CAPITULO XXVIII

El signo de «completo» brillaba, lanzando sombras verdes y rojas sobre el trozo negro y húmedo de pavimento. Una y otra vez, lanzaba su resplandor, advirtiendo al mundo. Y tras él se destacaban las oscuras formas de las unidades, cada una con su pequeña luz sobre la puerta y con el suave y fugaz reflejo que lanzaban los coches estacionados al captar la luz del signo intermitente.

—No hay habitación en las posadas — dijo Joy —. Te hace sentir como un indeseable.

Asentí. Era el quinto motel al que pasábamos sin encontrar una habitación. El anuncio no siempre había sido luminoso, pero había estado allí, reflejándose en la noche. Y el resplandor del anuncio luminoso no llevaba un significado mayor que el de los otros, sino que era más enfático, más agresivo. Como si estuviera expresando letra por letra, hasta el último detalle, que no había lugar.

Cinco moteles con el anuncio prohibitivo y uno sin anuncio, pero oscuro cerrado y sin atender, un lugar cerrado para todo el mundo.

Disminuí de velocidad y nos apartamos del camino. Nos quedamos allí sentados, nuestras miradas clavadas en el anuncio.

—Debiéramos haberlo sabido— dijo Joy —. Debiéramos haberlo comprendido. Todas esas personas que no podían encontrar un lugar donde vivir. Ellos se nos han adelantado. Quizás, algunos de ellos, durante semanas.

La lluvia aún caía pesadamente. Los limpiaparabrisas suspiraban.

—Quizás fue una mala idea — le dije —. Quizás…

—No — dijo Joy —. A ninguna de nuestras casas. Parker, me moriría.

Continuamos avanzando. Dos anuncios más de moteles advertían que estaban completos.

—Es imposible — dijo Joy —. No hay lugar. En los hoteles será lo mismo.

—Quizás — dije —. Quizás hay un lugar. Ese motel que pasamos. El que no tenía anuncio. El que estaba cerrado.

—Pero estaba a oscuras. No había nadie allí.

—Es un lugar donde cobijarnos — le dije —. Tendremos un techo sobre nuestras cabezas. Ese hombre en el lago tuvo que romper una cerradura. Nosotros podemos hacer lo mismo.

Hice que el coche girara en redondo en mitad de la manzana. No venía nadie y no había peligro.

—^Recuerdas dónde está? — me preguntó.

—Creo que sí — respondí.

Me pasé por una o dos manzanas y tuve que retroceder, y allí estaba. Ningún signo, ninguna luz, desierto.

—Comprado y cerrado — dije —. Rápida y fácilmente cerrado. No como un edificio de departamentos, en donde se correría la noticia.

—¿Lo crees así? — preguntó Joy —. ¿Crees que Atwood compró este lugar?

—¿Por qué, entonces, está cerrado? — demandé —. Si fuera otro propietario, ¿crees que no lo tendría abierto? Con el negocio como está.

Conduje por el sendero hasta una pequeña inclinación. Las luces de los faros iluminaron otro coche, estacionado frente a una de las unidades.

—Alguien se nos ha adelantado — dijo Joy.

—No te preocupes — le dije —. Está en su perfecto derecho.

Guié el coche por el sendero y me detuve enfocando de lleno al otro coche. A través del cristal empañado por la lluvia advertí unos rostros pálidos y asustados, observándonos.

Estuve unos momentos sin moverme, luego bajé del coche. Se abrió la puerta del lado del conductor del otro coche y bajó un hombre. Caminó hacia mí bajo los rayos de luz de los faros delanteros.

—¿Busca un lugar para pasar la noche? — preguntó — No hay ninguno.

Era de mediana edad y estaba bien vestido, a pesar de las arrugas del traje. Su abrigo era nuevo y su sombrero era una prenda de bastante precio. Sus zapatos estaban recién lustrados y finas gotas de lluvia se pegaban a ellos, brillando bajo la luz.

—Yo sé que no hay ningún lugar — dijo —. He buscado. No solamente esta noche, sino todas estas noches.

Asentí y mi estómago trató de enrollarse formando una dura y contraída bola. Me enfermaba el verlo. Allí había otro.

—Señor — me dijo —, ¿puede usted decirme lo que está sucediendo? Usted no es un oficial de policía, ¿verdad? No me importa que lo sea.

—No soy un policía — le respondí.

Sus palabras bordeaban algo muy cerca a la histeria; la voz de un hombre que había soportado casi el máximo. Un hombre que había visto desmoronarse su propio mundo, poco a poco, cada día un poco más, y absolutamente incapaz de hacer algo para impedirlo.

—Soy una persona tal como usted —dije —. Buscando en un pajar.

Porque, súbitamente, había recordado lo que Joy había dicho acerca de que no había ninguna habitación en la posada.

Era algo extravagante de decir, pero parece que no se dio cuenta.

—Mi nombre — dijo— es John A. Quinn y soy el vicepresidente de una compañía de seguros. Mi sueldo es casi de cuarenta mil, y aquí estoy, sin un lugar donde vivir, sin un lugar para que mi familia pase esta lluvia. Excepto dentro del coche, es verdad.

Me miró.

—Es para reírse — dijo —. Vamos, ríase.

—No me reiría — dije —. No podría hacerme reír.

—Vendimos nuestra casa hace casi un año — dijo Quinn —. A largo plazo. Obtuvimos un precio mucho más alto del que podríamos esperar. Necesitábamos un lugar más espacioso, ¿sabe? La familia estaba creciendo. No nos gustó vender nuestro hogar. Era un hermoso lugar. Estábamos acostumbrados a él. Pero necesitábamos más espacio. Asentí. Era la misma y antigua historia. —Escuche — le dije —, no nos quedemos aquí, bajo la lluvia.

Pero fue como si no me hubiera escuchado. Necesitaba hablar. Estaba lleno de palabras y tenía que librarse de ellas. Quizás, yo era la primera persona a quien realmente podía hablar, otro hombre como él, buscando donde cobijarse.

—Nunca pensamos en ello — dijo —. Creímos que sería simple. Con una venta a largo plazo, nos quedaba' mucho tiempo para buscar la casa que deseábamos. Pero no la encontramos. Estaban los anuncios, evidentemente. Pero siempre llegamos tarde. Ya se habían vendido aun antes que llegáramos nosotros. Intentamos con un constructor, y no había ninguno que nos pudiera asegurar la construcción de una casa antes de dos años. Traté de sobornar a uno o dos de ellos que tenían más de cien casas para construir. Parece increíble, ¿verdad?

—Ciertamente, lo es — dije.

—Decían que si podían conseguir más obreros, podrían construir más casas. Pero no había obreros. Todos estaban ocupados. Todos tenían trabajo.

—Postergamos el plazo para entregar nuestra casa, primero por treinta días, después, sesenta y noventa, pero llegó el día en que debíamos entregarla. Ofrecí al comprador cinco mil dólares si cancelaba la venta, pero no lo aceptó. Dijo que lo sentía mucho, pero que él había comprado la casa y la necesitaba. Me dijo que me había dado tres meses más de plazo de lo acordado. Y estaba en lo cierto, por supuesto.

»No tenemos dónde ir. No podemos pedirles a nuestros parientes. Al menos, aquí no. Podríamos haber enviado a los chicos a unos parientes que tenemos fuera de la ciudad, pero no deseábamos separar la familia, y algunos de nuestros parientes tenían sus propios problemas. Tenemos muchos amigos, evidentemente, pero no se les puede pedir a los amigos que a uno le permitan compartir sus hogares. Ni siquiera se les puede dejar saber en lo que uno está metido. Hay eso eme se llama orgullo. Se mantiene la cabeza en alto y se espera que suceda lo mejor.

»Lo intenté todo, claro está. Los hoteles y moteles estaban llenos. No había departamentos. Traté de comprar un remolque. Había una larga lista para hacerlo. Dios Todopoderoso, una lista de cinco años de espera.

—De manera que ha llegado hasta aquí, esta noche — dije.

Así es — me dijo —. Por lo menos está apartado de la calle y es silencioso. No pasan coches que lo despierten a uno No hay transeúntes. Es duro. Para la mujer y los chicos. Hemos vivido en este coche durante casi un mes. Comemos en un restaurante cuando podemos, pero generalmente están repletos. En la mayoría de los casos, comemos en paradores o, a veces, compramos las cosas y nos vamos al campo de merienda. Ir de merienda era divertido antes, pero ahora no lo es. Aun los chicos no se divierten. Para nuestras necesidades sanitarias usamos de las estaciones de servicio. Lavamos la ropa en pequeñas lavanderías. Yo _me voy en el coche al trabajo, y después, mi esposa lleva a los chicos al colegio. Busca un lugar donde poder vivir hasta la hora en que debe ir a buscar a los chicos nuevamente. Después, todos vienen a la oficina a buscarme y buscamos una parte donde comer.

»Lo hemos soportado durante un mes — dijo —. No podemos soportarlo durante mucho más tiempo. Los chicos preguntan, continuamente, cuándo vamos a tener una casa otra vez y el invierno se aproxima. No podemos vivir en un coche cuando el tiempo se haga frío, cuando comience a nevar. Si no podemos encontrar una casa, tendremos que irnos a otra ciudad, en donde podamos encontrarla, o un departamento, lo que sea. Tendré que despedirme de mi trabajo y…

—Eso no mejorará las cosas — le dije —. No hay lugar donde ir. En todas partes es lo mismo. Lo mismo que aquí.

—Señor — dijo Quinn, con la voz agudizada por la desesperación —, dígame qué sucede. ¿Qué está sucediendo?

—No estoy seguro — le respondí, por que no podía decírselo. Sólo habría empeorado las cosas. Era mejor que esta noche no lo supiera.

Y así, pensé, es como sucedería por todas partes. La población del mundo se haría nómada, vagando de un lugar a otro tratando de encontrar un lugar mejor, cuando no lo había. Primero, se unirían en grupos familiares, y más tarde, quizás, en tribus. Eventualmente, muchos de ellos serían llevados a zonas de reserva, o denominados lugares de reserva, como la única medida que podían tomar los gobiernos para ayudarles. Pero, hasta el final, habría vagabundos, luchando por un techo, por un resto de comida. Para comenzar, en la primera expresión de enloquecida ira, podrían tomar por asalto cualquier clase de albergue; sus propias casas o las de otros. En un comienzo, lucharían por el alimento, lo robarían y lo atesorarían. Pero los seres de otro mundo incendiarían las casas o las destruirían de otra manera. Las destruirán como propietarios con derecho a ello y muy poco se podría hacer para evitarlo, ya que lo harían ocultamente. Pero los seres extraterrenales salvarían su conciencia social porque ellos habían considerado que era legal y los incendios continuarían. Y no había forma de luchar contra ellos, o, por lo menos, algún método que se encontrara de inmediato. Porque no se puede luchar contra los Atwood, no se puede luchar contra bolas de bolera. Solamente se les podía odiar. Serían muy difíciles de atrapar y muy difíciles de matar, y tendrían esos agujeros que comunicaban con otros mundos para poderse escapar.

Llegaría un momento en que no habría casas, no habría alimentos; sin embargo, el Hombre quizás permanecería, a pesar de todo. Pero en donde antes había habido mil hombres, ahora solamente habría uno, y cuando llegara ese día los seres extraterrenales habrían ganado una batalla que jamás se habría dado. El Hombre se transformaría en un continuo y forzado cesante sobre el propio planeta que antes había poseído.

—Señor — dijo el hombre —, no sé su nombre.

—Me llamo Graves — dije.

—Está bien, Graves, ¿cuál es su respuesta? ¿Qué debemos hacer?

—Lo que debiera haber hecho desde el comienzo — dije —. Penetraremos en esa casa. Usted y su familia dormirán bajo un techo, tendrán un lugar donde hacerse la comida, tendrán una sala de baño propia.

—¡Pero entrar sin permiso! — expresó.

Y allí estaba todo, pensé. Aun frente a la desesperación, el hombre aún respetaba la ley de propiedad. No se roba, no se penetra en una casa sin permiso, no se toca algo que pertenece a otra persona. Y era esto mismo lo que nos había traído a esta situación. Eran estas leyes tan veneradas que aún las obedecíamos, aunque se hubieran convertido en trampas que nos impedirían hasta el derecho de nacer.

—Usted necesita encontrar un lugar para que duerman sus chicos — dije —. Necesita un lugar donde afeitarse.

—Pero llegará alguien y…

—Si llega alguien — dije — y trata de echarle de aquí, use un arma contra ellos.

—No tengo un arma — dijo.

—Cómprese una, entonces — le repliqué —. Lo primero que debe hacer en la mañana.

Y yo estaba sorprendido por la forma suave y fácil con que había pasado de un ciudadano respetuoso de las leyes hacia otro hombre, muy dispuesto a hacer otras leyes y mantenerlas o morir por ellas.

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