El Circo de los Malditos está en un antiguo almacén. Tiene el nombre anunciado en el tejado con luces de colores, y hay unas figuras gigantescas de payasos que bailan alrededor de las palabras en una pantomima inmóvil. Si se observan los payasos detenidamente, resulta que tienen colmillos. Pero para verlo hay que fijarse mucho.
Los laterales del edificio estaban cubiertos con enormes carteles de lona plastificada, como en las antiguas barracas de feria. Uno mostraba a un hombre ahorcado: EL CONDE ALCOURT DESAFÍA A LA MUERTE. En otro dibujo, unos zombis salían a rastras de un cementerio: VEA A LOS MUERTOS LEVANTARSE DE LA TUMBA. Un dibujo muy malo representaba a un hombre a medio camino entre la forma humana y la lobuna: FABIÁN EL HOMBRE LOBO. Había otros anuncios y otras atracciones, pero ninguna parecía muy sana.
El Placeres Prohibidos está en la línea divisoria entre el entretenimiento y el sadismo. El Circo cruza la línea y cae por el precipicio.
Y allí me disponía a entrar. Qué alegría.
El ruido es como un golpe al entrar. Un estallido de sonidos de feria estridentes, el rumor de cientos de personas, los empujones de la multitud… Las luces chillonas destellan con cientos de colores distintos, y todos ellos hacen daño a los ojos, todos intentan llamar la atención o dar ganas de vomitar. Aunque puede que sólo fueran mis nervios.
El olor es una mezcla de algodón dulce, perritos, pestiños con canela, sorbetes, sudor y, por debajo de todo ello, un olor que pone los pelos de punta: la sangre huele como los centavos de cobre, y es un olor penetrante. La mayoría no lo identifica. Pero hay otro olor en el aire, aparte del de la sangre: el de la violencia. Ya, la violencia no huele. Pero allí siempre se nota… algo. Algo que hace pensar en habitaciones cerradas durante años y telas podridas.
Hasta entonces sólo había ido allí por asuntos policiales. Lo que habría dado por estar rodeada de uniformes en aquel momento.
La multitud se separó como el agua hendida por un barco. Winter, el musculitos, avanzaba entre la gente, que se apartaba instintivamente de su camino. Yo también me habría apartado, pero no creía que se me fuera a presentar la oportunidad.
Winter llevaba el atuendo típico del forzudo, con un estampado de rayas de cebra, y buena parte del torso al descubierto. En sus piernas se apreciaba perfectamente hasta el menor movimiento de los tendones, como si los leotardos de rayas fueran una segunda piel. Cada uno de los bíceps, sin tensar, tenía un diámetro mayor que mis dos brazos. Se detuvo delante de mí, consciente de que me intimidaba con su altura.
– ¿Toda tu familia es obscenamente alta, o sólo tú? -le pregunté.
Frunció el ceño y entrecerró los ojos. No lo había pillado. En fin.
– Sígueme -dijo. Sin más palabras, giró y volvió sobre sus pasos, atravesando de nuevo la multitud.
Supongo que tenía que seguirlo como una niña obediente. Mierda. Una gran carpa azul ocupaba una esquina del almacén. La gente hacía cola delante, con la entrada en la mano.
– Casi es la hora, amigos. Saquen sus entradas y pasen. Vean al ahorcado. El conde Alcourt será ejecutado ante sus ojos.
Me había detenido a escuchar. Winter no me esperó. Por suerte, su espalda ancha y blanca no se perdía en la multitud. Tuve que correr para alcanzarlo. Odio tener que hacer eso; me siento como una niña detrás de un adulto. Pero si tener que correr un poco era lo peor que iba a pasar aquella noche, la cosa no sería tan grave.
Había una noria de tamaño natural; la parte superior, resplandeciente, llegaba casi hasta el techo. Un hombre me tendió una pelota de béisbol.
– Prueba suerte, jovencita.
No le hice ni caso. Odio que me llamen jovencita. Miré los premios que se podían ganar: animales de peluche y muñecos horribles. Los peluches eran sobre todo de depredadores: panteras achuchables, osos del tamaño de un niño, serpientes con lunares y murciélagos gigantes de colmillos hisurtos.
Había un hombre calvo con maquillaje blanco de payaso que vendía entradas para el laberinto de espejos, y que miraba fijamente a los niños que entraban en la casa de cristal. Casi podía sentir el peso de sus ojos en las espaldas infantiles, como si quisiera memorizar todas las líneas de sus cuerpecitos. Por nada del mundo habría pasado junto a él para meterme en aquel río de cristal resplandeciente.
A continuación estaba el túnel de la risa; más payasos, gritos y corrientes de aire. La pasarela de metal que conducía a sus profundidades se doblaba y se retorcía. Un niño pequeño estuvo a punto de caerse, y su madre lo sujetó. ¿Por qué había padres que llevaban a sus hijos a aquel lugar aterrador?
También había una casa encantada; casi tenía gracia, pero a mí me parecía redundante: todo aquel maldito lugar era la casa del terror.
Winter se había detenido frente a una puerta que conducía a la zona del personal. Me miraba con el ceño fruncido y los enormes brazos cruzados frente a un pecho igualmente enorme. Los brazos no se le doblaban bien del todo, con aquel exceso de músculos, pero bien que lo intentaban.
Me abrió la puerta y entré. El hombre alto y calvo que había visto con Nikolaos la primera vez estaba de espaldas a la pared, en posición de firmes. Su rostro hermoso y estrecho, de ojos muy llamativos por la ausencia de pelo, me miraba como un maestro de primaria a una niña desobediente. Tendré que castigarla, señorita. Pero ¿qué había hecho para portarme mal?
– Regístrala -dijo-, y quítale las armas antes de bajar. -Tenía la voz grave, con un leve acento británico; afectada pero humana.
Winter asintió. ¿Para qué hablar si le bastaba con hacer gestos? Me levantó el chubasquero con sus manazas, cogió la pistola y me empujó un hombro para obligarme a dar la vuelta. También encontró la segunda pistola. ¿De verdad había pensado que me dejarían quedarme las armas? Sí, supongo que sí. Tonta de mí.
– Mira si lleva cuchillos en los brazos.
Mierda.
Winter me agarró las mangas como si fuera a arrancarlas.
– Un momento, por favor. Me quito la chaqueta y, si quieres, la registras también.
Winter me quitó los cuchillos de los brazos, y el calvo registró el chubasquero por si había armas ocultas. No encontró ninguna. Winter me palpó las piernas, pero fue descuidado: no descubrió el cuchillo del tobillo. Tenía un arma y no lo sabían. De puta madre.
Bajamos la interminable escalera y entramos en la sala del trono; estaba vacía.
– El ama nos espera con tu amigo -dijo el hombre. Supongo que notó mi inquietud.
Iba delante, igual que mientras bajábamos la escalera, y Winter cerraba la marcha. Igual pensaban que trataría de escapar. Sí, claro. ¿Adonde?
Se detuvieron frente a la mazmorra. ¿Por qué será que el detalle no me sorprendió? Ja. El calvo llamó a la puerta dos veces, ni muy fuerte ni muy flojo.
Hubo un silencio; después se oyó una risa clara y aguda en el interior. Se me puso la piel de gallina. No quería volver a ver a Nikolaos. No quería volver a estar en una mazmorra. Quería irme a casa.
Se abrió la puerta, y Valentine me invitó a pasar con un gesto.
– Adelante, adelante. -En aquella ocasión llevaba un antifaz plateado. Tenía un mechón de pelo caoba adherido a la parte superior, y estaba pringado de sangre.
El corazón me palpitaba en la garganta. ¿Estás vivo, Phillip? Me costó no preguntarlo en voz alta.
Valentine se apartó del umbral y esperó. Miré al calvo inescrutable, y me indicó con un gesto que lo precediera. ¿Qué podía hacer? Entré.
Lo que vi hizo que me parara en seco antes de empezar a bajar. No podía seguir avanzando. No podía. Aubrey estaba apoyado en la pared más alejada y me sonreía; todavía tenía el pelo dorado, pero su rostro era el de una bestia. Nikolaos estaba de pie, ataviada con un vestidito blanco que hacía que su piel pareciera de tiza, y su cabello, de algodón en rama. Tenía salpicaduras de sangre, como si hubieran sacudido una pluma con tinta roja junto a ella.
Me miró con sus ojos azul grisáceo. Volvió a reír, un sonido denso, puro y… perverso. No tenía otra palabra para describirlo: perverso. Pasó una mano blanca salpicada de sangre por el pecho desnudo de Phillip, le rodeó un pezón con la yema del dedo y volvió a reír.
Estaba encadenado a la pared por las muñecas y los tobillos. La melena castaña le caía hacia delante y le ocultaba un ojo. Tenía su cuerpo musculoso cubierto de mordiscos, y la sangre le corría por la piel bronceada en finas líneas escarlata. Me miró con un ojo marrón; el otro seguía cubierto por el pelo. Era pura desesperación: sabía que lo habían llevado allí para matarlo y que no podía hacer nada. Pero yo sí que podía. Tenía que haber algo. ¡Dios, tenía que haber algo!
El hombre me tocó, y di un bote. Los vampiros se rieron; el hombre, no. Bajé los escalones para acercarme a Phillip, que evitaba mirarme.
Nikolaos le recorrió el muslo desnudo con los dedos. Él se puso tenso y apretó los puños.
– Nos lo hemos pasado muy bien con tu chico -dijo Nikolaos. Su voz era tan dulce como siempre. Parecía salida de La novia niña. Zorra.
– No es mi chico.
– Anita, no mientas. -Hizo un puchero-. No tiene gracia. -Se me acercó moviendo sus estrechas caderas al ritmo de alguna música interior. Alargó la mano; yo retrocedí y choqué contra Winter.
– Reanimadora, reanimadora -dijo-. ¿Cuándo vas a darte cuenta de que no puedes resistir?
Dudo que quisiera que protestara, así que me quedé calladita.
Volvió a tender hacia mí una mano ensangrentada y delicada.
– Winter puede sostenerte, si quieres.
Quédate quieta o te inmovilizamos. Menuda elección. Me quedé quieta y vi cómo aquellos dedos pálidos avanzaban hacia mi cara. Me clavé las uñas en las palmas de las manos. No iba a apartarme de ella. No iba a moverme. Me tocó la frente con los dedos, y sentí el tacto frío y húmedo de la sangre. Bajó por la sien y la mejilla, y continuó hasta el labio inferior. Creo que dejé de respirar.
– Lámete los labios -dijo.
– No -contesté.
– Pero qué terca eres. ¿Jean-Claude te ha dado todo este valor?
– ¿De qué cono hablas?
– No te hagas la tonta, Anita. -Se le oscurecieron los ojos y se le nubló la expresión-. No te pega nada. -La voz se le había vuelto adulta de repente, tan cálida que abrasaba-. Conozco tu secretito.
– No sé de qué me hablas -dije completamente en serio. No entendía por qué estaba tan furiosa.
– Si quieres, jugamos un rato más. -De repente estaba al lado de Phillip, y no la había visto moverse-. ¿Te he sorprendido, Anita? Aún soy la dueña de la ciudad. Tengo poderes que tu amo y tú nunca podríais soñar.
¿Mi amo? ¿Qué coño estaba diciendo? Yo no tenía amo.
Pasó las manos por el costado de Phillip. Le enjugó la sangre con una mano para mostrar la piel lisa e intacta. De pie delante de él, no le llegaba ni a la clavícula. Phillip había cerrado los ojos. Ella echó la cabeza atrás, y vi un destello de colmillos cuando separó los labios con un gruñido.
– No. -Avancé hacia ellos. Winter me puso las manos en los hombros y sacudió la cabeza lentamente. No podía interferir.
Le clavó los colmillos en el costado. Phillip tensó el cuerpo, arqueó el cuello y sacudió los brazos, tirando de las cadenas.
– ¡Déjalo en paz! -Le di un codazo en el estómago a Winter, que gruñó y me clavó los dedos en los hombros hasta que sentí deseos de gritar. Me rodeó con los brazos y me apretó contra su pecho, inmovilizándome por completo.
Nikolaos apartó la cara de la piel de Phillip. La sangre le corría por la barbilla. Se lamió los labios con una lengua rosada y diminuta.
– Qué ironía -dijo, con una voz mucho más cascada de lo que el cuerpo llegaría a estar nunca-. Le encargué a Phillip que te sedujera, y fuiste tú quien lo sedujo a él.
– No somos amantes. -Me sentía ridícula apretada contra el pecho de Winter.
– Negarlo no os servirá de nada a ninguno de los dos.
– ¿Y qué nos servirá? -pregunté.
Hizo un gesto, y Winter me soltó. Me puse fuera de su alcance, pero eso me acercó a Nikolaos, así que no supe si había salido ganando.
– Vamos a hablar de tu futuro, Anita. -Empezó a subir las escaleras-. Y del de tu amante.
Di por sentado que se refería a Phillip y no la corregí. El hombre sin nombre me indicó que la siguiera escaleras arriba. Aubrey se acercó a Phillip; iban a quedarse a solas. Inaceptable.
– Nikolaos, por favor.
No sé si fue por el por favor o por qué, pero se volvió.
– ¿Sí? -dijo.
– ¿Puedo pedirte dos cosas?
Me sonrió divertida; la diversión de un adulto con una niña que ha usado una palabra nueva. No me importaba qué pensara de mí mientras hiciera lo que yo quería.
– Por pedir… -dijo.
– Que cuando nos vayamos, todos los vampiros salgan de esta habitación. -Seguía mirándome y sonriendo; de momento, íbamos bien-. Y que me dejes hablar con Phillip a solas.
Su risa fue un sonido agudo y salvaje, como campanillas agitadas por una tormenta.
– Tienes agallas, mortal. Lo reconozco. Empiezo a entender qué ve Jean-Claude en ti.
Dejé pasar el comentario, porque me parecía que se me escapaba parte de su significado.
– ¿Puedes concederme lo que pido, por favor?
– Llámame ama y lo tendrás.
Tragué saliva de manera audible en el súbito silencio.
– Por favor… ama. -Qué mayor. No me atraganté ni nada al pronunciar la palabra.
– Muy bien, reanimadora; muy, pero que muy bien. -Sin necesidad de que ella dijera nada, Valentine y Aubrey subieron los escalones y salieron por la puerta. No pusieron ningún pero, lo que ya era aterrador.
– Dejaré a Burchard en las escaleras. Es humano; si habláis en voz baja, no podrá oíros.
– ¿Burchard? -pregunté.
– Sí, reanimadora, Burchard, mi siervo humano. -Me miró como si insinuara algo, pero mi expresión no pareció complacerla. Frunció el ceño y se volvió bruscamente con un balanceo de faldas blancas. Winter la siguió como un cachorrito obediente atiborrado de esteroides.
Burchard, el otrora hombre sin nombre, ocupó su puesto frente a la puerta cerrada. Se quedó mirando al frente, y no a nosotros; aquella era toda la intimidad que íbamos a conseguir.
Me acerqué a Phillip, que seguía sin mirarme. Su espesa melena castaña nos separaba como una cortina.
– Phillip, ¿qué ha pasado?
– El Placeres Prohibidos. -Estaba afónico de gritar. Tuve que ponerme de puntillas y pegarme a él para oírlo-. Me han cogido allí.
– ¿Y Robert no ha intentado detenerlos? -Por algún motivo, me parecía importante. Sólo lo había visto una vez, pero parte de mí estaba furiosa porque no había protegido a Phillip. Él se ocupaba de todo mientras Jean-Claude estaba fuera, y Phillip era una de las cosas de las que se tenía que ocupar.
– No es lo bastante fuerte.
Perdí el equilibrio y tuve que frenarme apoyando las manos en su pecho herido. Di un salto y aparté las manos, llenas de sangre.
Phillip cerró los ojos y se recostó en la pared. Tragó saliva con fuerza, y vi que tenía dos mordiscos nuevos en el cuello. Lo dejarían morir desangrado, si es que a alguien no se le iba la mano antes.
Bajó la cabeza y trató de mirarme, pero el pelo le había tapado los dos ojos. Me sequé la sangre en los vaqueros y volví a ponerme casi de puntillas a su lado. Le aparté el pelo de los ojos, pero volvió a caer. Empezaba a ponerme nerviosa. Lo peiné con los dedos hasta que el pelo le quedó apartado de la cara. Tenía el cabello más suave de lo que parecía, espeso y tibio por la calidez de su cuerpo.
– Hace unos meses -susurró con la voz quebrada- habría pagado por esto. -Casi sonreía.
Lo miré fijamente y comprendí que intentaba bromear. Dios mío. Se me hizo un nudo en la garganta. -Es hora de irse -dijo Burchard.
Miré los ojos marrones de Phillip y vi que la luz de las antorchas se reflejaba en ellos como en espejos negros.
– No te dejaré aquí, Phillip.
Posó los ojos en el hombre de las escaleras y otra vez en mí. El miedo lo hacía parecer más joven, desamparado.
– Hasta luego -dijo.
– Cuenta con ello -dije, apartándome de él.
– No es prudente hacerla esperar -dijo Burchard.
Probablemente tenía razón. Phillip y yo nos miramos un momento. El pulso le saltaba bajo la piel como si tratara de escapar. Me dolía la garganta y se me encogía el corazón. La luz de las antorchas pareció diluirse. Me volví y me dirigí a los escalones. Las cazadoras de vampiros frías como el acero no lloran. Al menos en público. Al menos si pueden evitarlo.
Burchard me sostuvo la puerta. Miré una vez más a Phillip y lo saludé con la mano, como una idiota. Me vio marcharme, con unos ojos que de repente eran, demasiado grandes para la cara, como un niño que ve que sus padres salen de la habitación antes de que hayan desaparecido todos los monstruos.
Tuve que dejarlo allí; solo, desamparado. Que Dios se apiade de mí.