CAPITULO XXXIV

Adoran el perfume, había dicho el Perro. Una vez que se hubieran apoderado de la Tierra la entregarían a una consignación de perfumes. Era su razón de existir; era la única y sola fuente de placer para ellos. Era lo que valorizaban por sobre todo.

Y aquí en la Tierra, en un pequeño prado extendido sobre una otoñal ladera de un cerro, habían encontrado uno que les gustaba. Porque no había otra forma de interpretar el éxtasis de su alborozo. Y un perfume que, aparentemente, tenía el suficiente atractivo como para hacerles abandonar cualquier cosa que hubieran podido tener en mente.

Subí al coche y retrocedí hasta el camino y lo conduje hasta la carretera principal.

Al parecer, pensé, las bolas no habían dado mucha importancia a los otros perfumes de la Tierra, pero se habían vuelto locas por el olor a zorrino. Y mientras a mí no me hacía ninguna gracia, supuse que podría ser de gran atractivo para una bola de bolera.

Debía existir una forma, me dije, con que la humanidad pudiera emplear este nuevo descubrimiento a su favor, alguna forma en la cual se pudiera transformar en algo efectivo este amor que las bolas sentían por los zorrinos.

Mi memoria retrocedió hasta el día anterior, en que Gavin había publicado el artículo de Joy acerca de la granja de zorrinos en primera plana. Pero los zorrinos, en ese caso particular, eran de otra especie.

Mi mente trazó grandes círculos, pero de nada sirvió. Y, pensé finalmente, qué desesperante sería, que este único signo de debilidad de los seres de otro mundo no pudiera servir a la causa de la humanidad.

Porque, hasta donde yo alcanzaba a ver, era la única oportunidad que teníamos. En todos los otros aspectos nos habían sobrepasado sin la menor oportunidad de recurso. Si había alguna forma de utilizar esto que teníamos a nuestro haber, no se me ocurrió. Si hubieran otras personas, si no estuviera yo solamente, quizás se me podría' haber ocurrido algo. Pero, fuera de Joy, no había nadie más.

Llegué a las afueras de la ciudad, y creo que no estaba prestando mucha atención a mi forma de conducir. Me detuve ante una luz roja y me quedé allí, pensando, sin darme cuando que la luz ya había cambiado.

Lo primero que supe fue que un taxi pasó por mi lado, con el furioso conductor asomado por la ventanilla.

—¡Cabezotas! — me gritó. Hubo otras cosas que me dijo, probablemente peores que cabezotas, que no alcancé a distinguir, y los coches que estaban tras de mí comenzaron a hacer sonar las bocinas furiosamente.

Me alejé de allí.

Pero ahora lo sabía, pensé. Ahora había un medio. Bueno, quizás no un medio, pero por lo menos una idea.

Registré en mi memoria hasta llegar al motel y, finalmente, mi memoria funcionó: el nombre de ese conductor de taxi, el que me había hablado con tanto entusiasmó acerca de la caza de mapaches.

Conduje por el sendero y me detuve ante la unidad. Me quedé sentado allí, tratando de recordarlo.

Después, bajé el coche y fui caminando hasta el restauran! Una vez en la cabina telefónica, busqué en el listín de teléfonos el nombre de Larry Higgins y disqué su número.

Respondió una voz femenina y pregunté por Larry. Esperé mientras iban a buscarlo.

—Habla Higgins.

—Quizás me recuerde — le dije — y quizás no. Soy la persona que usted llevó hasta Wellington Arms anoche. Me estuvo hablando acerca de los mapaches.

—Señor, a cualquiera que me escuche le hablo acerca de la caza de los mapaches. Es una verdadera pasión en mí.

—Pero no solamente me habló de ello. Conversamos ambos. Yo le dije que yo cazaba patos y faisanes y usted me dijo que podríamos salir a cazar mapaches juntos alguna vez. Me dijo…

—Oiga — dijo —, ahora me acuerdo. Seguro, le recuerdo. Le recogí cerca de un bar. Pero no puedo salir de caza esta noche. Debo trabajar. Tuvo suerte de encontrarme. Estaba por salir. —Pero si yo…

—Quizás alguna otra noche. Mañana es domingo. ¿Qué le parece el domingo por la noche? O el martes. Estaré libre el martes por la noche. Es mejor. Se lo digo yo, señor… —Pero si yo no le he llamado para salir de caza. —¿Quiere decir que no desea ir? Escuche, una vez que se ha salido por primera vez…

—Ciertamente, alguna noche — le dije —. Y muy pronto. Le llamaré y fijaremos la hora.

—Está bien, entonces. Llámeme cuando quiera. Ya iba a colgar y tuve que apresurarme. —Pero hay otra cosa. Usted me habló acerca de ese viejo que hace tan buena amistad con los zorrinos.

—Sí, ese viejo ermitaño es un caso. Verdaderamente, se lo digo yo…

—¿Me podría decir cómo puedo encontrarlo? —¿Encontrarle?

—Sí. ¿Cómo puedo llegar hasta su casa? —¿Desea verlo, eh?

—Seguro, desearía verlo. Quiero hablar con él. —¿Para qué quiere hablar con él? —Bueno…

—Escuche, la cosa es así. Quizás yo no debiera haberle dicho nada. Es una buena persona. No quisiera que nadie le molestara. Es una persona de la cual muchos se reirían. —Usted me dijo — repliqué — que estaba tratando de escribir un libro. —Sí, se lo dije.

—Y que jamás llegará a ninguna parte con él. Eso también me lo dijo usted. Dijo que era una vergüenza, porque tenía un buen libro para escribir y que jamás lo lograría Bien, yo soy escritor y he pensado que quizás con un poco de ayuda…

—¿Me quiere decir que estaría dispuesto a ayudarle? —Pero no gratuitamente.

—No tiene nada con que pagarle.

—No tendría que pagarme nada. Yo podría escribir el libro por él, si es un buen libro. Después, compartiríamos el dinero que sacáramos del libro.

Higgins consideró esto por un momento.

—Bueno, creo que está bien. Jamás ganará un céntimo en la forma que está escribiendo el libro. Le vendría muy bien una ayuda.

—Bueno, ¿cómo llego hasta su casa?

—Le puedo llevar yo una de estas noches.

—Deseo verle ahora, si es posible. Tendré que salir de la ciudad.

—Está bien, entonces. Creo que está bien. ¿Tiene papel y lápiz?

Le respondí que sí tenía.

—Se llama Charles Munz, pero le dicen Windy. Toma por la Carretera número 12 y…

Anoté la dirección mientras me la daba.

Le agradecí una vez que hubo terminado.

—Llámeme en otra oportunidad — dijo — y saldremos a cazar.

Le respondí que así lo haría.

Busqué otra moneda y llamé a la oficina. Joy aún estaba allí.

—¿Compraste las cosas para la cena, Parker?

—Le dije que sí las había comprado, pero que tenía que salir nuevamente.

—Dejaré las cosas adentro — dije —. ¿Te fijaste si la nevera estaba funcionando?

—Creo que sí — dijo. Después preguntó —: ¿Dónde irás, Parker? Pareces estar preocupado. ¿Qué está sucediendo?

—Voy a ver un hombre, acerca de unos zorrinos.

Creyó que estaba bromeando por su artículo que había escrito y se enfadó por ello.

—No se trata de eso — le dije —. Créeme. Hay un viejo que se llama Munz, que vive en el valle, río arriba. Probablemente es el único hombre en el mundo que puede tratar amistosamente a zorrinos no adulterados.

—Estás de broma.

—No. No lo estoy — dije —. Un conductor de taxi charlatán, llamado Larry Higgins, me lo dijo.—Parker — dijo —, creo que estás tramando algo. Fuiste a la casa de los Belmont. ¿Sucedió algo allí?

—No mucho. Me hicieron una oferta y yo respondí que lo pensaría.

—¿Para qué la oferta?

—Para ser su agente de prensa. Creo que así podría decirse.

—¿Y aceptarás?

—No lo sé — dije.

—Tengo miedo — me dijo —. Estoy más asustada que anoche. Traté de decírselo a Gavin y también a Dow. Pero no pude forzarme a ello. ¿Qué sacaría con hablar? Nadie nos creería.

—Ni un alma — dije.

—Volveré a casa. En poco tiempo más. No me importa si Gavin me da más trabajo; me voy de aquí. ¿No tardarás mucho, verdad?

—No, no tardaré mucho — prometí —. Entraré las cosas en la unidad y tú comenzarás a preparar la cena.

Nos despedimos y yo volví al coche.

Cargué con las compras hasta la casa y puse la leche, la mantequilla y otras cosas dentro de la nevera. El resto lo dejé sobre la mesa. Después, saqué el resto del dinero que había ocultado y me llené los bolsillos con él.

Y después de haber hecho todas estas cosas, fui a ver al viejo y sus zorrinos.

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