CAPITULO XXV

Nos quedamos con la vista clavada en él y nos sonrió. Probablemente trató de reír abiertamente, pero sólo fue una sonrisa.

—Si mi aspecto es un poco extraño — nos dijo — es porque no todo mi cuerpo está aquí. Una parte volvió a casa.

Ahora que podíamos verle mejor, que nuestros ojos estaban acostumbrados a la débil luz, parecía que estaba retorcido y encogido y que era de menor tamaño que un hombre. Un brazo era más corto que el otro y su cuerpo era demasiado delgado y su rostro se retorcía en una mueca deforme. Y, sin embargo, su ropa le iba bien, como si hubiera estado especialmente hecha para ajustarse a sus deformaciones.

—Además, otra cosa — le dije —. No tiene usted su modelo.

Hurgué en el bolsillo de mi abrigo y encontré el pequeño muñeco que había recogido del suelo del subterráneo en la casa de los Belmont.

—No he deseado en absoluto — le dije — el causarle un daño.

Le alcancé el muñeco y él alzó el brazo más corto y, a pesar de la escasa luz, lo cogió rápidamente. Y al cogerlo, durante esos instantes, cuando tocó sus dedos, se fundió en él; como si su cuerpo, o su mano, hubiera sido una boca que se lo hubiera engullido.

Su rostro se hizo simétrico y su brazo alcanzó la misma forma que el otro y el encogimiento lateral ya no se notó. Pero sus ropas, ahora, no le iban bien, y la manga de su chaqueta le quedaba a medio brazo. Aun estaba más pequeño, mucho más pequeño, que cuando le había conocido. —Gracias — dijo —. Esto ayuda. Uno no debe concentrarse tanto para mantener su forma.

La manga estaba creciendo a lo largo de su brazo; se podía ver cómo iba creciendo. Y el resto de su ropa también estaba cambiando, de forma que se ajustaran a sus medidas.

—Sin embargo — dijo a modo de conversación — la ropa es una molestia.

—Esa es la razón por la cual tiene toda esa cantidad de prendas en la oficina — le dije.

Pareció un poco sorprendido; después dijo:

—Verdad, usted estuvo allí, por supuesto. Se me había olvidado. Debo decirle, señor Graves, que usted se mueve bastante.

—Es mi trabajo — le repliqué.

—¿Y su acompañante?

—Lo siento — dije —. Debiera haberlos presentado. Señorita Kane, el señor Atwood.

Atwood la observó.

—Si no les importa que se los diga — expresó —, creo que ustedes tienen la disposición reproductiva más endemoniada que he visto.

—Nos gusta — dijo Joy.

—Pero, es tan engorroso — dijo —. O, quizás, hecho tan engorroso y tan intrincado por las costumbres sociales y los conceptos de moralidad que aquí se emplean. Supongo que en otros aspectos está muy bien.

—Usted no lo sabrá, evidentemente — dije.

—Señor Graves — dijo Atwood —, usted debe comprender que aunque nosotros tomamos la forma de vuestros cuerpos, no, necesariamente, debemos suscribirnos a toda la actividad en conexión con esos cuerpos.

—Nuestros cuerpos — dije — y quizás otras cosas. Como poner bombas en los coches.

—Oh, sí — dijo —. Cosas simples como esas.

—¿Y trampas frente a las puertas?

—Otra cosa simple. No demasiado intrincada, usted sabe. Las cosas complejas están, realmente, muy fuera de nuestro alcance.

—Pero ¿por qué la trampa? — le pregunté —. Se equivocaron en eso. Yo no les conocía. Ni siquiera había soñado con cosas como vosotros. Si no hubiera habido la trampa…

—Se habría enterado de todas formas — dijo —. Usted era el que podría haber sumado que dos más dos eran cuatro. Verá, nosotros le conocemos. Le conocíamos, quizás, mucho antes que usted mismo. Sabíamos lo que podía hacer, lo que con toda probabilidad haría. Y sabemos, un poco, de los acontecimientos que se sucederán dentro de poco. Algunas veces, no siempre. Hay ciertos factores…

—Espere un momento — le interrumpí —, espere un maldito momento. Quiere decir que sabían acerca de mí. ¿Pero no solamente de mi persona, no es verdad?

—Ciertamente, no sólo usted. Algo de cada uno de ustedes que podría llegar a saber algo de nosotros debido a su posición. Como los periodistas y hombres de leyes y ciertos empleados públicos y principales industriales y…

—¿Los han estudiado a todos?

Casi nos sonrió burlonamente.

—Cada uno de ellos — contestó.

—¿Y había otros más fuera de mí?

—Por supuesto que los había. Muchos de ellos.

—Y también había trampas y bombas…

—Una gran variedad de elementos — me dijo.

—Los han asesinado — declaré.

—Si usted insiste… Pero debo recordarle que no alardee de recto. Cuando llegó aquí anoche, usted tenía todas las intenciones de derramar ácido por el vaciadero.

—Ciertamente — dije —, pero ahora me doy cuenta que no habría servido de nada.

—Posiblemente — dijo AtWood — se habría librado de mí, o al menos, de una parte de mí. Usted sabe, yo estaba en ese vaciadero.

—Librarme de usted — repliqué —. Pero no de los otros.

—¿Qué quiere decir? — preguntó.

—Al librarme de usted podría haber otro Atwood. En cualquier momento que deseen, puede haber otro Atwood. Francamente, no es de mucha utilidad el librarse de muchos Atwood, si en cualquier momento, si es necesario, habrá otro sobre el tapete.

—No lo sé — dijo Atwood pensativamente —. No puedo comprenderles. Hay un algo indefinible en vosotros que no tiene sentido. Crean sus normes de conducta y construyen sus claros y limpios moldes sociales, pero no poseen moldes de sí mismos. Pueden ser increíblemente estúpidos en ciertas oportunidades, y en otras, increíblemente brillantes. Y lo más viciado acerca de vosotros, lo peor acerca de vosotros, es su muda e inculcada fe en el destino. Vuestro destino, no el de otros. Es una cualidad muy extraña como para pensar en ella.

—Y usted — le dije —, usted me habría odiado si hubiera echado ácido por el vaciadero.

—No en especial — dijo Atwood.

—Ahí — le dije — hay un punto de diferencia entre nosotros que quizás debiera considerar. Yo le odio bastante, y a los de su clase, por sus intentos de asesinarme. Y les odio más aún, por el asesinato de mi amigo.

—Pruébelo — dijo Atwood desafiante.

—¿Cómo?

—Pruebe que yo asesiné a su amigo. Creo — dijo — que esa es la actitud humana apropiada. Siempre pueden hacer cualquier cosa si nadie les prueba que está mal hecho. Y, por lo tanto, señor Graves, quizá usted esté confundiendo los puntos de vista. Las condiciones los modifican bastante.

—Queriendo decir que en otras partes el asesinar no es un crimen.

—Ese — dijo Atwood — es exactamente el punto.

La llama del mechero de alcohol parpadeaba continuamente y proyectaba danzantes sombras sobre la pared. Y era ordinario, tan común, pensé, que estuviéramos aquí, dos productos de diferentes planetas y de diferentes culturas, charlando como si se hubiera tratado de dos hombres. Quizás sucedía esto porque esta otra cosa, o lo que fuere, había tomado la forma de un hombre y se expresaba en forma humana y bajo sus puntos de vista. Hubiera deseado saber si existirían las mismas condiciones si se tratara de una bola, sin la forma humana o ninguna otra forma, la que estaba sobre el taburete y nos hablaba, quizás, como lo hacía el Perro, sin el movimiento humano de la boca. O si la cosa que momentáneamente era Atwood pudiera hablar tan fácilmente y bien si no hubiera adquirido tantos conocimientos, a pesar del hecho que el conocimiento pudiera ser solamente superficial, de las costumbres de la Tierra y del Hombre.

¿Durante cuánto tiempo, pensé, y cuántos de estos seres de otro mundo habían estado en la Tierra ? Durante años, quizás, introduciéndose paciente y trabajosamente, no solamente en el conocimiento, sino también en el sentir de la Tierra y del Hombre, estudiado los moldes sociales y los sistemas económicos y la disposición financiera. Tomaría mucho tiempo, calculé, porque no sólo partirían desde un conocimiento nulo, sino que, probablemente, se estarían enfrentando a un factor desconocido y poco familiar en nuestra masa de leyes apropiadas y nuestros sistemas legales y comerciales.

Joy puso una mano sobre mi brazo.

—Vamonos — dijo —. No me gusta este ser.

—Señorita Kane — dijo Atwood —, estamos muy preparados para aceptar su disgusto hacia nosotros. Para decirle la verdad, simplemente no nos importa.

—Esta mañana — dijo Joy — hablé con esa familia que estaba horriblemente preocupada porque no tenían ningún lugar a donde ir. Y esta tarde vi a otra familia que había sido echada de su hogar porque el padre había perdido su trabajo.

—Cosas así — dijo Atwood — han estado sucediendo a través de toda vuestra historia. No me culpen a mí de ello. He leído vuestra historia. Esta no es una nueva condición que hemos creado. Data de muy antiguo en los términos humanos. Y lo hemos hecho honestamente y, créame, con la debida atención hacia la legalidad.

Era como si los tres, pensé, estuviéramos actuando en una de esas antiguas obras de teatro morales, con los pecados principales de la humanidad aumentados millones de veces, para que pudieran ser probados por su exageración.

Sentí que la mano de Joy apretaba fuertemente mi brazo y supe que, quizás, éste era la primera vez que se había dado cuenta de la real amoralidad de la criatura que estaba frente a nosotros. Y quizás, también, el darse cuenta de esta criatura, este Atwood, no era más que una proyección visual de la gran y vasta horda de otros seres, de una fuerza del más allá que intentaban arrebatarnos la Tierra. Tras esa cosa que estaba sentada sobre el taburete frente a nosotros, uno casi podía ver la inmensa oscuridad que había venido desde una lejana estrella para terminar con el Hombre. Y, peor aún, no solamente el Hombre, sino todos sus trabajos y todos sus preciosos sueños, imperfectos como todos esos sueños pueden ser.

La gran tragedia, comprendí, no era el fin del Hombre mismo, sino el fin de todo aquello que el Hombre defendía, todo lo que el Hombre había construido, todo lo que había planeado.

—A pesar del hecho — dijo Atwood — que la raza humana pueda resentirse con nosotros o, quizás, odiarnos, nada hay que sea ilegal, aun dentro de vuestro concepto del bien y del mal, en lo que hemos hecho. Nada hay en la ley que impida a nadie, aun a seres de otro mundo, de adquirir o mantener una propiedad. Usted mismo, amigo mío, o la señorita que le acompaña, tienen perfecto derecho a comprar toda la propiedad que deseen. Adquirirla y guardarla para sí, si esa es vuestra meta, toda la propiedad que pueda existir en el mundo entero.

—Dos cosas lo impedirían — dije —. Una de ellas, es la falta de dinero.

—¿Y la otra?

—Que sería de un endemoniado mal gusto — le respondí —. Simplemente, no se hace. Y, también, un tercer factor posible. Una ley que se llama antimonopolio.

—Oh, eso — dijo Atwood —. Estamos muy al tanto de ello; hemos tomado ciertas medidas.

—Estoy seguro que lo han hecho.

—Entonces, si se llega al final mismo del suceso — dijo Atwood —, la única calificación que se puede enfrentar a lo que hemos hecho es la falta de dinero.

—Habla como si la idea del dinero fuera algo nuevo para usted — dije, porque en la forma en que lo había dicho, así me había parecido —. ¿Es posible que el dinero sen desconocido fuera de la Tierra ?

—No sea ridículo — dijo Atwood —. Hay comercio y hay medios de cambio. Medios de cambio, pero no el dinero como se conoce aquí. El dinero en la Tierra es más que el papel o el metal que se emplea para el dinero, más que la cantidad de números con que se cuenta el dinero. Aquí, en la Tierra se ha dado al dinero un simbolismo tal como no lo tiene ningún medio de intercambio en cualquier parte que yo haya conocido u oído hablar. Lo habéis convertido en un poder y una virtud y habéis hecho que la falta de él sea despreciable y, en algunas formas, criminal. Se mide al hombre por el dinero y se calibra el éxito con dinero y casi se llega a adorar el dinero.

Hubiera continuado si se lo hubiera permitido. Estaba dispuesto a predicar un sermón en toda su escala. Pero no le dejé.

—Mire este negocio prácticamente — le dije —. Antes que lo den por terminado, habrán extendido mayor cantidad de billetes que lo que les ha costado la Tierra mucho más de lo que vale. Expulsarán la gente de sus trabajos y les echarán de sus hogares y alguien tendrá que encargarse de ellos. Cada gobierno sobre la tierra establecerá grandes programas de auxilio y bonificaciones para ayudarles, y los impuestos se alzarán para pagar todo esto. Impuestos, si me perdona, grabados sobre la misma propiedad que ustedes han adquirido. Expulsan a la gente de sus trabajos, ocupan sus casas, está bien, así se encargarán de ellos, tendrán que pagar los impuestos que ayudarán a esas personas.

—Veo — dijo Atwood — que se preocupa mucho por nosotros, y es muy humano de su parte y se lo agradezco. Pero no debe preocuparse. Pagaremos los impuestos. Los pagaremos alegremente.

—Podrían derrocar los gobiernos — dije — y así no habría impuestos. Quizás ya han pensado en ello.

—No, evidentemente que no — dijo Atwood con firmeza —. Eso es algo que no pensaríamos en hacer. Eso sería ilegal. Y nosotros, amigo mío, no pasamos por sobre la ley.

Y no servía de nada, lo sabía. Nada servía de nada…

Porque los seres del espacio controlarían la Tierra y los recursos naturales y todo lo que estaba construido sobre la Tierra y no usarían la Tierra en su forma apropiada; ni nada en su forma apropiada. No cultivarían la tierra y no sembrarían. Ninguna industria funcionaría. Ningún mineral se explotaría. No se cortaría ni un solo árbol.

Las personas serían despojadas, no solamente de su propiedad, sino de su herencia. Junto con irse la tierra y las casas, la industria y el trabajo, los establecimientos y mercaderías, se irían la esperanza y las aspiraciones y la oportunidad (y quizás la fe) que daba forma a la humanidad. No importaba mucho la cantidad de terrenos que pudieran adquirir estos seres de otros mundos. No necesitaban comprarlo todo. Todo lo más que sería necesario, sería detener los engranajes de las industrias, detener la corriente de comercio, destruir la efectividad de la estructura financiera. Cuando eso hubiera sido alcanzado, no habría trabajo, se terminaría el crédito y sería el fin de los negocios. Y el sueño humano estaba muerto.

No importaba realmente que estos seres de otros mundos compraran las casas y edificios, porque si todo el resto era efectuado, entonces las cuatro paredes que el hombre llamaba su hogar sería solamente un lugar donde morir. O el adquirir los hogares era solamente una campaña de terror o, igualmente, una indicación que los seres extraterrenales, aun ahora, no comprendían lo poco que debían hacer para dar el golpe definitivo.

Estarían las ayudas de los gobiernos, por supuesto, de alguna clase de programa de auxilio, para mantener a las personas y, en donde fuere posible, un techo sobre sus cabezas. Y no faltaría el dinero para este socorro, porque los impuestos serían pagados con toda alegría por estos seres. Pero en una situación como ésta, el dinero sería lo más tirado de todo, lo menos efectivo. ¿Cuál sería el precio de una patata o de una rebanada de pan cuando llegara el momento en que había la última patata y no quedaba harina para hacer el pan?

Una vez que la situación se supiera, habría reacción. Reacción no solamente de la gente, sino también de los gobiernos. Pero, para ese entonces, los seres extraterrenales, indudablemente, ya habrían desplegado ciertos medios de defensa, quizás de una naturaleza que nadie podía imaginar. Quizás sería una defensa destructora total, con las industrias y los hogares y todo el resto ardiendo en grandes llamas o destruido de alguna otra forma en que el Hombre no pudiera rehacer lo que él había construido como medio de vida. Entonces, solamente quedaría la tierra por la cual luchar, y la tierra sola, por sí, no sería suficiente.

Si algo se pudiera hacer inmediatamente, lo sabía, había muchas posibilidades que, aun ahora, los seres extraterrenales pudieran ser derrotados. Pero para hacer algo inmediatamente, se requería la disposición de creer en lo que estaba sucediendo, Y no había nadie que lo creyera. Amargamente, comprendí que el aceptar la situación en toda su brutal fuerza tendría que esperar hasta que el mundo fuera lanzado hacia el caos, y en ese momento ya sería demasiado tarde.

Y al estar allí, supe que yo estaba vencido y que el mundo estaba vencido.

Wells, hace bastante tiempo, había escrito acerca de seres extraterrenales que invadían la Tierra. Y muchos, después de él, han escrito otras versiones imaginarias de invasiones extraterrenales. Pero ninguno de ellos, pensé, ni uno solo, se había aproximado en lo más mínimo a lo que realmente había sucedido. Ninguno había previsto cómo podría ser efectuado, cómo el mismo sistema que nosotros habíamos creado tan penosamente a través de las edades, ahora se volvería en contra nuestra; cómo la libertad y el derecho de propiedad se habían convertido en trampa para atraparnos a nosotros mismos.

Joy tiró de mi brazo.

—Vamonos — dijo.

Me di vuelta hacia, ella y caminamos hacia la puerta.

Tras de mí, escuché las risitas de Atwood.

—Venga a verme mañana — dijo —. Quizás los dos podemos hacer algún negocio.

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