Capítulo 29

Resbalé en la hierba mojada. Las medias no están hechas para correr. Me quedé sentada, concentrada en respirar e intentando poner la mente en blanco. Había levantado una zombi para salvar a un ser humano que no era un ser humano. Y los vampiros estaban torturando a la zombi que había levantado. Joder. Y aún quedaba un montón de noche por delante.

– Ahora ¿qué? -susurré.

Una voz me respondió, ligera como la música.

– Hola, reanimadora. Parece que estás disfrutando de una velada intensa.

Nikolaos estaba oculta entre las sombras de los árboles. Willie McCoy estaba con ella, algo apartado, no exactamente a su lado, como si fuera un guardaespaldas o un criado. Me inclinaba por lo segundo.

– Pareces inquieta. ¿Qué te pasa? -La voz se elevó en un canturreo melodioso. La niñita peligrosa había vuelto.

– Zachary ha levantado la zombi. Ya no puedes usar esa excusa para matarlo.

Y entonces me eché a reír, pero la carcajada me sonó brusca y seca hasta a mí. Ya estaba muerto. No creía que Nikolaos lo supiera. No podía leer las mentes; sólo obligar a la gente a decir la verdad. Habría apostado cualquier cosa a que no se le había ocurrido preguntar: «¿Estás vivo, Zachary, o eres un cadáver ambulante?». No conseguía dejar de reírme.

– Anita, ¿qué te pasa? -La voz de Willie era la misma de siempre.

Hice lo posible por recobrar el aliento.

– Nada. Estoy bien.

– No le veo la gracia a la situación, reanimadora. -La voz de niña iba desvaneciéndose, como si se retirara una máscara-. Has ayudado a Zachary a levantar la zombi. -Hizo que sonara como una acusación.

– Sí.

Oí un movimiento en la hierba; eran los pasos de Willie, nada más. Levanté la mirada y vi que Nikolaos se me acercaba, silenciosa como un gato. Lucía su sonrisa de niña graciosa, inofensiva, modélica y monísima. No. Tenía la cara un poco alargada. La niñita perfecta ya no era tan perfecta. Cuanto más se acercaba, más defectos le veía. ¿Estaba viendo su aspecto real? ¿Era posible?

– No me quitas los ojos de encima, reanimadora. -Soltó una risa aguda y descontrolada, como campanillas en una tormenta-. Cualquiera diría que has visto un fantasma. -Se arrodilló, recogiéndose el pantalón por encima de las rodillas como si fuera una falda-. ¿Has visto un fantasma? ¿Algo que te asuste? ¿O es por otra cosa? -Tenía la cara a dos palmos de la mía.

Yo contenía el aliento con los dedos clavados en el suelo. El miedo me cubría como una segunda piel, gélido. Aquel rostro era agradable, sonriente, alentador… De verdad que lo único que le faltaba era un hoyuelo.

– La he levantado yo. -La voz me salió ronca, y tuve que toser para aclarármela-. No quiero que le hagáis daño.

– Pero sólo es una zombi. No se puede decir que tenga mente.

Me quedé sin hacer nada frente a aquella cara delgada y agradable, con miedo de apartar la vista y con miedo de mirarla. El deseo de huir me oprimía el pecho.

– Fue un ser humano. No quiero que la torturéis.

– No le harán gran cosa. Además, mis vampiritos sufrirán una decepción; los muertos no pueden alimentarse de los muertos.

– Los algules sí.

– Pero ¿qué es un algul, reanimadora? ¿Está muerto realmente?

– Sí.

– ¿Yo estoy muerta? -preguntó.

– Sí.

– ¿Estás segura? -Tenía una pequeña cicatriz cerca del labio superior. Debía de habérsela hecho antes de morir.

– Completamente -dije.

Rió, con un sonido contagioso capaz de henchir el corazón. Se me revolvió el estómago al oírla. Al paso que iba acabaría por odiar las películas de Shirley Temple.

– No creo que estés segura en absoluto. -Se puso en pie con un movimiento fluido. Lo que hacen años de práctica.

– Quiero que devolváis a la zombi a la tumba. Ahora, esta noche.

– No estás en situación de pedir nada. -La voz era muy fría, muy adulta. Los niños no saben arrancar la piel a tiras con la voz.

– Yo la he levantado y no quiero que la torturéis.

– ¿Verdad que es una pena?

– Por favor -dije. ¿Qué otra cosa podía decir?

– ¿Por qué es tan importante para ti? -Me miraba fijamente.

– Porque sí. -No me sentí capaz de explicárselo.

– ¿Hasta qué punto es importante? -preguntó.

– No sé a qué te refieres.

– ¿Qué estarías dispuesta a soportar por tu zombi?

– No te entiendo. -El miedo me atenazó la boca del estómago.

– Claro que sí -dijo.

Me incorporé, aunque no creía que me fuera a servir de gran cosa. Era más alta que ella. Nikolaos era diminuta, una niñita delicada. Ya.

– ¿Qué quieres?

– No lo hagas, Anita. -Willie se mantenía a cierta distancia, como si no se atreviera a acercarse demasiado. Muerto parecía más listo que cuando estaba vivo.

– Cállate, Willie. -Lo dijo en tono normal, sin gritos, sin amenazas. Pero Willie se calló de inmediato, como un perro bien adiestrado. Puede que captara mi mirada, o puede que fuera por otro motivo, pero añadió-: Tuve que castigar a Willie por no haber conseguido contratarte la primera vez.

– ¿Lo castigaste?

– Estoy segura de que Phillip te ha informado sobre mis métodos.

– Un ataúd rodeado de crucifijos -confirmé.

Me ofreció otra sonrisa alegre y radiante, que las sombras convirtieron en una mueca despiadada.

– A Willie le daba pánico que pudiera dejarlo allí durante meses, incluso años.

– Los vampiros no pueden morir de hambre. Hasta ahí llego.

«Zorra, sólo puedes mantenerme asustada mientras no me enfade -añadí para mis adentros-. Y sienta tan bien enfadarse…»

– Hueles a sangre fresca. Si me dejas probarte, dejaré descansar en paz a tu zombi.

– ¿Probarme significa morderme? -pregunté.

Soltó una risa dulce y conmovedora. Zorra.

– Sí, humana, significa morderte. -De repente estaba junto a mí. Me aparté instintivamente, y se volvió a reír-. Parece que Phillip se me ha adelantado.

Durante un momento no entendí a qué se refería; luego me llevé una mano a la marca que tenía en el cuello. De repente me sentí incómoda, como si me hubiera pillado desnuda. Su risa flotó en el aire. Empezaba a atacarme los nervios, de verdad.

– De eso nada -dije.

– Pues déjame entrar otra vez en tu mente. Eso también me nutre.

Sacudí la cabeza demasiado deprisa, demasiadas veces. Preferiría morir a permitirle entrar de nuevo en mi mente. Si podía elegir, claro.

No muy lejos resonó un grito: Estelle recuperaba la voz. Temblé como si hubiera recibido una bofetada.

– Déjame probar tu sangre, reanimadora. Sin morder. -Me mostró los colmillos al decir esto último-. Te quedas quieta y no haces nada para detenerme. Probaré la herida que tienes en el cuello, pero no me alimentaré de ti.

– Ya no sangra. Se ha cerrado.

– La lameré hasta que vuelva a sangrar. -Sonrió, toda dulzura ella.

Tragué saliva. No sabía si podría con aquello. Resonó otro grito, agudo y desorientado. Dios.

– Anita… -dijo Willie.

– Cállate o desatarás mi ira. -La voz sonó como un gruñido, grave y oscuro.

Willie pareció encogerse por momentos. Su cara era un triángulo blanco bajo el pelo negro.

– Déjalo, Willie -dije-. No quiero que te pase nada por mi culpa.

Willie me miró desde donde estaba, a unos pocos metros que podrían haber sido kilómetros. Pero me bastó con ver su gesto compungido. Pobre Willie. Y pobre de mí.

– ¿De qué te sirve si no te vas a alimentar? -pregunté.

– No me sirve de nada. -Me acercó una mano pequeña y pálida-. Aunque, desde luego, el miedo es una especie de néctar. -Cerró sus dedos fríos en torno a mi muñeca. Me sobresalté, pero no la retiré. Iba a permitírselo, ¿verdad?-. Es como una sombra de la alimentación, humana. La sangre y el miedo siempre son valiosos, se obtengan como se obtengan. -Se acercó más. Noté su aliento en la piel y retrocedí. Sólo su mano en la muñeca me mantenía cerca de ella.

– Un momento. Primero quiero que liberéis a la zombi, ahora mismo.

– Muy bien. -Asintió lentamente, mirándome, y después dirigió la mirada al vacío, como si sus ojos acuosos vieran cosas que no estaban o que yo no podía ver. Sentí cierta tensión en su mano, casi como un calambre.

– Theresa los ahuyentará y le dirá al reanimador que ponga la zombi a descansar.

– ¿Acabas de darle esas instrucciones ahora mismo?

– Está a mis órdenes, ¿no lo sabías?

– Sí, lo suponía.

– No sabía de ningún vampiro telépata. Claro que hasta la noche anterior tampoco sabía que pudieran volar. Jo, estaba aprendiendo un montón.

– ¿Cómo sé que me dices la verdad? -pregunté.

– Tendrás que confiar en mí.

Hombre, eso casi había tenido gracia. Si tenía sentido del humor, puede que acabáramos entendiéndonos. Ja.

Me tiró de la muñeca para acercársela más al cuerpo, conmigo detrás. Su mano era acero hecho carne. Para soltarme habría necesitado un soplete, como mínimo. Y, vaya por Dios, justo cuando me había quedado sin sopletes.

La parte superior de su cabeza me llegaba a la barbilla, y tuvo que ponerse de puntillas para que notara su aliento en el cuello. Aquello debería haberse cargado la sensación de amenaza. Pues no. Cuando sentí el roce de sus labios suaves me estremecí. Ella se rió contra mi piel y apretó la cara. Empecé a temblar descontroladamente.

– Te prometo que iré con cuidado. -Volvió a reír, y reprimí el impulso de apartármela de encima. Habría dado lo que fuera por meterle una hostia; sólo una, pero bien dada. Pero no me parecía una buena noche para morir. Además, habíamos hecho un trato.

– Pobrecilla, estás temblando. -Me puso una mano en el hombro para mantener el equilibrio y me rozó la base del cuello con los labios-. ¿Tienes frío?

– Déjate de gaitas. ¡Hazlo de una vez!

– ¿No quieres que te toque? -preguntó, tensándose contra mí.

– No -dije. ¿Estaría loca? Una pregunta retórica.

– ¿Dónde tengo la cicatriz de la cara? -preguntó con voz tranquila.


– Cerca de la boca -contesté sin pensar.

– ¿Y cómo lo sabes? -siseó.

El corazón me dio un vuelco. Ay. Le había dado a entender que sus trucos no le salían bien.

Me clavó la mano en el hombro. Dejé escapar un sonido ahogado, pero no grité.

– ¿Qué has estado haciendo, reanimadora?

No tenía ni la más remota idea, pero me daba que no se lo creería.

– ¡Déjala en paz! -Phillip apareció corriendo entre los árboles-. Me prometiste que no le haríais daño esta noche.

– Willie. -Nikolaos ni siquiera se volvió. Sólo pronunció su nombre, pero como todos los buenos criados, sabía qué se esperaba de él.

Se colocó frente a Phillip con un brazo extendido, para intentar detenerlo. Phillip esquivó el brazo y pasó de largo.

Willie no había sido nunca un gran luchador, y la fuerza no basta cuando se tiene un equilibrio de mierda.

Nikolaos me llevó los dedos a la barbilla y me hizo volver la cara hacia ella.

– No me obligues a mantener tu atención, reanimadora. Y no te gustarían los métodos que elegiría.

Tragué saliva. Probablemente, tenía razón.

– Tienes toda mi atención, en serio. -Mi voz era un susurro ronco ahogado por el miedo, pero si intentaba aclararme la garganta, le tosería en la cara. No me pareció buena idea.

Oí que alguien corría por la hierba. Reprimí el impulso de levantar la vista y apartarla de la vampira.

Nikolaos se volvió para mirar la procedencia del sonido. Vi que se movía, pero a tal velocidad que se desdibujó. De repente estaba mirando en otra dirección. Phillip estaba frente a ella. Willie lo alcanzó y lo cogió del brazo, pero no parecía saber qué más hacer. ¿Se le ocurriría que podía machacarle el brazo? Me daba que no.

– Suéltalo. -A Nikolaos sí se le había ocurrido-. Si quiere venir, que venga.

– Su voz prometía mucho dolor.

Willie retrocedió. Phillip se quedó donde estaba, mirándome.

– ¿Estás bien, Anita?

– Vuelve adentro, Phillip. Te agradezco tu preocupación, pero he hecho un trato con ella. No va a morderme.

– Me prometiste que no le haríais daño. Me lo prometiste. -Phillip sacudía la cabeza y se dirigía a Nikolaos con cuidado de no mirarla directamente.

– Y no sufrirá ningún daño. Soy fiel a mi palabra… casi siempre.

– No pasa nada, Phillip. No quiero que te pase nada por mi culpa. La confusión se adueñó de su rostro. No sabía qué hacer; parecía que se le hubiera perdido el coraje entre la hierba. Pero no retrocedió. Un punto así de grande para él. Yo habría retrocedido…, supongo. Oh, mierda. Phillip estaba siendo muy valiente, y no me apetecía que muriera por ello.

– ¡Vuelve adentro, Phillip, por favor!

– No -dijo Nikolaos-, deja que juegue al soldadito valiente quiere.

Phillip flexionó las manos, como si intentara agarrarse a algo.

De repente, Nikolaos estaba a su lado. Yo no la había visto moverse, y Phillip no se había dado cuenta todavía: seguía mirando el lugar que ocupaba la vampira hacía un instante. Nikolaos le barrió las piernas de una patada, y Phillip cayó sobre la hierba, mirándola como si acabara de aparecer.

– ¡No le hagas daño! -dije.

Una manita pálida se puso en movimiento y lo rozó. Phillip salió despedido hacia atrás y cayó de costado, con la cara ensangrentada.

– ¡Nikolaos, por favor! -exclamé. Hasta había dado dos pasos hacia ella, y por voluntad propia. Siempre podía intentar coger la pistola. No la mataría, pero Phillip tendría tiempo para huir. Si es que quería huir.

Se oyeron unos gritos procedentes de la casa.

– ¡Pervertidos! -gritaba una voz de hombre.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– La Iglesia de la Vida Eterna ha mandado a sus acólitos -respondió Nikolaos. Parecía hacerle gracia-. Tendré que abandonar esta pequeña reunión. -Se volvió hacia mí, dejando a Phillip aturdido en la hierba-. ¿Cómo me has visto la cicatriz? -preguntó.

– No lo sé.

– Mentirosilla. Ya hablaremos más tarde. -Y se marchó corriendo como una sombra etérea bajo los árboles. Al menos no se había ido volando. Aquella noche, mi neurona no lo habría soportado.

Me arrodillé al lado de Phillip. Tenía sangre donde ella le había dado el golpe.

– ¿Puedes oírme?

– Sí. -Consiguió sentarse-. Tenemos que salir por patas. Los meapilas siempre van armados.

– ¿Les da por atacar fiestas de freaks muy a menudo? -pregunté mientras lo ayudaba a ponerse en pie.

– Siempre que pueden.

Parecía capaz de tenerse en pie. Menos mal; yo no habría podido llevarlo muy lejos.

– Ya sé que no tengo derecho a pedíroslo -dijo Willie-, pero os ayudaré a llegar al coche.

– Se secó las manos en el pantalón-. ¿Podéis llevarme?

Me eché a reír. No pude evitarlo.

– ¿No puedes desaparecer como los demás?

– Aún no he aprendido -dijo, encogiéndose de hombros.

– Oh, Willie. -Suspiré-. Venga, vamonos de aquí.


Me sonrió. Poder mirarlo a los ojos hacía que me resultara casi humano. Phillip no se opuso a que nos acompañara el vampiro. ¿Por qué había pensado que pondría peros?

Se seguían oyendo gritos procedentes de la casa.

– Alguien llamará a la pasma -dijo Willie.

Tenía razón, y yo no podría explicar qué hacía allí. Cogí a Phillip de la mano y me apoyé en él mientras volvía a ponerme los zapatos.

– Si hubiera sabido que nos iba a tocar huir de una horda de fanáticos enloquecidos, me habría puesto unos tacones más bajos.

Me agarré del brazo de Phillip para mantener el equilibrio mientras atravesaba el campo minado de bellotas. Menudo momento para torcerse un tobillo.

Ya casi habíamos llegado al camino cuando tres individuos salieron de la casa. Uno llevaba una porra; los otros eran vampiros y no necesitaban armas. Abrí el bolso, saqué la pistola y la sujeté, oculta tras la falda. Le di a Phillip las llaves del coche.

– Pon el coche en marcha; yo os cubro.

– No sé conducir -dijo.

– ¡Mierda! -Lo había olvidado.

– Yo conduciré. -Willie me pidió las llaves y se las di.

Uno de los vampiros se lanzó hacia nosotros, con los brazos muy abiertos y siseando. Quizá sólo quisiera asustarnos; quizá quisiera algo más. Yo había tenido suficiente por una noche. Quité el seguro, cargué una bala y disparé al suelo, a sus pies. Vaciló y estuvo a punto de tropezar.

– Las armas de fuego no me hacen nada, humana.

Hubo un movimiento bajo los árboles. No sabía si eran amigos o enemigos, ni si importaba. El vampiro siguió avanzando. La zona era residencial, y las balas pueden recorrer mucho trecho antes de alcanzar algo. No podía correr riesgos.

Levanté el brazo, apunté y disparé. Le di en el estómago. Se sacudió y pareció encogerse alrededor de la herida. Estaba estupefacto.

– Balas bañadas en plata, colmillitos.

Willie se dirigió hacia el coche. Phillip dudó entre ayudarme y seguirlo.

– Al coche, Phillip. Ya.

El segundo vampiro estaba tratando de rodearnos.

– Quieto parado -le ordené. Se quedó inmóvil-. Al primero que se me haga el chulo le meto una bala en el cerebro.

– No nos mataría -dijo el segundo vampiro.

– No, pero tampoco creo que os sentara bien.

El humano armado con la porra se acercó un poco.

– Ni se te ocurra -le dije.

El coche se puso en marcha. No me atreví a volverme. Caminé de espaldas, con miedo a que los putos tacones me hicieran tropezar. Si me caía, se me echarían encima, y en ese caso, alguien acabaría por palmarla.

– Vamos, Anita, sube. -Era Phillip, que estaba asomado a la puerta del acompañante.

– Hazme sitio. -Se apartó y entré en el coche. El humano corría hacia nosotros-. ¡Vamonos, ahora!

Las ruedas hicieron saltar gravilla y yo cerré la portezuela de golpe. De verdad que no quería matar a nadie aquella noche. El humano se protegía la cara de la grava cuando salimos disparados por el camino.

El coche daba tumbos y estuvo a punto de estamparse contra un árbol.

– Más despacio -dije-; estamos a salvo.

Willie levantó el pie del acelerador y me sonrió.

– Lo hemos conseguido.

– Sí. -Le devolví la sonrisa, aunque no estaba tan segura.

Phillip seguía sangrando por la herida de la cara. Me quitó las palabras de la boca:

– Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? -Parecía tan cansado como yo.

– Todo se arreglará, Phillip -dije, dándole unas palmaditas en el brazo.

Me miró. Parecía haber envejecido de tan cansado que estaba.

– No te lo crees ni tú.

¿Qué podía decirle? Tenía razón.

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