Capítulo 13

Una explosión hizo temblar las escaleras, y el viento nos derribó como si fuéramos marionetas; la puerta había saltado por los aires. Avancé a gatas intentando huir, pensando sólo en huir. Zachary se puso en pie y me tiró del brazo. Echamos a correr.

Un aullido cuyo origen no veíamos se sumó al rugido del viento a nuestras espaldas. El pelo me caía en la cara y no me dejaba ver. Zachary me cogió de la mano y me sostuvo. Las paredes eran lisas, las escaleras, de piedra resbaladiza, y no había donde agarrarse. Nos tumbamos sobre las escaleras y nos agarramos el uno al otro.

– Anita -susurró la voz aterciopelada de Jean-Claude-. Anita. -Me esforcé por levantar la vista, parpadeando para intentar ver a pesar del viento, pero no había nada a la vista-. Anita. -Era el viento lo que me llamaba-. Anita. -Vi un destello: dos llamas azules que flotaban en el aire. Ojos. ¿Eran los ojos de Jean-Claude? ¿Estaría muerto?

El fuego azul empezó a descender. El viento no lo movía.

– ¡Zachary! -grité. Pero mi voz se perdió en el rugido del vendaval. ¿Él también lo veía, o yo me estaba volviendo loca?

Las llamas azules descendieron más y más, y de repente supe que no quería que me tocaran, tan repentinamente como supe que aquello era precisamente lo que iban a hacer. Y algo me decía que sería mal asunto.

Me solté de Zachary. Él me gritó algo, pero el viento rugía y aullaba entre las estrechas paredes como un vagón descontrolado en una montaña rusa. No se oía nada más. Me empecé a arrastrar escaleras arriba, azotada por el viento que intentaba derribarme. Entonces oí otra cosa: la voz de Jean-Claude en mi cabeza.

– Perdóname -dijo.

De pronto tenía las luces azules frente a la cara. Me pegué a la pared e intenté apartar el fuego, pero atravesé las llamas con las manos. Allí no había nada.

– ¡Déjame en paz! -grité.

El fuego me atravesó las manos como si fueran incorpóreas y se me metió en los ojos. El mundo se convirtió en un cristal azul, silencioso y vacío; hielo azul…

– Corre, corre -susurró en mi mente. Volvía a estar sentada en las escaleras y parpadeaba para ver contra el viento. Zachary me miraba fijamente.

El viento se detuvo como si hubieran accionado un interruptor. El silencio era ensordecedor. Respiraba con dificultad y no tenía pulso, no podía sentirme el corazón. Lo único que oía era mi respiración, demasiado fuerte y rápida. Por fin entendí a qué se refería la gente al decir que el miedo deja sin aliento.

– ¡Tienes un brillo azul en los ojos! -La voz de Zachary sonó ronca y excesivamente fuerte en aquel silencio. Creo que lo había susurrado, pero a mí me pareció un grito.

– Calla -dije entre dientes. No entendía muy bien por qué, pero había alguien que no debía enterarse de lo que acababa de decir, que no debía saber qué había pasado. Me iba la vida en ello. No hubo más susurros en mi cabeza, pero el último consejo había sido bueno: «Corre». Correr parecía muy buena idea.

El silencio era peligroso. Significaba que la lucha había terminado, y que el vencedor podría prestar atención a otros asuntos. Y yo no quería ser uno de ellos.

Me puse en pie y le tendí una mano a Zachary. Parecía desconcertado, pero la cogió y se incorporó. Tiré de él escaleras arriba y eché a correr. Tenía que salir de allí; de lo contrario moriría en aquel lugar, aquella noche, en aquel momento. Lo supe con una certeza que no admitía dudas ni vacilaciones. Huía para salvar la vida; si Nikolaos me veía, podía darme por muerta. Muerta.

Y nunca sabría por qué.

Zachary debió de notar mi pánico, o quizá creyera que yo sabía algo que él ignoraba, porque echó a correr conmigo. Cuando uno de los dos tropezaba, el otro lo levantaba, y seguíamos corriendo. Corrimos hasta que me empezaron a arder los músculos de las piernas y el pecho se me contrajo dolorosamente por la falta de aire.

Aquello era un ejemplo de por qué me entrenaba: para poder correr a toda hostia cuando me perseguían. Mantener los muslos delgados no era incentivo suficiente, pero aquello sí: poder correr cuando no queda otra, correr para salvar el pellejo. El silencio era denso, casi palpable. Parecía subir por la escalera, como si buscara algo. Nos perseguía con la misma animosidad que había mostrado el viento.

Lo malo de correr escaleras arriba, si se tiene una lesión en la rodilla, es que se aguanta poco. En una superficie horizontal puedo correr durante horas, pero en pendiente, la rodilla me mata. Cada vez me molestaba más, y no tardó en protestar con un dolor agudo y punzante. Cada escalón me enviaba un aviso por la pierna, y el dolor se iba extendiendo por ella.

Sentía, y oía, cómo me crujía la rodilla a cada paso. Mala señal: la pierna amenazaba con fallarme. Si se me dislocaba, me quedaría tirada en las escaleras, a merced del silencio. Nikolaos me encontraría y me mataría. ¿Por qué estaba tan segura? Ni idea, pero lo sabía; me lo decían las tripas. Y no me dediqué a poner en duda la corazonada.

Aflojé el paso y descansé un momento en los escalones mientras hacía estiramientos con los músculos de las piernas. Aguanté el tipo cuando me dio un calambre en la pierna mala. Haría estiramientos y me sentiría mejor. Sabía que el dolor no iba a ceder; la había forzado demasiado para que se calmara, pero podría caminar sin que me fallara la rodilla.

Zachary se desplomó en las escaleras; era obvio que él no estaba acostumbrado a correr. Si dejaba de moverse, se le iban a agarrotar los músculos. Quizá lo supiera y le diera igual.

Me apoyé en la pared con los brazos extendidos y empujé hasta que se me distendieron los hombros, sólo para matar el tiempo mientras esperaba a que se calmara la rodilla, para hacer algo mientras escuchaba… ¿qué? Algo pesado y furtivo, algo inmemorial y muerto hacía mucho tiempo.

Desde arriba nos llegaron unos sonidos. Me quedé inmóvil contra la pared, con las palmas de las manos apoyadas en la piedra fría. ¿Ahora qué? ¿Qué más podía pasar? Dios mío, por favor, que amanezca pronto.

Zachary se incorporó y miró escaleras arriba. Yo me quedé con la espalda pegada a la pared, para poder mirar arriba y abajo. No quería que nada se me acercara por debajo mientras miraba hacia arriba. Quería mi pistola. Estaba en el maletero, donde, desde luego, me estaba sirviendo de mucho.

Estábamos en un recodo de las escaleras, justo debajo de un rellano. En muchas ocasiones he deseado poder ver qué hay al doblar una esquina, y aquella fue una de ellas. Se oían roces y el rumor de pasos.

El hombre que apareció era humano. Hala, qué sorpresa. Si hasta tenía el cuello limpio de marcas. Llevaba el pelo, rubio platino, rapado casi al cero. Tenía cuello de bulldog y unos bíceps más anchos que mi cintura. Vale, tengo la cintura bastante estrecha, pero sus brazos eran la leche. Debía de medir al menos uno noventa, y no tenía grasa suficiente ni para untar un molde de tarta.

Sus ojos tenían la palidez cristalina del cielo en enero: un azul distante, gélido. También era el primer culturista sin broncear que veía; con tanto músculo blanco, parecía Moby Dick. Una camiseta de malla revelaba todos los detalles de su torso. Un pantalón de deporte corto y negro le ceñía las piernas; tenía los muslos tan macizos y abultados que había tenido que cortarlo por los lados para ponérselo.

– Por todos los santos -susurré-, ¿cuánto peso levantas en pesas de banca?

Sonrió apretando los labios.

– Doscientos kilos. -Apenas movió la boca y no mostró ni un atisbo de los incisivos.

– Impresionante -dije tras soltar un silbido. Era lo que él quería oír.

Sonrió con cuidado de no enseñar los dientes; intentaba hacerse pasar por vampiro. Menudo desperdicio, conmigo. ¿Debía decirle que cantaba un huevo? No, que me podría partir como una ramita contra uno de aquellos muslos.

– Te presento a Winter -dijo Zachary. Invierno. Encajaba demasiado bien para ser real; como los de las estrellas de cine de los cuarenta.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– El ama y Jean-Claude están luchando -dijo Zachary.

Winter suspiró profundamente y abrió los ojos sólo un poco.

– Jean-Claude. -Consiguió que el nombre sonara como una pregunta.

– Sí, le está plantando cara -dijo Zachary, y sonrió.

– ¿Y tú quién eres? -me preguntó.

Vacilé.

– Anita Blake -contestó Zachary encogiéndose de hombros.

– ¿Tú eres la Ejecutora? -Sonrió mostrando al fin unos bonitos dientes humanos.

– Sí.

Se rió. El sonido retumbó en las paredes de piedra, y el silencio que nos había acompañado pareció hacerse más denso a nuestro alrededor. La risa cesó bruscamente, y vi el labio de Winter perlado de sudor; percibía el silencio y lo temía.

– Eres demasiado poca cosa para ser la Ejecutora -dijo en voz baja, casi en un susurro, como si tuviera miedo de que lo oyeran.

– Si supieras la de veces que pienso lo mismo… -Me encogí de hombros.

Sonrió y casi se echó a reír otra vez, pero se tragó la risa. Le brillaban los ojos.

– Será mejor que salgamos de aquí -dijo Zachary.

Yo estaba de acuerdo.

– Me han enviado a ver cómo está Nikolaos -dijo Winter.

El silencio palpitó con el sonido del nombre. Una gota de sudor recorría la cara de Winter. Instrucciones de seguridad: no pronuncie nunca en voz alta el nombre de un maestro vampiro furioso cuando pueda oírlo.

– Sabe cuidarse sólita -susurró Zachary, pero su voz despertó ecos de todas formas.

– ¡No, qué va! -dije yo.

Zachary me miró furioso, y yo me encogí de hombros. A veces no me puedo controlar. Winter me miró con una expresión tan impersonal que parecía esculpida en mármol; sólo le temblaban los ojos. Oh, qué viril. Ja.

– Venid. -Se volvió sin esperar a ver si lo seguíamos. Lo seguimos.

Lo habría seguido a cualquier parte… siempre que fuera hacia arriba. Lo único que sabía era que no había nada, absolutamente nada, que pudiera hacerme bajar las escaleras. Al menos voluntariamente, claro, que siempre quedan otras opciones. Miré los anchos hombros de Winter y pensé que sí, que si no se quiere hacer algo voluntariamente, siempre quedan otras opciones.

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