Subí la escala, y frente a mi puerta, alguien había remendado el semicírculo que había sido cortado del alfombrado. Casi no me di cuenta porque la lucecilla del techo estaba aún más oscurecida, si era posible que antes.
Casi pisé dentro del semicírculo antes de darme cuenta que la alfombra había sido remendada. No estaba pensando en el alfombrado. Había muchas otras cosas en qué pensar.
Me detuve justo al borde de él, y me quedé inmóvil, como alguien que llega junto a una línea mortal. Y lo más gracioso de todo, era que no se trataba de un trozo nuevo, sino del mismo trozo de alfombrado, sucio y usado.
¿Sería posible, me pregunté, que el cuidador hubiera encontrado escondido en algún lugar, el trozo que había sido cortado del alfombrado?
Me puse de rodillas para mirarlo más de cerca y no pude encontrar ningún signo que acusara que la alfombra había sido cortada. Era como si un hombre hubiera imaginado, que habían cortado la alfombra. No había signos que hubiera sido cosido o presencia de uniones.
Pasé la mano por el lugar donde antes había estado el semicírculo, y era alfombrado. No se trataba de ninguna clase de papel extraño tendido sobre una trampa. Palpé la textura y me cercioné del grosor del tejido, y no había duda ninguna que se trataba de un honesta fabricación.
Y, sin embargo, me quedé observándolo. Casi me había engañado una vez y no deseaba que sucediera nuevamente. Me quedé allí, arrodillado en el portal, y por sobre mí y tras mí sentí el suave sonido de la bombilla del techo.
Lentamente, me puse en pié, encontré la llave y me incliné hacia adelante, por sobre el trozo de alfombrado, para abrir la puerta. Cualquiera que me hubiera visto, habría pensado que estaba loco… de pié casi en el centro del portal e inclinándome por sobre todo ese espacio para abrir la puerta.
El pestillo funcionó y la puerta se abrió y de un salto, sin tocar el lugar remendado de la alfombra, entré en la habitación.
Cerré la puerta a mis espaldas y me apoyé en ella, encendiendo la luz.
Y la habitación estaba allí, esperándome como de costumbre, un lugar que respiraba seguridad y comodidad, el lugar que era mi hogar.
Pero, un lugar, me recordé personalmente, que continuaría siendo mi hogar por menos de noventa días más.
¿Y después de eso? Traté de imaginarlo. ¿Qué sucedería entonces, no sólo a mí mismo, sino a todas esas personas? ¿Qué sucedería con la ciudad?
«Tratamos en Todo», decía la tarjeta. Como el negociante en cacharros viejos, que compra cualquier cosa; botellas, huesos, trapos, cualquier cosa que se tuviera. Pero, el comerciante en cacharros era un hombre honrado. Compraba para hacer una ganancia. ¿Para qué compraba esta gente? ¿Para qué compraba Fletcher Atwood? Seguramente era para sacar una ganancia, si pagaba más de lo que un negocio podía valer y después, ni siquiera lo utilizaba.
Me saqué el abrigo y lo tiré sobre una silla. El sombrero lo tiré encima. Extraje del escritorio el listín de teléfonos y lo abrí en las páginas de los Atwood. Había muchos de ellos, pero ningún Fletcher Atwood. Ni siquiera había un Atwood que tuviera una F de inicial.
Marqué el teléfono de informaciones.
Revisaron y después me dijeron con voz cantarina:
—No tenemos registrado ese nombre.
Colgué el teléfono y me puse a pensar en lo que debía hacer.
Existía un caso de emergencia que clamaba porque entrara en acción y, ¿cómo se entraba en acción? ¿Qué se puede hacer, qué hace uno, si alguien compra una ciudad?
¿Y, principalmente, cómo lo explicaba uno para que alguien le creyera?
Recorrí la lista de nombres y ninguno me pareció de utilidad. Estaba el patrón, ciertamente, y era a él quién debía relatarle mis cosas, aunque no hubiera otra razón fuera que trabajaba para él. Pero, si llegaba a hacer la menor referencia a lo que estaba sucediendo, probablemente me pondría en la calle por incompetente.
Estaban el mayor y el jefe de policía y posiblemente algún miembro de la justicia, como el abogado defensor del condado y el fiscal general, pero, si les decía algo a ellos, me darían una buen reprimenda como a un ratero vulgar o me encerrarían en la cárcel.
Pero, me dije, siempre podría contar con el senador Roger Hill. Quizás él me escucharía.
Hice un intento de alcanzar el teléfono, pero, me arrepentí.
¿Cuando me dieran con Washington, qué sería, exactamente, lo que le iba a decir?
Traté de formarme una idea mentalmente:
«Mira, Rog, alguien está tratando de comprar la ciudad. Penetré en una oficina y encontré los papeles y había ese montón de prendas de vestir y una caja de zapatos llena de muñecos y un gran agujero en la pared…»
Era ridículo aun de pensar en ello, demasiado fantástico como para creer que alguien se lo tomaría en serio. Si una persona hubiera tratado do contarme esa historia, me habría imaginado que se trataba de un loco o algo por el estilo.
Antes de dirigirme a cualquiera, debía obtener más evidencias. Debía asegurarme. Debía estar capacitado de demostrar quién era, como era y por qué lo hacía y, debía hacerlo pronto. Había algo con qué comenzar, y eso era Fletcher Atwood. Dondequiera que estuviese, era el hombre que debía encontrar. Sabía dos cosas seguras acerca de él. Que no tenía teléfono y que años atrás había comprado el Belmont en el Llano Timber. Estaba el problema, por supuesto, que nunca había vivido allí, pero sería un lugar por donde comenzar. Aunque Atwood no estuviera, aunque nunca hubiese estado, era posible que se pudiera encontrar algo en la casa que podría ser una ayuda para seguir sus huellas.
Mi reloj marcaba las siete menos cuarto, y tenía que pasar a buscar a Joy y no tenía tiempo para cambiarse de ropa. Solamente me pondría una camisa limpia, escoger otra corbata, y a Joy no le importaría. Después de todo, no íbamos de gran fiesta; sólo salíamos a cenar juntos.
Entré en el dormitorio sin preocuparme de encender la luz ya que la lámpara del salón arrojaba luz suficiente sobre esa habitación. Abrí un cajón de la cómoda y extraje una camisa. Le saqué el envoltorio de plástico que le había puesto la lavandería y extraje el cartón. Sacudí la camisa y la tiré sobre el respaldo de una silla, después me dirigí al armario para escoger una corbata. Y cuando teñí el tirador de la puerta en la mano, me di cuenta que no había encendido la luz y que la necesitaría para escoger la corbata.
Tenía la puerta abierta, unos pocos centímetros, y mientras pensaba en lo de la luz, cerré la puerta nuevamente. No se por qué lo hice. La podría haber dejado abierta, igualmente, mientras cruzaba la habitación y encendía la luz.
Y en ese instante, de abrir y cerrar la puerta que toma menos tiempo que el necesario para decirlo, vi o sentí o escuché (no se lo que fue) el movimiento de algo vivo dentro de la oscuridad del armario. Como si la ropa hubiese recobrado vida y me hubiese estado esperando; como si las corbatas, que estaban en su colgador se hubiesen transformado en serpientes, pendiendo inmóviles, como corbatas, hasta que llegara el momento de atacar.
Si hubiera esperado a sentir o ver o escuchar ese movimiento en el armario para cerrar la puerta, podría haber sido demasiado tarde. Pero el movimiento dentro del armario nada tenía que ver con que yo hubiese cerrado la puerta. Yo ya había comenzado a cerrarla antes que hubiera cualquier movimiento, o, por los menos, antes que me diera cuenta de él.
Retrocedí a través de la habitación, alejándome del terror que se cernía tras la puerta, helado de espanto; ese horror balbuciente, efervescente que solamente viene cuando el propio hogar de un hombre se vuelve contra él.
Y aunque el terror me paralizaba, discutí conmigo mismo, porque este es el tipo de cosas que simplemente, no pueden suceder. La silla de un hombre puede desarrollar mandíbulas que se cierran sobre él cuando se va a sentar; las roídas alfombras pueden resbalar traicioneramente bajo sus pies; la nevera puede tenderle una emboscada y lanzarse sobre él; pero, los armarios son un lugar en los cuales nada puede suceder. Porque el armario es parte del hombre mismo. Es el lugar en donde guarda su piel artificial; y como tal, está mucho más próximo a él, más intimo que cualquier otra habitación del lugar que habita.
Pero, aun cuando me estaba diciendo que eso no podía, suceder, aun cuando echaba toda la culpa a mi alterada imaginación, pude escuchar el ruido de deslizarse, de arrastrarse, el movimiento furtivo y frenético que procedía desde tras la puerta.
Casi sin quererlo, extraño como puede parecer, medio detenido por una fatal fascinación, retrocedí hasta salir de la habitación y me quedé en el salón, junto a la puerta del dormitorio, con la vista clavada en la oscuridad y en el suave movimiento. Y algo había allí: a no ser que dudara de todos mis sentidos y de mi sano juicio, algo había allí.
Algo, me dije, que era parte de la trampa bajo la alfombra y parte de esa común caja de zapatos repleta con los extraordinarios muñecos.
¿Y por qué a mí? Traté de pensar en ello. Desde el momento del incidente con los muñecos y el penetrar ilegalmente en la oficina y la chica que había pedido Manhatan. Podía, por supuesto, lógicamente ser yo. Tomando en cuenta aquellos sucesos, yo muy bien podía representar un objetivo. Pero, la trampa había sido la primera… la trampa había venido antes que los otros.
Esforcé los oídos para escuchar el movimiento, pero, ya fuera porque se había detenido ahora que yo me había ido o porque estaba demasiado distante del armario, no lo pude percibir.
Me dirigí al armario de las armas, abrí el cajón que estaba bajo él y extraje la automática. Busqué una caja de balas, llené el cargador y lo puse en su cámara. Saqué las balas restantes que quedaron en la caja y las introduje en el bolsillo.
Me puse el abrigo e introduje la automática en el bolsillo derecho. Después, busqué las llaves del coche. Ya que me iba.
Las llaves no estaban en el abrigo y no estaban en mi chaqueta o en los bolsillos de mi pantalón. Tenía el llavero, con las llaves para la puerta de casa y el armario de las armas, las del escritorio de mi oficina, las de la caja de seguridad, y otra media docena de llaves que pertenecían a cerraduras durante mucho tiempo olvidadas; esa colección de costumbre, estúpida, inevitable, de llaves inútiles y olvidadas que uno nunca se decide a abandonar.
Tenía todas éstas, pero las llaves del coche no.
Busqué por sobre las mesas y en el escritorio. Fui a la cocina y revisé por allí. Las llaves no estaban.
De pié en la cocina, supe dónde las había dejado. Supe exactamente dónde estaban. Casi pude ver la llave de la maleta del coche y la cajita colgando de la cadena, con la llave e contacto introducida limpiamente en la chapa de contacto. Al llegar a casa esa tarde, las había dejado en el coche. Tan seguro como estaba vivo. Las había dejado en el coche, y, era algo que jamás sucedía.
Me dirigí hacia la puerta de salida. Di dos pasos y me detuve. Y lo supe, tan cierto como que estaba aquí, que no podría salir a la oscuridad de la playa de estacionamiento y caminar hasta el coche si las llaves estaban en el contacto.
Era lógico. Era una locura. Pero, no podía evitarlo. No había forma de remediarlo. Si las llaves no hubieran estado en el contacto, muy bien, podría haber salido a la playa de estacionamiento. Pero, el que las llaves estuvieran en ese lugar, por una razón extraña, totalmente ilógica y desconocida, hacía que la diferencia fuera terrible.
Estaba muerto de miedo y aterrorizado. Me di cuenta que me temblaban las manos y no me había fijado en ello hasta que no las observé.
El reloj marcaba las siete y Joy me estaría esperando. Me estaría esperando y estaría enfadada y yo no podía culparla por ello.
—Ni un minuto más tarde — me había dicho —. Me da apetito muy temprano.
Fui hasta el escritorio y estiré una mano para alcanzar el teléfono, pero, no alcancé a hacerlo. Un pensamiento súbito y horrible llegó como un rayo a mi mente. ¿Y si el teléfono ya no era un teléfono? ¿Y si nada en la habitación era lo que aparentaba ser? ¿Y si todo se hubiera transformado en trampas mortales en los últimos minutos?
Introduje la mano en el bolsillo y saque la automática. Empujé el teléfono con el cañón y el aparato no se transformó en nada extraño ni con vida. Siguió siendo un teléfono.
Con la pistola todavía en la mano, levanté el receptor con la otra, lo deposité sobre la mesa y marqué cuidadosamente el número.
Y cuando recogí el receptor, traté de pensar en lo que iba a decir.
Era muy simple. Le dije quién era.
—¿Qué te ha retrasado? — me preguntó un poco demasiado dulcemente.
—Joy, estoy en un apuro.
—¿Qué sucede esta vez?
Me estaba embromando. Casi nunca estaba en apuros.
—Me encuentro realmente en un apuro — le dije —. En algo peligroso. No puedo salir contigo esta noche.
—Tonterías — dijo ella —. Te pasaré a buscar.
__¡Joy! — grité —. ¡Escucha! Por el amor de Dios, escúchame. No te acerques a mí. Créeme, se lo que estoy haciendo. Simplemente, no te acerques a mí.
Su voz aún era calmada, pero, al parecer, ahora había cierta tensión en ella. — ¿Qué sucede, Parker? ¿Qué clase de apuros?
—No lo sé —le respondí desesperadamente —. Algo está sucediendo. Algo extraño y peligroso. No lo creerías si te lo dijera. Nadie me creería. Yo lo solucionaré, pero, no quiero mezclarte en ello. Quizás, mañana me sentiré como un perfecto imbécil, pero…
—Parker, ¿no estás borracho?
Le respondí:
—Dios quisiera que lo estuviera.
—¿Te encuentras bien? En este momento. ¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien — le dije —. Pero, hay algo en el armario y había una trampa fuera de la puerta y encontré una caja de muñecos…
Me detuve, y podría haberme cortado la lengua por lo que había dicho. Sin embargo, no tuve intenciones de hacerlo.
—No te muevas de allí — me dijo ella —. Llegaré en unos minutos.
—¡Joy! —exclamé —. ¡Joy, no lo hagas!
Pero, el teléfono había enmudecido. Colgué desesperadamente, levanté nuevamente el receptor y marqué su número.
La muy demente, pensé. Tenía que detenerla.
Pude escuchar el repiqueteo del teléfono. Sonó una y otra vez y había un terrible vacío en el sonido que emitía. Una y otra vez, una y otra vez, sonó y sonó, y no hubo respuesta.
No debiera haber dicho lo que expresé, me dije. Debiera haber fingido que estaba totalmente borracho y que no estaba en forma como para salir con ella y eso la habría enfadado y habría colgado y todo habría estado bien. O quizás, debiera haber inventado alguna historia que, por lo menos, fuera más plausible, pero, no había tenido tiempo para pensar en ello. Estaba demasiado asustado como para pensar en la debida forma. Aún estaba demasiado asustado para pensar en la debida forma.
Puse el receptor en la horquilla y cogí el sombrero y me dirigí a la puerta. Al llegar a ella, me detuve unos instantes y miré nuevamente hacia la habitación, y ahora tenía aspecto extraño, como si fuera un lugar que nunca había visto antes, un lugar al cual había llegado por casualidad, y que estaba en pleno de un sonido susurrante, deslizante, casi silencioso.
Abrí la puerta de un tirón y salí rápidamente al pasillo y bajé la escalera como un rayo. Y mientras corría iba pensando en qué proporción ese ruido furtivo, casi silencioso que había escuchado había estado realmente en mi departamento y cuánto de él estaba en mi mente.
Llegué a la planta baja y salí a la acera. La noche estaba suave y silenciosa y en la atmósfera había olor a hojas quemadas.
Desde calle arriba me llegó el ruido de pasos; unos pasos extraños, rápidos, rítmicos, y desde la esquina del edificio, por el callejón que da a la playa de estacionamientos, se aproximó un perro. Era un perro alegre, ya que su cola re estaba moviendo y su alegría tenía algo casi travieso. Era de la mitad del tamaño de un caballo y tan desparramado que era casi deforme y parecía que hubiese salido esa misma tarde de un rayo de sol otoñal.
—Hola, perro —dije, y se aproximó y se sentó alegremente y batió su poderosa cola en éxtasis perruno sobre el pavimento de la acera.
Extendí una mano para acariciarle la cabeza, pero no alcancé a hacerlo, porque un coche se aproximo rápida y suavemente por la calle y se detuvo justo ante nosotros.
La puerta se abrió.
—Sube —dijo la voz de Joy —, y vamonos de aquí.