo.

Lancé un interrogador gruñido, sin acordarme.

—Un ser que no depende del medio ambiente — explicó —. Algo que pueda vivir en cualquier parte, que pueda ser cualquier cosa. Una forma de vida que posea una adaptabilidad total. Capaz de adaptarse a cualquier condición…

—Pero eso no fue lo que me dijiste — le dije, porque ahora me había acordado del asunto.—Bien, quizás no — admitió —. Quizás no era exactamente lo que tenía pensado. Pero el resultado habría sido el mismo.

Volvió hacía la mesa de laboratorio, abrió un cajón y escarbó en él, sacando unas cosas. Finalmente, encontró lo que buscaba, una bolsa de plástico transparente.

—Aquí — dijo —, introduzcámoslas aquí. Así podremos observarlas.

Sostuvo la bolsa, abriendo su extremo lo más posible. Con la ayuda del Perro, alcé el saco improvisado y sacudí las bolas fuera de él dentro de la bolsa de plástico. Unos pocos pedazos y tiras cayeron al suelo. Sin molestarse en transformarse en bolas, se arrastraron suavemente hacia el sumidero, treparon por sus patas de hierro y cayeron dentro del depósito.

El Perro había comenzado a darles caza, pero fueron demasiado rápidas para él. Volvió desanimado, con las orejas bajas y la cola a una modificada media altura.

—Huyeron por el desagüe — nos dijo.

—No importa — expresó Stirling, alegre y triunfante —, tenemos la mayoría aquí.

Hizo un firme nudo en la boca de la bolsa y la alzó. Pasó un garfio que colgaba de un armario sobre la mesa a través del nudo y dejó el saco, allí, suspendido en el aire. El plástico era tan transparente que se podía ver perfectamente las bolas, con todos sus detalles.

—¿Intentará disecarlas? — preguntó el Perro ansiosamente.

—A su debido tiempo — dijo Stirling —. Primero las observaré y estudiaré y pondré en su ambiente.

—¿Un ambiente doloroso? — preguntó el Perro con ansiedad.

—Veamos, ¿qué sucede aquí? — preguntó Stirling.

—No tiene mucho afecto a nuestros amigos — dije —. Se le han adelantado. Están ensuciando su negocio.

Hacia un lado de la habitación, un teléfono sonó calladamente.

Todos nos quedamos en silencio, petrificados.

El teléfono sonó nuevamente.

Había algo aterrorizador en el sonido de esa campanilla. Habíamos estado allí, recogidos y solos, y por un momento, las bolas de bolera, solamente habían significado un objeto académico de gran curiosidad. Pero el sonido del teléfono lo había cambiado todo y el mundo se nos vino encima. Ahora, ya no había soledad y no había recogimiento, porque ahora no éramos los únicos, y las cosas que estaban colgando dentro de la bolsa de plástico estaban muy lejos de ser académicas: eran, ahora, una amenaza y un peligro, algo que debía temerse y odiarse.

Ahora me di cuenta de al gran oscuridad de la noche y pude sentir el frío de resplandeciente luz que se reflejaba sobre el escritorio del laboratorio y en el sumidero y en los objetos de cristal, y era una debilidad mía el quedarme allí, y el Perro y Stirling no tenían más energías que yo.

—Aló — dijo Stirling en el teléfono. Y después dijo —: No, no lo había escuchado. Pero debe haber un error. Está aquí ahora.

Escuchó durante unos momentos y después interrumpió.

—Pero si está aquí, conmigo. Él y un perro que habla.

—No, no está borracho. No, le digo que está bien…

Me adelanté.

—¡Vamos, pásamelo a mí! — grité.

Me alcanzó el aparato y pude escuchar la voz de Joy:

—Tú, Parker, ¿qué está sucediendo? La radio…

—Sí, lo escuché. Esos tipos de la radio están locos.

—¿Por qué no me telefoneaste, Parker? Sabías que escucharía la noticia…

—No. ¿Cómo podía saberlo? Estaba ocupado. Tenía muchas cosas que hacer. Encontré a Atwood y se transformó en un montón de bolas, de esas de bolera y lo atrapé en una bolsa y después estaba ese perro que me esperaba en el coche…

—Parker, ¿te encuentras bien?

—Claro que sí — le dije —. Ciertamente que me encuentro bien.

—Parker, estoy tan asustada…

—Al infierno — dije —, no hay nada de qué asustarse ahora. Yo no estaba en el coche, y encontré a Atwood y…

—No era eso lo que quería decir. Hay unas cosas aquí afuera.

—Siempre hay cosas afuera — el dije —. Hay perros y gatos y ardillas y otra gente…

—Pero hay unas cosas que me acechan. Están por todas partes y miran hacia dentro… ¡Por favor, Parker, ven a buscarme!

Me asustó. Ésta no era una chica tonta asustada por la oscuridad y su propia imaginación. Había algo en su voz, algo que indicaba que estaba luchando por no dar paso al histerismo, que me convenció que no se trataba de su imaginación.

—Está bien — le dije —. Espérame. Llegaré lo antes que pueda.

—Parker, por favor…

—Ponte el abrigo Quédate junto a la puerta y espera el coche. Pero no salgas hasta que no llegue yo a buscarte. —Está bien — respondió casi con calma. Colgué el teléfono de un manotazo y me volví hacia Stirling.

—El rifle — le dije. —En el rincón.

Lo vi apoyado allí y lo cogí. Stirling revolvió en un cajón y sacó una caja de cartuchos, que me entregó. Rompí la caja y algunos cartuchos cayeron al suelo. Stirling se agachó a recogerlos.

Precipitadamente, introduje los cartuchos en la cámara y puse el resto en el bolsillo.

—Voy a buscar a Joy — le expliqué.

—¿Sucede algo? — preguntó.

—No lo sé — respondí.

Abrí violentamente la puerta y corrí escaleras abajo.

El Perro me siguió pisándome los talones.

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