Aquella mañana vi salir el sol mientras volvía a casa. Odio el amanecer. Significa que me he pasado con el horario y he trabajado toda la puta noche. San Luis tiene más árboles en los márgenes de las carreteras que ninguna otra ciudad por la que haya conducido. Casi estaba dispuesta a reconocer que, bañados por los primeros rayos del alba, los árboles eran bonitos. Casi. Mi piso tiene siempre un aspecto tan luminoso y alegre al sol de la mañana que resulta deprimente. Las paredes son del mismo color de helado de vainilla que las de cualquier otro piso que haya visto. La moqueta es de un gris pasable, muchísimo mejor que la típica marrón caca de perro.
Es un piso espacioso, con un dormitorio. Tiene vistas al parque de al lado, dicen, pero es como si tuviera vistas a Marte. Por mí, no harían falta ventanas; me las apaño con unas cortinas tupidas que convierten el día más luminoso en una agradable penumbra.
Encendí la radio para ahogar el ruido de mis vecinos de hábitos diurnos. El sueño se apoderó de mí con la suave música de Chopin. Y muy poco después sonó el teléfono.
Me quedé tumbada un instante, odiándome por no haber conectado el contestador. Si no hacía caso, con un poco de suerte… Al quinto timbrazo me di por vencida.
– ¿Sí?.
– Oh, lo siento. ¿Te he despertado?
Era una voz de mujer que no me sonaba de nada. Como pretendiera venderme algo, se iba a enterar.
– ¿Quién es? -pregunté, parpadeando para enfocar el reloj de la mesilla. Eran las ocho. Había dormido casi dos horas. Alegría.
– Soy Mónica Vespucci -dijo, como si aquello lo explicara todo. Pues no.
– ¿Sí? -Intenté decirlo con tono amable, para animarla a continuar, pero creo que me salió algo parecido a un gruñido.
Oh, vaya. Soy la Mónica que trabaja con Catherine Maison.
Me acurruqué, con el auricular en la mano, y traté de pensar. No se me da muy bien cuando sólo he dormido dos horas. El nombre de Catherine sí que me sonaba: era el de una buena amiga. Es posible que me hubiera mencionado a aquella mujer, pero no habría podido identificarla aunque me fuera la vida en ello.
– Claro, Mónica, sí. ¿Qué quieres? -Mi voz me sonó desagradable hasta a mí- Y lo siento si tengo la voz rara, pero es que he estado trabajando hasta las seis.
– ¿Sólo has dormido dos horas? Dios mío. Me querrás matar.
Me abstuve de contestar. No soy tan maleducada.
– ¿Querías algo, Mónica?
– Sí, claro. Estoy organizando la despedida de soltera de Catherine, pero es una fiesta sorpresa. Ya sabes que se casa el mes que viene.
Hice un gesto de asentimiento.
– Iré a la boda -murmuré al recordar que no podía verme.
– Claro, lo sé. Los vestidos de las damas de honor son preciosos, ¿no crees?
A decir verdad, lo último en lo que me apetecía gastarme ciento veinte dólares era un vestido largo de color rosa con mangas de farol, pero era la boda de Catherine.
– ¿Qué pasa con la fiesta?
– Oh, me estoy yendo por las ramas, ¿verdad? Y tú muerta de sueño…
Pensé en pegarle un grito para ver si conseguía que abreviara. No: probablemente, se echaría a llorar.
– Por favor, Mónica. ¿Qué quieres?
Bueno, ya sé que te aviso con poco tiempo; es que estaba liadísima. Hace una semana que quería llamarte, pero entre una cosa y otra, me he despistado y…
Me lo creía.
– Continúa.
– La fiesta será esta noche. Como Catherine dice que no bebes, he pensado que podrías conducir.
Me quedé recostada un momento, intentando decidir hasta qué punto cabrearme y si serviría de algo. Quizá, si hubiera estado más despierta, no habría dicho lo que pensaba.
– ¿No te parece que, si querías que condujera, tendrías que haberme avisado un poco antes?
– Lo sé, y te pido mil disculpas. Últimamente ando muy despistada. Catherine dice que sueles librar el viernes o el sábado por la noche. ¿No tendrás libre el viernes de esta semana?
Pues sí, aquel día libraba, aunque no me apetecía nada dedicárselo a la cabeza hueca con la que estaba hablando.
– Sí; tengo la noche libre.
– ¡Estupendo! Te daré la dirección; puedes recogernos después del trabajo. ¿Te viene bien?
– Vale. -No me iba bien, pero ¿qué iba a decir?
– ¿Tienes para apuntar?
– Has dicho que trabajas con Catherine, ¿no? -En realidad, estaba empezando a acordarme de Mónica.
– Sí, claro.
– Ya sé dónde está la oficina. No me hace falta la dirección.
– Ah, claro, qué tonta soy. Entonces, te esperamos sobre las cinco. Arréglate, pero no te pongas tacones. Puede que vayamos a bailar.
– De acuerdo, hasta luego. -Odio bailar.
– Hasta la tarde.
El teléfono quedó mudo. Conecté el contestador automático y acto seguido me hice un ovillo bajo las sábanas. Mónica era compañera de trabajo de Catherine, y eso significaba que era abogada. Era una idea inquietante. Quizá fuera una de esas personas que sólo son organizadas en el trabajo. No, ni de coña.
Entonces, cuando ya era demasiado tarde, se me ocurrió que podía haber rechazado la invitación. Arg. Pues sí que andaba bien de reflejos. Bueno, tampoco iba a ser tan terrible ver a unas desconocidas ponerse como una cuba. Vamos, que con un poco de suerte, alguna me vomitaría en el coche.
Cuando conseguí volver a dormirme, tuve unos sueños muy raros sobre una mujer a la que no conocía, una tarta de coco y el funeral de Willie McCoy.