Voces que flotaban en la oscuridad. Sueños.
– No deberíamos haberla movido.
– ¿Es que querías desobedecer a Nikolaos?
– He ayudado a traerla, ¿no? -Era la voz de un hombre.
– Sí -dijo una mujer.
Me quedé tumbada con los ojos cerrados. No estaba soñando. Recordé la mano de Aubrey surgiendo de la nada. Había sido un golpe con la mano abierta. Si hubiera cerrado el puño… Pero no. Estaba viva.
– Anita, ¿estás despierta?
Abrí los ojos, y la luz me atravesó la cabeza como un cuchillo. Los cerré de nuevo para evitar la luz y el dolor, pero este persistió. Volví la cabeza, y fue un error; el dolor me provocaba náuseas. Era como si el cráneo intentara desencajarse. Levanté las manos para taparme los ojos y solté un gemido.
– Anita, ¿cómo estás?
¿Por qué hay gente que tiene la manía de preguntar eso cuando es obvio que la respuesta es «Fatal»? Intenté susurrar, sin saber cómo me sentaría.
– De puta madre. -No fue tan terrible.
– ¿Qué? -dijo la mujer.
– Creo que está siendo sarcástica -dijo Jean-Claude, aliviado-. No puede estar muy malherida si bromea.
Yo no estaba tan segura. Sentía oleadas de náuseas que iban de la cabeza al estómago, no al revés. Me daba que tenía conmoción cerebral, pero no tenía ni idea de si era grave.
– ¿Puedes moverte, Anita?
– No -susurré.
– Te lo preguntaré de otro modo. Si te ayudo, ¿podrás sentarte?
Tragué saliva, esforzándome por respirar en medio del dolor y las náuseas.
– No sé.
Unas manos me cogieron por las axilas. Sentí que el cráneo se me iba hacia delante mientras me incorporaban. Contuve la respiración y tragué saliva.
– Voy a vomitar.
Me puse a cuatro patas. Me moví demasiado deprisa, y el dolor fue como un torbellino de luz y oscuridad. Tenía arcadas; el vómito me ardía en la garganta, y sentía que me iba a estallar la cabeza.
Jean-Claude me sostuvo por la cintura y me puso una mano fría en la frente, sujetándome la caja ósea. Su voz me arropaba como una sábana suave sobre la piel. Me estaba susurrando algo en francés. No entendía ni una palabra, ni falta que me hacía. Su voz me arrullaba y se llevaba parte del dolor.
Me acunó contra su pecho, y yo estaba demasiado débil para resistirme. Hasta entonces había sentido un dolor generalizado que me reverberaba en toda la cabeza, pero ahora se había atenuado y se había vuelto punzante. Me seguía sintiendo fatal al girar la cabeza; era como si se me partiera, pero el dolor era distinto, más soportable.
– ¿Te sientes mejor ahora? -preguntó. Me secó la cara y la boca con un paño húmedo.
– Sí. -No entendía cómo había desaparecido el dolor.
– ¿Qué has hecho, Jean-Claude? -preguntó Theresa.
– Nikolaos quiere que esté consciente y en condiciones para esta visita. Ya la habéis visto. Necesita un hospital, no más torturas.
– Y por eso la has ayudado. -La vampira sonaba divertida-. A Nikolaos no le va a hacer gracia.
Sentí que Jean-Claude se encogía de hombros.
– He hecho lo que había que hacer.
Ya podía abrir los ojos del todo sin sentir que se intensificaba el dolor. Estábamos en una mazmorra; no cabía otra palabra para describir aquel lugar. Una habitación de unos seis metros por seis con muros de piedra de los gordos. Unos escalones conducían a una puerta de madera que tenía un ventanuco con barrotes. Si hasta había cadenas y antorchas en las paredes. Sólo faltaban un potro y un verdugo con capucha negra, a ser posible con brazos grandes y musculosos y un tatuaje de AMOR DE MADRE, para completar el cuadro.
Me sentía mejor, muchísimo mejor. No era normal que me recuperara tan deprisa. Me habían zurrado en otras ocasiones, y el dolor no desaparecía así como así.
– ¿Puedes sentarte sin ayuda? -preguntó Jean-Claude.
Sorprendentemente, la respuesta era «Sí». Me senté con la espalda apoyada en la pared. El dolor seguía presente, pero cada vez más débil. Jean-Claude cogió un cubo que estaba junto a las escaleras y derramó el agua. Había un desagüe muy moderno en mitad del suelo.
– No cabe duda de que te recuperas pronto -dijo Theresa, que me miraba con los brazos en jarras. En su tono había diversión y otra cosa que no podía definir.
– Ya casi no tengo náuseas ni dolor. ¿Cómo es posible?
– A mí no me mires; pregúntaselo a Jean-Claude. -Theresa frunció los labios. Es obra suya.
– Tú no habrías podido hacerlo -dijo Jean-Claude con un deje de exasperación en la voz.
– Yo no lo habría hecho en ningún caso -repuso ella. Se había puesto pálida.
– ¿De qué habláis? -pregunté.
Jean-Claude se volvió hacia mí, su rostro hermoso e inescrutable. Clavó sus ojos oscuros en los míos. Seguían siendo sólo ojos.
– Venga, maestro vampiro, díselo. Verás cómo te lo agradece.
Jean-Claude siguió mirándome, observando mi cara.
– Estás malherida. Tienes conmoción cerebral. Pero Nikolaos no quiere que te llevemos al hospital hasta que haya terminado esta… entrevista. Tenía miedo de que te murieras o te quedaras… incapacitada. -No le había notado nunca la voz tan insegura-. De modo que he compartido mi fuerza vital contigo.
Empecé a sacudir la cabeza. Grave error. Me apreté las manos contra la frente.
– No entiendo.
– No sé cómo explicártelo -dijo con un gesto de impotencia.
– Oh, permíteme -dijo Theresa-. Ha dado el primer paso para convertirte en su sierva.
– No. -Todavía me costaba pensar con claridad, pero sabía que no era cierto. No ha tratado de engañarme con la mente ni con los ojos. No me ha mordido.
– No me refiero a una de esas criaturas patéticas que obedecen nuestros deseos después de unos cuantos mordiscos. Me refiero a una sierva permanente, alguien a quien nunca se hiere ni se muerde. Alguien que envejece casi tan lentamente como nosotros.
Yo seguía sin entenderlo, y se me debía de notar en la cara.
– Te he quitado el dolor -explicó Jean-Claude- y te he dado parte de mí… resistencia.
– ¿Estás sintiendo mi dolor, entonces?
– No; el dolor ha desaparecido. Digamos que te he vuelto un poco más fuerte.
Puede que fuera demasiado complicado, pero lo cierto era que yo seguía sin enterarme de nada.
– No lo entiendo.
– Mira: ha compartido contigo algo que nosotros consideramos un gran don, algo que sólo les damos a las personas que demuestran ser imprescindibles.
– ¿Eso significa que estoy en tu poder? -le pregunté a Jean-Claude, mirándolo fijamente.
– Todo lo contrario -dijo Theresa-. Ahora eres inmune a su mirada, a su voz, a su mente… Sólo estarás a su servicio de forma voluntaria, nada más. Ya ves lo que ha hecho.
La miré a los ojos, y sólo eran ojos. Ella asintió.
– Ahora empiezas a entender. Como reanimadora, ya eras parcialmente inmune a nuestra mirada. Ahora lo eres casi por completo. -Soltó una carcajada demencial-. Nikolaos os aniquilará a los dos.
Dicho aquello, subió las escaleras taconeando con fuerza contra la piedra y dejó la puerta abierta a su paso.
Jean-Claude se me había acercado. Tenía una expresión inescrutable.
– ¿Por qué lo has hecho? -pregunté.
Se limitó a mirarme. El pelo se le había secado en rizos desordenados alrededor de la cara. Seguía siendo increíblemente guapo, pero el pelo lo hacía parecer más real.
– ¿Por qué?
Entonces sonrió, y le vi líneas de cansancio alrededor de los ojos.
– Si hubieras muerto, nuestra ama nos habría castigado. Aubrey ya está pagando caro su… desliz.
Se volvió y empezó a subir las escaleras. Se movía como un gato, con elegancia y fluidez, como si no tuviera huesos. Se detuvo al llegar a la puerta y me miró.
– Vendrán a buscarte cuando Nikolaos decida que es el momento. -Cerró la puerta, y oí cómo echaba la llave y pasaba el cerrojo. Su voz me llegó flotando entre los barrotes, densa, casi burbujeante por la risa-: Y, a lo mejor, porque me caes bien.
Su risa tenía un filo amargo.