Estaba por terminar la última página del artículo, con Gavin rugiendo junto a mí, respirando fuertemente sobre mi cuello y todos los del personal de composición gritando que ya no había tiempo, cuando la secretaria del editor llamó por teléfono.
—El señor Maynard desea verle — me dijo — en cuanto esté libre.
—Casi de inmediato — respondí colgando el auricular.
Terminé el párrafo final y entregué la hoja. Gavin la arrancó de mis manos y la llevó rápidamente a composición.
Volvió nuevamente donde yo estaba. Indicó el teléfono.
—¿El patrón? — preguntó.
Le contesté afirmativamente.
—Desea interrogarme acerca de todo ello, supongo. Otro tercer grado.
Era una de las costumbres que tenía el patrón. No era que desconfiara de nosotros. No era que pensara que le estábamos engañando, sacándole el cuerpo al trabajo o alterando las cosas. Era el periodista que había dentro de él, creo yo, la necesidad de gritar hasta el último detalle, esperando que al conversar con nosotros podría descubrir algo que habíamos dejado a un lado, una última pasada del arnero en la desesperada búsqueda del oro. Supongo que le hacía sentir que de esta manera él estaba metido en el asunto.
—Es un golpe terrible — dijo Gavin —. Allí se va un contrato de los gordos. El chico que está encargado de la publicidad y sus cuentas, probablemente estará en algún rincón cortándose el cuello.
—No solamente es un duro golpe para nosotros — le dije —. Es para toda la ciudad.
Ya que el Franklin no era un establecimiento para comprar solamente; era además como un centro no oficial de reuniones sociales. Las damas de edad, con sus limpios y cuidados vestidos y sus primorosos peinados, se reunían a menudo y silenciosamente en el salón de té del último piso. Las dueñas de casa que iban de compras, invariablemente se encontrarían con sus amigas — tal como en una misión — y dejarían bloqueados los pasillos con sus improvisadas aglomeraciones. Siempre alguien se encontraba con alguien mediante citas ya arregladas de antemano. Y estaban también las exhibiciones de arte, las conferencias de alto nivel y todo ese otro tipo de trampas que hacen la vida social de la América gentil. El Franklin era un establecimiento para hacer compras y para encontrarse y como una clase de club para gente de todas las clases y todos los medios de vida.
Me levanté de mi escritorio y crucé el pasillo hasta la oficina del jefe.
Su nombre es William Woodruff Maynard y no es un mal tipo. Ni la mitad de malo de lo que se podría pensar por su nombre.[1]
Charlie Gunderson, quien estaba a cargo de la publicidad, estaba con él en la oficina, y ambos estaban preocupados.
El patrón me ofreció un cigarro de una gran caja que estaba en el borde de su escritorio, pero lo rechacé y me senté en una silla al lado de Charlie, frente al patrón, que estaba tras su escritorio.
—He telefoneado a Bruce — dijo el patrón — y estaba muy poco comunicativo. Mejor dicho, evasivo. No deseaba hablar.
—No creo que lo desee — dije —. Creo que fue un golpe tan duro para él como para todos nosotros.
—No te entiendo, Parker. ¿Por qué iba a ser un golpe? Tiene que haber sido uno de los que ha negociado y arreglado la venta.
—El hecho de cenar la tienda — me expliqué —. De eso es lo que estamos hablando, me parece. No creo que Bruce supiera que los planes del nuevo propietario fueran de cerrar el establecimiento. Creo que, si hubiera sospechado eso, no habría habido ninguna venta.
—¿Qué te hace pensar en ello, Parker?
—La expresión del rostro de Bruce — respondí —. Cuando Bennett anunció que cerraría el establecimiento. Sorprendido, asombrado, enfadado y quizás, hasta enfermo. Como un hombre que tiene cuatro reyes y pierde ante cuatro ases en el poker.
—Pero no dijo nada.
—¿Y qué iba a decir? Ya había firmado el contrato y el establecimiento estaba vendido. Me imagino que jamás se les pasó por la mente que alguien pudiera comprar un negocio próspero, simplemente para cerrarlo después.
—No — dijo el patrón —, no tiene sentido ninguno.
—Debe ser solamente una artimaña publicitaria — dijo Charlie Gunderson —. Para atraer al público. Deben admitir que el Franklin, jamás hasta ahora, había tenido la publicidad que actualmente lleva.
—El Franklin — dijo el patrón tercamente — nunca buscó la publicidad. No necesitaba de ella.
—En un o dos días más — insistió Charlie —, saldrá un gran anuncio diciendo que el establecimiento reabre sus puertas. La nueva directiva expresará que debido a la presión pública, el Franklin deberá continuar su camino.
—No lo creo — dije e, inmediatamente, me di cuenta que debiera haberme callado. Ya que no tenía nada en que basarme, solamente algunas corazonadas. Todo este asunto olía mal. Podría jurar que había algo más que solamente una artimaña publicitaria pensada en momentos de ocio.
Pero no me preguntaron, ninguno de ellos, por qué creía que no se trataba de ninguna jugarreta.
—Parker — dijo el patrón —, ¿no tienes ninguna idea de lo que puede haber tras el contrato?
Moví la cabeza negativamente.
—Bennett nada ha dicho. El establecimiento había sido comprado, el edificio, bienes almacenados, mercaderías, todo, por el hombre, u hombres, a quien él representaba, y que sería cerrado. No hay ninguna razón para ello. Ningún plan posterior para utilizar el establecimiento en algo.
—Me imagino que se le interrogó intensamente.
Asentí.
—¿Y no respondió?
—Ni una sola palabra — dije.
—Es muy extraño — expresó el patrón —. Es endiabladamente extraño.
—El Bennett ese — preguntó Charlie —. ¿Qué sabes tú acerca de él?
—Nada. Rehusó identificarse, a excepción de decir que era el representante del comprador.
—Lo intentaste, por supuesto — dijo el patrón.
—Yo no. Tenía que escribir toda la historia para alcanzar a terminarla para la primera edición y sólo había veinte minutos. Gavin ha encargado a un par de muchachos que revisen los hoteles.
—Te apostaría veinte dólares — ofreció el patrón —, a que no encuentran ni rastros de él.
Creo que mi rostro expresó sorpresa.
—Este negocio es extraño — dijo el patrón —, desde el principio al final. Y, sin embargo, no hubo el menor rumor, ninguna divulgación, ni la más mínima noción de ello.
—Si hubiera existido, Dow lo hubiera sabido. Y si lo hubiera sabido habría estado trabajando en ello, en vez de ir al aeropuerto.
—Estoy muy de acuerdo contigo — expresó el patrón—. Dow está al tanto del menor detalle de lo que ocurre en la ciudad.
—¿Hubo algo acerca de este Bennett — me preguntó Charlie —, que pudiera darte alguna pista? ¿Cualquiera que sea?
Negué con un movimiento de cabeza. Todo lo que podía recordar de él era su absoluta calvicie y la mosca que caminaba por esa calva sin que él le prestara la menor atención.
—Bien, gracias, Parker — dijo el patrón —. Imagino que has trabajado como de costumbre. Satisfactoriamente. Con hombres como tú, Dow y Gavin en la sección de la ciudad no hay por qué preocuparse.
Salí del despacho antes que llegara hasta el punto en el cual ofrecería subirme el sueldo. Habría sido algo feo.
Volví a mi despacho.
Los periódicos recién habían salido de la prensa y en la primera página estaba mi artículo en letras de doce puntos y el titular extendido sobre ocho columnas.
También en primera plana había una fotografía de Joy sosteniendo un zorrino, con lo que parecía estar muy contenta. Bajo la fotografía estaba el artículo escrito por ella, y uno de los bromistas de composición había inventado uno de los acostumbrados y «habilísimos» titulares.
Me dirigí hacia el escritorio de Gavin y me detuve a su lado.
—¿Has tenido suerte — le pregunté —, en encontrar a Bennett?
—Nada — me respondió airadamente —. Creo que jamás ha existido tal hombre. Creo que tú le inventaste.
—Quizás Bruce…
—Llamé a Bruce. Dice que creía que Bennett estaba en uno de los hoteles. Que solamente habló acerca del negocio. No mencionó a ninguna personalidad.
—¿Y en los hoteles?
—No, jamás ha estado en ellos. En ninguno de ellos se ha registrado un Bennett durante las últimas tres semanas. Ahora estamos buscando en los moteles, pero, te aseguro, Parker, es una pérdida de tiempo. No existe ese hombre…
—Quizás se ha registrado con un nombre diferente. Busca a un calvo…
—Esa sí que es buena — gruñó Gavin —. ¿Tienes alguna idea acerca del número de calvos que se registran diariamente en nuestros hoteles?
—No — respondí —, no sé.
Gavin ya estaba lanzando sus espumarajos de costumbre, y ya no había razón para continuar habiéndole. Me alejé de él y me dirigí a través de la habitación para cambiar algunas palabras con Dow. Pero, como no estaba, me detuve en mi escritorio.
Cogí el periódico que estaba allí y me senté a leerlo. Revisé mi artículo y me enfurecí conmigo mismo al ver unos párrafos que no se podían leer bien por estar cortados y mal redactados. Siempre sucedía eso cuando se escribía un artículo mientras a uno le presionaban. Lo haces lo mejor que puedes, y después, para al edición próxima, lo tienes todo a la perfección.
Bruscamente, puse la máquina de escribir sobre mi escritorio y volví a escribir los párrafos nuevamente. Empleé una hoja de afeitar para recortar el artículo de la página y lo pegué con goma a las dos páginas de papel copia. Crucé con un par de líneas los párrafos ofensivos y los marqué para que fueran corregidos. Repasé el artículo nuevamente y sorprendí un par de faltas tipográficas e hice una o dos correcciones más en otro lugar para mejorar el lenguaje.
Era extraordinario, me dije, que hubiera podido sacar ese artículo con todos los del personal de composición gritándome que ya no había tiempo y con Gavin a mi lado, balanceándose de un pie a otro y jadeando por cada línea.
Cogí las copias y el ejemplar corregido y lo llevé a la sección de noticias de la ciudad, dejándolo en el cesto correspondiente. Volví a mi escritorio y recogí el arrugado periódico… Leí el artículo de Joy; estaba bien. Busqué el artículo para el cual Dow había ido hasta el aeropuerto y no lo encontré. Busqué a Dow y tampoco estaba por allí.
Dejé caer el periódico sobre el escritorio y me quedé sentado, sin hacer nada, recordando inútilmente lo que había sucedido en la sala de conferencias del Franklin esta mañana. Pero, todo lo que pude rememorar, fue la mosca caminando sobre ese cráneo.
Entonces, súbitamente, hubo algo más.
Gunderson me había preguntado si había algo en Bennett que pudiera constituir una pista para su identificación y yo le había respondido que no.
Pero me había equivocado. Había algo. No exactamente una pista, pero algo muy peculiar. Ahora lo recordaba, era su olor. A loción de afeitar, fue lo que había pensado cuando olí ese aroma por primera vez. Pero no era una loción que yo hubiera sentido antes. No era el tipo de loción que pudiera soportar otro hombre. No es que fuera de gran fragancia o desagradable, ya que solamente había sentido esa precisa y suave noción del aroma. Sino que era esa clase de olor que uno no puede asociar con un ser humano.
Sentado allí, traté de clasificarlo, traté de pensar en algo que se le pudiera comparar. Pero no pude, porque en toda mi vida no pude recordar exactamente cuál era ese aroma. Sin embargo, estaba mortalmente cierto que reconocería ese olor si me lo encontraba otra vez.
Me levanté y fui hacia el escritorio de Joy. Al acercarme se detuvo en su trabajo sobre la máquina de escribir. Alzó la vista para mirarme, y sus ojos estaban brillantes y relucientes, como si tratara de evitar el llanto.
—¿Qué sucede? — pregunté.
—Parker — me dijo —. ¡Esa pobre gente! Es suficiente como para partirle a una el corazón.
—¿Qué po…? — comencé a decir, y entonces supuse lo que le estaba ocurriendo.
—¿Cómo llegaste a hablar con él? — pregunté.
—Dow no estaba aquí — dijo ella —. Llegaron preguntando por él. Y todo el mundo estaba ocupado. Entonces, Gavin los trajo aquí.
—Yo me iba a encargar de ello — le dije —. Dow me lo había dicho y quedamos en que así sería. Pero salió esta cosa del Franklin y me olvidé del asunto. Se suponía que vendrá un solo hombre. Tú te referiste a ellos…
—Trajo a su esposa y a sus hijos y éstos se sentaron mirándome con esos ojos grandes y solemnes. Me relataron cómo habían vendido su casa porque no era lo suficientemente espaciosa para la familia, que había aumentado, y ahora no podían encontrar otra. Deben salir de su antigua casa en uno o dos días más y no tienen dónde ir. Se sientan allí y te cuentan todas sus penas y te miran con tanta esperanza… Como si fueras los Reyes Magos o el Hada Madrina o algo por el estilo. Como si el lápiz fuera una vara mágica. Como si estuvieran seguros que puedes resolverles sus problemas y dejarlo todo arreglado. ¡Se tienen conceptos tan extraños de los periodistas, Parker! Creen que practicamos la magia. Creen que si pueden publicar su historia, algo va a suceder. Creen que podemos obrar milagros. Y uno se queda mirándoles y sabe que nada puede hacer por ellos.
—Ya lo sé — le dije —. Pero no dejes que te emocione. No debes llorar. Debes endurecerte.
—Parker — me dijo ella —, vete de aquí y déjame terminar esto. Gavin ha estado aquí rugiendo desde los últimos diez minutos para que se lo entregue.
No estaba de bromas. Quería que yo me fuera para poder llorar a solas.
—Está bien — dije —. Hasta esta noche.
Una vez en mi escritorio, guardé los artículos que había escrito en la mañana temprano. Me puse el sombrero y el abrigo y salí a beber un trago.