Se abrió la puerta del otro despacho, y salió una mujer alta y rubia. Tendría entre cuarenta y cincuenta años. Llevaba unos pantalones dorados de muy buen corte que le realzaban la cintura esbelta; una blusa sin mangas de color crudo, un bronceado perfecto en los brazos, un Rolex de oro y una alianza rodeada de diamantes. La piedra del anillo de compromiso debía de pesar medio kilo. Fijo que ni se había inmutado cuando Jamison le mencionó el precio.
El chico que la seguía también era delgado y rubio. Aparentaba unos quince años, pero yo sabía que al menos tenía dieciocho: está prohibido que los menores ingresen en la Iglesia de la Vida Eterna. Todavía no se le permitía beber alcohol, pero ya podía decidir morir y vivir para siempre. Igual soy rara, pero me parecía delirante.
Jamison salió detrás de ellos, sonriendo solícito. Estaba hablando con el chico en voz baja mientras los acompañaba a la puerta.
Saqué una tarjeta del bolso y se la tendí a la mujer, que la observó por encima y a continuación me recorrió de arriba abajo con la mirada. No pareció muy impresionada; puede que no le gustara la camiseta.
– ¿Sí? -me dijo.
Pedigrí. Hay que tener verdadero pedigrí para conseguir que otra persona se sienta una mierda con sólo una palabra. Yo, por supuesto, me pasé su desprecio por el refajo. No, la gran diosa dorada no me hizo sentir pequeñita y despreciable. Ni un poco.
– El número que hay en la tarjeta es de un especialista en sectas vampíricas. Es muy bueno.
– No quiero que le laven el cerebro a mi hijo.
Esbocé una sonrisa forzada. Raymond Fields era mi experto en sectas vampíricas favorito y no hacía lavados de cerebro. Exponía la verdad, por desagradable que fuera.
– El señor Fields le hablará de los aspectos potencialmente negativos del vampirismo -dije.
– Creo que el señor Clarke ya nos ha dicho todo lo que necesitamos.
– Estas cicatrices no son de jugar al fútbol americano. -Le planté el brazo delante de los morros-. Por favor, coja la tarjeta. Si lo llama o no, ya es asunto suyo.
Creo que palideció debajo de su impecable maquillaje. Tenía los ojos muy abiertos y me miraba el brazo fijamente.
– ¿Eso es obra de vampiros? -Cuando le temblaba la voz parecía casi humana.
– Sí -dije.
– Señora Franks -dijo Jamison, cogiéndola del brazo-, le presento a nuestra cazadora de vampiros.
Pasó la vista del uno al otro. Estaba empezando a perder el gesto remilgado. Se humedeció los labios y se volvió hacia mí.
– ¿En serio? -Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura y mostró de nuevo aires de superioridad.
Me encogí de hombros. ¿Qué podía decir? Le puse la tarjeta en la mano, de manicura perfecta, pero Jamison se la quitó discretamente y se la guardó en el bolsillo. Ella se lo permitió. ¿Qué más podía hacer yo? Nada. Lo había intentado. Punto. Fin de la historia. Me quedé mirando al hijo. Tenía una cara increíblemente aniñada.
Recordé cuando pensaba que tener dieciocho años era ser adulta. Creía que me las sabía todas, y no fue hasta los veintiuno cuando me di cuenta de que no sabía una mierda. Y seguía sin tener ni idea, pero intentaba aprender. A veces no se puede hacer nada mejor, y quizá sea la única opción para todos. Virgen santa, qué negativa estaba aquella mañana.
Jamison los acompañó a la puerta. Pillé un par de frases sueltas.
– Ella quería matarlos. Se limitaban a defenderse.
Sí, esa soy yo, la asesina de no muertos. El terror del cementerio. Ya. Dejé a Jamison con sus medias verdades y entré en el despacho. Seguía necesitando los expedientes. La vida seguía, al menos para mí. No me quitaba de la cabeza la carita y los ojos enormes del chico. Tenía el rostro tan terso y bronceado, como el de un recién nacido. ¿No debería estar prohibido que alguien que todavía no se afeita se pueda suicidar?
Sacudí la cabeza como si pudiera borrar el recuerdo de la cara del chico. Casi funcionó. Estaba arrodillada, con las carpetas en la mano, cuando Jamison entró y cerró la puerta. No me sorprendió.
Tenía la piel del color de la miel oscura, los ojos verde claro y una melena rojiza y rizada. Jamison era el único mulato pelirrojo de ojos verdes que conocía. Su delgadez no se debía al ejercicio, sino a una combinación genética afortunada. La idea que tenía Jamison de hacer ejercicio consistía en levantar copas en una juerga.
– Que no se repita -dijo.
– ¿A qué te refieres? -Me puse en pie sujetando los expedientes.
Sacudió la cabeza y casi sonrió, pero era una sonrisa sarcástica, una breve exhibición de sus dientes pequeños y blancos.
– No te hagas la lista.
– Lo siento -dije.
– Y una mierda. No lo sientes.
– Lo de haber intentado darle la tarjeta de Fields a esa mujer, no. No sólo no me arrepiento, sino que volvería a hacerlo.
– No me gusta que me desautoricen delante de mis clientes -dijo. Yo me encogí de hombros-. Lo digo en serio. Que no se repita.
Quise preguntarle qué pasaría si se repetía, pero me contuve.
– No estás capacitado para asesorar a nadie sobre los pros y los contras de convertirse en no muerto.
– Bert opina que sí.
– Con guita de por medio, Bert sería capaz de tirarse al Papa y quedarse tan fresco.
Jamison sonrió, y frunció el ceño, pero se le escapó otra sonrisa.
– Siempre tienes salida para todo.
– Gracias.
– Pero no me desautorices delante de los clientes, ¿vale?
– Te prometo no interferir cuando hables de levantar muertos.
– Eso no basta -dijo.
– Pues es lo que hay. No estás capacitado para asesorar a nadie. No deberías hacerlo.
– Ya salió doña Perfecta. Te recuerdo que matas por dinero, mona. No eres más que una asesina a sueldo.
Respire profundamente y solté el aire. No quería discutir con él.
– Ejecuto delincuentes con orden judicial.
– Vale, pero te gusta. Te encanta clavar estacas. No dejas pasar una semana sin darte un baño de sangre.
– ¿De verdad piensas eso? -pregunté, mirándolo fijamente.
– No lo sé -dijo al fin, sin mirarme.
– Pobres vampiritos, pobres criaturas comprendidas, ¿verdad? El que me marcó se cargó a veintitrés personas antes de que los tribunales me dieran luz verde. -Me aparté la camiseta para mostrarle la cicatriz de la clavícula-. El que me hizo esto había matado a diez personas. Tenía predilección por los niños; decía que tenían la carne más tierna. No está muerto; escapó. Pero anoche dio conmigo y amenazó con matarme.
– No los entiendes.
– ¡No! -Le puse un dedo en el pecho-. Eres tú quien no los entiende.
Me miró furioso, resoplando acalorado. Me aparté. No debería haberlo tocado; iba contra las reglas. No se toca a nadie en una discusión a menos que se quiera llegar a las manos.
– Perdona. -No sé si entendió por qué me disculpaba. No dijo nada.
– ¿Qué llevas ahí? -me preguntó cuando pasé por su lado.
Vacilé, pero él los conocía tan bien como yo. Sabría qué faltaba.
– De los asesinatos de vampiros.
Nos volvimos al mismo tiempo y nos quedamos mirándonos.
– ¿Has aceptado el dinero? -preguntó.
– ¿Estabas al tanto? -Aquello me dejó paralizada.
– Bert intentó convencerlos para que me contrataran en tu lugar -dijo asintiendo-. Pero se negaron.
– Ingratos. Con toda la publicidad que les haces…
– Le dije a Bert que te negarías. Que no estarías dispuesta a trabajar para vampiros.
Me escrutaba la cara con sus ojos levemente rasgados para ver si me pescaba en algún renuncio. No le hice caso, y mantuve una expresión neutra y afable.
– Poderoso caballero es don Dinero.
– La guita te importa una mierda.
– Qué poca visión de futuro tengo, ¿no?
– La verdad es que sí. No lo haces por dinero. -Era una afirmación-. ¿Por qué has aceptado?
No quería que Jamison se inmiscuyera en el caso. Para él, los vampiros eran personas con colmillos. Y los vampiros se cuidaban muy mucho de mantenerlo en ámbitos limpios y agradables. Como nunca se ensuciaba las manos, podía permitirse fingir que no tenían nada de malo, pasarlo por alto e incluso engañarse. Yo me había ensuciado demasiadas veces y sabía que engañarse podía ser la forma más rápida de morir.
– Mira, Jamison, no estamos de acuerdo respecto a los vampiros, pero cualquier cosa que pueda matarlos a ellos puede hacer papilla a las personas. Así que quiero atrapar a ese chalado, o lo que sea, antes de que le dé por ahí.
No era una mala mentira. De hecho, era hasta verosímil. Parpadeó. Que me creyera o no dependería de hasta qué punto quisiera creerme, de hasta qué punto necesitara vivir en un mundo limpio y seguro. Asintió una vez, muy lentamente.
– ¿Crees que serás capaz de capturar algo con lo que no han podido los maestros vampiros?
– Ellos parecen creer que sí. -Abrí la puerta, y Jamison me siguió afuera. Puede que me hubiera hecho más preguntas, puede que no, pero lo interrumpió una voz.
– Anita, ¿nos vamos ya?
Los dos nos volvimos, y yo debí de parecer tan desconcertada como Jamison. No había quedado con nadie.
Había un hombre sentado en un sillón de recepción, semioculto en la jungla. Al principio no lo reconocí. Tenía el pelo castaño y abundante, corto y peinado hacia atrás; era guapo y llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos. Volvió la cabeza y me di cuenta de que no tenía el pelo corto, sino largo y recogido en una coleta. Llevaba una cazadora vaquera con las solapas levantadas y una camiseta roja que le realzaba el bronceado. Se puso en pie, sonrió y se quitó las gafas.
Era Phillip, el rey de las cicatrices. No lo había reconocido con tanta ropa. Llevaba un vendaje en un lado del cuello, prácticamente oculto por la solapa de la chaqueta.
– Tenemos que hablar-dijo.
Cerré la boca y traté de actuar con naturalidad.
– Phillip, no esperaba verte tan pronto.
Jamison nos miraba de hito en hito con el ceño fruncido. Sospechaba algo. Mary estaba sentada, con la barbilla apoyada en las manos, disfrutando del espectáculo.
Se hizo un silencio de lo más incómodo, hasta que Phillip le tendió una mano a Jamison.
– Jamison Clarke, Phillip…, un amigo -murmuré. En cuanto lo dije, me di cuenta de que la había metido hasta el fondo. Hay gente que se refiere a sus amantes como amigos. Es menos cursi que otras opciones.
– Así que eres el… amigo de Anita. -Jamison sonreía de oreja a oreja y dijo «amigo» muy lentamente, paladeando la palabra.
Mary hizo un gesto de entusiasmo con la mano. Phillip la vio y le dedicó una sonrisa deslumbrante, de esas que ponen a cien a cualquiera. Ella se sonrojó.
– Bueno, tenemos que irnos. Vamos, Phillip. -Lo cogí del brazo y comencé a tirar de él hacia la puerta.
– Encantado de conocerte, Phillip -dijo Jamison-. Les hablaré de ti a los demás. Estoy seguro de que a todos los que trabajan aquí les encantaría conocerte. -Jamison se estaba divirtiendo de lo lindo.
– Ahora no podemos, Jamison -dije-. Quizá en otra ocasión.
– Lo que tú digas -contestó.
Jamison nos acompañó a la puerta y nos sonrió mientras salíamos al pasillo cogidos del brazo. Hay que joderse. Tener que permitir que aquel lameculos sonriente pensara que tenía novio. Virgen santa, y encima se lo iba a contar a todo el mundo. Phillip me pasó la mano por la cintura, y tuve que tragarme las ganas de apartarlo de un empujón. Vale, de acuerdo, estábamos fingiendo. Lo sentí vacilar cuando me rozó con la mano la pistolera del cinturón.
En el pasillo nos cruzamos con una empleada de la agencia inmobiliaria. Me saludó a mí, pero se quedó mirando a Phillip, que sonrió. Cuando nos detuvimos a esperar el ascensor volví la cabeza y vi que la muy zorra le estaba mirando el culo.
No se podía negar que tenía un buen culo. Ella me pilló mirándola y apartó la vista rápidamente.
– ¿Defendiendo mi honor? -preguntó Phillip.
– ¿Qué haces aquí? -Me aparté de él y pulsé el botón del ascensor.
– Jean-Claude no volvió anoche. ¿Tienes idea de por qué?
– No me fui con él, si es eso lo que insinúas.
Se abrieron las puertas del ascensor. Phillip se apoyó contra ellas y las mantuvo abiertas con el cuerpo y un brazo. La sonrisa que me dedicó era pura insinuación: un poco de malicia; mucho sexo. ¿Estaba segura de querer quedarme a solas con él en el ascensor? Probablemente no, pero iba armada. Y por lo que podía ver, él no.
Pasé por debajo de su brazo sin agacharme. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas. Estábamos solos. Se quedó apoyado en una esquina, con los brazos cruzados y mirándome a través de sus gafas negras.
– ¿Siempre haces eso? -pregunté.
– ¿A qué te refieres? -dijo, con una leve sonrisa.
– A las poses.
Se puso algo tenso, pero enseguida volvió a relajarse contra la pared.
– Es un talento natural.
– Ya-dije, sacudiendo la cabeza. Me quedé mirando el indicador del número de piso.
– ¿Jean-Claude está bien?
Lo miré y no supe qué decir. El ascensor se detuvo y salimos.
– No me has contestado -dijo en voz baja.
– Ya es casi mediodía. -Suspiré. Era una historia demasiado larga de contar-. Te explicaré lo que pueda mientras comemos.
– ¿Intenta ligar conmigo, señorita Blake? -Sonrió.
– Más quisieras. -Le devolví la sonrisa sin poder evitarlo.
– Quizá-dijo.
– Nunca dejas de coquetear, ¿verdad?
– A la mayoría de las mujeres les gusta.
– A mí me gustarías más si no pensara que tanto te da coquetear conmigo que con mi abuela de noventa años.
– No tienes muy buen concepto de mí -dijo, conteniendo a duras penas una carcajada.
– Tiendo a juzgar a la gente. Es uno de mis defectos.
Volvió a reír, con una risa encantadora.
– Quizá puedas hablarme del resto de tus defectos después de decirme dónde está Jean-Claude.
– Lo dudo.
– ¿Por qué?
Me detuve ante las puertas de cristal que daban a la calle.
– Porque te vi anoche. Sé qué eres y qué te pone.
– Hay muchas cosas que me ponen. -Alargó la mano y me acarició el hombro.
Le miré la mano con el ceño fruncido, y la apartó.
– Déjalo, Phillip. No me interesa.
– Puede que te interese cuando terminemos de comer.
Suspiré. Había conocido a otros como Phillip, guaperas habituados a mojar bragas. No pretendía ligar; sólo que reconociera que me resultaba atractivo. Y hasta entonces no iba a dejar de darme la tabarra.
– Me rindo; tú ganas.
– ¿Que gano? -preguntó.
– Eres maravilloso, estás como un puto tren. Eres uno de los tíos más guapos que he visto en mi vida. Desde la suela de los zapatos hasta la forma de tu mandíbula, pasando por los vaqueros ceñidos y por esos abdominales perfectos, estás buenísimo. Ahora, ¿podemos ir a comer y dejarnos de gaitas?
Se bajó las gafas de sol lo suficiente para mirarme por encima de ellas. Se quedó así durante un momento y se las volvió a subir.
– Escoge tú el restaurante. -Lo dijo con tono normal, sin coqueteos.
No sabía si se había ofendido. Pero tampoco estaba segura de que me importara.