Capítulo 47

Nikolaos danzó alrededor de Phillip. La falda de su vestido rosa pastel giraba acompañando su baile. El lazo grande y rosa que llevaba en el pelo se movía mientras ella daba vueltas con los brazos extendidos. Llevaba las delgadas piernas cubiertas con leotardos blancos. Los zapatos también eran blancos, con lazos rosa.

Se detuvo, riendo y sin aliento. Un rubor sano y sonrosado le cubría las mejillas, y le brillaban los ojos. ¿Cómo lo hacía?

– Parece muy vivo, ¿no? -Caminó a su alrededor y le rozó el brazo. Él se apartó, siguiendo con los ojos cada movimiento, asustado. La recordaba. Que Dios nos ampare. La recordaba.

– ¿Quieres ver cómo lo hace tu amante? -preguntó.

Esperaba no haberla entendido. Me esforcé por mantener la cara inexpresiva. Debí de conseguirlo, porque se me acercó furiosa, con las manos en las caderas.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Quieres ver cómo se lo monta?

– ¿Contigo? -pregunté. Tragué bilis, aunque igual debería haberle vomitado encima; así aprendería.

– O contigo. -Se acercó con las manos a la espalda-. Tú decides.

Casi me tocaba la cara con la suya. Tenía unos ojos tan condenadamente grandes e inocentes que parecía un sacrilegio.

– Ninguna de las dos opciones me hace demasiada gracia -dije.

– Lástima. -Regresó junto a Phillip. Estaba desnudo, y su cuerpo bronceado seguía siendo hermoso. ¿Qué eran unas cuantas cicatrices más?

– No sabías que ibas encontrarme aquí, así que ¿para qué has levantado a Phillip?

– Para que intentara matar a Aubrey. -Giró sobre sus zapatitos-. Los zombis de asesinados pueden ser muy divertidos cuando tratan de matar a sus asesinos. Se nos ocurrió darle una oportunidad mientras Aubrey estaba dormido, aunque era capaz de moverse si lo molestaban. -Miró a Edward-. Pero eso ya lo sabéis.

– Queríais que Aubrey lo matara otra vez -dije.

– Aja -asintió, moviendo la cabeza con vehemencia.

– Guaira-dije.

Burchard me encajó un culatazo en el estómago, y caí de rodillas. Intenté respirar, pero no sirvió de gran cosa.

Edward miraba fijamente a Zachary, que le apretaba el cañón de la pistola contra el pecho. No hace falta ser buen tirador a esa distancia; ni siquiera tener suerte. Basta con apretar el gatillo para matar a alguien. Paf.

– Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje -dijo Nikolaos.

Una nueva oleada de adrenalina me recorrió el cuerpo. Era demasiado. Vomité en la esquina. Los nervios y el golpe en el estómago. Había estado nerviosa en otras ocasiones, pero el culatazo era una experiencia nueva.

– Vaya, vaya -dijo Nikolaos-. ¿Tanto te asusto?

– Sí -dije cuando por fin logré ponerme en pie. ¿Para qué negarlo?

– ¡Oh, qué bien! -exclamó aplaudiendo. Su rostro cambió en un instante. La niñita había desaparecido, y ningún vestido de puntillas rosa habría conseguido que la viera. La cara de Nikolaos se había vuelto más afilada, extraña, y sus ojos eran grandes estanques en los que podía ahogarme-. Escúchame, Anita. Siente mi poder en tus venas.

Me quedé mirando al suelo, y el miedo era una sensación fría en la piel. Esperé a que algo tirara de mi alma, a que su poder me sometiera. No ocurrió nada.

Nikolaos frunció el ceño. La niña había vuelto.

– Te mordí, reanimadora. Deberías venir arrastrándote cuando te lo pido. ¿Qué has hecho?

Murmuré una breve plegaria de todo corazón.

– Agua bendita -respondí.

– Esta vez te mantendremos vigilada hasta el tercer mordisco -dijo con un gruñido-. Ocuparás el sitio de Theresa, y puede que entonces muestres más interés por descubrir quién está matando vampiros.

Reprimí con todas mis fuerzas el impulso de mirar a Zachary. No porque no quisiera delatarlo; no me habría importado, pero estaba esperando el momento en que pudiera sacarle partido. La información podía servir para que mataran a Zachary, pero no nos quitaría de encima a Burchard ni a Nikolaos. Zachary era el menos peligroso de toda la habitación.

– No creo -dije.

– Oh, pero yo sí, reanimadora.

– Prefiero morir.

– Es que quiero que mueras, Anita -dijo abriendo los brazos-. Quiero que mueras.

– El sentimiento es mutuo.

Soltó una risita que me dio dentera. Si de verdad quería torturarme, le habría bastado con encerrarme en una habitación y reírse. Qué infierno.

– Vamos, niños y niñas, vamos a la mazmorra a jugar. -Nikolaos abrió la marcha, y Burchard nos indicó que la siguiéramos. Obedecimos. Zachary y él iban detrás, pistola en mano. Phillip se quedó indeciso en el centro de la habitación viéndonos marchar.

– Dile que nos siga, Zachary -dijo Nikolaos.

– Ven, Phillip, sígueme -ordenó Zachary.

Phillip se volvió y nos siguió, indeciso y con la vista desenfocada.

– Continúa -me dijo Burchard. Levantó un poco el fusil, y seguí adelante.

– Echándole miraditas a tu amante -dijo Nikolaos-; qué tierno.

La puerta de la mazmorra no estaba muy lejos. Si trataban de encadenarme, los atacaría y los obligaría a matarme. Aquello significaba que lo mejor era emprenderla con Zachary. Burchard podría herirme o dejarme inconsciente, cosa que no me convenía en absoluto.

Nikolaos nos guió escaleras abajo, al interior de la mazmorra. Vaya día para un desfile. Phillip iba detrás, pero ahora miraba a su alrededor y veía las cosas tal como eran. Se quedó inmóvil, contemplando el lugar donde Aubrey lo había matado. Extendió el brazo para tocar la pared y flexionó la mano, frotando los dedos contra la palma, como si sintiera algo. Se llevó una mano al cuello y encontró la cicatriz. Gritó. El grito reverberó en las paredes.

– Phillip -dije.

Burchard me mantuvo apartada de él. Phillip se quedó encogido en un rincón, con la cara oculta y los brazos alrededor de las rodillas. Emitía un sonido agudo y lastimero.

– ¡Basta, basta! -Me acerqué a Phillip, y Burchard me contuvo poniéndome el subfusil en el pecho. Le grité en la cara-. ¡Mátame! ¡Mátame, cabrón! Será mejor que esto.

– Ya es suficiente -dijo Nikolaos. Avanzó hacia mí, y me aparté. Siguió andando, obligándome a retroceder hasta que choqué con la pared-. No quiero que te maten, Anita, pero quiero que sufras. Mataste a Winter de una puñalada; vamos a ver cómo eres de hábil. -Se apartó de mí-. Burchard, devuélvele los cuchillos.

Él no vaciló ni preguntó por qué. Sencillamente, se me acercó y me los entregó por la empuñadura. Yo tampoco pregunté nada. Los cogí.

Nikolaos estaba de repente junto a Edward, que empezó a apartarse.

– Mátalo si vuelve a moverse, Zachary.

Zachary se acercó a él empuñando la pistola.

– Arrodíllate, mortal -dijo Nikolaos.

Edward no obedeció. Me miró. Nikolaos le dio un puntapié en la corva, suficientemente fuerte para hacerlo gruñir. Cayó sobre una rodilla, y ella le cogió el brazo derecho y se lo inmovilizó en la espalda. Una mano diminuta le aferró la garganta.

– Si te mueves te rompo el cuello, humano. Siento tu pulso en la mano como una mariposa. -Rió, llenando la habitación de un horror pegajoso y sobrecogedor-. Burchard, enséñala a manejar un cuchillo.

Burchard se dirigió a la pared opuesta. La puerta quedaba encima de él, al final de los escalones. Dejó el subfusil en el suelo, desenfundó la espada y la colocó a su lado. Después sacó un cuchillo largo, de hoja casi triangular.

Hizo unos estiramientos para calentar, y yo me quedé mirándolo.

Sé usar un cuchillo. También sé lanzarlo con puntería; practico mucho. La mayoría de las personas les tienen miedo a los cuchillos. Si una se muestra dispuesta a abrirlas en canal, tienden a asustarse. Burchard no era como la mayoría. Se agachó un poco, con el cuchillo en la mano derecha, sujeto firmemente pero no con demasiada fuerza.

– Lucha con Burchard, reanimadora, o este morirá. -Tiró con fuerza del brazo de Edward, pero él no gritó. Ya podía dislocarle el hombro, que Edward no gritaría.

Me guardé un cuchillo en la funda de la muñeca derecha. Luchar con un cuchillo en cada mano puede quedar muy vistoso, pero nunca se me ha dado bien. Le pasa a mucha gente. Además, Burchard tampoco tenía dos cuchillos.

– ¿A muerte? -pregunté.

– No puedes matar a Burchard, Anita. No seas tonta. Sólo te cortará un poco. Te dejará probar su filo; nada grave. No quiero que pierdas demasiada sangre. -Hablaba con un rastro de risa, pero desapareció, y su voz recorrió la habitación como un viento flamígero-. Quiero verte sangrar.

Genial.

Burchard empezó a rodearme, y yo me mantuve de espaldas a la pared. Cuando me atacó, el cuchillo centelleó. No cedí terreno; esquivé su hoja y traté de apuñalarlo cuando se abalanzó contra mí. Mi cuchillo cortó el aire. Estaba fuera de mi alcance, mirándome fijamente. Tenía seiscientos años de práctica, más o menos. Yo no podía superar aquello. Ni de lejos.

Sonrió. Lo saludé con una leve inclinación de cabeza, y él me imitó. Una señal de respeto entre dos guerreros, quizá. O eso, o estaba jugando conmigo. ¿A que no adivináis qué me parecía más probable?

De repente tenía su cuchillo encima, y sentí un corte en el brazo. Golpeé hacia fuera y le di en el estómago, pero se lanzó hacia mí en lugar de retirarse. Al esquivar el cuchillo me aparté de la pared. Sonrió. Mierda, quería dejarme al descubierto. Su alcance era el doble que el mío.

Sentí en el brazo un dolor punzante e inmediato, pero una fina línea escarlata surcaba su estómago plano. Le sonreí. Entrecerró los ojos ligeramente. ¿El poderoso guerrero estaba inquieto? Ojala.

Me aparté de él. Aquello era ridículo. Los dos íbamos a morir, trozo a trozo. Qué diablos. Ataqué. Lo pillé por sorpresa, y retrocedió. Me agazapé como él, y empezamos a girar por la habitación.

– Sé quién es el asesino -dije entonces.

Burchard arqueó las cejas.

– ¿Cómo dices? -preguntó Nikolaos.

– Sé quién está matando vampiros.

Burchard me alcanzó de repente y me hizo un corte en la camiseta. No me dolió. Estaba jugando conmigo.

– ¿Quién? -Dijo Nikolaos-. Dímelo o mato a este humano.

– Cómo no -dije.

– ¡No! -gritó Zachary. Se volvió para dispararme, y la bala pasó silbando por encima de mi cabeza. Burchard y yo nos tiramos al suelo.

Edward gritó. Me incorporé a medias para correr hacia él. Tenía el brazo retorcido en un ángulo imposible, pero estaba vivo.

La pistola de Zachary disparó dos veces; Nikolaos se la quitó y la arrojó al suelo. Lo agarró, se lo apretó contra el cuerpo y lo mantuvo sujeto por la cintura. Nikolaos lanzó la cabeza hacia abajo. Zachary gritó.

Burchard estaba de rodillas contemplando el espectáculo. Le clavé el cuchillo en la espalda, con fuerza, hasta la empuñadura. La columna se le puso rígida, e intentó arrancarse la hoja con una mano. No esperé a ver si lo conseguía; saqué el otro cuchillo y se lo hundí en la garganta. La sangre me chorreó por la mano cuando lo saqué. Volví a apuñalarlo, y cayó lentamente hacia delante hasta dar con la cara en el suelo.

Nikolaos dejó caer a Zachary y se volvió, con la cara y el vestido rosa manchados de sangre. Tenía salpicaduras en los leotardos blancos. Zachary tenía el cuello desgarrado; estaba tendido en el suelo, intentando respirar, pero todavía vivo.

Nikolaos miró el cadáver de Burchard y gritó. Fue un aullido salvaje y doloroso, espectral, que resonó por toda la habitación. Corrió hacia mí con las manos extendidas. Le lancé el cuchillo y lo apartó de un manotazo. Me golpeó, y la fuerza de su cuerpo me arrojó al suelo con ella encima. Seguía gritando sin parar, y me sostenía la cabeza a un lado, pero no con ningún truco de control mental, sino por la fuerza.

– ¡Nooo! -grité.

Sonó un disparo, y Nikolaos se sacudió, una vez, dos. Se incorporó y noté el viento. Empezaba a arreciar en la habitación como el principio de una tormenta.

Edward estaba apoyado en la pared y empuñaba la pistola que había soltado Zachary. Nikolaos fue a por él, y Edward le vació el cargador en el cuerpo de apariencia frágil. Ella ni se inmutó.

Me incorporé y la observé acercarse a Edward, que le lanzó el arma vacía. De repente estaba encima de él, empujándolo contra el suelo.

La espada estaba allí al lado; era casi tan alta como yo. La desenvainé. Era pesada y difícil de manejar, y me cansaba el brazo. La levanté por encima de la cabeza, me apoyé la hoja en el hombro y eché a correr hacia Nikolaos, que hablaba de nuevo con la voz aguda y cantarína.

– Voy a hacerte mío, mortal. ¡Mío!

Edward gritó, y no pude ver por qué. Blandí la espada y dejé que el peso la hiciera caer hacia delante, como corresponde. Alcanzó a Nikolaos en el cuello, con un impacto viscoso. La hoja se detuvo al tocar hueso, y la saqué de un tirón. Al caer, la punta arañó el suelo.

Nikolaos se volvió hacia mí y empezó a ponerse en pie. Levanté la espada, acompañando el movimiento con todo el cuerpo, y le pegué un tajo. Se oyó un crujir de huesos, y fui a parar al suelo mientras Nikolaos caía de rodillas. La cabeza le colgaba aún de unos hilillos de carne y piel. Parpadeó e intentó levantarse.

Grité y levanté la espada con todas mis fuerzas. Le acerté en mitad del pecho, y acompañé el golpe con el peso de mi cuerpo, clavándola más. La sangre chorreaba. Inmovilicé a Nikolaos contra la pared; la hoja le salió por la espalda y rascó el muro mientras ella se deslizaba hacia abajo.

Caí de rodillas junto al cadáver. Sí, el cadáver. ¡Estaba muerta!

Miré a Edward. Tenía el cuello ensangrentado.

– Me ha mordido -dijo.

A mí me costaba respirar, pero era maravilloso. Estaba viva, y ella no. ¡Ella no, joder!

– No te preocupes, Edward, te ayudaré. Queda un montón de agua bendita. -Sonreí.

Él me miró durante un momento y se echó a reír, y yo con él. Todavía estábamos riendo cuando los hombres rata empezaron a entrar por el túnel. Rafael, el rey de las ratas, contempló la carnicería con sus ojos negros como botones.

– Está muerta -dijo.

– Ding, dong, la bruja está muerta -dije yo.

– La bruja vieja y malvada -medio cantó Edward, uniéndose a la tonada.

Nos echamos a reír otra vez, y Lillian, cubierta de pelo, se puso a curarnos las heridas. Empezó por Edward.

Zachary seguía tendido en el suelo. La herida de la garganta se le empezaba a cerrar, y la piel le estaba cicatrizando. Viviría, si aquello se podía considerar vida.

Me agaché para recoger el cuchillo y me acerqué a él. Las ratas me contemplaban, pero nadie interfirió. Me arrodillé junto a él y le rasgué la manga de la camisa, dejando al descubierto el gris-gris. Él seguía sin poder hablar, pero abrió los ojos desmesuradamente.

– ¿Recuerdas cuando traté de tocarlo con mi sangre? Me detuviste. Parecías asustado, y no entendí por qué. -Me senté junto a él y contemplé su curación-. Todos los gris-gris necesitan algo; en este caso, sangre de vampiro, y siempre hay algo que no se debe hacer nunca, o la magia se extingue. ¡Puf! -Levanté el brazo, del que chorreaba sangre para dar y vender-. Sangre humana, Zachary; ¿quieres un poco?

Consiguió articular algo parecido a una negación.

La sangre me goteaba por el codo, espesa, oscilando encima del brazo de Zachary. Intentó negar con la cabeza, no, no. La sangre le salpicó el brazo, pero no tocó el gris-gris. Se le relajó todo el cuerpo.

– Hoy no tengo paciencia, Zachary -dije. Le unté de sangre la cinta.

Los ojos le relampaguearon y se le quedaron en blanco. Hizo un ruido con la garganta, como si se asfixiara, y arañó el suelo con las manos. El pecho se le sacudía como si no pudiera respirar. Un suspiro escapó de su cuerpo, un largo estertor, y quedó inmóvil.

Le comprobé el pulso; nada. Corté el gris-gris con el cuchillo, hice una bola con él y me lo guardé en el bolsillo. Qué cosa más repelente.

Lillian se acercó para vendarme el brazo.

– Esto es provisional. Tendrán que darte puntos.

Asentí y me puse en pie.

– ¿Adonde vas? -preguntó Edward.

– A buscar el resto de las armas. -En realidad iba a buscar a Jean-Claude, pero no lo dije en voz alta: no creía que Edward fuera a entenderlo.

Dos hombres rata me acompañaron. Me pareció muy bien; podían ir conmigo, mientras no interfirieran. Phillip seguía agazapado en el rincón. Lo dejé allí.

Cuando di con las armas, me colgué la metralleta y mantuve la escopeta en las manos. Estaba preparada para lo que me echaran: acababa de matar a una vampira milenaria. Qué va, imposible. Ni yo acababa de creérmelo.

Los hombres rata y yo encontramos la celda de castigo. Había seis ataúdes, todos ellos con un crucifijo bendecido en la tapa y envueltos en cadenas de plata, para impedir que se abrieran. En el tercer ataúd estaba Willie, tan profundamente dormido que parecía que no fuera a despertar nunca. Lo dejé así, para que se despertara por la noche y se dedicara a sus asuntos. No era tan mal tipo y, para ser vampiro, era un encanto.

Todos los demás ataúdes estaban vacíos, excepto el último, que seguía cerrado. Solté las cadenas y dejé la cruz en el suelo. Jean-Claude me miró. Los ojos le relucían como una hoguera a medianoche, y sonreía. Recordé el primer sueño, cuando el ataúd se llenaba de sangre y él intentaba alcanzarme. Retrocedí, y se incorporó.

Los hombres rata se apartaron siseando.

– Todo va bien -dije-. Este está de nuestra parte, o algo así.

Salió del ataúd como si despertara de una buena siesta. Me sonrió y me tendió la mano.

– Sabía que lo conseguirías, mapetite.

– Hijo de puta arrogante. -Lo golpeé en el estómago con la culata de la escopeta, y se dobló lo suficiente para que le diera otro golpe en la mandíbula. Se echó hacia atrás-. ¡Sal de mi mente!

Se llevó la mano a la cara; cuando la apartó estaba ensangrentada.

– Las marcas son permanentes, Anita. No puedo retirarlas.

Apreté la escopeta hasta que me dolieron las manos, y se me volvió a abrir la herida del brazo. Me quedé pensativa. Durante un instante consideré la posibilidad de volarle aquella cara perfecta, pero me contuve. Seguro que ya lo lamentaría.

– ¿Puedes mantenerte apartado de mis sueños, por lo menos? -le pregunté.

– Sí, eso sí. Lo siento, ma petite.

– Métete el ma petite donde te quepa.

Se encogió de hombros. Su cabello negro tenía reflejos rojizos a la luz de las antorchas. Era sobrecogedor.

– Y déjate de trucos de feria, Jean-Claude.

– ¿A qué te refieres?

– Sé que lo de la belleza sobrenatural es un engaño, así que deja de hacerlo.

– No estoy haciendo nada -dijo.

– ¿Y eso qué significa?

– Cuando lo sepas, ven a verme y lo hablamos.

Estaba demasiado cansada para jugar a los acertijos.

– ¿Quién te crees que eres para utilizar a la gente de este modo?

– El nuevo amo de la ciudad. -De pronto estaba junto a mí, y me rozaba la mejilla con los dedos-. Y tú me has puesto en el trono.

Me aparté de un salto.

– Mantente alejado de mí durante una temporada, Jean-Claude, o te prometo que…

– ¿Me matarás? -Sonreía; se estaba riendo de mí.

No disparé. Y hay quien dice que no tengo sentido del humor.


Encontré una habitación con el suelo de tierra y varias tumbas superficiales. Phillip me dejó conducirlo a ella. Cuando estábamos contemplando la tierra recién removida, se volvió hacia mí.

– ¿Anita?

– Calla -dije yo.

– Anita, ¿qué está pasando?

Empezaba a recordar. En unas horas estaría más vivo, hasta cierto punto. Casi podría ser el Phillip de siempre durante un día o dos.

– ¿Anita? -insistió con voz aguda e incierta, como un niño pequeño con miedo a la oscuridad. Me cogió el brazo, y su mano era muy real. Seguía teniendo los ojos de aquel marrón perfecto-. ¿Qué está pasando?

Me puse de puntillas y lo besé en la mejilla. Tenía la piel tibia.

– Necesitas descansar, Phillip. Estás cansado.

– Cansado -repitió con un asentimiento.

Lo acompañé a la tierra blanda. Se tendió, pero se incorporó de inmediato e intentó aferrarme, con el miedo reflejado en la mirada.

– ¡Aubrey! Me…

– Aubrey está muerto. Ya no volverá a hacerte daño.

– ¿Muerto? -Se miró el cuerpo como si lo viera por primera vez-. Aubrey me mató.

– Sí, Phillip.

– Tengo miedo.

Lo abracé y le froté la espalda en círculos suaves e inútiles. Me agarraba como si no fuera a soltarme nunca.

– ¡Anita!

– Tranquilo, tranquilo. Todo va bien. Todo va bien.

– Vas a devolverme a la tumba, ¿verdad? -Se apartó un poco para verme la cara.

– Sí -dije.

– No quiero morir.

– Ya estás muerto.

– ¿Muerto? -Se miró las manos y las flexionó-. ¿Muerto? -Se tumbó en la tierra recién removida-. Ponme a descansar.

Lo hice.

Al final se le cerraron los ojos y se le relajó la cara, muerta. Se hundió en la tumba y desapareció.

Me dejé caer de rodillas junto a la tumba de Phillip y me eché a llorar.

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