Capítulo 27

Madge nos interceptó en el pasilllo. Empezó a acercarme una mano al cuello; la sujeté por la muñeca.

– Ay, qué quisquillosa -dijo-. ¿Es que no te ha gustado? ¡No me digas que llevas un mes con Phillip y aún no te había probado! -Se bajó el sujetador de seda para mostrar la parte superior del pecho. Había una marca de dientes perfecta en la carne pálida-. Es la marca de fábrica de Phillip. ¿No lo sabías?

– No.

Pasé de largo y me dirigí al salón. Un desconocido cayó a mis pies. Crystal estaba encima de él y lo tenía inmovilizado. Era joven y parecía algo asustado. Levantó la vista más allá de Crystal, hacia mí. Creí que iba a pedirme ayuda, pero ella lo acalló con un beso húmedo y profundo, como si quisiera bebérselo. Él empezó a levantarle los pliegues de la falda. Tenía los muslos increíblemente blancos, como ballenas varadas.

Giré en redondo y me dirigí a la puerta. Mis tacones hacían un ruido bastante efectista contra el suelo de madera. Cualquiera habría dicho que estaba huyendo, pero de eso nada: sólo estaba andando muy deprisa.

Phillip me alcanzó en la puerta y apoyó la mano en ella para impedir que abriera. Respiré profundamente. No iba a perder los estribos, todavía.

– Lo siento, Anita, pero es mejor así. Ahora estás a salvo… de los humanos.

– No lo entiendes. -Lo miré y sacudí la cabeza-. Necesito tomar un poco el aire. No me marcho, si es lo que te preocupa.

– Voy contigo.

– No. Entonces no serviría de nada; tú eres una de las cosas de las que quiero alejarme.

Retrocedió y dejó caer la mano. Se le apagaron los ojos y mostró una mirada esquiva y recelosa. ¿Por qué se había ofendido? Ni lo sabía ni me importaba. Abrí la puerta, y el calor me envolvió como un abrigo de piel, para variar.

– Es de noche -dijo-. No tardarán en llegar, y no podré ayudarte si no estoy contigo.

– Será mejor que entiendas esto, Phillip -le dije casi en un susurro, acercándome más a él-. Sé cuidarme mucho mejor que tú. En cuanto un vampiro chasquee los dedos, te convertirás en merienda. -Se le empezó a desencajar la cara; yo no quería verlo-. Joder, ponte las pilas.


Salí al porche cubierto de enredaderas y reprimí el impulso de cerrar de un portazo. Habría sido una niñería. Me sentía bastante infantil en aquel momento, pero prefería reservarme. Nunca se sabe cuándo puede venir bien una rabieta.

El canto de las cigarras y los grillos llenaba la noche. El viento agitaba la copa de los árboles más altos, pero no llegaba al suelo. El aire del porche estaba viciado y denso, como plastificado.

Era un placer sentir calor después del aire acondicionado de la casa. Resultaba real y, en cierto modo, purificador. Me toqué el mordisco. Me sentía sucia, usada, maltratada, y estaba enfadada y hasta los cojones de todo. Fuera no descubriría nada, pero si algo o alguien se dedicaba a matar a los vampiros que asistían a las fiestas, no me parecía tan mal.

Claro que daba igual que estuviera de parte del asesino. Nikolaos quería que resolviera los crímenes, y más me valía conseguirlo.

Aspiré el aire viciado y sentí los primeros indicios de… poder. Se filtraba entre los árboles, como el viento, pero su caricia no refrescaba la piel. El vello de la nuca intentó escaparse por la espalda. Quienesquiera que fuesen, eran poderosos. Y trataban de levantar a los muertos.

A pesar del calor, había llovido bastante, y los tacones se me hundieron en la hierba de inmediato. Acabé por avanzar medio agachada, medio de puntillas, procurando no quedarme clavada en la tierra blanda.

El suelo estaba cubierto de bellotas; era como andar sobre canicas. Caí contra el tronco de un árbol y me di un golpe bastante fuerte en el hombro que Aubrey me había dejado magullado.

Sonó un balido agudo y aterrorizado. Estaba cerca. ¿Era una ilusión auditiva provocada por la quietud del aire o de verdad había una cabra? El quejido terminó en un gorgoteo húmedo, espeso y burbujeante. Se acabaron los árboles y vi un claro que la luna teñía de plata.

Me quité un zapato y tanteé el suelo. Estaba húmedo y frío, pero no era grave. Me quité el otro zapato y eché a correr.

El jardín trasero era enorme y se perdía en la plateada oscuridad. No había nada a la vista salvo, a lo lejos, un seto de arbustos enormes, casi árboles pequeños. Corrí hacia allí; no había ningún otro lugar donde ocultar una tumba.

Como ritual, el de levantar a los muertos es bastante breve. El poder manó en la noche y entró en la tumba. Aumentó lenta pero firmemente; era una magia cálida que me agarraba de las tripas y me arrastraba hacia los arbustos. Su forma oscura creció, recortada contra la luz de la luna, y vi que eran demasiado densos; no había manera de pasar entre ellos.

Un hombre gritó.

– ¿Dónde está? -Preguntó a continuación una mujer-. ¿Dónde está el zombi que nos prometiste?

– ¡Lleva demasiado tiempo muerta! -La voz del hombre sonaba estrangulada por el miedo.

– Dijiste que no bastaba con los gallos, y conseguimos una cabra para el sacrificio. Pero no hay zombi. Creía que se te daba mejor.

Encontré una puerta en el extremo más alejado del seto. Era metálica, y estaba oxidada y desvencijada. El metal gimió cuando la empujé para abrir, y más de una docena de miradas se volvieron hacia mí. Caras pálidas, con la intensa quietud de los nomuertos. Vampiros. Estaban entre las antiguas lápidas de un pequeño cementerio familiar, esperando. Nadie tiene tanta paciencia como los muertos.

Uno de los vampiros que tenía más cerca era el negro de la guarida de Nikolaos. Se me disparó el pulso, e inspeccioné rápidamente a la multitud. Ella no estaba, gracias a Dios.

– ¿Has venido a mirar…, reanimadora? -me preguntó con una sonrisa. Me pareció que había estado a punto de decir Ejecutora. ¿Sería un secreto?

En cualquier caso, les hizo un gesto a los otros para que se apartaran y me dejaran ver el espectáculo. Zachary estaba tendido en el suelo. Tenía la camisa empapada de sangre, y es que dedicarse a cortar cuellos suele dejar manchas. Theresa estaba a su lado, con los brazos en jarras. Iba vestida de negro, sin más piel al descubierto que una franja en la cintura, pálida y casi resplandeciente a la luz de las estrellas. Theresa, la reina de las tinieblas. Me miró un momento y se volvió hacia el hombre.

– ¿Y bien, Cha-cha-ry? ¿Dónde está nuestra zombi?

– Es una muerta demasiado antigua. No queda suficiente -dijo él, tragando saliva audiblemente.

– Sólo tiene cien años, reanimador. ¿Tan débil eres?

Zachary bajó la vista y escarbó la tierra blanda. Me miró y apartó los ojos rápidamente. Ni idea de si había intentado decirme algo con aquella mirada. ¿Que tenía miedo? ¿Que echara a correr? ¿Que lo ayudara? ¿Qué?

– ¿De qué sirve un reanimador que no puede levantar a los muertos? -preguntó Theresa. De repente estaba junto a él, arrodillada, dándole palmadas en el hombro. Zachary se estremeció, pero no intentó apartarse.

Una oleada de seudomovimiento recorrió a los vampiros. Sentí en la columna la tensión de todo el círculo de vampiros que tenía detrás. Iban a matarlo. Que no hubiera podido levantar al zombi era sólo la excusa, parte del juego.

Theresa le desgarró la camisa por la espalda. La tela le cayó hasta los antebrazos, todavía sujeta en los pantalones. Un suspiro colectivo recorrió a los vampiros.

Zachary llevaba una cinta de cordón tejido, con cuentas incrustadas, alrededor del brazo derecho. Era un gris-gris, un amuleto vudú, pero no le serviría de mucho en aquella ocasión. Daba igual cuál fuera la finalidad del amuleto; no bastaría.

– Quizá seas sólo carne fresca -susurró Theresa en tono teatral.

Los vampiros empezaron a acercarse, silenciosos como el viento sobre la hierba.

No podía quedarme cruzada de brazos. Era un colega y un ser humano. No podía permitir que muriera de aquel modo, ni delante de mis narices.

– Esperad -dije.

Nadie pareció oírme. Los vampiros estrecharon el cerco, y empezaba a perder de vista a Zachary. En cuanto uno lo mordiera, se desencadenaría un festín frenético. Lo había visto una vez y nada me libraría de las pesadillas si volvía a verlo. Levanté la voz con la esperanza de que me escucharan.

– ¡Esperad! ¿Acaso no pertenece a Nikolaos? ¿No la llamaba ama?

Vacilaron y se separaron para dejar paso a Theresa.

– No es asunto tuyo. -Me miró fijamente y no tuve que esquivar la mirada; una cosa menos de la que preocuparme.

– Ahora sí -dije.

– ¿Quieres unirte a él?

Los vampiros empezaron a ensanchar el círculo para incluirme a mí. Se lo permití, aunque tampoco podía hacer gran cosa para evitarlo. O conseguía que saliéramos los dos vivos, o yo moriría también. Quizá. Probablemente. En fin.

– Quiero hablar con él -dije-, entre colegas.

– ¿Por qué? -preguntó.

Me acerqué a ella hasta casi rozarla. Su ira era palpable: la hacía quedar mal delante de los otros; yo lo sabía, y ella sabía que lo sabía. Hablé en voz muy baja, aunque algunos me oirían de todas formas.

– Nikolaos habrá ordenado su muerte, pero a mí me quiere viva, Theresa. ¿Qué te haría si ocurriera un accidente y yo muriera aquí, esta noche? -Le susurré las últimas palabras cerca de la cara-. ¿Quieres pasarte la eternidad encerrada en un ataúd rodeado de crucifijos?

Gruñó y se apartó bruscamente, como escaldada.

– ¡Maldita seas, mortal! ¡Ojala ardas en el infierno! -El pelo negro le crepitaba en torno a la cara, y la furia le convertía las manos en garras-. Habla con él; para lo que va a servir… Tiene que levantar al zombi: o lo consigue, o es nuestro. Así lo ha dicho Nikolaos.

– Si lo levanta, ¿podrá irse sin que le hagáis nada? -pregunté.

– Sí, pero no puede; no tiene suficiente poder.

– Y Nikolaos contaba con eso -dije.

Theresa sonrió con una mueca fiera que le dejó los colmillos al descubierto.

– Sssí. -Me dio la espalda y se abrió paso entre los otros vampiros, que se apartaron como palomas asustadas. Y yo plantándole cara. A veces, el valor y la estupidez son casi indistinguibles.

– ¿Estás herido? -pregunté, arrodillándome junto a Zachary.

– Te lo agradezco, pero esta noche quieren matarme -dijo, sacudiendo la cabeza. Me examinó la cara con los ojos claros y esbozó una sonrisa-. No puedes hacer nada para evitarlo. Hasta tú tienes límites.

– Si confías en mí, podemos levantar esta zombi.

Frunció el ceño y me miró fijamente. No pude interpretar su expresión; mostraba desconcierto y algo más.

– ¿Por qué?

¿Qué podía decirle? ¿Que no podía quedarme cruzada de brazos mientras lo veía morir? Él había visto cómo torturaban a un hombre y no había movido un dedo. Opté por la explicación abreviada.

– Porque no puedo dejar que te maten, si puedo evitarlo.

– No te entiendo, Anita. No te entiendo en absoluto.

– Ya somos dos. ¿Puedes levantarte?

– ¿Qué tramas? -preguntó tras asentir.

– Que compartamos el talento.

– Mierda, ¿sabes hacer de foco? -preguntó, los ojos muy abiertos.

– Lo he hecho dos veces. -Dos veces, pero las dos con la misma persona: la que me había enseñado el oficio. Nunca con un desconocido.

– ¿Estás segura de que quieres hacerlo? -La voz se le había convertido en un susurro.

– ¿Salvarte? -pregunté.

– Compartir tu poder.

– Ya basta, reanimadora. -Theresa avanzó hacia nosotros con apenas un susurro de tela-. No puede hacerlo, y tiene que pagar el precio. Vete ahora o únete al… festín.

– ¿Comeremos bestia poco hecha? -pregunté.

– ¿De qué estás hablando?

– Es de ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, del doctor Seuss. ¿No te lo sabes? «¡Venid al festín, al festín, al festín! De primero hay bestia poco hecha, y de postre, pudín».

– Estás como una cabra.

– Eso dicen.

– ¿Es que quieres morir? -preguntó.

Me incorporé muy despacio, y sentí que algo crecía en mi interior: una seguridad, una certeza absoluta de que ella no representaba ningún peligro para mí. Sería una estupidez, pero allí estaba, firme y sólido.

– Puede que alguien me mate antes de que termine todo esto, Theresa -dije avanzando hacia ella, que retrocedió-, pero no serás tú.

Casi podía sentir su pulso. ¿Me tenía miedo? ¿Se me había ido la olla? Acababa de encararme con una vampira de cien años y la había hecho recular. Me sentía desorientada, casi con vértigo, como si hubieran modificado la realidad sin avisarme.

Theresa me volvió la espalda con los puños apretados.

– Levantad a la muerta, reanimadores, o por toda la sangre que se ha derramado en el mundo os juro que os mataré a los dos.

Creo que lo decía en serio. Me sacudí como un perro mojado. Tenía una docena larga de vampiros que tranquilizar y un cadáver de cien años que levantar. Los problemas, sólo de tropecientos en tropecientos, por favor. Tropecientos uno sería ya pasarse.

– Levántate, Zachary -dije-. Tenemos trabajo.

– No he trabajado nunca con un foco -dijo poniéndose en pie-. Tendrás que guiarme tú.

– Descuida -dije.

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