Llegó Gavin Walker. Desplegó la planilla de asistencia. Emitió un sonido muy poco respetuoso.
—Escasos de personal, nuevamente — me dijo amargamente —. Charlie, avisó que estaba enfermo. Seguro que es una borrachera. Al, está ocupado en el caso Melburn en la corte del distrito. Bert está tratando de terminar esa serie suya acerca del libre progreso. Los compositores lo piden con urgencia. Ya debiera estar entregada.
Se despojó de la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. Tiró el sombrero en un cesto para los borradores. Se estuvo allí, bajo el resplandor de las luces, recogiendo las mangas de su camisa belicosamente.
—Algún día, Dios mío — expresó —, el Franklin se incendiará, con millones de clientes en su interior que se transformarán en una muchedumbre aterrorizada y llenando el aire con sus gritos…
—Y no tendrás a nadie para enviar allí.
Gavin me lanzó una mirada de lechuza.
—Parker — me dijo —, eso es exactamente.
Era su especulación favorita en momentos de gran intranquilidad. Todos lo sabíamos de memoria.
El Franklin era el establecimiento de mayor tamaño de la ciudad y nuestra mejor cuenta de avisos comerciales.
Fui hasta la ventana y miré hacia afuera. La luz comenzaba a inundarlo todo. La ciudad tenía ese aspecto desierto y frío de algo que está sin vida casi, algo así como una siniestra tierra de fantasmas al margen del invierno. Por la calle pasaban algunos coches. Uno o dos transeúntes. En los edificios del centro de la ciudad se veían brillar algunas luces repartidas allí y acá por las ventanas.
—Parker — dijo Gavin.
Giré para enfrentarme a él.
—Mira — le dije —, ya sé que estás escaso de personal. Pero yo tengo trabajo. Tengo que preparar una serie de columnas. Me vine temprano para terminarlas.
—Ya he visto que estás trabajando muy duro en ellas — me dijo groseramente.
—¡Maldición! — exclamé —, tengo que despertarme antes.
Volví a mi escritorio y traté de comenzar a trabajar.
Lee Hawkins, el editor de fotografías, hizo su entrada. Casi echaba espuma por la boca. El laboratorio de fotografías en color había estropeado la lámina para la primera página. Lanzando amenazas entre espumarajos, bajó las escalas para hacerla arreglar.
Otro miembro del personal Mego y el lugar tomó algo de calidez y de vida. Los de la sección de corrección comenzaron a gritarle a Lightning para que cruzara la calle y les trajera el café de la mañana. Protestando amargamente, Lightning fue en su busca.
Me dispuse a trabajar. Ahora era más fácil. Las palabras salían como un río y las ideas acudían a la mente con precisión. Ahora ya estaba el ambiente para ello, el deseo de escribir, el clamor y bullicio que sale de la oficina de un periódico.
Ya había terminado una de las columnas y estaba comenzando con la segunda, cuando alguien se detuvo al lado de mi escritorio.
Alcé la vista y vi que era Dow Crane, un escritor de artículos económicos. Me gustaba Dow. No era un estúpido como Jensen. Escribía lo que veía. No engañaba a nadie. Iba directo al grano.
Parecía estar preocupado.
Así se lo dije.
—Tengo problemas, Parker.
Sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Él sabe que yo no fumo, pero siempre me ofrece. Hice un gesto de rechazo. Encendió uno para él.
—Quizás, ¿me harías un favor?
Dije que sí lo haría.
—Me telefoneó un hombre anoche. Vendrá aquí esta mañana. Dice que no puede encontrar casa.—¿Qué tipo de casa desea encontrar?
—Solamente para vivir. Cualquier casa. Dice que vendió la suya hace tres o cuatro meses y que ahora no puede encontrar ninguna para comprar.
—Bien, eso es mala suerte — dije sin sentirlo —. ¿Y qué podemos hacer nosotros?
—Dice que él no es el único. Hay muchos en el mismo caso. Dice que no hay ninguna casa o departamento en toda la ciudad.
—Dow, ese tipo está loco.
—Quizás no — dijo Dow —. ¿Has echado un vistazo a las demandas de casas?
Negué con un movimiento de cabeza.
—No tenía ninguna razón para ello — le respondí.
—Bien, yo lo hice. Esta mañana. Columnas y columnas de avisos de gente que desea encontrar un lugar para vivir, cualquier lugar. Algunos de ellos parecen desesperados.
—El artículo de Jensen esta mañana…
—¿Te refieres a aquél acerca de las construcciones de casas?
—Eso mismo — le dije —. No va de acuerdo con esto, Dow. No con lo que te explicaba ese hombre.
Quizás no. Estoy seguro que no. Pero, mira, tengo que ir al aeropuerto y encontrarme con un gran personaje que llega en avión. Es la única forma que pueda entrevistarme con él a tiempo para la primera edición. Si este individuo que me telefoneó viene a la oficina y yo no estoy, ¿puedes tú atenderlo?
—Claro que sí — le respondí.
—Gracias — dijo Dow, y se alejó de mi escritorio.
Apareció Lightning, llevando los encargos de café en la abollada y sucia caja de cartón que utilizaba y que guardaba bajo la mesa de los grabados. Inmediatamente, se desató el infierno. Había traído un café con crema y nadie quería crema. Había traído tres con azúcar y solamente había dos que podían beberlo con ella. Había enredado todo.
Volví a enfrentarme con mi máquina y recomencé el trabajo.
La oficina había alcanzado ya su ambiente normal. Una vez que había tenido lugar la diaria batalla entre Lightning y los correctores, uno sabía que todo marcharía sobre rieles, que la oficina, por fin, había entrado en ritmo veloz.
No fue por mucho tiempo.
Una mano cayó sobre mi hombro.
Alcé la vista y era Gavin.
—Park, mi viejo amigo — dijo.
—No — respondí obstinadamente.
—Eres el único que puede encargarse de este asunto — me dijo —. Es el Franklin.
—No me digas que se está incendiando y que millones de clientes…
—No, no es eso — dijo —. Acaba de telefonear Bruce Montgomery. Ha citado a una conferencia de prensa para las nueve.
Bruce Montgomery era el presidente del Franklin.
—Eso corresponde al departamento de Dow.
—Dow se fue al aeropuerto.
Me di por vencido. No me quedaba otra cosa. Gavin estaba casi a punto de llorar. No me gusta ver llorar a los editores.
—Está bien — le dije —. Estaré allí. ¿De qué se trata?
—No lo sé — respondió Gavin —. Le pregunté a Bruce y no me lo dijo. Parece ser muy importante. La última vez que citaron a conferencia de prensa fue hace quince años, cuando anunciaron que Bruce se haría cargo del barco. Era la primera vez que algún extraño tomaba un alto cargo en el establecimiento. Hasta entonces, todo había estado en manos de la familia.
—Bien — dije —. Me haré cargo del asunto.
Dio media vuelta y trotó a su oficina.
Pedí a gritos que viniera un chico y, cuando finalmente se presentó, le envié a la biblioteca para que me trajera todos los artículos acerca del Franklin en los últimos cinco años.
Extraje los artículos de sus sobres y los revisé. No había mucho en ellos que yo ya no lo supiera. Nada importante. Había artículos acerca de desfiles de modas en el Franklin, de exposiciones de arte en el Franklin y acerca de que el personal del Franklin había tomado parte en un desfile de intenciones cívicas.
El Franklin era un establecimiento antiguo y siempre llevado en forma tradicional. Solamente el año pasado, había celebrado su centenario. Estaba cumpliendo sus funciones casi desde la fundación de la ciudad. Había sido (y aún lo era) una institución familiar, con sus preceptos basados lo más cuidadosamente posible, sólo en la institución familiar. Generación tras generación había crecido junto al Franklyn, haciendo allí sus compras, casi desde la cuna a la tumba, y era conocido por la limpieza en sus negocios y la calidad de su mercadería.
Joy Kane pasó junto a mi escritorio.
—Hola, preciosa — le dije —. ¿Qué hacemos esta mañana?
—Zorrinos — respondió.
—El visón es más tu tipo.
Se detuvo muy cerca de mí. A mi nariz llegó el suave aroma del perfume que llevaba y, más aún, pude sentir la presencia de su belleza.
Estiró una mano y restregó mis cabellos, con un movimiento rápido, impulsivo, y después recobró su compostura.
—Zorrinos domesticados — dijo ella —. Regalones. Son la última novedad. Sin olor, por supuesto.
—Naturalmente — dije; y estaba pensando —: preciosos y con hidrofobia.
—Estaba enfadada con Gavin cuando me hizo ir allí.
—¿Al bosque?
—No. A la granja de zorrinos.
—¿Me quieres decir que los crían tal como a los cerdos y gallinas?
—Evidentemente. Te he dicho que estos zorrinos son domesticados. Este hombre dice que son muy cariñosos. Muy limpios, educados y ofrecen gran diversión. Está lleno de pedidos. De tiendas de Nueva York, Chicago y muchos otros lugares.
—Supongo que tienes fotografías.
—Ben fue conmigo. Sacó muchas.
—¿De dónde saca ese hombre los zorrinos?
—Ya te lo dije. Los cría.
—Pero, para comenzar con la crianza…
—Gente que arma trampas. Muchachos de las granjas. Pago muy buenos precios por los salvajes. Está construyendo su negocio. Necesita de animales no domesticados. Comprará todos los que pueda conseguir.
—Lo que me recuerda — le dije —. Hoy es día de pago. ¿Me ayudarás a gastar el cheque?
—Ciertamente. ¿No te acuerdas que me lo pediste?
Se inaugura un local nuevo en el camino de Pineocrest.
—Eso me suena muy bien — dijo ella.
—¿A las siete?
—Ni un minuto más tarde. Me da hambre muy temprano.
Se alejó hacia su escritorio y yo volví a los artículos. Pero aun cuando los revisé por segunda vez, nada había de importante en ellos. Los reuní y los puse nuevamente en sus sobres.
Me recliné en la silla y pensé en los zorrinos y en la hidrofobia y en las locuras que hacen ciertas personas.