CAPITULO XXII

Un coche estaba estacionado en el pequeño jardín urente a la cabaña al detenerme en él.

—¿Qué sucede? — pregunté, sin dirigirme a nadie en particular.

—¿No habrá prestado Carleton la cabaña a alguien? — preguntó Joy.

—No, que yo sepa — le respondí.

Bajé del coche y di una vuelta en torno al otro.

El viento mecía los pequeños pinos y ellos respondían con sus quejidos. Las olas rompían sobre la playa y pude escuchar el sonido sordo que hacía la lancha de Stirling al dar suavemente contra el muelle.

Joy y el Perro se bajaron del coche y se aproximaron a mi lado. Había dejado el motor funcionando, y las luces de los faros delanteros bañaban la luz la cabaña.

La puerta de la cabaña se abrió y salió un hombre. Aparentemente, se había vestido rápidamente, porque aún se estaba abrochando el cinto. Se detuvo y nos quedó observando, y después bajó lentamente los escalones del pequeño vestíbulo. Iba vestido con la chaqueta del pijama y calzaba zapatillas.

Le esperamos y él se aproximó, vacilante, a través del jardín, pestañeando ante la luz. Probablemente no era más que un hombre de mediana edad, pero parecía ser más viejo. Su rostro estaba ensombrecido por una barba y su despeinado pelo se disparaba en todas direcciones.

—¿Buscan a alguien, ustedes? — preguntó.

Se detuvo a unos dos metros de distancia y se quedó mirándonos, la luz entorpeciendo su vista.

—Vinimos aquí a pasar la noche — dije —. No sabía que había alguien en la cabaña.

—¿Es suya la cabaña, seño»?

—No, de un amigo.

El hombre tragó saliva. Pude ver cómo lo hacía.

No tenemos derecho a estar aquí — dijo —. Entramos porque creímos que era lo que podíamos hacer. Estaba deshabitada.

—¿Y entraron sin pedir permiso a nadie?

—Escuche, señor — dijo el hombre —. No quiero líos. Había otras cabañas por aquí en las que podríamos haber entrado, pero da la casualidad que escogimos esta. No teníamos ninguna parte a donde ir y la señora estaba enferma. Por la preocupación, en gran parte, supongo. Nunca se había enfermado antes.

—¿Cómo es que no tiene dónde ir?

—Perdí mi trabajo — dijo —, y no pude encontrar otro y también perdí la casa. El banco no nos dio crédito. Y el sheriff nos echó de casa. Él no quería hacerlo, pero era su obligación. El sheriff lo sintió mucho.

—¿Y la gente del banco?

—Es gente nueva — dijo —. Llegaron unos señores nuevos y compraron el banco. Los otros, los que habían estado antes, no nos habrían echado. Nos habrían dado más tiempo.

—Y también gente nueva compró el lugar donde usted trabajaba — le dije.

Me miró, sorprendido.

—¿Cómo lo sabe? — preguntó.

—Es lógico — le respondí.

—Una ferretería — dijo —. Sólo un poco más allá del camino. Junto a la estación de servicio. Vendía artículos de deporte, mayormente. Para la caza, pesca, cebos. No era un gran negocio. No me daba mucho, pero lo suficiente como para ir viviendo.

No dije nada más. No podía pensar en otra cosa para decir.

—Siento mucho lo de la cerradura — dijo — Tuvimos que hacer saltar la cerradura de la puerta de atrás. Si hubiéramos encontrado una cabaña que estaba abierta, hubiéramos usado esa. Pero todas estaban cerradas.

—Una de las ventanas de los dormitorios estaba sin cerrojo — le dije —. Hace un poco de resistencia, pero la habría podido abrir. Stirling siempre la ha dejado así para que sus amigos puedan entrar cuando quieran. Hay que pararse sobre un tronco o algo así para alcanzar la ventana, pero usted podía haber entrado.

—Ese Stirling ¿es el dueño de este lugar?

Asentí.

—Dígale que lo sentimos mucho. Por haber entrado sin permiso y romper la cerradura. Despertaré a los otros y nos iremos inmediatamente.

—No — dije —. Quédense aquí. Si tuviera un lugar donde la señorita pudiera dormir…

—Yo estoy bien — dijo Joy —. Puedo dormir en el coche.

—Cogería un catarro — dijo el hombre —. En esta época del año hace bastante frío.

—Algunas mantas sobre el suelo, entonces. Ya lo arreglaremos.

—Una cosa — preguntó el hombre —. ¿Por qué no se ha enfadado conmigo?

—Amigo — le respondí —, este no es el tiempo para que nadie se enfade con nadie. Ha llegado el momento en que debemos trabajar juntos y ayudarnos. Debemos mantenernos unidos.

Me miró sospechosamente, con cierta intranquilidad.

—¿Es usted un predicador o algo por el estilo? — me preguntó.

—No, no lo soy — respondí.

A Joy le dije:

—Quiero ir hasta la estación de servicio y telefonear a Stirling. Decirle que nos encontramos bien. Quizás nos ha estado esperando a que volvamos al laboratorio.

—Volveré adentro — dijo el hombre — y trataré de buscar alguna forma para que pasen la noche. Si quiere que nos vayamos, nos vamos.

—En absoluto — le dije.

Volvimos al coche y yo di la vuelta. El hombre se nos quedó mirando.

—¿Qué está sucediendo? — preguntó Joy mientras tomábamos el camino hacia la autopista principal.

—Es sólo el comienzo — le respondí —. Habrá mucho más. Más que pierden sus trabajos y más que pierden sus hogares. Los bancos comprado» para impedir los créditos. Los establecimientos comprados y cerrados para destruir los puestos de trabajo. Las casas y edificios de departamentos adquiridos y las personas expulsadas y sin tener donde ir.

—Pero eso es inhumano — protestó ella.

—Evidentemente, es inhumano. — Y, por supuesto, que lo era. Estas cosas no eran humanas. No les importaba lo que pudiera sucederle a la raza humana. La raza humana no era nada para ellos, nada más que una forma de vida que habitaba un planeta que ellos podían utilizar para otras cosas. Utilizarían a los humanos tal como los humanos habían utilizado a los animales que habitaban la Tierra. Se habrían librado de ellos, de cualquier forma. Les habrían hecho a un lado. Les habrían apiñado estrechamente. Lo habrían arreglado todo de forma que murieran.

Traté de formarme una visión de cómo ocurriría todo y era una cosa difícil de hacerse una visión. La forma básica estaba allí pero la meta estaba muy distante como para captarla. Para ser efectivo, le meta de la operación necesariamente tenía que ser del orden mundial. Y si la operación se había filtrado hasta un banco de un pequeño pueblo y a una pequeña tienda de un cruce de caminos, entonces significaría que, en los Estados Unidos, por lo menos, la operación (en lo que se refería a industria, comercio y finanzas) debía ser del orden nacional. Porque nadie compraría una pequeña tienda de un cruce de caminos si no tenía ya en sus manos los poderosos complejos industriales que eran la parte vital del país. Y nadie se molestaría con un banco de un pequeño pueblo si, a la vez, no tenía ya el control de los grandes bancos. Durante años, las bolas de bolera habían estado comprando material o tomando opciones, habían, más que seguro, infiltrado seres seudohumanos, tales como Atwood, en posiciones estratégicas. Porque no podrían permitirse actuar tan abiertamente como ahora lo estaban haciendo, hasta que no estuvieran los comercios básicos del país firmemente en sus manos.

Y había ciertos lugares, por supuesto, en que la operación no daría resultados. Solamente sería efectiva en aquellas naciones en que la empresa privada se había desarrollado, en donde la gente poseía las instituciones industriales y financieras, y en donde los recursos naturales estaban bajo propiedad privada. No darla resultado en Rusia y no daría resultado en China, pero quizás no era necesario. Quizás no era preciso que diera buenos resultados e; todas partes, excepto en la mayoría de las grandes naciones industriales. Cerrar el núcleo de la industria mundial y cerrar las instituciones financieras mundiales y el mundo estaba liquidado. No habría comercio y no habría movimiento en la corriente crediticia y eso que nosotros llamábamos civilización se detendría con un estremecimiento.

Pero aún había una pregunta a la que no había respuesta; una pregunta que flotaba a media agua, haciendo surgir un pensamiento docenas de veces: ¿De dónde venía el dinero?

Porque se tendría que emplear dinero, quizás más dinero del que había en todo el mundo.

Y había otra pregunta, quizás tan importante: ¿Cuándo y cómo sería pagado todo ese dinero?

La respuesta era que no se podría pagar. Porque si así fuere, los bancos estarían rebosando de dinero y el sistema bancario estaría advertido de que algo iba mal.

Al pensar en eso recordé algo que Dow Crane me había dicho esa misma tarde. Los bancos, dijo, estaban abarrotados de dinero. Desbordantes de él. Billetes que la gente había estado llevando desde hacía más o menos una semana.

Quizás, entonces, había sido pagado, o una gran parte de él. Todo a la vez, todo planeado de forma que los pagos no tardaran más de una semana en ser efectuados, todas las ventas y opciones y contratos arreglados de tal forma que no habría nada que alterara el cuadro financiero, que diera a alguien la menor pista de que estaba sucediendo algo.

Y si ya había alcanzado este punto, me dije, entonces la posición de la humanidad era imposible, o muy cerca de ello.

Pero aun después de todas estas conjeturas, de todas las respuestas hipotéticas, aún había una pregunta: ¿De dónde había salido todo ese dinero?

Ciertamente, que no era de algo que habían traído las bolas de su extraño planeta y que hubieran vendido en la Tierra. Porque si hubieran vendido una cantidad suficiente de eso, lo que fuera, para reunir el capital de trabajo necesario, se hubiera sabido algo. A no ser, por supuesto, que fuera algo de un valor tan fantástico, algo, quizás, que nadie había imaginado; algo tan valioso que llamara la atención del hombre que compra ciertos tesoros secretos y los guarda junto a sí, sin compartirlos, sabiendo que disminuiría su valor si se atreviera a compartirlos. A no ser que fuera algo así, sería imposible introducir en la Tierra cualquier bien comerciable de naturaleza extraña sin que se hubiera notado.

—Ahora nos ponemos en contacto — dijo el Perro — con el biólogo del laboratorio.

—Exactamente — le dije —. Estará deseando saber dónde nos hemos metido.

—Debemos advertirle — dijo el Perro — que tenga mucho cuidado. No me acuerdo si lo hicimos. Esas cosas que estaban en el saco que le entregamos pueden ser muy peligrosas.

—No hay nada que temer — le aseguré al Perro —. Stirling tendrá el cuidado debido. Probablemente, en estos momentos, él sabe más de esas cosas que nosotros dos.

—Hacemos la llamada — dijo Joy — y después dormimos un poco hasta el amanecer de mañana, ¿y después qué haremos?

—Maldición si lo sé — confesé —. Ya pensaremos en algo. Tendremos que pensar en algo. Debemos advertir a la población lo que está ocurriendo. Tendremos que inventar un medio de decírselo para que lo comprendan y lo crean.

Llegamos a la autopista principal y frente a nosotros se veía el resplandor de la estación de servicio nocturna.

Conduje hasta ella y me detuve frente a la bomba.

Salió el encargado.

—Llénelo — le dije —. ¿Tiene teléfono?

Hizo una seña con el pulgar.

—En el rincón, junto a la máquina de los cigarrillos.

Entré y marqué el número e introduje las monedas que me indicó la operadora. Escuché el sonido del teléfono en el otro extremo.

Alguien respondió; una voz malhumorada, oficial, que no era la de Stirling.

—¿Quién es? — pregunté —. Llamaba a Carleton Stirling. La voz no me lo dijo.

—¿Quién es usted? — preguntó.

Me enfadó. Algo así siempre me enfadaba, pero me contuve y le dije quién era.

—¿De dónde está llamando?

—Escuche usted…

—Señor Greaves — dijo la voz —, esta es la Policía. Debemos conversar con usted.

—¡La policía! ¿Qué ha sucedido allí?

—Carleton Stirling está muerto. El portero le encontró hace más o menos una hora.

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