Detuve el coche al término del cercado del viejo, tal como me había dicho Higgins que lo hiciera, junto a una de las puertas de reja que daban a los establos, para que así no cerrara el camino si alguien deseaba pasar. El lugar parecía estar desierto, excepto por un perro alegre, sin raza determinable, que, moviendo la cola, salió a darme una calurosa bienvenida.
Le acaricié y le hablé un poco y continuamos juntos el camino hacia el establo. Pero al llegar hasta un cerco tras el cual había una extensión cubierta de trébol, le dije que se fuera. No deseaba llevarlo hasta la cabaña del viejo y hacer que espantara a algunos de sus amistosos zorrinos.
No pareció estar de acuerdo conmigo. Me quería decir que sería muy agradable que los dos nos aventuráramos por el campo. Pero yo insistí en que debía volverse, golpeándole en el trasero para poner más énfasis en mis palabras, y finalmente se alejó, volviéndose de vez en cuando, para ver si yo cambiaba de idea.
Cuando se fue, crucé el campo, siguiendo el sendero de carromatos que se notaba escasamente entre la siembra del trébol. Algunas langostas de últimos días de otoño, saltaron de entre el heno, al ir caminando por él, haciendo furiosos ruidos al aletear por el campo.
Llegué hasta el final del sembrado y atravesé otro alambrado, siguiendo aún el estrecho sendero de carromatos a través de una empastada bastante cubierta de árboles. El sol se estaba internando y el lugar estaba lleno de sombras y bajo los árboles algunas ardillas estaban gozando de unos alegres momentos, jugueteando entre las hojas caídas y trepando ágilmente por los troncos.
El sendero continuaba cerro abajo y atravesaba la depresión, subía nuevamente, y sobre una gran roca que dominaba la ladera del cerro, llegué hasta la cabaña del viejo que estaba buscando.
El viejo estaba sentado en una mecedora, una silla antigua y desvencijada que crujía y gruñía como si estuviera por desintegrarse. La silla estaba en una pequeña expansión que había sido nivelada y pavimentada con baldosas de piedra caliza natural que, probablemente, el viejo había sacado y transportado hasta el cerro desde el seco lecho del arroyo que serpenteaba por entre los cerros. Una sucia piel de oveja había sido puesta sobre el respaldo de la silla y las despellejadas patas delanteras se bamboleaban como borlas al mecerse el viejo.
—Buenas tardes, forastero — dijo el viejo, con calma y sin inmutarse, como si el que llegara una persona extraña fuera una cosa de todas las tardes. Comprendí que no era ninguna sorpresa para él, ya que me había visto venir por la ladera del cerro, a lo largo del sendero y cruzando el valle. Todo ese tiempo podría haberme estado observando y yo no me había dado cuenta, ya que no sabía hacia qué lugar dirigirme para encontrarle.
Recién ahora me vine a dar cuenta cómo se mimetizaba la choza contra la ladera del cerro y las rocas, como si realmente fuera una parte de este boscoso y pastoso panorama, tal como los árboles y las rocas. Era baja y no muy grande, y los troncos con los que había sido construida habían perdido su color con el tiempo y ahora presentaban un tono neutral. Junto a la puerta había un lavabo. Una palangana de hojalata, un cubo de agua con el mango de un cazo saliendo de él, estaban sobre el banco. Más allá del banco había una pila de leña y un hacha de doble filo estaba clavada sobre un tronco.
—¿Usted es Charley Munz? — pregunté.
El viejo dijo:
—Ese soy yo. ¿Cómo ha podido encontrarme?
—Larry Higgins me lo indicó.
Movió la cabeza como un péndulo.
—Higgins es un buen hombre. Si Larry Higgins se lo ha dicho, creo que no hay que temer.
Debía haber sido un hombre de gran estatura, pero la edad lo había encorvado. Su camisa colgaba laciamente de un par de poderosos hombros y sus pantalones arrugados en la forma característica que sucede con los ancianos, por falta de relleno. No llevaba sombrero, pero su grisácea cabellera parecía que usara una boina, y tenía una corta y algo desaseada barba. No pude saber bien si se trataba de una barba o que no se afeitaba durante algún tiempo.
Le dije quién era yo y que estaba interesado en los zorrinos y que algo sabía acerca de su libro.
—Parece — dijo — que desea estar aquí y conversar largo.
—Si no le incomoda.
Se levantó de la silla y se dirigió a la choza.
—Siéntese — dijo —. Si se va a quedar, siéntese.
Miré a mi alrededor, temo que demasiado obviamente, buscando un lugar donde sentarme.
—En la silla — dijo —. Se la he calentado. Yo me sentaré en un tronco. Me hace mucho bien; he estado sentado con mucha comodidad durante toda la tarde.
Se introdujo en la cabaña y yo me senté en la silla. Me sentía un canalla al hacerlo, pero de otra forma se hubiera ofendido, supongo.
La silla era muy cómoda y desde allí podía observar el valle y era un panorama hermosísimo. La tierra estaba cubierta de hojas que aún no habían perdido sus colores y había algunos árboles que aún mantenían sus andrajosas vestiduras. Una ardilla corrió por sobre un tronco tendido y se detuvo en un extremo, sentándose, observándome. Movió la cola un par de veces, pero no estaba asustada.
Este lugar era maravilloso, una calma y paz que no había conocido durante años. Comprendía perfectamente cómo el anciano podía estar sentado durante toda esta otoñal tarde de dorados tonos. Había muchas cosas donde posar descansadamente la vista. Sentí que la paz me invadía y que la calma corría por mi cuerpo y ni siquiera me asusté al ver al zorrino que se aproximaba lentamente desde la cabaña.
El zorrino se detuvo y me observó, con una de sus patas delanteras alzadas, pero después de un momento siguió caminando por el cercado, lentamente, con calma. Supongo que no era uno de gran tamaño, pero así me lo pareció a mí, y tuve cuidado de permanecer sin moverme en la silla; no moví un músculo.
El viejo salió de la cabaña y lanzó una cascada y alegre carcajada.
—¡Apuesto a que le ha dado un buen susto!
—En un comienzo — le dije —. Pero me quedé sin moverme y pareció no importarle.
—Es Phoebe — dijo —. Una molestia bastante grande. Dondequiera que uno vaya, allí está.
De una patada apartó uno de los troncos de la pila y lo apoyó en un extremo. Se sentó sobre él pomposamente y descorchó la botella, después me la alcanzó.
—Hablar da sed — declaró —, y no he tenido a nadie que haya venido a beber un trago desde hace un mes de domingos. Creo, señor Graves, que es usted un buen bebedor.
Casi salto de alegría. No había bebido un trago en todo el día y había estado tan ocupado que ni siquiera había pensado en ello, pero ahora sabía que necesitaba uno.
—Se me conoce por un buen bebedor, señor Munz — dije —. No lo rechazaré.
Me llevé la botella a los labios y bebí un trago moderado. No era whisky de la mejor marca, pero no tenía mal sabor. Limpié el cuello de la botella con la manga y se la pasé. También bebió un trago moderado y me la devolvió.
Phoebe, el zorrino, llegó y se detuvo ante él, alzó sus patas y las puso sobre sus rodillas. Él lo cogió con una mano y lo alzó hasta su falda. Allí se quedó muy tranquilo.
Yo miraba, fascinado, y hasta me olvidé y bebí un par de tragos, uno tras el otro, sin pasarle la botella a mi amigo.
Se la entregué y él se quedó con ella en la mano, mientras con la otra acariciaba el zorrino bajo la barbilla.
—Me alegro que haya venido — dijo —, por alguna razón o por ninguna. No soy de esos que les gusta la soledad, pero me las arreglo, sin embargo; el rostro de un desconocido es siempre una agradable visión. Pero creo que usted tiene algo en esa cabeza. Vino aquí por alguna razón. Y quiere largarla.
Me quedé observándole durante unos momentos y tomé la gran decisión. Iba contra toda razón y todo lo que yo había planeado. No sé por qué lo hice. Quizás la paz que cubría ese lugar del cerro, quizás la calma del viejo y la comodidad de la silla, quizás intervinieron una serie de cosas diferentes. Si me hubiera dado tiempo para pensarlo dos veces, creo que muy probablemente no lo hubiera hecho. Pero algo en mi interior, algo de esta tarde, me dijo que debía hacerlo.
—Le mentí a Higgins para obligarle a que me dijera dónde podría encontrarle — dije —. Le dije que deseaba ayudarle a escribir un libro. Pero ya estoy harto de mentiras. Una es suficiente. Ahora no le mentiré. Le relataré la historia tal como es.
El viejo parecía estar un poco confuso.
—¿Ayudarme con mi libro? ¿Ese acerca de los zorrinos?
—Aún le ayudaré, después que todo esto haya terminado, si usted así lo desea.
—Me parece que es honrado decir que realmente necesito algo de ayuda. ¿Pero no es esa la razón por la cual usted está aquí?
—No — dije —. No lo es.
Bebió un largo trago y me alcanzó la botella. Bebí de ella.
—Está bien, amigo — dijo —, estoy preparado y soy todo oídos. Largue su historia.
—Cuando haya comenzado — le rogué —, no me interrumpa y me detenga. Déjeme llegar hasta el final. Después puede hacer todas las preguntas que desee.
—Sé escuchar — dijo el viejo, cogiendo la botella que le había pasado y acariciando al zorrino.
—Quizás encuentra que es muy difícil creerla.
—Eso corre por mi cuenta — dijo —. Vamos, adelante.
De forma que así lo hice y se lo conté. Lo hice lo mejor que pude, con toda sinceridad. Se lo relaté tal como había sucedido y le dije lo que yo sabía y lo que había discurrido y que nadie me creía, pero que no les culpaba por ello. Le conté acerca de Joy y Stirling, lo del patrón y el senador y del hombre de la agencia de seguros que no podía encontrar un lugar donde vivir. No se me escapó ningún detalle. Se lo relaté todo.
Cuando hube terminado se hizo un largo silencio. Mientras yo había estado hablando, el sol se había puesto y el bosque se estaba cubriendo de sombras. Se había levantado una ligera brisa, un poco helada, y se sentía el fuerte aroma de las hojas caídas.
Sentado en la silla, me quedé pensando en lo estúpido que había sido. Había perdido la oportunidad al decirle la verdad. Había otras formas en que podría haberle convencido para que hiciera lo que yo deseaba. Pero no, había tenido que hacerlo de la forma más difícil, de la manera más honesta y verdadera.
Esperé. Escucharía lo que tenía que decirme, luego me pondría de pie y me iría. Le daría las gracias por su whisky, por su tiempo perdido, y después me marcharía, hacia el oscurecido ocaso, por el sendero de carromatos a través del bosque y hasta donde había dejado el coche. Volvería al motel y Joy ya tendría la cena preparada y se enfadaría conmigo por haber llegado tarde. Y el mundo caería en el abismo, como si nadie hubiera hecho nada para impedirlo.
—Usted ha venido para pedirme ayuda — dijo el viejo, su voz saliendo de la oscuridad —. ¿Qué puedo hacer para ayudarle?
Me atraganté.
—¡Me cree!
—Forastero — dijo el viejo —, yo me baso en los hechos. Si lo que me ha contado no fuera real, no sé por qué se habría molestado en llegar hasta aquí. Además, creo conocer cuando un hombre está mintiendo.
Traté de hablar, pero no pude. Las palabras vacilaban en mi garganta y no lograban salir. Creo que estaba muy próximo a llorar como no lo había estado desde hacía tiempo, mucho tiempo. Y dentro de mí surgió un sentimiento de agradecimiento y esperanza.
Porque alguien me había creído. Otro ser humano me había escuchado y me había creído y yo ya no era un estúpido y un loco. Había recuperado, en este misterio de la creencia, toda la dignidad humana que poco a poco me había estado abandonando.
—¿Cuántos zorrinos puede reunir? — le pregunté.
—Una docena — dijo el viejo —. Quizás una docena y media. Estas rocas están llenas de ellos, por toda la ladera. Vienen a visitarme todas las noches a comer el poco alimento que les tengo.
—¿Y podría encerrarlos y tener algo en que llevarlos?
—¿Llevarlos?
—A la ciudad — dije —. Al centro de la ciudad.
—Tom, que es el granjero en donde usted estableció el coche, tiene un pequeño camión. Seguramente me lo prestaría.
—¿Y no le haría ninguna pregunta?
—Sí, claro que las haría. Pero puedo pensar en unas buenas respuestas. Podría venir con su camión hasta la mitad del bosque.
—Está bien, entonces — dije — esto es lo que quiero que haga. Esta será la forma en que puede ayudarme…
Le dije con calma lo que deseaba que hiciera.
—¡Pero mis zorrinos! — exclamó, desmayadamente.
—La raza humana — le repliqué —. Recuerde lo que le dije…
—Pero la policía… Me cogerán. No podría…
—No se preocupe por la policía — dije — Nosotros podemos cuidar de ella. Aquí…
Introduje la mano en el bolsillo y extraje el fajo de billetes.
—Con esto podrá pagar cualquier multa que le impongan, y aún le quedará mucho.
Miró fijamente los billetes.
—¡Eso es lo que le dieron en la casa de los Belmont!
—Parte de él — dije —. Es mejor que lo deje en la cabaña. Si lo llevara consigo, puede que desaparezca. Puede transformarse nuevamente en lo que era.
Bajó el zorrino que estaba sobre sus rodillas e introdujo el dinero en sus bolsillos. Se puse de pie y me alcanzó la botella.
—¿Cuándo debo comenzar?
—¿Puedo hablar con ese Tom?
—Sí, a cualquier hora. Yo iré donde él después y le diré que estoy esperando una llamada. Cuando la haya recibido, él podrá traer el camión. Se lo explicaré. No la verdad, evidentemente. Pero puede contar con él.
—Gracias — dije —. Muchas gracias.
—Vamos, beba un trago — dijo —. Después me pasa la botella. Creo que me vendría muy bien uno.
Bebí y le alcancé la botella y se bebió un largo trago.
—Comenzaré inmediatamente — dijo —. En una o dos horas más, tendré un saco lleno de zorrinos.
—Llamaré a Tom — dije —. Primero, volveré para asegurarme que todo marcha bien. Entonces, llamaré a Tom… ¿cómo se llama?
—Anderson — dijo el viejo —. Para entonces, yo ya habré hablado con él.
—Gracias nuevamente, amigo. Nos veremos.
—¿Desea beber otro trago?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Tengo trabajo.
Di media vuelta y me alejé, bajando a largas zancadas la ladera, bajo la penumbra del ocaso, y por el sendero que llevaba al campo sembrado de trébol.
Había luces encendidas en la casa en donde había dejado el coche, pero el establo estaba silencioso.
Al aproximarme al coche, un gruñido surgió de la oscuridad. Era un sonido maligno que hizo que se me erizara el cabello. Me golpeó' como un martillo y me dejó helado e inmóvil. El gruñido estaba impregnado de temor y odio y se podía escuchar el entrechocar de los dientes.
A tientas, ubiqué la manilla de la puerta del coche, mientras el gruñido continuaba; un gruñido sollozante, ahogado, casi incesantemente emergiendo de la garganta.
Abrí violentamente la puerta y salté dentro, cerrando la puerta tras de mí. Desde fuera, aún se escuchaba el gruñido, aumentando y decreciendo en intensidad.
Puse en marcha el motor y encendí las luces. El haz de luz cayó sobre la cosa que había estado gruñendo. El amigable perro que me había recibido con tanta alegría y que me había pedido que fuéramos juntos a pasear. Pero la amistosidad había desaparecido. Sus orejas estaban erectas y sus dientes desnudos eran un fulgor de blancura que destacaba en su hocico. Sus ojos lanzaban verdosos reflejos a la luz de los faros. Se retiró, lentamente, moviéndose de costado, con el lomo arqueado y la cola entre las patas.
El terror hizo presa de mí y pisé el acelerador. Las ruedas patinaron, chirriaron y el coche dio un salto hacia adelante, pasando por encima del perro.