Capítulo 7

Jean-Claude nos llevó entre bastidores. Otro bailarín vampiro esperaba para salir a escena. Iba vestido de gladiador, con su peto de metal y su espada corta.

– Cualquiera sostiene el espectáculo después de vuestro número. Mierda. -Apartó el telón bruscamente y salió a escena dando grandes zancadas.

Catherine se acercó; estaba tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. ¿Estaría yo igual de pálida? No, mi tono de piel no daba para tanto.

– Dios mío, ¿cómo estás? -preguntó.

Pasé con cuidado por encima de un montón de cables que serpenteaban por el suelo y me apoyé en la pared. Empecé a recordar cómo se respiraba.

– Bien -mentí.

– ¿Qué ha pasado, Anita? ¿Qué ha ocurrido en el escenario? Tú tienes de vampira tanto como yo.

Aubrey emitió un siseo apagado a su espalda, y los colmillos le hicieron brotar sangre de los labios. Una risa silenciosa le hacía temblar los hombros.

– ¿Anita? -insistió Catherine, cogiéndome del brazo.

La abracé, y me devolvió el abrazo. No iba a permitir que muriera de aquel modo. Ni hablar. Se apartó y me miró a la cara.

– Di me qué pasa.

– ¿Podemos hablar en mi despacho? – Preguntó Jean-Claude.

– No hace falta que venga Catherine.

– Creo que debería venir -dijo Aubrey acercándose. Parecía brillar en la penumbra-. Esto la concierne… íntimamente. -Se lamió los labios ensangrentados con su lengua de gato.

– No. Ella se queda al margen, a toda costa.

– ¿Al margen de qué? ¿De qué va esto?

– ¿Crees que irá a la policía? -preguntó Jean-Claude.

– ¿A la policía? ¿Por qué? -preguntó Catherine, subiendo cada vez más la voz.

– ¿Y qué pasa si va?

– Que morirá -contestó Jean-Claude.

– ¿Perdón? -Dijo Catherine, que estaba recuperando los colores a fuerza de enfado-. ¿Me estás amenazando?

– Irá a la policía -dije.

– Tú decides.

– Lo siento, Catherine, pero sería mejor para todos que olvidaras lo que ha pasado.

– ¡Ya basta! Nos vamos ahora mismo -sentenció Catherine. Me cogió del brazo, y yo no me resistí.

– Mírame, Catherine -dijo Aubrey a sus espaldas.

Ella se quedó rígida. Me clavó los dedos en la mano, y noté una tensión increíble que le atravesaba los músculos; se estaba resistiendo. Dios mío, ayúdala. Pero Catherine no tenía poderes mágicos ni crucifijos, y la fuerza de voluntad no bastaba contra alguien como Aubrey.

Dejó caer la mano que me apretaba el brazo, y los dedos se le quedaron inertes. Exhaló un suspiro largo y trémulo y se quedó mirando algo que quedaba un poco por encima de mi cabeza, algo que yo no podía ver.

– Lo siento, Catherine -susurré.

– Aubrey puede hacer que no recuerde nada de esta noche. Creerá que ha bebido demasiado, pero eso no resolvería el problema.

– Lo sé. Lo único que puede romper el control es la muerte de Aubrey.

– Ella se habrá convertido en polvo antes de que eso ocurra.

Miré a Aubrey y pasé la vista por la mancha de sangre de su camisa. Le sonreí aposta.

– Esta herida insignificante ha sido cuestión de suerte -dijo Aubrey-, nada más. No te confíes.

Confiarme; eso sí que tenía gracia. Me costó contener la risa. -Capto la amenaza, Jean-Claude. O hago lo que queréis, o Aubrey termina lo que ha empezado con Catherine.

Has entendido muy bien la situación, ma petite.

– Deja de llamarme así. ¿Qué queréis de mí exactamente?

– Creo que ya te lo explicó Willie McCoy.

– ¿Queréis contratarme a mí para que investigue los asesinatos de vampiros?

– Sí.

– Esto -dije, señalando con un gesto la cara inexpresiva de Catherine- no era necesario. Podríais haberme pegado o amenazado con matarme; podríais haberme ofrecido dinero… Podríais haber hecho muchas cosas antes que esto.

– Todo eso habría llevado tiempo -dijo con una sonrisa forzada-. Y seamos sinceros: te habrías negado de todos modos.

– Puede ser.

– De esta manera, no tienes elección.

No iba muy desencaminado.

– Vale, acepto el caso. ¿Satisfecho?

– Mucho -dijo Jean-Claude, en voz muy baja-. ¿Qué hacemos con tu amiga?

– Quiero que se vaya a casa en taxi. Y quiero alguna garantía de que Colmillo Largo no la va a matar de todos modos.

Aubrey rió con un siseo histérico. Se partía de risa.

– Colmillo Largo, me gusta ese nombre.

– Te doy mi palabra de que nadie le hará daño si nos ayudas -dijo Jean-Claude después de mirar al otro vampiro.

– No te ofendas, pero no me basta con eso.

– Dudas de mi palabra. -Su voz sonó airada, aunque era baja y cálida.

– No, pero tú no controlas a Aubrey. A no ser que seas su amo, no puedes hacerte responsable de su comportamiento.

Las carcajadas de Aubrey se habían convertido en risitas. No había oído nunca a un vampiro reírse de aquel modo, y no era un sonido agradable.

– A mí no me controla nadie, mocosa. -La risa se apagó del todo, y el vampiro se enderezó-. Soy mi propio amo.

– Venga, hombre. Si tuvieras más de quinientos años y fueras maestro vampiro, me habrías usado de trapo para fregar el escenario. Pero tal como ha ido la cosa… -Extendí las manos con las palmas hacia arriba-. Tendrás todos los años que quieras, pero tú no eres tu propio amo.

– ¿Cómo te atreves? -preguntó con un gruñido ronco y la cara oscurecida por la cólera.

– Piensa, Aubrey. Te ha calculado la edad con un error de menos de cincuenta años. No eres maestro vampiro, y se ha dado cuenta. La necesitamos.

– Lo que necesita es una lección de humildad -dijo, avanzando hacia mí mientras abría y cerraba los puños con el cuerpo tenso por la furia contenida.

– Nikolaos espera que se la llevemos -dijo Jean-Claude, interponiéndose entre nosotros-. Ilesa.

Aubrey vaciló. Gruñó y cerró la mandíbula bruscamente; los dientes emitieron un chasquido sordo y colérico.

Se miraron. Podía sentir cómo se enfrentaban sus voluntades a través del aire, como un viento distante. Se me erizó el vello de la nuca. Fue Aubrey quien apartó la vista con un parpadeo furioso.

– Tendré paciencia, mi amo -dijo, resaltando mucho el mí para dejar claro que Jean-Claude no era su amo.

Tragué saliva un par de veces, y me pareció que se oía en toda la habitación. Si querían asustarme, estaban haciendo un trabajo cojonudo.

– ¿Quién es Nikolaos?

– No nos corresponde a nosotros contestar a esa pregunta -dijo Jean-Claude. Su cara estaba tranquila y hermosa.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Vamos a llevar a tu amiga en taxi adonde nadie pueda hacerle daño -dijo, esbozando una sonrisa con cuidado de no mostrar los colmillos.

– ¿Y qué pasa con Mónica?

Allí sonrió de oreja a oreja, haciendo gala de sus colmillos.

– ¿Te preocupa su seguridad? -Parecía encontrarlo divertido.

De repente encajaron las fichas: la despedida de soltera improvisada, que sólo estuviéramos nosotras tres…

– Tenía el encargo de traernos a Catherine y a mí.

Asintió con un solo movimiento de cabeza.

Me moría de ganas de partirle la cara a Mónica. Y cuanto más lo pensaba, mejor idea me parecía. Como por arte de magia, la reina de Roma entreabrió el telón y se nos acercó. Le sonreí con toda mi mala leche. Ella vaciló, pasando la vista de Jean-Claude a mí.

– ¿Va todo según lo previsto?

Avancé hacia ella. Jean-Claude me cogió del brazo.

– No le hagas daño, Anita. Está bajo nuestra protección.

– Te prometo que esta noche no le voy a tocar un pelo. Sólo quiero decirle una cosilla.

Me soltó el brazo lentamente, como si no estuviera seguro de que fuera buena idea. Me acerqué a Mónica hasta que nuestros cuerpos estuvieron a punto de rozarse.

– Como le pase algo a Catherine -le susurré-, te mato.

– Me harán regresar, y seré una de ellos. -Lo dijo con una mueca arrogante, muy segura de sus protectores.

Sentí que mi cabeza se movía un poco a la derecha y otro poco a la izquierda, con un movimiento lento y preciso.

– Te arrancaré el corazón -dije. Seguía sonriendo. Era como si no pudiera parar-. Lo quemaré y tiraré las cenizas al río. ¿Capisci?

Tragó saliva visiblemente. El bronceado de salón de belleza se le había puesto verdoso. Asintió, mirándome como si fuera el hombre del saco.

Creo que se lo creyó. De puta madre. No me hace gracia malgastar una buena amenaza.

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