Miré por el espejo retrovisor y el Perro estaba en lo cierto. Nos venía siguiendo un coche. Era un coche con un solo faro.
—Quizás no significa nada — dije.
Disminuí la velocidad y doblé hacia la izquierda. El coche que venía tras de nosotros hizo la misma maniobra. Giré nuevamente a la izquierda y después a la derecha y también lo hizo así el otro coche.
—Puede ser la policía — dijo Joy.
—¿Con una sola luz? — pregunté —. Y si así lo fuera, llevarían sonando la sirena y con la luz roja funcionando.
Tomé unas cuantas curvas más. Llegué a una avenida ancha y aumenté la velocidad, y el coche que nos seguía hizo igual.
—¿Qué hacemos ahora? — pregunté —. Yo había querido volver al laboratorio de la Universidad donde Stirling. Necesitamos hablar con él. Pero ahora es imposible.
—¿Cómo estamos de gasolina? — preguntó Joy.
—Más de medio tanque.
—A la cabaña — dijo Joy.
—¿La cabaña de Stirling?
Ella asintió.
—Si pudiéramos subirnos a su lancha e internarnos en el lago…
—Ellos se transformarían en un monstruo marino.
—Quizás no. Quizás nunca han oído hablar de un monstruo marino.
—Entonces, en otra clase de monstruos de otro mundo.
—Pero no podemos quedarnos en la ciudad, Parker. Si te quedas aquí, la policía entrará en escena.—Quizás — le respondí — eso sería lo mejor que pudiera suceder.
Pero sabía que eso no era lo mejor. La policía nos encerraría y perderíamos mucho tiempo y podríamos estar hablando hasta el día del juicio y no nos creerían una palabra acerca de las bolas. Y me estremecí al pensar en lo que sucedería si encontraban un perro que hablaba. Se imaginarían que yo era un ventrílocuo y que les estaba haciendo una broma y se enfadarían de veras.
Conduje por una media docena de manzanas hasta llegar a una autopista que llevaba hacia el norte, fuera de la ciudad. Si tenía que dirigirme hacia algún lado, quizás la cabaña de Stirling era un buen lugar.
No había tráfico, solamente un camión de vez en cuando, y ahora aumenté la velocidad realmente. La aguja del marcador llegó hasta las ochenta y cinco millas y allí la dejé. Podría haber acelerado más, pero temía hacerlo. Más adelante había unas curvas de peligro y no me acordaba de su lugar exacto.
—¿Aún nos vienen siguiendo? — pregunté. —Aún nos vienen siguiendo — contestó el Perro —, pero se han quedado atrás. Ya no están tan cerca.
En ese momento supe que nos sería imposible perderlos. Podríamos aumentar en algo la distancia que nos separaba, pero aún estarían allí. A no ser que nos perdieran de vista al salimos de la autopista, por el camino hacia la cabaña de Stirling, seguirían pegados a nosotros, a unos dos o tres minutos más atrás. Y yo no estaba muy seguro que pudiéramos burlarlos en el desvío.
SI tenía que sacudírmelos de encima, habría que usar de otros medios.
El paisaje estaba cambiando. Habíamos dejado atrás los planos de zona agrícola y estábamos internándonos por los arenosos cerros cubiertos de pinos y con lagos aquí y allá. Y un poco más adelante, justamente y si no me equivocaba, el camino empezaba a retorcerse; algunas millas de cerradas curvas que serpenteaban por entre los escarpados cerros, los pantanos y lagos que había entre ellos. —¿A qué distancia nos siguen? — pregunté. —A una milla, más o merlos — dijo Joy. —Escucha. —Estoy escuchando.
—Detendré el coche cuando lleguemos a las curvas. Me bajaré. Toma tú el volante. Continúa hacia adelante un poco y luego te detienes. Cuando me oigas disparar, vuelve.
—Estás demente — me dijo con enfado —. No puedes luchar contra ellos. No sabes lo que podrán hacer.
—Estamos en las mismas condiciones, entonces —dije—. Ellos tampoco saben lo que yo haré.
—Pero, tú solo…
—Yo solo, no — le dije —. Tengo a mi vieja Betsy. Mataría un alce. Podría detener a un oso en plena carga.
Llegamos a la primera de las curvas y entramos en ella. La había tomado a demasiada velocidad y tuve que luchar con el volante mientras las gomas chirriaban en fuerte protesta.
Después llegamos a la segunda, aún a demasiada velocidad, y finalmente a la tercera. Pisé el freno con fuerza y el coche patinó hasta detenerse, medio cruzado sobre el camino. Cogí el rifle y, abriendo la perta, salté fuera.
—Es todo tuyo — le dije a Joy.
No se opuso ni protestó. No dijo una sola palabra. Ya había puesto sus objeciones y yo las había echado a un lado y eso era todo. Era una chica maravillosa.
Se deslizó frente al volante. Me aparté a un lado y el coche partió velozmente. Las luces traseras se perdieron tras la curva y me quedé solo.
El silencio era tenebroso. No había ningún ruido excepto el remover de las pocas hojas que quedaban sobre un álamo entre los pinos y el fantasmagórico susurro de los pinos mismos. Los cerros destacaban su negrura contra el cielo de color más pálido. Y había el olor a naturaleza y la presencia del otoño.
El rifle estaba corno impregnado de goma y pasé mis manos por él. Era una grasa, una grasa pegajosa. Y tenía un aroma: el aroma a loción de afeitar que había sentido yo esa mañana.
Esta mañana, pensé. ¡Dios mío, sólo había sido esta mañana! Traté de localizarla, y estaba a mil años de distancia. No podía haber sido esta mañana.
Me salí un poco del camino y me quedé en la saliente. Pasé la mano vigorosamente por la culata del rifle, tratando de limpiarla de esa grasa pegajosa. Pero no salía. La palma de mi mano resbalaba sobre ella.
En pocos segundos más un coche aparecería por esa curva, probablemente a gran velocidad. Y cuando yo disparara, debía hacerlo rápido y casi por instinto, porque ya estaba acostumbrado a disparar en la oscuridad.
¿Y si era un coche común y corriente, pensé, un coche que llevaba en su interior a seres humanos amparados por leyes humanas? ¿Y si no nos venía siguiendo, sino que por alguna extraña casualidad había tomado la misma ruta que yo había tomado al intentar escapar de él?
Pensé en esto y el sudor brotó bajo mis brazos y resbaló cálidamente por mis costados.
Pero no podía ser, me dije. Había dado muchas vueltas y recodos, y ninguna de esas vueltas y recodos tenían tenían ningún sentido. Y, sin embargo, el coche con un solo faro nos había seguido en cada uno de ellos.
El camino giraba hasta llegar a la cumbre de uno de los cerros, y luego bajaba por una de sus pendientes. Cuando el coche llegara a la curva se destacaría su forma, por unos instantes, contra el color más pálido del cielo, y ese era el momento en que yo debía disparar.
Medio alcé el rifle y vi que mis manos estaban temblando, y eso era lo peor que podía sucederme. Bajé nuevamente el arma y traté de controlar mis nervios, de contener mi temblor, pero no lo logré.
Lo intenté nuevamente. Alcé nuevamente el rifle y, al hacerlo, apareció el coche en la curva, y en ese mismo instante vi la cosa que me hizo detener mi temblor, que me heló el cuerpo y me transformó en una roca.
Disparé, hice funcionar el cerrojo y disparé nuevamente y nuevamente moví el cerrojo, pero no alcancé a disparar por tercera vez, ya que no había necesidad. El coche había abandonado el camino y caía violentamente dando tumbos por la pendiente del cerro, estrellándose contra los árboles y aplastando los matorrales. Y mientras daba volteretas, la única luz, que milagrosamente seguía iluminando, lanzó su haz hacia el cielo, como un reflector buscando su presa.
Después, la luz se extinguió y se hizo el silencio una vez más. Ya no hubo más el estruendo de algo que se estrellaba hacia abajo del cerro.
Bajé el rifle, solté el cerrojo y lo eché hacia atrás apretando el gatillo.
Lancé todo el aire que había mantenido en los pulmones y tomé una profunda bocanada de aire.
Porque no había sido ningún coche humano, no habían seres humanos dentro de él.
Al llegar a la curva, en esos cortos segundos que pude ver su silueta, pude observar que su única luz no iba a uno de los dos lados sino ubicada exactamente al centro del parabrisas.