CAPITULO XXXI

Al llegar a la ciudad me detuve ante un establecimiento del vecindario y entré en una librería a comprar un periódico. Deseaba saber si Gavin había podido escribir su artículo acerca de la falta de fondos en los bancos.

Ahora podía decirle, lo sabía, con exactitud lo que había sucedido. Pero, tal como el resto, no me escucharía. Podría llegar hasta la oficina, sentarme frente a mi escritorio y escribir la historia más grande que el mundo hubiera conocido. Pero sería una pérdida de tiempo el hacerlo. No sería publicada. Sería demasiado ridícula como para publicarla. Y aunque lo fuera, nadie lo creería. O casi nadie. Algún demente por aquí y allá. Pero no los suficientes como para que se tomaran en cuenta.

Antes de bajarme del coche rebusqué entre los billetes que estaban en mis bolsillos para encontrar uno de diez dólares. Traté de encontrar uno de cinco, pero no había. Solamente por curiosidad.

Porque el dinero, en unas pocas semanas más, quizás en pocos días más, empezaría a perder su valor. Y después de poco tiempo su valor estaría totalmente perdido. Solamente representaría un papel inservible. No era posible comerlo o emplearlo para vestirse y no le cobijaría a uno del viento o del clima. Porque no era más, porque jamás había sido más que una herramienta inventada por el Hombre para llevar a cabo su peculiar sistema de cultura y de vida. Actualmente, no tenía más significado que las muescas en las armas y las groserías escritas sobre los muros. No había sido más, en ninguna época, que mostradores sofisticados.

Entré en la droguería y cogí uno de los periódicos que estaban apilados sobre el mostrador del estanco y allí, mirándome, con toda su sonrisa y alegría, había una fotografía del Perro.

No cabía ninguna duda acerca de ello. Le habría reconocido en cualquier parte. Estaba sentado, con cara bonachona, y tras él estaba la Casa Blanca.

Los titulares bajo la fotografía eran sensacionales. Decían:


PARA VISITAR AL PRESIDENTE LLEGA PERRO QUE HABLA


—Señor — dijo el encargado —, ¿desea ese periódico?

Le entregué el billete y él reclamó.

—¿No tiene uno más pequeño?

Le contesté que no.

Me dio el cambio y lo introduje en un bolsillo junto con el periódico, volviendo hacia el coche. Deseaba leer el artículo, pero por alguna razón incomprensible para mí, y que no traté de explicarme, deseaba volver al coche para hacerlo, en donde me podía sentar y leerlo sin que nadie me interrumpiera.

El artículo era agudo. Quizás demasiado agudo.

Relataba acerca de este perro que había llegado para ver al presidente. Había trotado a través de la reja antes que nadie pudiera detenerlo y había tratado de entrar en la Casa Blanca, pero los guardias se lo habían impedido. Se alejó de mala gana, tratando de explicar, en su forma perruna, que no deseaba molestar a nadie, pero que estaría muy agradecido si le dejaban ver al presidente. Trató de colarse un par de veces más, y finalmente los guardias llamaron a la perrera.

Llegó el perrero y lo capturó, se lo llevó sin que ofreciera resistencia, sin aparente malicia. Poco después, el perrero volvió y el perro junto a él. El cazador de perros explicó a los guardias que quizás sería una buena idea el que dejaran que el perro viera al presidente. El perro, dijo, le había hablado, explicándole que era de gran importancia que él se entrevistara con el jefe del Estado.

Entonces, los guardias llamaron a alguien nuevamente y poco después se llevaron al cazador de perros a un hospital, en donde aún está bajo observación. Al perro se le permitió quedarse, y uno de los guardias le explicó con todo énfasis que era muy ridículo que él esperara entrevistarse con el presidente.

El perro, decía, el artículo, se comportó amable y educadamente. Se quedó sentado fuera de la Casa Blanca y no molestó en nada. Ni siquiera se dio a perseguir las ardillas del jardín de la Casa Blanca.

—Este reportero — decía el artículo — trató de conversar con él. Le hicimos varias preguntas, pero no abrió la boca. Solamente nos sonrió.

Y allí estaba, en primera plana, casi del tamaño natural, un ser amable, amistoso, que, por el momento, nadie tomaría en serio.

Pero quizás, pensé, no se podía culpar al periodista que había escrito el artículo o a nadie, porque nada había más extravagante que un perro deforme que hablara. Y quizás, cuando se pensaba en ello, no era más ridículo que una serie de bolas que estaban a punto de apoderarse de la Tierra.

Si la amenaza hubiera sido sangrienta o espectacular, entonces podía haber sido comprendido. Pero, tal como era, no era ni lo uno ni lo otro, y tanto más peligros por ese mismo hecho.

Stirling había hablado acerca de un ser indiferente ante el medio ambiente, y eso eran estos seres extraterrenales. Se podían adaptar a cualquier cosa; podían asumir cualquier forma; podían asimilar y emplear a su favor cualquier tipo de razonamiento; podían dar vuelta a su favor cualquier sistema económico, político o social. Eran cosas de una flexibilidad total; podían adaptarse a cualquier condición a que fueran sometidos para combatirlos.

Y podía ser posible, me dije, que no estuviéramos enfrentándonos a muchas bolas de bolera, sino a una gigantesca organización que podía dividirse y separarse en muchas formas para gran cantidad de propósitos sin dejar por ello de ser una sola unidad, con conocimiento de lo que estaba haciendo cada una de sus partes separadas.

¿Cómo se contrarresta una cosa así? Me pregunté. ¿Cómo se enfrenta uno contra eso?

Sin embargo, aunque fuera una sola y enorme organización, había ciertas facetas de él que eran de difícil explicación. ¿Por qué la chica sin nombre me había estado esperando en la casa de los Belmont, en vez del señor Atwood?

Nada sabíamos de ellos y no había tiempo para estudiarlos, o estudiarlo, lo que fuere. Y ese era un conocimiento que uno debía tener, porque con toda seguridad, la vida y cultura de este enemigo debía ser tan compleja y tan peculiar en sus muchas formas como la cultura humana.

Podían transformarse en cualquier cosa. Podían ver, aparentemente, en un sentido restringido, los sucesos del futuro. Y estaban ocultos y seguirían ocultos hasta que les fuera posible ¿Sería posible, pensé, que la humanidad llegara hasta su destrucción sin saber jamás lo que había causado su muerte?

Y yo, pensé yo mismo, ¿qué debía hacer?

No habría sido más que humano que el tirarles el dinero por el rostro, desafiarles cara a cara Quizás habría sido muy fácil de hacer. Sin embargo, recordé, en esos momentos había estado tan atemorizado que no hubiera podido responder de ninguna de esas formas.

Y, comprendí con sorpresa, yo pensaba en ellos, no como él o ella, no como Atwood, no como la chica que no tenía nombre porque jamás había necesitado de uno. ¿Significaba eso, pensé, que su disfraz humano era menos perfecto de lo que parecía?

Doblé el periódico y lo dejé sobre el asiento a mi lado y me puse tras el volante.

Éste no era el momento de grandes hechos heroicos. Era un tiempo en que el hombre hacía lo que podía, sin importarle lo que parecería. Si, al pretender que estaba de su parte, podía llegar a alguna pista, a algo desde su interior, algún hecho insignificante que pudiera ayudar a los humanos, entonces, quizás, eso es lo que yo debía hacer. Y si alguna vez llegaba hasta el punto en que debía escribir la publicidad de los extraterrenales, ¿no se les escaparía si yo escribiera algo que ellos no habían tenido la intención de hacerlo y reconocer en ello el diáfano cristal para los lectores humanos?

Puse en marcha el motor e introduje el coche en la fila del tráfico. Era un buen coche. Era lo más agradable que yo jamás había conducido. A pesar de su procedencia, a pesar de todo, me sentí orgulloso de conducirlo.

De vuelta en el motel, el coche de Quinn aún estaba estacionado frente a su unidad, y ahora, había dos coches más estacionados frente a sus unidades respectivas. Muy pronto, lo sabía, el motel estaría repleto. La gente llegaría hasta allí y se lo comunicaría a otras personas. Y los que ya se habían acomodado le dirían a los que llegaban que debían emplear una barra de hierro o un martillo, o ayudarles para que pudieran entrar. Por el momento, al menos, se mantendrían unidos. En la adversidad, se ayudarían unos a otros. Solamente más tarde se separarían, cada uno por su cuenta. Y más tarde aún, después de eso, quizás, volverían a unirse, comprendiendo una vez más que la fuerza de la humanidad reside en la unidad.

Al bajarme del coche, Quinn salió de su unidad y se acercó hacia mí.

—Es un gran coche el que lleva — dijo.

—Es de un amigo — le dije —. ¿Durmió bien?

Sonrió.

—La mejor noche en muchas semanas. Y mi mujer está feliz. No es mucho, verdaderamente, pero es lo mejor que hemos tenido desde hace mucho tiempo.

—Veo que tenemos algunos vecinos.

Asintió.

—Llegaron aquí y preguntaron. Yo se los dije. Fui a comprar un arma, tal como usted me dijo. Me siento un poco tonto, pero no me hará ningún daño el tenerlo. Quería un rifle, pero todo lo que pude conseguir fue una escopeta. Creo que es mejor. No tengo muy buena puntería con el rifle.

—¿Todo lo que pudo conseguir?

—Fui a tres armerías. Estaban todas cerradas. En la cuarta encontré esta escopeta. De manera que la compré.

Así que las armas, pensé, estaban siendo adquiridas. Muy pronto, quizás, no habría ninguna disponible. Más personas atemorizadas que se sentirían un poco mejor si tenían un arma al alcance de la mano.

Bajó la vista al suelo y dibujó algo con la punta de su zapato.

—Ha sucedido algo extraño — dijo —. No se lo he dicho a mi esposa por temor a preocuparla. Fui a comprar algunos comestibles y me aparté un poco del camino para ir a dar una ojeada a la casa, la que vendimos, me refiero. Primera vez que pasaba frente a ella desde que la habíamos vendido. Tampoco lo había hecho mi esposa. Ella me había dicho en numerosas oportunidades que deseaba verla, pero no lo hice, sabía que no le haría bien. Pero, sin embargo, hoy pasé frente a ella. Y allí estaba, deshabitada, tal como la dejamos. Y ya, en tan poco tiempo, había tomado un aspecto descuidado. Nos echaron de ella hace un mes y todavía no la han ocupado. Dijeron que la necesitaban. Nos dijeron que tenían que tenerla. Pero no la necesitaban. ¿Qué piensa usted de esto?

—No lo sé — dije.

Se lo podría haber dicho. Quizás se lo debiera haber dicho. Así lo deseaba. Porque, quizás, me habría creído. Había sido castigado durante semanas, estaba reblandecido, estaba dispuesto a creer. Y, Dios sabe, yo necesitaba alguien que me creyera; alguien que pudiera confortarme con un poco de piedad, temor y miseria.

Pero no se lo dije, porque de nada habría servido. Por lo menos, en estos momentos, estaría mucho más feliz si no lo sabía. Aun tenía esperanzas, porque podía culpar de todo lo que estaba sucediendo a una plaga económica. Una dolencia que él no comprendía, evidentemente, pero que era una dolencia que estaba dentro de un marco familiar y que el Hombre podría combatir.

Pero esta otra, la verdadera explicación de ello le habría dejado sin esperanzas y enfrentando lo desconocido. Y eso, sembraría el pánico.

Si pudiera tener un millón de personas que comprendieran, entonces todo estaría bien, porque dentro de ese millón habría unos pocos que lo habrían tomado con calma y objetivamente y hubieran sido los cabecillas. Pero, al decírselo a un pequeño grupo de personas de una ciudad, no tenía ningún sentido.

—No es lógico — dijo Quinn —. Todo esto no tiene nada de lógico. Me he quedado despierto toda la noche tratando de explicármelo y no hay forma. Pero no es esa la razón por la que salí. Nos gustaría que usted y su esposa vinieran a cenar con nosotros. No será mucho, pero tenemos asado y yo podría preparar uno o dos tragos. Podríamos sentarnos a conversar.

—Señor Quinn — le dije —. Joy no es mi esposa. Somos dos personas que han sido unidas por las circunstancias.

—Bien — dijo —, lo siento. Creí que era su esposa. Realmente, no hace ninguna diferencia. Espero que no le haya molestado.

—En absoluto — le dije.

—¿Y vendrá a cenar con nosotros?

—Otra vez — dije —. Gracias de todas maneras. Tengo mucho que hacer.

Se quedó observándome.

—Graves — dijo —, hay algo que usted no me ha dicho. Algo acerca de este asunto de que habló anoche. Dijo que la situación era la misma en todas partes, que no había dónde ir. ¿Cómo lo supo?

—Soy periodista — le respondí —. Estoy trabajando en un artículo.

—Y usted sabe algo.

—No mucho — dije.

Esperó y yo no se lo dije. Su rostro enrojeció y se dio vuelta.

—Hasta pronto — dijo, volviendo a su unidad.

No le culpaba en absoluto. Me sentía un canalla.

Entré en la unidad y no había nadie. Joy aún estaría en la oficina. Gavin, más que seguro, le habría encontrado algún trabajo.

Cogí gran parte del dinero que llevaba en los bolsillos y lo escondí bajo el colchón de mi cama. No era un lugar con demasiada imaginación o apropiado, pero nadie sabía que lo tenía y no me preocupaba. Tenía que dejarlo en alguna parte. No podía dejarlo en una parte donde todo el mundo lo viera.

Recogí el rifle y lo llevé hasta el coche.

Después hice algo que tenía en mente desde que había salido de la casa de los Belmont.

Revisé el coche. Parte por parte. Levanté la tapa del motor y lo revisé. Me arrastré debajo del coche y también lo revisé totalmente. No se me escapó un detalle sin examinar.

Y cuando hube terminado, no había ninguna duda.

Era lo que yo había supuesto. Era un coche de mucho precio, pero absolutamente ordinario. No había nada diferente. No había ningún agregado ni faltaba nada. No había ninguna bomba, ningún fallo que pudiera encontrar. No era, podría jurarlo, algo confeccionado por la artesanía de las bolas que se habrían unido para reproducir el coche. Era de verdadero acero, cristal y cromo.

Me estuve a su lado, golpeando el guardabarros, pensando en lo que haría a continuación.

Y, quizás, lo que debía hacer, pensé, era llamar nuevamente al senador Roger Hill. Cuando estés sobrio, me había dicho, llámame nuevamente. Si aún tienes algo que decirme, llámame mañana.

Y yo estaba sobrio y aún tenía algo que decirle.

Y estaba bastante seguro de lo que me respondería, pero aun así mi deber era llamarle.

Fui hasta el pequeño restaurante para llamar al senador.

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