Willie McCoy ya era un capullo antes de morir, y la muerte no lo había cambiado. Lo tenía sentado delante, con una chaqueta deportiva de cuadros que cantaba como una almeja, y pantalones de poliéster verde fosforito. Su pelo negro, corto y peinado hacia atrás con gomina, enmarcaba una cara delgada y triangular. Siempre me había recordado a los personajes secundarios de las películas de gángsters, esos tipos que venden información, hacen recados y son desechables.
Claro que, como Willie estaba muerto, lo de ser desechable ya no contaba. Pero seguía vendiendo información y haciendo recados. No, morir no lo había cambiado demasiado. De todas formas, por si las moscas, evité mirarlo directamente a los ojos; es lo que se suele hacer cuando se trata con vampiros. Si antes era un saco de mierda estándar, ahora era un saco de mierda que había regresado de entre los muertos, y esa categoría me resultaba nueva.
Estábamos sentados en mi despacho, con el aire acondicionado como sonido de fondo. Las paredes azul celeste que Bert, mi jefe, consideraba relajantes, le daban un aire frío a la habitación.
– ¿Te molesta que fume? -Preguntó.
– Sí -dije-. Mucho.
– Joder, ya veo que no me vas a poner las cosas fáciles.
Lo miré a la cara un instante. Seguía teniendo los ojos marrones. Me pilló, y bajé la vista a la mesa.
Willie se rió con un sonido breve y jadeante. Tampoco le había cambiado la risa.
– Eh, te doy miedo. Mola.
– No es miedo; es precaución.
– No te molestes en negarlo; puedo olerlo casi como si me rozara la cara, la mente… Me tienes miedo porque soy un vampiro.
Me encogí de hombros; ¿qué podía decirle? ¿Cómo mentirle a alguien que huele el miedo?
– ¿A qué has venido, Willie?
– Uf, me muero por un cigarro. -Le empezó a temblar un lado de la boca.
– No sabía que los vampiros tuvieran tics.
Se llevó la mano casi hasta los labios y me sonrió enseñando los colmillos.
– Hay cosas que no cambian.
Tuve ganas de preguntarle: «¿Y qué cambia? ¿Qué se siente al estar muerto?». Conocía a más vampiros, pero Willie era el primero al que había tratado antes y después de la conversión. Se me hacía raro.
– ¿Qué quieres?
– Contratar tus servicios. Y pagarlos, claro.
Lo miré evitando los ojos. La luz le centelleó en el alfiler de corbata; era de oro auténtico. Antes, Willie no tenía cosas así. No le iba nada mal para estar muerto.
– Me dedico a levantar muertos. Eres un vampiro, Willie, ¿para qué quieres un zombi?
– No. -Sacudió la cabeza con dos movimientos rápidos hacia los lados-; nada de vudú. Quiero que investigues unos asesinatos.
– No soy detective privada.
– Ya, pero tenéis una en la agencia.
– Puedes contratar directamente a la señora Sims. No me necesitas de intermediaria.
– Pero ella no sabe de vampiros tanto como tú. -De nuevo aquella inquietante sacudida de cabeza.
– Al grano, Willie. Suspiré y le eché una ojeada al reloj de la pared-. Tengo que largarme dentro de quince minutos. No me gusta hacer esperar a los clientes cuando están solos en el cementerio; suelen ponerse nerviosos.
Se rió. A pesar de los colmillos, algo en aquella risa burlona me resultó tranquilizador. Aunque bien pensado, los vampiros deberían tener una risa profunda y melodiosa.
No me extraña. No me extraña nada. -Su semblante se volvió adusto de golpe, como si el dibujante le hubiera borrado la risa.
Sentí el miedo como un puñetazo en la boca del estómago. Los vampiros podían cambiar de expresión como si pulsaran un interruptor. Si Willie era capaz de hacer algo así, ¿qué más trucos escondería en la manga?
– ¿Sabes lo de los asesinatos de vampiros en el Distrito?
Lo había planteado como una pregunta, así que respondí.
– Estoy al tanto. Habían hecho una carnicería con cuatro vampiros en la nueva zona de marcha; aparecieron con el corazón arrancado y la cabeza cortada.
– ¿Aún trabajas con la poli?
– Sigo ayudando a la nueva brigada especial.
– Ah, sí, la Santa Compaña -dijo, volviendo a reír-. Con un presupuesto de pena y personal insuficiente, claro.
– Acabas de describir la mayor parte de las brigadas policiales de esta ciudad.
– Ya, pero a los polis les pasa lo mismo que a ti, Anita. ¿Qué coño os importa que haya un vampiro más o menos? Ninguna ley nueva va a cambiar eso.
Sólo habían pasado dos años desde el caso de Addison contra Clark. Aquel juicio nos había cambiado la forma de ver en qué consistía la vida y en qué no consistía la muerte. En los Estados Unidos se había legalizado el vampirismo. El nuestro era uno de los pocos países que reconocían los derechos de los no muertos. En las fronteras las pasaban canutas tratando de impedir la inmigración de vampiros extranjeros en… bueno, en bandadas.
Los tribunales estaban debatiendo toda clase de minucias. ¿Los herederos tenían que devolver las herencias? ¿Se podía considerar viudo al cónyuge de un no muerto? ¿Era asesinato matar a un vampiro? Si hasta había un movimiento a favor del sufragio vampírico… Ah, los tiempos cambian.
Contemplé al vampiro que tenía delante y me encogí de hombros. ¿De verdad me daba igual que hubiera un vampiro menos? Quizá.
– Si crees que pienso así, ¿por qué recurres a mí?
– Porque eres la mejor, y necesitamos al mejor.
Hasta entonces no había hablado en plural.
– ¿Para quién trabajas?
– No te preocupes por eso -dijo con una sonrisa reservada y misteriosa, como si estuviera ocultando algo importante. Queremos que alguien que conozca la vida nocturna investigue los asesinatos, y estamos dispuestos a pagar muy bien.
– Ya le di mi opinión a la policía cuando vi los cadáveres.
– ¿Y tu opinión era…? -Se inclinó hacia delante en la silla y apoyó sus manos menudas en la mesa. Tenía las uñas pálidas, casi blancas, sin sangre.
– Presenté un informe completo a la policía. -Levanté la vista y lo miré casi directamente a los ojos.
– ¿Ni siquiera me vas a decir eso?
– No tengo autorización para comentar asuntos policiales contigo.
– Les dije que no aceptarías.
– ¿Aceptar qué? No me has dicho absolutamente nada.
– Queremos que investigues los asesinatos de vampiros y que averigües quién, o qué, lo está haciendo. Estamos dispuestos a triplicar tu tarifa habitual.
Sacudí la cabeza. Aquello explicaba por qué había concertado la entrevista el cerdo avaricioso de Bert. Sabía de sobra qué pensaba de los vampiros, pero el contrato me obligaba, como mínimo, a recibir a cualquier cliente que le hubiera pagado una señal, y mi jefe era capaz de todo por dinero. El problema era que esperaba lo mismo de sus empleados. Bert y yo íbamos a tener una charla muy, muy pronto.
– La policía se está ocupando del caso -dije, levantándome-, y ya le presto tanta ayuda como puedo. En cierto modo, ya estoy trabajando en el caso; os podéis ahorrar el dinero.
Se quedó sentado mirándome, muy quieto. No era la inmovilidad exánime de los que llevan mucho tiempo muertos, pero casi daba el pego.
El miedo me subió por el espinazo y me llegó a la garganta. Reprimí el impulso de sacar el crucifijo que llevaba debajo de la blusa y echar a Willie del despacho. No sé por qué, pero me parecía poco profesional expulsar a un cliente con un objeto sagrado. Me quedé de pie esperando a que se moviera.
– ¿Por qué no quieres aceptar el caso?
– Tengo otros clientes a los que atender. Siento no poder hacer nada por ti.
– Será que no quieres.
– Como prefieras. -Rodeé la mesa para acompañarlo a la puerta.
Se desplazó con una agilidad que no había tenido nunca, pero lo vi y me aparté de la mano que tendía hacia mí.
– No soy otra mariboba a la que puedas embaucar con tus trucos.
– Me has visto moverme.
– Te he oído. No llevas tanto tiempo muerto. Vampiro o no, te queda mucho por aprender.
Me miraba con el ceño fruncido y la mano aún medio tendida. Puede ser, pero ningún humano habría podido apartarse así.
– Dio un paso en mi dirección hasta casi rozarme con la chaqueta. Frente a frente teníamos casi la misma estatura: ambos éramos bajos. Los ojos le quedaban al mismo nivel que los míos. Me obligué a mantener la mirada fija en su hombro.
Tuve que hacer acopio de valor para no apartarme de él. Pero qué leches; vivo o muerto, era Willie McCoy. No pensaba darle aquella satisfacción.
– No eres más humana que yo -dijo.
Me dirigí a la puerta. No me había apartado de él; me había alejado para abrir. Intenté convencer al sudor que me recorría la espalda de que no era lo mismo. Pero la sensación de frío que tenía en el estómago tampoco se dejaba engañar.
– Me tengo que ir, en serio. Muchas gracias por haber recurrido a Reanimators, Inc. -Le dediqué mi mejor sonrisa profesional, tan vacía de significado como una bombilla, pero igual de deslumbrante.
– ¿Y por qué no quieres trabajar para nosotros? -Preguntó deteniéndose en el umbral-. Tendré que dar alguna explicación cuando vuelva.
No estaba segura, pero me pareció que en su voz había algo parecido al temor. ¿Tendría problemas por haber fracasado? Aunque sabía que era una estupidez, me dio pena. Vale, era un no muerto, pero me estaba mirando fijamente y seguía siendo Willie, el de las chaquetas ridículas y las manitas nerviosas.
– Diles, sean quienes sean, que tengo por norma no trabajar para vampiros.
– ¿Y no te saltarías esa norma por nada? -Otra vez aquella manía de hacer que las afirmaciones parecieran preguntas.
– Por nada del mundo.
Le noté un destello en la cara, como si asomara el antiguo Willie. Casi parecía triste.
– Siento que hayas dicho eso, Anita. No les gustan las negativas.
– Pues a mi no me gustan las amenazas. Y estás abusando de mi hospitalidad.
– No es ninguna amenaza, Anita. Es la verdad. -Se arregló la corbata, se ajustó el nuevo alfiler de oro, irguió los hombros y salió.
Cuando se marchó, cerré la puerta y me apoyé en ella. Me temblaban las rodillas. Pero no era un buen momento para quedarme allí sin hacer nada. La señora Grundick ya debía de haber llegado al cementerio. Estaría allí de pie, con su pequeño bolso negro y sus hijos adultos, esperando a que le devolviera a su marido de entre los muertos. Había dejado dos testamentos muy distintos; era un misterio. Le quedaban dos opciones: pasarse años pagando minutas de abogados y costas judiciales, o revivir provisionalmente a Albert Grundick y preguntarle.
En el coche tenía todo lo necesario, hasta los gallos. Me saqué el crucifijo de plata de debajo de la blusa y lo dejé colgar a la vista. Tengo varias pistolas y sé usarlas. Guardo una Browning de nueve milímetros en el cajón de la mesa. Pesa más o menos un kilo, con balas de plata y todo. La plata no mata a los vampiros, pero tiene un efecto disuasorio muy útil: les provoca heridas que se curan muy despacio, a una velocidad casi propia de los humanos. Me sequé el sudor de las manos en la falda y salí.
Craig, nuestro secretario de noche, tecleaba frenéticamente ante el ordenador. Abrió mucho los ojos cuando crucé la espesa moqueta. Puede que fuera por la cruz, que colgaba de la larga cadena; puede que por la pistolera que llevaba a la espalda, con el arma a la vista. No mencionó ninguna de las dos cosas. Así me gusta.
Me puse la chaqueta de pana. No ocultaba el bulto de la pistola, pero daba igual. No creía que los Grundick ni sus abogados se fijaran.