El teniente nos escoltó hasta una habitación no mayor que una madriguera y nos dejó allí.
—Volveré pronto — dijo.
La habitación tenía una pequeña mesa y unas pocas e incómodas sillas. Era descolorida y fría y olía a oscuridad y humedad.
Joy me miró y pude darme cuenta que estaba asustada, pero que estaba haciendo un buen trabajo en no demostrarlo.
—¿Y ahora qué? — preguntó.
—No lo sé — respondí. Después dije —: Siento haberte metido en esto.
—Pero si no hemos hecho nada malo — dijo ella.
Y eso era lo peor de todo. No habíamos hecho nada malo y aquí estábamos, metidos en el asunto hasta el cuello, y con claras explicaciones para todo lo que ocurría, pero explicaciones que nadie creería.
—Me vendría bien un trago — dijo Joy.
A mí también, pero no lo dije.
Estuvimos allí sentados, y los segundos pasaron lentamente y nada podíamos hacer, y eso era miserable.
Yo estaba sentado sobre una silla, la espalda arqueada, pensando en Carleton Stirling y en lo buena persona que había sido y en cómo echaría de menos el poder llegar hasta su laboratorio y observarle y escuchar lo que decía.
Joy debe haber estado pensando en lo mismo, porque me preguntó:
—¿Crees que alguien lo asesinó?
—Alguien no — respondí —. Algo.
Porque estaba seguro que había sido la cosa o cosas que yo le había llevado envueltas en el plástico las que lo habían hecho. Había llegado hasta su laboratorio, llevando la muerte a uno de mis mejores amigos.
—Te estás culpando a ti mismo — dijo Joy —. No lo hagas. No podías saberlo, de ninguna manera.
Y, por supuesto, no lo sabía. Pero eso no me ayudaba mucho.
La puerta se abrió y entró el patrón. Nadie le acompañaba.
—Vamos — dijo —. Está todo arreglado. Nadie desea verles.
Nos pusimos de pie y caminos hacia la puerta. Le miré, un poco confundido. Lanzó una carcajada, corta, ahogada. —No he empleado de trucos — dijo —. Nada de influencias. No ha intervenido nadie de peso. —¿Y entonces?
—El examen del médico — dijo —. El diagnóstico es ataque al corazón.
—Stirling no sufría del corazón — dije.
—Bueno no había nada más. Y tenían que declarar algo.
—Vamos a otro lugar — dijo Joy —. Esta habitación me deprime.
—Vamos a la oficina — me dijo el patrón — y beberemos un trago. Tengo una o dos cosas que conversar contigo. ¿Quieres venir, Joy, o deseas ir a casa?
Joy se estremeció.
—Iré con vosotros.
Yo sabía lo que le sucedía. No quería volver a esa casa y escuchar a esas cosas en el jardín; escucharlas moverse aunque no hubiera nada.
—Lleva a Joy — le dije al patrón —. Yo iré en su coche.
Salimos, sin hablar mucho. Yo esperaba que el patrón me preguntaría por mi coche y la explosión y, quizás, muchas otras cosas, pero escasamente dijo un par de palabras.
Tampoco conversó mucho en el ascensor que nos llevaba a la oficina. Al llegar a su despacho, se dirigió a su licorera y preparó unos tragos.
—Deseas whisky, Parker, ¿no es verdad? — recordó —. ¿Y tú, Joy?
—Lo mismo.
Sirvió las bebidas y nos las alcanzó. Pero no se fue a su escritorio y se sentó tras él. En cambio, se sentó en una silla, junto a nosotros. Probablemente, estaba tratando de hacernos comprender que él, ahora, no era el jefe, sino otro miembro del personal. Había oportunidades en que llegaba a extremos ridículos para hacer notar su humildad, y otras veces, por supuesto, en que la humildad se ausentaba por completo.
Deseaba hablar algo conmigo, pero tenía dificultades en llegar a ello. No le ayudé. Estuve bebiendo mi whisky, dejando que lo hiciera en la mejor forma que podía. Traté de imaginar lo que él podría saber o si tenía la menor noticia de lo que estaba sucediendo.
Y, de pronto, supe que el diagnóstico no había tenido que ser necesariamente ataque al corazón, y que el patrón había lanzado fuertes influencias para librarme, y la razón por la cual nos había ayudado, era que sabía, o que pensaba, que yo tenía algo y que quizás era lo suficientemente gordo como para que él me salvara el cuello.
—¡Qué día! — expresó.
Estuve de acuerdo con él.
Finalmente, se decidió.
—Parker — dijo —, tú estás metido en algo grande.
—Puede ser — le dije —. No sé lo que es.
—Lo suficientemente grande como para que alguien tratara de asesinarte.
—Alguien lo hizo — dije.
—Puedes confiar en mí — me aseguró —. Si es algo que debe mantenerse oculto, puedo ayudarte en eso.
—Esto es algo que aún no puedo decírselo — expliqué —. Porque si lo hiciera, creerías que estoy loco. No me creerías una palabra. Es algo sobre lo cual debo tener más pruebas antes de decírselo a nadie.
Su rostro expresó sorpresa.
—¿Tan grande como eso? — dijo.
—Así es — acordé.
Deseaba decírselo. Deseaba hablar con alguien acerca de ello. Deseaba compartir la preocupación y el terror de ello, pero con alguien que estuviera dispuesto a creerme y que, igualmente, estuviera dispuesto a intentar algo que por lo menos fuera efectivo.
—Jefe — dije —, ¿puede apartarse de todo escepticismo? ¿Puede decirme que estará dispuesto a aceptar como posible todo lo que yo le relate?
—Haz la prueba — dijo él.
—Maldición, eso no es suficiente.
—Está bien; entonces, lo haré.
—¿Y si yo le dijera que han llegado seres de otros mundo a la Tierra y que la están comprando?
Su voz se hizo fría como el hielo. Creyó que lo estaba embromando. Dijo:
—Te diría que estás loco.
Me puse de pie y deposité el vaso sobre la cubierta del escritorio.
—Me temía eso — dije —. Era eso lo que esperaba.
Joy también se había levantado de su silla.
—Vamos, Parker — dijo —. Nada sacamos con quedarnos aquí.
El patrón me gritó:
—Pero, Parker, esa no es la cosa. Me estabas embromando.
—Maldición si lo estaba — le dije.
—Abrimos la puerta y salimos al pasillo. Pensé que quizás saldría hasta la puerta y nos llamaría, pero no lo hizo. Alcancé a verlo mientras llegábamos a la escalera, sin esperar al ascensor, y aun estaba sentado en su silla, con la vista clavada en nosotros, como si estuviera tratando de decidir si debía enfadarse con nosotros, o si no sería mejor el despedirnos, o quizás, después de todo, si había algo de realidad en lo que le había dicho. Parecía empequeñecido y muy distante. Como si lo estuviera observando a través de unos binoculares, pero por el otro extremo.
Bajamos tres pisos hasta llegar al vestíbulo. No sé por qué no cogimos el ascensor. Aparentemente, ninguno de los dos pensó en ello. Quizás sólo deseábamos salir de allí lo más rápidamente posible.
Salimos a la calle y estaba lloviendo. No una lluvia fuerte, sino sólo el comienzo de ella, fría y miserable.
Estaba pensando en lo que había habido en el armario, en mi departamento (no era que yo supiera exactamente lo que allí había habido) y lo que había sucedido al coche que estaba en la playa de estacionamiento. Sabía que Joy estaría pensando en las cosas que habían rondado su casa y que aún podían estar allí; eso, el que estuvieran o no, continuaría fijo en su mente para siempre.
Se acercó más a mí y se apretó contra mí y yo pasé un brazo por detrás de ella, sin decir una palabra, allí, bajo la oscuridad y la lluvia, y la acerqué aún más a mí, pensando en lo semejante que éramos a dos niños perdidos y asustados, acurrucados para protegerse de la lluvia. Y con miedo a la oscuridad. Por primera vez en nuestras vidas, asustados de la oscuridad.
—Mira, Parker — dijo Joy.
Había extendido una mano, con la palma curvada hacia arriba, y había algo en su palma, algo que había llevado firmemente apretado en su mano.
Me incliné para observarlo, y a la débil luz de las luces de la calle al término de la manzana, vi una llave.
—Estaba en la puerta del laboratorio de Carleton — dijo —. La saqué cuando nadie nos estaba observando. Ese estúpido detective cerró la puerta sin pensar en la llave. Estaba tan enfadado contigo que nunca pensó en ello. Tú le estabas preguntando si deseaba una declaración del perro.
—Buen trabajo — le dije, cogiendo su rostro entre mis manos y besándola. Sin embargo, hasta ahora, no sé por qué yo estaba tan entusiasmado ante la idea de tener la llave del laboratorio. Era simplemente, creo, una burla decisiva a la autoridad, como si en un juego oscuro y terrible, hubiéramos ganado un punto.
—Vamos a echar un vistazo — dijo ella.
Abrí la puerta y la hice entrar en el coche, después di la vuelta y llegué hasta el otro lado. Encontré la llave y la introduje para hacer funcionar el motor, y aun cuando el motor estaba comenzando a partir, traté de sacarla de un tirón, dándome cuenta, al hacerlo, que ya era tarde.
Pero nada sucedió. El motor partió suavemente y no ocurrió nada. No habían puesto ninguna bomba.
Me quedé allí, sentado, sudando.
—¿Qué sucede, Parker?
—Nada — dije. Puse la marcha y me aparté de la acera. Y recordé esas otras veces en que había hecho partir el coche, frente a la casa de los Belmont, frente al edificio de biología (dos veces aquí), nuevamente frente a la estación de policía, jamás pensando en el peligro; quizás, entonces estaba a salvo. Quizás, las bolas nunca intentaban lo mismo por segunda vez si fallaban la primera.
Me introduje por una calle para acortar camino hacia la Avenida de la Universidad.
—Quizás haremos el viaje en vano — dijo Joy —. Quizás la puerta principal está cerrada.
—No lo estaba cuando salimos — respondí. —Pero el portero puede haberla cerrado. Sin embargo, no lo había hecho.
Cruzamos la puerta y subimos la escalera tan silenciosamente como pudimos.
Llegamos hasta la puerta de Stirling y Joy me pasó la llave. Busqué a tientas un poco, pero, finalmente, logré insertar la llave en la cerradura y hacerla girar, abriendo la puerta.
Entramos y cerré la puerta, escuchando el metálico «clic» de la cerradura.
Una pequeña llama estaba encendida sobre la mesa del laboratorio; un pequeño mechero de alcohol que yo estaba seguro que antes no estaba encendido. Y, además, subido a un taburete, estaba una figura torcida y extraña.
—Buenas noches, amigos — dijo. No había cómo equivocarse en ese tono de voz claro y cultivado.
Atwood estaba sentado sobre ese taburete.