CAPITULO XXIX

Los rayos del sol se colaban por entre las secciones de las persianas venecianas, iluminando el silencio, la calidez y comodidad de una habitación que no pude ubicar de inmediato.

Estuve con los ojos abiertos durante unos momentos, sin pensar, sin imaginar, haciendo nada, solamente contento de estar allí. Estaba la luz del sol y el silencio y la suavidad de la cama y un débil aroma a perfume.

Y ese perfume era el que utilizaba Joy.

—¡Joy! — exclamé súbitamente, sentándome en la cama, porque ahora lo recordaba todo: la noche y la lluvia y todo lo que había sucedido.

La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba abierta, pero no se escuchaba a nadie.

—¡Joy! — grité, saltando fuera de la cama.

El suelo estaba frío al poner los pies sobre él, y la brisa era un poco helada al pasar a través de la ventana entreabierta.

Llegué hasta la puerta de la habitación de al lado y miré en su interior. La cama había sido ocupada y no había sido arreglada, excepto que alguien la había cubierto con una manta. No había rastros de Joy. Vi la nota que estaba en la puerta, clavada con un alfiler.

La cogí y la leí:


Querido Parker: Cogí el coche y fui a la oficina. Por un artículo que debo revisar para el periódico del domingo. Volveré esta tarde. ¿Dónde está esa vanagloriada virilidad? Ni siquiera me hiciste la menor insinuación. Joy.


Volví y me senté sobre el borde de la cama, aún con la nota entre mis manos. Mis pantalones, camisa y chaqueta estaban doblados sobre una silla y mis zapatos, con los calcetines introducidos dentro, estaban bajo ella. En un rincón estaba el rifle que había recogido del laboratorio de Stirling. Había estado, recordé, en el coche. Joy debía haberlo sacado y traído hasta aquí antes de irse a la oficina. Volveré en la tarde, había escrito. Y su cama estaba aún sin hacer. Como si hubiera dado por aceptado que esta sería la forma en que continuaríamos viviendo. Como si no hubiera de hecho, otra forma de vivir. Como si ya se hubiera acostumbrado a los cambios que habían sucedido.

Y el Hombre mismo, quizás, se adaptaría tan fácilmente como al comienzo, feliz de encontrar cualquier solución fuera del hostigamiento amargo y de la destrucción de sus esperanzas. Pero, después de esa adaptación temporal, vendría la ira y la amargura y la comprensión de su pérdida y de su desesperación.

Joy había vuelto a la oficina para revisar un artículo para el domingo. El hombre que estaba en la casa vecina había continuado trabajando en su oficina de seguros aun en tiempo en que su mundo personal se había estado cayendo a pedazos alrededor suyo. Y, evidentemente, uno tenía que hacer esas cosas, porque uno tenía que comer, tenía que vivir de alguna forma, se debía ganar dinero. Pero, pensé, era mucho más que eso. Era una solución, quizás la única solución, para aferrarse a la realidad, para decirse uno mismo que sólo una parte de la vida había cambiado, que una parte de la antigua y ordenada rutina de la vida de uno no había sido alterada.

Y yo me pregunté: ¿qué debía hacer?

Podría volver a la oficina, sentarme junto a mi escritorio y tratar de escribir algunas columnas antes de comenzar el viaje. Me pareció extraño el pensar en ese viaje, porque lo había olvidado totalmente. Fue como si se presentara algo nuevo, algo que nunca antes había sabido, o, si lo había sabido, algo tan remoto que era natural que me hubiera olvidado de él.

Podría volver a la oficina, pero ¿para qué? ¿Para escribir artículos que jamás serían leídos en un periódico que en unos pocos días más ya no se editaría? Era todo endemoniadamente inútil. Era algo en que uno no deseaba pensar. Y quizás esa era la razón por la que nadie escuchaba, porque si la gente no lo sabía, no necesitaban pensar en ello.

Solté la nota de Joy y esta cayó al suelo. Llegué hasta la silla y cogí mi camisa. Y, hasta ese momento, no sabía lo que haría, pero antes de hacer algo debía vestirme.

Salí fuera y me detuve en el vestíbulo. Era un día maravilloso de sol, más de verano que de otoño. Ya no llovía y el pavimento estaba seco, solamente unos charcos aquí y allá, como para demostrar que había llovido.

Miré el reloj y era casi mediodía.

El coche del hombre de la compañía de seguros estaba estacionado frente a la segunda unidad, pero no había el menor signo de su familia. Era sábado y probablemente su día libre y la familia estaría durmiendo hasta tarde. Se lo tenían merecido, me dije, un buen descanso con un techo sobre sus cabezas.

Calle arriba divisé un restaurante y me di cuenta que tenía hambre. Y probablemente allí habría un teléfono y debería llamar a Joy.

Era un restaurante un poco sucio, pero estaba repleto. Me abrí camino hasta llegar a un taburete que desocupó una persona que se iba.

Llegó la camarera y le hice el pedido; después me levanté y me abrí camino entre la multitud hasta la cabina telefónica, que estaba en un rincón. Me introduje en ella y cerré la puerta tras de mí. Inserté las monedas y marqué el número. Cuando respondió la operadora, pregunté por Joy.

—¿Revisaste ese artículo? — le pregunté.

—Dormilón — me reprendió —. ¿A qué hora te levantaste?

—Hace unos momentos. ¿Qué sucede?

—Gavin está en un lío. Tiene un artículo y no puede sacarlo…

—Acerca de…

—No lo sé — dijo Joy, aparentemente sabiendo lo que yo le iba a preguntar —. Quizás… En los bancos hay falta de dinero. Sabemos…

—¡Falta de dinero! Dow me dijo ayer que estaban hasta la rodilla de dinero.

—Creo que eso fue verdad — dijo —. Pero ya no lo es. Gran parte de él no está. Lo tenían ayer en la tarde, pero al cerrar, por la noche, grandes fajos de billetes habían desaparecido, simplemente.

—Nadie dirá una palabra — adiviné.

—Exactamente. Los que Gavin y Dow pueden sonsacar han quedado mudos. No saben nada. Muchos de ellos, los importantes, ni siquiera se puede llegar a ellos. Tú sabes cómo son los banqueros en un día sábado. Son imposibles de ver.

—Sí — dije —. Están jugando al golf o han salido de pesca.

—Parker, ¿crees que Atwood tiene algo que ver con esto?

—No lo sé — dije —. No me sorprendería. Indagaré un poco.

—¿Qué puedes hacer? — preguntó Joy algo asustada.

—Puedo ir hasta la casa de los Belmont. Atwood dijo…

—No me gusta la idea — me dijo bruscamente —. Ya estuviste allí una vez.

—No me meteré en líos. Puedo encargarme de Atwood.

—No tienes coche.

—Puedo coger un taxi.

—No tienes dinero para taxi.

—El taxi me llevará hasta ese lugar — dije —. Y me traerá de vuelta. Entonces pasaré por la oficina y le pagaré.

—Piensas en todo — dijo.

—Bien, casi todo.

Hubiera deseado saber, me dije al colgar, si realmente pensaba en algo.

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