Joy vivía en una pequeña casa en la parte noroeste de la ciudad. Durante muchos años había estado hablando, desde que su madre había muerto, acerca de vender ese lugar y mudarse a un departamento más cercano a la oficina. Pero nunca lo había hecho. Algo la sujetaba allí; quizás, esas ataduras sentimentales y antiguas asociaciones, quizás el no desear arriesgarse a cambiarse de casa y que después no le agradara.
Cogí por una calle en que sabía que las luces de los semáforos me serían ventajosas y así ahorraría tiempo.
El Perro, sentado a mi lado, con los bigotes suavemente aplastados contra su rostro por la fuerte brisa que entraba por el cristal semiabierto de la ventanilla, hizo solamente una pregunta:
—Esta Joy — dijo —, ¿es una buena compañía?
—La mejor — le respondí.
Se quedó considerando eso. Casi se podía escuchar cómo lo pensaba. Pero no dijo nada más.
Burlé algunas luces y conduje a mayor velocidad que la permitida por la ley y traté de pensar, durante todo el camino, lo que le diría a un policía si me detenía. Pero eso no sucedió y me detuvo frente a la casa de Joy, con los frenos a fondo y las gomas de los neumáticos patinando y chirriando sobre el pavimento, y el Perro pegado al parabrisas, bastante sorprendido con todo esto.
La casa estaba a alguna distancia de la calle y estaba rodeada por un antiguo cerco de estacas, que encerraba una extensión medio ahogada por árboles, arbustos y plantas que se extendían desordenadamente por todas partes. La puerta de reja estaba abierta, como siempre lo había estado desde que conocía ese lugar, sostenida por unos enmohecidos goznes. Vi que la luz de la entrada estaba encendida y que había luces en la habitación del frente y en el salón.
Salté' fuera del coche, llevándome conmigo el rifle, y corrí en torno al coche. El Perro me ganó en llegar hasta la reja y pasó como un bólido por la puerta, lanzándose salvajemente sobre la arbustiva jungla que estaba al lado del sendero de baldosas de ladrillo. Alcancé a verle antes de que desapareciera, y sus orejas estaban echadas hacia atrás, pegadas a su cabeza, sus labios estaban entreabiertos en un gruñido, y su cola estaba totalmente erecta.
Atravesé la puerta de entrada y caminé por el sendero, mientras hacia la izquierda, en la dirección por la que había ido el Perro, súbitamente estalló un alboroto endemoniado y que erizaba los pelos.
La puerta de la casa se abrió y Joy salió corriendo por el vestíbulo. Salí a su encuentro por el sendero. Vaciló unos momentos, mirando hacia el patio de donde procedía todo el ruido.
El bullicio se había hecho más fuerte. Era algo difícil de describir. Era como si uno de esos órganos a vapor se hubiera vuelto loco, y entremezclado con él hubiera el tono profundo de algo inmenso corriendo furiosa y rápidamente a través de un campo de pasto alto y seco.
Tomé a Joy de un brazo y la llevé hasta la acera.
—¡Perro! — grité —. ¡Perro!
El bullicio continuaba aún.
Llegamos hasta la acera, puse a Joy en el asiento delantero y cerré la puerta.
Aún no habían signos del Perro.
En algunas casas se habían encendido unas pocas luces y calle abajo escuché un portazo de alguien que salía al vestíbulo.
Corrí hacia la reja.
—¡Perro! — grité una vez más.
Salió como un toro a la carga de entre los arbustos, con la cola entre las patas y una babosa espuma colgándole de sus humedecidos bigotes. Algo venía corriendo muy cerca de él, un algo oscuro y nudoso, y toda su parte anterior era unas fauces abierta y hambrienta.
No tuve la menor idea de lo que era. No tuve la menor idea de qué hacer.
Lo que hice fue totalmente intuitivo, sin pesarlo.
Utilicé el rifle como un palo de golf. Por qué no disparé, no lo sé. Quizás no había tiempo; quizás había otras razones. Quizás tuve el presentimiento de que una bala sería inútil contra esa mole que cargaba.
Antes de saber lo que iba a hacer, ya tenía las manos en torno al cañón y la culata estaba por encima de mis hombros y estaba preparado para golpear.
El Perro pasó por mi lado y la forma nudosa estaba pasando a través de la puerta de reja y el rifle se transformó en una porra mortal que silbaba al cortar el aire. Entonces, golpeó, pero no hubo ningún golpe. La cosa negra se desintegró y la culata pasó a través de ella. Quiero decir, tal como un cuchillo pasa a través de la mantequilla. Y, sobre la acera, quedó una masa gomosa que humedecía las baldosas.
Hubo un movimiento entre los matorrales y supe que otras cosas venían al ataque, pero no las esperé. Di media vuelta y corrí. Corrí en torno al coche y tiré el rifle sobre el asiento, al lado de Joy; después salté dentro. Había dejado el motor en marcha y aceleré el coche a fondo, pasando la esquina y enderezando por la calle.
Joy estaba acurrucada sobre el asiento, sollozando débilmente.
—Ya basta — le dije.
Trató de hacerlo, pero no lo logró.
—Siempre lo hacen a medias — dijo el Perro desde el asiento trasero donde se había instalado —. Siempre se quedan en la mitad. No tienen la energía suficiente como para llegar hasta el final.
—Querrás decir la valentía — le dije.
Joy paró de sollozar.
—Carleton dijo que tú tenías un perro que hablaba — dijo medio enfadada, medio asustada —, y yo no lo creí. ¿Qué broma es ésta?
—No es ninguna broma, hermosa dama — dijo el Perro —. ¿No cree que pronuncie bastante claro?
—Joy — le dije —, deja a un lado todo lo qua sabes. Apártate de todas tus convicciones. Olvídate de todo lo que está bien, que es lógico y propio. Trata de imaginarte que estás en una tierra de ogros, en donde todo puede suceder, y, generalmente, lo peor.
—Pero… — musitó.
—Pero, así es — le dije —. Lo que sabías esta mañana ya no es verdadero esta noche. Hay perros que hablan que no son realmente perros. Y hay bolas que pueden ser lo que ellas deseen. Están comprando la Tierra y el Hombre, quizás, ya no la posee, y tú y yo, aun ahora, podemos ser ratas capturadas.
A la luz del tablero de instrumentos pude distinguir su rostro, su asombro y su impresión y su dolor, y quise poner mi brazo en torno a ella y abrazarla junto a mí y tratar de alejar en parte ese asombro y ese dolor. Pero no pude hacerlo. Tenía que guiar un coche y tenía que pensar en lo que haría a continuación.
—No lo entiendo — dijo ella, y mantuvo su voz calmada, pero bajo esa calma había desesperación y terror.^. Estaba el coche…
Estiró una mano y me cogió el brazo.
—Estaba el coche — dijo.
—Cálmate, nena — le dije —. Tómalo con mucha calma. Todo eso ya ha quedado atrás. Lo que me preocupa es lo que vendrá.
—Tú tenías miedo de salir en el coche — dijo —. Pensaste que eras un cobarde. Te preocupaba… ese temor. Y, sin embargo, salvó tu vida.
El Perro dijo desde el asiento trasero:
—Quizás pueda interesarles que viene un coche tras nosotros.