CAPITULO XVI

La casa de los Belmont estaba a oscuras, una sombra inmensa, rectangular, que se destacaba contra la negrura de los árboles. Esta construida sobre una elevación del terreno al lado del lago, y cuando detuve el coche pude escuchar el rumor de las olas en la playa. Por entre los árboles se colaba la luz de la luna que reflejaba en el agua y, en lo alto, en un tejado, una ventana captó la luz, pero fuera de esto, tanto la casa como sus árboles que estaban de guardia, todo estaba envuelto en la más absoluta oscuridad. El caer de las hojas secas, escuchado ex el silencio de la noche, parecía el caminar de cientos de pequeños pies.

Bajé del coche y cerré la puerta, suavemente, para que no golpeara. Una vez que hube cerrado la puerta, me quedé sin moverme, observando la casa. No es que estuviera asustado, exactamente. El terror y el horror de esta tarde ya se habían desvanecido. Pero no me sentía muy valiente.

Podrían haber trampas, pensé. No la clase de trampas que habían armado al lado afuera de mi puerta, sino otras trampas. Muy diabólicas.

Me reprendí duramente por pensar en esas estupideces. Ya que la simple lógica indicaba que no podrían haber trampas allí afuera. Porque si las había, habrían podido capturar a un inocente — alguien que deseaba acortar camino para pasar al lago, o chicos que jugaban en ese lugar que es el más atractivo para la juventud, una casa deshabitada —, y así se llamaría la atención hacia donde no se deseaba. Si había trampas, estarían dentro de la casa. Y aun así, al pensar en ello, parecía muy poco probable, también. Porque en sus propios dominios, ellos (quienquiera que fueran ellos) podrían dar un buen recibimiento a un intruso, sin recurrir a las trampas.

Esta idea mía, pensé, probablemente no era más que una vaga idiotez, el de relacionar la casa de los Belmont con todo lo que estaba sucediendo. Y aun así, debía verla, tenía que saber, era mi obligación llegar hasta el fin y eliminarlo, ya que de otra forma siempre pensaría que las pistas habían estado allí.

Tensa y cautelosamente caminé por el sendero, con los hombros encogidos ante un posible ataque que procediera de alguna parte. Traté de no encogerlos, pero por mucho que lo intenté me fue imposible; estaban como paralizados en esa posición.

Subí los escalones que llevaban a la puerta de entrada y me detuve, vacilante, indeciso. Finalmente, decidí hacerlo de forma honrada, tocar el timbre o golpear a la puerta. Busqué a tientas el timbre y lo encontré. El botón estaba suelto y se movió entre mis dedos, por lo que supe que estaba fuera de uso, pero, de todas formas, lo pulsé. No pude escuchar ningún sonido de campanilla desde el interior de la casa. Lo pulsé nuevamente, manteniéndolo en esa posición y tampoco se escuchó nada. Golpeé la puerta con los nudillos y los golpes despertaron ecos en el silencio de la noche.

Esperé y nada sucedió. Durante unos instantes creí haber escuchado rumor de pasos, pero no se repitieron, y supuse que solamente había sido mi imaginación.

Bajé los escalones y di vuelta en torno a la casa. Descuidada por muchos años, las plantas que estaban a sus pies se habían convertido en densos matorrales. Las hojas secas crujían bajo los pies y había un aroma casi extraño, ácido, a otoño, en la atmósfera.

En la quinta ventana que probé, la persiana estaba suelta. Y la ventana misma estaba sin pestillo.

Y eso ya estaba muy fácil, pensé; demasiado fácil. Si estaba buscando una trampa, aquí podía estar.

Alcé una sección de la ventana y esperé, y nada sucedió. No hubo ningún ruido, fuera del de las olas sobre la playa y el de las hojas en los árboles batidas por el viento. Introduje la mano en el bolsillo del abrigo y encontré la automática, y la linterna que había sacado de la guantera del coche de Joy.

Esperé unos minutos más, calmando mis nervios. Después, me introduje por la ventana.

Me hice a un lado rápidamente, con la espalda apoyada contra la muralla, de forma que no se destacara mi figura contra la ventana. Esperé unos momentos, pegado al muro, tratando de no respirar para poder captar cualquier sonido.

Nada sucedió. Nada se movió. Y no hubo ningún ruido.

Saqué la linterna del bolsillo, la encendí y recorrí la habitación con su rayo de luz. Habían muebles polvorientos, cuadros en las murallas, y un trofeo de alguna clase sobre la repisa de la chimenea.

Apagué la luz y me deslicé suavemente a lo largo de la muralla, en el caso que alguien se hubiera decidido a esconderme entre los muebles y saltara sobre mí.

Nadie lo hizo.

Esperé más tiempo aún.

La habitación siguió siendo nada más que una habitación.

Sin emitir ningún ruido, salí de ella y fui hasta el saloncito de entrada. Encontré la cocina y el comedor y un estudio, en donde los vacíos armadlos para libros me devolvieron la mirada como desdentados ancianos.

Nada encontré.

Había una gruesa capa de polvo en el suelo y dejé mis huellas marcadas sobre él. Todos los muebles estaban enfundados. El lugar olía fuertemente a humedad. Tenía el aspecto de una casa que ha sido olvidada, una casa cuyos habitantes se habían ido y que jamás habían vuelto.

Había sido un tonto al venir, me dije. Nada había aquí. Simplemente, me había dejado influenciar por mi imaginación.

Pero, mientras estuviera aquí, decidí, tendría que hacer un trabajo completo. Tan tonto como había sido el venir hasta aquí, lo sería mucho más el que me fuera sin ver el resto de la casa, el primer piso y el subterráneo.

Regresé hasta el saloncito de entrada y comencé a subir la escalera de espiral, con resplandeciente pasamanos y columnillas.

Había subido tres peldaños cuando me detuvo la voz. —Señor Graves — dijo.

Era una voz suave y cultivada y hablaba en tono normal. Y aunque expresaba cierta interrogación, era estrictamente de conversación. El pelo se me erizó en la cabeza, escociéndome el cuero cabelludo.

Giré rápidamente, rebuscando en el bolsillo para extraer la pistola.

Ya casi la había extraído, cuando la voz habló nuevamente.

—Soy Atwood — dijo la voz —. Siento mucho que el timbre no funcione.

—Golpeé a la puerta, también — dije.

—No lo escuché. Estaba trabajando abajo.

Ahora lo pude ver: una oscura sombra en el salón. Dejé caer la automática dentro del bolsillo.

—Podríamos bajar — dijo Atwood — y conversar tranquilamente. Este no es el lugar apropiado para una larga conversación.

—Si así lo desea… — repliqué.

Bajé la escalera y él me guió hacia el salón y hasta la puerta del subterráneo. La luz inundaba la escalera y pude vello con claridad. Era un hombre de aspecto muy común, de esa clase de comerciante callado, agradable.

—Me gusta este lugar — dijo Atwood, bajando la escalera con facilidad y despreocupación —. Los propietarios anteriores arreglaron esta habitación de juego que, a mi juicio, es mucho más habitable que cualquier otro lugar de la casa. Supongo que debe ser porque el resto de la casa es viejo y esta habitación ha sido agregada recientemente. Llegamos al término de la escalera, giramos y nos encontramos en la sala de entretenimientos.

Era bastante amplia, a todo lo largo de los cimientos, con una chimenea en cada extremo y algunos muebles desparramados aquí y allá sobre el piso de rojas baldosas. Había una mesa pegada a un muro, con la cubierta repleta de papeles; opuesto a la mesa, en el muro exterior, había un agujero — un agujero redondo horadado en el muro, más o menos del tamaño necesario para una bola de bolera — y desde él, un viento helado azotó mis tobillos, y en el ambiente también se podía oler el aroma a loción de afeitar.

Por el rabillo del ojo vi que Atwood me estaba observando y traté de no revelar nada por la expresión de mi rostro; no lo convertí en una máscara helada, sino en una máscara que yo estimé sería mi aspecto de costumbre.

Y debí haberlo logrado, porque en el rostro de Atwood no había ninguna sonrisa, como la habría habido si hubiera sorprendido en mí alguna expresión de asombro o de temor. —Sí, es verdad — le dije —. Es un lugar muy agradable.

Lo dije, simplemente, por expresar algo. Porque el lugar no era nada de acogedor, al menos bajo el punto de vista de un humano. Había tanto polvo aquí como arriba, y por todas partes y todos los rincones, había basura y trastos viejos de todas clases.

—¿No se sienta? — dijo Atwood. Me señaló una silla de mullidos almohadones que estaba junto a la mesa.

Me dirigí hacia ella y el piso crujió bajo mis pies. Al bajar la vista, vi que había pisado una gran hoja de un plástico casi transparente que estaba tirada en el suelo.

—Es algo que dejó el antigua propietario — expresó Atwood sin prestarle mucha atención —. Algún día tendré que decidirme a limpiar este lugar.

Me senté en la silla.

—Su abrigo — dijo Atwood.

—Creo que me lo dejaré puesto.

Observé su rostro y no expresó nada.

—Es usted inteligente — dijo Atwood, pero sin que hubiera tono de amenaza —. Quizás demasiado.

No respondí, y él dijo:

—Sin embargo, me alegra que haya venido. No es común el encontrarse con un hombre de percepción tan rápida como la suya.

Traté de bromear:

—¿Quiere decirme que me va a ofrecer un puesto en su organización?

—La idea — dijo Atwood en voz baja —, se me ha ocurrido.

Moví la cabeza negativamente.

—Dudo que me necesite. Ha hecho un buen trabajo al comprar la ciudad. — Acercó una silla a la mesa y se sentó en ella, lentamente.

—¡La ciudad! — exclamó Atwood enfurecido.

Asentí.

Acercó una silla a la mesa y se sentó en ella, lentamente.

—Veo que no lo entiende — me dijo —. Debo ponerle al tanto.—Por favor, hágalo — repliqué —. A eso he venido.

Atwood se inclinó hacia adelante interesadamente.

—La ciudad, no — dijo calladamente, tensamente —. No debe estimarme tan bajo. Mucho más que la ciudad, señor Graves. Mucho más que una ciudad. Creo que ahora lo puedo decir, porque nadie es capaz de detenerme ¡Voy a comprar la Tierra !

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