CAPITULO X

El edificio McCandless estaba donde yo había imaginado, en la dirección que estaba el edificio antiguo de piedras marrón.

El pasillo del tercer piso estaba desierto, con la débil luz del atardecer filtrándose por las ventanas que estaban al final. El alfombrado estaba gastado y los muros manchados; la madera, a pesar de todo su brillo adquirido por los años, tenía un aspecto cansado y ruinoso.

Las puertas de los despachos eran de cristal empañado, con los nombres de las firmas en un dorado descascarado y roído sobre ellas. Cada puerta, advertí, estaba provista de una cerradura independiente de la cerradura antigua comprendida en el tirador.

Caminé hasta el final del pasillo para asegurarme que no había nadie. Al parecer todos los despachos estaban desiertos. Era la tarde un viernes y todos los empleados habrían salido lo antes posible para comenzar su fin de semana. Era demasiado temprano aún como para que llegaran las mujeres encargadas del aseo.

La oficina de Ross, Martin, Park Gobel estaba cerca del final del pasillo. Probé a abrir la puerta y estaba cerrada, tal como sabía que estaría. Extraje el diamante para cortar cristales y me puse a trabajar. No fue una tarea fácil. Cuando se corta un trozo de cristal, se supone que hay que afirmarlo contra una superficie plana y trabajar desde arriba. De esa forma uno se las puede arreglar, si lo hace con cuidado, para ejercer una presión segura y continua, de manera que la pequeña ruedecilla pueda marcar el cristal. Y aquí me encontraba yo, tratando de cortar un trozo de cristal que estaba vertical, afirmado por sus extremos.

Me tomó bastante tiempo, pero, finalmente, logré tallar el cristal y puse el corta cristal nuevamente en el bolsillo. Me quedé escuchando durante unos segundos, asegurándome que no había nadie en el pasillo o si alguien subía por la escala. Di un golpe al cristal con el codo y el trozo tallado crujió y se rompió, inclinándose en un ángulo, aún sujeto al marco de la puerta. Lo golpeé con los nudillos y se desprendió, cayendo hacia el interior de la habitación. Obtuve así un hueco del tamaño suficiente para pasar la mano, junto al tirador de la puerta.

Cuidando de no herirme con los bordes de cristal que aún estaban pegados al marco de la puerta, introduje la mano hasta dar con el pestillo que aseguraba la cerradura. Le di vuelta y el pestillo cedió. Con la otra mano, hice girar la cerradura exterior y empujé, abriéndose la puerta.

Me deslicé hacia el interior y cerré la puerta tras de mí, caminé lentamente junto al muro y me quedé allí por varios segundos, con la espalda contra el muro.

Sentí que se me erizaba el cabello y que el corazón me latía furiosamente, porque el olor estaba allí, el aroma a loción de afeitar de Bennett. Sólo la débil sugerencia del aroma, más inconfundible, como si el hombre se la hubiera puesto en la mañana y hubiera pasado junto a mí por la calle. Traté una vez más de definirlo, pero nada hubo con qué compararlo. Era un olor que jamás había sentido en mi vida. No había nada de extraño en él, nada demasiado extraño, es verdad; pero un aroma que yo jamás había conocido.

Junto al lugar donde yo estaba, contra el muro, se distinguían oscuras formas y ondulaciones, y al fijar más la vista en ellas y al acostumbrarse mis ojos a la oscuridad del lugar, pude notar que se trataba de un despacho, simplemente, sin nada poco usual. Las oscuras formas y negras ondulaciones eran los escritorios y mesas y todos esos otros muebles que uno espera encontrar dentro de una oficina de negocios.

Me quedé allí, tenso y esperando, pero nada sucedió. El suave resplandor grisáceo de la luz de las estrellas se introducía por las ventanas, pero parecía detenerse allí; no penetraba hasta la habitación. Y el local estaba silencioso, tan extrañamente silencioso que era enervante.

Paseé la mirada por la habitación y entonces, por primera vez, percibí algo extraño. En un rincón del despacho, el retrete estaba cubierto por una cortina; disposición bastante poco usual, ciertamente, para un despacho.

Observé el resto de la oficina, forzando la vista a recorrerla palmo a palmo, para que no se me escapara nada fuera de lo común. Pero no había nada más; nada que fuera extraño, excepto el retrete y su cortina, y el aroma a loción.

Cautelosamente, me aparté del muro y crucé la habitación. No sabía exactamente de qué tenía miedo, pero, en esta habitación, ese temor se desprendía de alguna parte.

Me detuve en el escritorio frente al retrete y encendí la luz que había sobre él. Sabía que no era una medida inteligente. Había penetrado en esta oficina poco legalmente, y ahora lo estaba delatando al encender la luz. Pero corrí el riesgo. Deseaba ver, inmediatamente y sin retardo, qué se ocultaba tras las cortinas que cerraban el retrete.

A la luz pude advertir que las cortinas eran de un material pesado, oscuro y que colgaban de un riel. Yendo hacia un lado y tanteando, encontré las cuerdas. Tiré de ellas y las cortinas se separaron, replegándose silenciosamente cada una sobre su extremo. Tras las cortinas había varios trajes y vestidos, cuidadosamente dispuestos en sus colgadores que pendían de una vara.

Me quedé observándoles, asombrado. Y al fijarme más en ellos, los comencé a ver no como un conjunto de prendas, sino como piezas separadas. No se trataba de trajes de hombre o abrigos; había una media docena de camisas; había un colgador repleto de corbatas. En el compartimiento superior, estaban los sombreros pulcramente dispuestos. Había vestidos de mujer y trajes, y otras prendas más livianas, que comúnmente se llaman batas. Había prendas interiores, masculinas y femeninas; calcetines y medias. Bajo las prendas de vestir, y ordenados sobre una larga vara de madera, había zapatos, y nuevamente, tanto de hombre como de mujer.

Y esto era endemoniadamente extraño. Un lugar para colgar abrigos, impermeables, chaquetas, un lugar para poner los sombreros; como si no hubiera armarios. Parecía, con toda seguridad, que algún bromista de la oficina había dispuesto todas las cosas así. Pero aquí había prendas de vestir para todo el mundo, desde el patrón hasta la última secretaria.

Casi me rompí el cerebro buscando una solución, pero no había ninguna.

Y lo más absurdo de todo esto, era que ahora la oficina estaba desierta, todo el mundo se había ido… y habían dejado allí sus cosas. Ciertamente, que no se habrían ido a sus casas sin ropa.

Pasé lentamente frente a las prendas, extendiendo la mano para tocarlas, para asegurarme que eran realmente fabricadas, y que realmente estaban allí. Eran de fabricación ordinaria. Y estaban realmente allí.

Al ir pasando frente a ellas, sentí una súbita corriente helada al nivel de mis tobillos. Alguien había dejado una ventana abierta; eso fue lo que sentí. Al dar otro paso, la corriente de aire desapareció súbitamente.

Llegué hasta el final de la corrida de prendas, di la vuelta, y retorné. Una vez más, la helada corriente de aire golpeó mis tobillos.

Aquí había algo raro. No había ninguna ventana abierta. Además, una corriente de aire procedente de una ventana no se arrastra por el suelo a la altura de los tobillos; tampoco está canalizada, de forma que al dar un paso la sientes, y al dar otro, desaparece.

Algo había tras esas hileras de prendas de vestir. ¿Y qué, en nombre de Dios, podría ser ese algo helado que estaba tras unas prendas de vestir?

Sin pensarlo, separé de un manotazo las ropas y encontré de dónde procedía esa frialdad.

Procedía de un agujero, un agujero que atravesaba el edificio McCandless, pero no hacia el exterior del edificio, no limpiamente a través del edificio, porque si hubiera sido un agujero simplemente horadado en el muro, podría haber visto las luces de la calle.

No había luces. Había una total oscuridad y un vértigo y un frío que era más que el simple frío; más como la absoluta falta de calor. Aquí, percibí (y no puedo decir cómo lo logré), había falta de algo, quizás la ausencia de todo, una completa negación de la forma y de la luz y del calor que existía sobre la tierra. Percibía un movimiento, sin embargo no veía ningún movimiento; como la unión de la oscuridad y el frío, como si ambos hubieran sido mezclados por alguna máquina misteriosa, un extractor de la oscuridad y del frío. Al inclinarme para observar el agujero, el vértigo que allí había trató de absorberme y yo me retiré aterrorizado y caí tendido al suelo.

Me quedé allí, tenso y helado por el terror, y pude sentir el frío succionador y observar el movimiento de las prendas de vestir al retomar su posición y ocultar el agujero cavado en el muro.

Me puse de pie lentamente y paso a paso me dirigí hacia el escritorio, poniendo la barrera de esta mesa entre mí y lo que había descubierto tras las cortinas.

¿Y qué era lo que había descubierto?

La pregunta se agolpaba en mi mente y no había ninguna respuesta, tal como no había ninguna respuesta para las prendas de vestir que estaban colgadas en fila.

Extendí una mano para afirmarme en el escritorio, buscando algo sólido con lo cual asegurarme contra esta amenaza desconocida. Pero, en voz del escritorio, mis dedos se aferraron a un cesto, dándole vuelta, de manera que los papeles dentro de él cayeron al suelo. Me arrodillé y reuní los papeles. Todos estaban cuidadosamente doblados y tenían un aspecto legal, esa textura graciosa, importante que tienen los papeles legales.

Me puse en pie y los dispuse sobre el escritorio y los revisé rápidamente, uno por uno; y cada uno de ellos, se trataba de una transferencia de propiedad. Y cada uno de ellos estaba hecho a nombre de un tal Fletcher Atwood.

El nombre tocó cierta cuerda muy distante de mí, y me quedé allí, rebuscando en esa desordenada y defectuosa memoria, por alguna pista que me pudiera llevar a relacionar el nombre con algo.

En algún lugar del pasado, el nombre de Fletcher Atwood había tenido cierto significado para mí. Yo me había encontrado con ese hombre en alguna parte, o había escrito algo acerca de él, o telefoneado con él. Era un nombre encasillado muy al fondo de mi cerebro, pero por tanto tiempo olvidado, quizás por haber sido un recuerdo muy breve, que el hecho y el lugar y la fecha se habían borrado totalmente en mí.

Era algo que me había insinuado Joy, al parecer. Al pasar junto a mi escritorio y decirme una o dos palabras; esa pequeña charla ociosa que se desarrolla en una oficina de un periódico trabajando a todo vapor, en la cual ningún nombre puede durar mucho tiempo en el torrente de horas que se suceden.

Algo acerca de una casa, me parece; una casa que Atwood había comprado.

Y de pronto, lo tuve. Fletcher Atwood había sido el hombre que había comprado el historiado edificio Belmont en el llano Timber. Un hombre misterioso que jamás se había identificado con el grosero ambiente de esa exclusiva zona. Que jamás, hasta ahora, había habitado la casa que había comprado: podría pasar allí una noche o una semana, pero que realmente, jamás había vivido allí; que no tenía familia ni amigos; quien, aún más, parecía que no se interesaba por tener amigos.

El Llano Timber lo había recibido fríamente en un comienzo, ya que el Belmont era un lugar en que antiguamente había sido el centro de esa cosa evasiva que el Llano Timber había llamado sociedad. Jamás se le mencionaba ahora… no en el Llano Timber. Constituía el enmohecido esqueleto que había sido hecho a un lado y guardado en un polvoriento armario.

¿Era esto venganza? Pensé en ello, mientras desplegaba ante mí los papeles de transferencias bajo la luz de la lámpara A pesar que era muy poco probable que se tratara de eso, ya que no habían existido evidencias, de una parte u otra, que Atwood se hubiera preocupado jamás por lo que se podía pensar de él en el Llano Timber.

Aquí había propiedades que reunidas sumaban billones. Había firmas comerciales orgullosas, llenas de tradición y adornadas de nombres de familias; había pequeñas industrias; estaban los antiguos edificios que habían dado siempre tema para hablar en la ciudad, durante tanto tiempo como el más viejo de los hombres pudiera recordar. Todos ellos, transferidos a Fletcher Atwood mediante un ponderable y preciso lenguaje legal; todos reunidos aquí, esperando el ser hechos efectivos y clasificados.

Esperando aquí, quizás, especulé, porque nadie había tenido aún tiempo para clasificarlos. Esperando, porque había otras muchas cosas que hacer. Demasiado trabajo, pensé. ¿Y qué tipo de trabajo?

Parecía increíble, pero aquí estaba; la realísima prueba legal que un solo hombre había adquirido, en un montón tal como estaba, un sector más que respetable del distrito comercial de la ciudad.

Ningún hombre podía poseer la cantidad de dinero que estaba representada en todos estos papeles. Quizás, ni siquiera ningún grupo de hombres. Pero si, evidentemente, lo tenía, ¿cuál podría ser su propósito?

¿El comprar la ciudad?

Porque éste era solamente un pequeño grupo de papeles, dejados sobre un cesto sobre el escritorio como si no tuvieran gran importancia. En esta misma oficina, sin duda alguna, había muchísimos más papeles. ¿Y si Fletcher Atwood, o el hombre que él representara, había comprado esta ciudad, qué pensaba hacer con ella?

Puse los papeles nuevamente en el cesto y me retiré del escritorio, hacia donde estaban las prendas de vestir. Miré el compartimiento en donde estaban alineados los sombreros y vi, entre ellos, lo que parecía ser una caja de zapatos.

¿Quizás una caja con más papeles dentro?

En puntas de pie y alcanzando apenas con los dedos, logré hacer que la caja se asomara y pude cogerla. Pesaba más de lo que imaginé. La llevé hasta el escritorio y la deposité bajo la luz, descubriéndola.

La caja estaba llena de muñecos; pero algo más que muñecos, sin la estudiada artificialidad que uno asocia con los muñecos. Los que yo estaba viendo eran muñecos tan humanos que uno dudaba si no eran realmente humanos, disminuidos a unos diez centímetros, pero trabajados con tal pericia, que las proporciones permanecieran iguales.

¡Y encima de todos estos muñecos había uno que era la réplica perfecta de la imagen de ese Bennett que había estado sentado junto a Bruce Montgomery en la sala de conferencias!

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