CAPITULO XXVII

La oficina estaba desierta y tenía ese aspecto frío, expectante, que toman las oficinas de un periódico cuando no hay nadie. Estaban los porteros, por supuesto, pero no vi a ninguno de ellos, y Lightning, el recadero de la oficina, también debiera haber estado allí, pero, más que seguro estaba haciendo uno de sus trabajos no oficiales o había encontrado algún rincón en donde poder echar un sueño durante un par de horas.

Algunas luces estaban encendidas, pero sólo contribuían a aumentar el aspecto fantasmagórico del edificio, como luces de la calle distantes, refulgiendo en una noche neblinosa.

Fui hasta mi escritorio y me senté en mi silla y alcé la mano para coger el teléfono, pero no lo hice de inmediato. Me quedé sin moverse, escuchando, pero, por mi propia vida, no sabía qué estaba escuchando, a pesar que podría haber sido el silencio. La habitación estaba silenciosa. No había el menor rumor. Y me pareció que, en este momento, el mundo también estaba silencioso; que el silencio de este lugar se extendía más allá de los muros para encubrir a todo el planeta y que toda la Tierra estaba sosegada.

Lentamente, alcé el receptor y marqué el número de la operadora. Su voz era soñolienta. Se sorprendió un poco, educadamente, cuando le dije con quién deseaba hablar, como si ella, también, debiera hacerme notar que el llamar a un hombre de tanta importancia a estas horas de la madrugada no estaba bien hecho. Pero su conocimiento del trabajo impidió que lo hiciera, y me respondió que me volvería a llamar.

Puse nuevamente el receptor sobre la horquilla y me eché hacia atrás en la silla y traté de pensar, pero se me habían acumulado muchas horas encima y mi mente se negó a trabajar. Por primera vez, me di cuenta de lo agotado que estaba.

Estaba como en una nebulosa, con las pocas luces encendidas reflejándose como faros callejeros muy distantes y sin el menor ruido a mi alrededor. Y, quizás, dijo mi perturbada mente que se había negado a pensar, esto es lo que realmente sufre la Tierra esta noche; un planeta silencioso, cansado y desanimado, en el silencio imperturbable, un planeta que iba a su destrucción, sin que a nadie le importara.

Sonó el teléfono.

—Su llamada, señor Graves — dijo la operadora. —Hola, Rog — dije.

—¿Eres tú, Parker? — dijo la voz distante —. ¿Qué demonios te sucede a estas horas?

—Rog — dije —, es importante. Tú sabes que no te llamaría si no fuera importante.

—Espero que así sea. Me acosté hace sólo un par da horas.

—¿Algo que le mantiene ocupado, senador? —Solamente una pequeña reunión. Debíamos discutir acerca de algunas materias.

—¿Alguien que está preocupado, Rog? —¿Preocupado por qué? — preguntó, tan suave y resbalosamente como un trozo de hielo.

—Demasiado dinero en los bancos, por una parte. —Escucha, Parker — dijo —, si tratas de sonsacarme algo, estás perdiendo el tiempo.

—No deseo sonsacarte. Quiero decirte algo. Si escuchas, puedo decirte lo que está sucediendo. Es un poco difícil de explicar, pero quiero que confíes en mí. —Te escucho.

—Hay seres de otro mundo sobre la Tierra — le dije —. Criaturas de las estrellas. Las he visto y he conversado con ellas y…

—Ahora lo entiendo — dijo el senador —. Es la noche del viernes y tienes una borrachera de los mil demonios. —Estás equivocado — protesté —. Estoy sobrio y… —Cambiaste tu cheque, saliste y…

—Pero si no he cambiado mi cheque. Estaba demasiado ocupado y me olvidé.

—Ahora estoy seguro que estás borracho. Jamás has dejado de cobrar un cheque. Estás allí, al otro extremo de la línea, con tu mano…

—Maldición, Rog, escúchame.

—Vuelve a la cama — dijo el senador — y pásala durmiendo. Y después, si aún deseas hablar conmigo, llámame en la mañana.

—Al infierno contigo — grité, pero no me escuchó. Ya había colgado. La línea sonaba en forma constante, desocupada.

Tuve ganas de colgar el receptor de un manotazo, pero no lo hice. Algo me lo impidió, quizás un pesado sentimiento de derrota que pudo más que la ira.

Me quedé allí, con el receptor en la mano, con el lejano zumbido de la línea desocupada, y supe que no había esperanzas; que nadie me creería, que nadie escucharía lo que tenía que decir. Casi, me dije, como si todos fueran Atwood, como si cada uno de ellos fuera el símil de un ser humano, construidos de esa materia extraterrenal que había invadido la Tierra.

El pensar en ello, me dije, no era nada de gracioso. Era algo que podía suceder. Era exactamente el tipo de cosas que estos seres humanos hubieran hecho.

Unos piesecitos helados, como de insectos, me recorrieron la espina dorsal mientras estaba allí sentado, apretando el receptor entre mis manos, el ser humano más aislado de toda la Tierra.

Porque, pensé, quizás era el único ser humano que lo sabía.

¿Y si el senador Roger Hill no fuera un hombre, no el mismo hombre que él había sido, hacía cinco años? ¿Y si lo que quedaba del cuerpo real, del auténtico, del humano Roger Hill estaba en algún lugar oculto y el falso, el extraterrenal Roger Hill era el hombre con quien yo había hablado recientemente? ¿Y si el patrón no era en realidad el verdadero patrón, sino una odiosa cosa que caminaba en la forma del patrón? ¿Y si los consejeros de una gran industria de acero no eran ya humanos? ¿Y si cada hombre clave había sido reemplazado, poco a poco, por algo de otros mundos, tan formado, tan semejante, tan perfecto que todos ellos eran aceptados por sus propios asociados y por sus familias?

¿Y si la mujer que me esperaba en el coche no era…? Pero eso era una locura, me dije. Eso era ridículo. Eso solamente podía estar en mi trastornada imaginación, en una mente demasiado agotada, demasiado enferma, demasiado asombrada para pensar en la forma en que debía hacerlo.

Puse el receptor sobre la horquilla y aparté el teléfono. Lentamente, me puse de pie y me estremecí en esa soledad y en ese silencio.

Después, bajé la escalera y salí a la calle, en donde Joy me esperaba.

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