Capítulo 23

Metí todas las bolsas pequeñas en una grande, para tener una mano libre para la pistola. No imagináis el blanco tan perfecto que presenta alguien que hace malabarismos con los brazos llenos de bolsas de compras. Primero, hay que soltar las bolsas, siempre que a un asa no le dé por enredarse en la muñeca; después, coger la pistola, sacarla, apuntar y disparar. Para cuando se acaba de hacer todo eso, el malo hace rato que ha soltado dos tiros y se aleja tarareando «Dixie».

Llevaba toda la tarde hiperparanoica, pendiente de cualquiera que se me acercara. ¿Me estarían siguiendo? ¿Era cosa mía o había un tipo que me estaba mirando hacía un buen rato? ¿Aquella mujer llevaba un pañuelo al cuello porque tenía marcas de mordiscos?

Cuando salí a por el coche, tenía el cuello y los hombros doloridos. Lo más aterrador que había visto en toda la tarde eran los precios de la ropa de diseño, pero fuera el mundo seguía siendo luminoso y azul, y hacía un calor asfixiante. Es fácil perder la noción del tiempo en un centro comercial: es un mundo privado que tiene la temperatura y la climatología controladas, y donde no hay contacto con nada real. La Disneylandia de los compradores compulsivos.

Metí las bolsas en el maletero y observé cómo se oscurecía el cielo. Conocía bien la sensación de miedo: una bola de plomo en las tripas. Un temor palpable, contenido.

Moví la cabeza para desentumecerme y giré el cuello hasta que crujió. Mejor, pero seguía rígido; necesitaba un analgésico. Había comido en el centro comercial, algo que no hacía nunca. En cuanto me había llegado el olor de los puestos de comida, había corrido hacia ellos, famélica.

La pizza sabía a cartón con salsa de tomate artificial. El queso era plasticoso y no sabía a nada. Ñam, ñam, comida de centro comercial. La verdad es que me encantan el puesto de perritos calientes y el de galletas surtidas.

No pedí una porción de margarita, que es la que me gusta, sino que me lancé de cabeza a la que llevaba de todo. Odio los champiñones y el pimiento verde, y las salchichas están bien para desayunar, pero no pintan nada en una pizza. No sabía qué me molestaba más, si haber pedido una bazofia o haberme comido la mitad antes de darme cuenta. Tenía mono de comida que normalmente detestaba. ¿Por qué? Otra pregunta sin respuesta. ¿Y por qué esa me asustaba más que otras?

Mi vecina, la señora Pringle, estaba paseando al perro por el césped que hay delante de nuestro bloque. Aparqué y saqué la bolsa atiborrada del maletero.

La señora Pringle tiene más de sesenta años, mide casi un metro ochenta y se ha vuelto muy delgada con la edad. Tiene unos ojos azul claro que brillan y miran con curiosidad tras unas gafas de montura plateada. Custard, su perro, es un pomerania; parece un amasijo de pelos con patas de gato.

La señora Pringle me saludó con la mano; no había escapatoria. Sonreí y me dirigí hacia ellos. Custard empezó a saltar a mi lado, como si tuviera muelles en las patas o fuera un juguete de cuerda. No paraba de soltar ladridos agudos y eufóricos.

Custard sabe que no me gusta, pero en su retorcida mente perruna ha decidido conquistarme. O a lo mejor sabe que sus saltitos me ponen de los nervios. Da igual.

– Anita, picarona, ¿por qué no me habías dicho que tenías un pretendiente?

– ¿Un pretendiente? -pregunté con el ceño fruncido.

– Bueno, un novio.

– ¿A qué te refieres? -No sabía de qué narices me estaba hablando.

– Hazte la tonta si quieres, pero cuando una chica le da a un hombre la llave de casa, eso significa algo.

La bola de plomo de mis tripas se elevó unos cuantos centímetros.

– ¿Has visto entrar a alguien en mi piso? -Me esforcé mucho por mantener la expresión y el tono de voz neutros.

– Sí, a tu novio. Es muy guapo.

Quería preguntarle qué aspecto tenía, pero si era mi novio y le había dado la llave de mi piso, ya debería saberlo. No, no podía preguntárselo. Muy guapo… ¿Sería Phillip? Pero ¿por qué?

– ¿Cuándo ha llegado?

– Oh, sobre las dos de la tarde. Cuando yo sacaba a pasear a Custard, él entraba.

– ¿Lo has visto marcharse?

– No. -Empezaba a mirarme con demasiada insistencia-. ¿No había quedado en esperarte en casa? ¡Espero no haber dejado entrar a un ladrón!

– No. -Conseguí sonreír y hasta casi reír-. No sabía que vendría hoy, nada más. Si ves a alguien más entrar en mi piso, no te alarmes: tengo unos amigos que andarán unos días entrando y saliendo.

Frunció el ceño; no había ni un rastro de temblor en sus manos delgadas. Hasta Custard permanecía atento; se limitaba a jadear en la hierba y mirarme.

– Anita Blake -dijo, y me acordé de que era maestra jubilada; tenía aquel tipo de voz-. ¿Qué te traes entre manos?

– Nada, en serio. Es la primera vez que le doy la llave a un hombre, y estoy un poco nerviosa. -Le dediqué mi mejor mirada inocente, con los ojos muy abiertos. Me costó no parpadear, pero el resto fue fácil.

Se cruzó de brazos. Me daba que no me había creído ni de lejos.

– Si ese joven te tiene tan inquieta, puede que no te convenga. De lo contrario, no te pondría nerviosa.

Suspiré de alivio. Me había creído.

– Puede que tengas razón. Gracias por el consejo; lo tendré presente. -Me sentía tan bien que acaricié la cabecita de Custard antes de irme.

– Y ahora, Custard -oí decir a la señora Pringle-, haz tus cositas para que podamos subir.

Por segunda vez en un solo día podía tener un intruso en el piso. Saqué la pistola mientras avanzaba en silencio por el pasillo. Se abrió una puerta, y salieron un hombre y dos niños. Metí la mano con la pistola en la bolsa de las compras, fingiendo que buscaba algo. Me quedé a la espera hasta que sus pasos se perdieron escaleras abajo.

No podía seguir allí con la pistola: alguien acabaría llamando a la policía. La gente había vuelto del trabajo y estaba cenando, leyendo el periódico o jugando con los niños. Los barrios residenciales estaban despiertos y alerta. No se podía andar por ahí con un arma en la mano.

Decidí llevar la bolsa delante, en la mano izquierda, con la pistola y la mano derecha dentro. En el peor de los casos, dispararía a través de la bolsa. Pasé la puerta de mi piso, avancé dos más y saqué las llaves del bolso. Apoyé la bolsa en la pared y me pasé la pistola a la mano izquierda. Sabía disparar con la izquierda; no igual de bien, pero tendría que valermc. Mantuve la pistola paralela al muslo, confiando en que no apareciera nadie en sentido contrario y la viera. Me arrodillé junto a la puerta, con las llaves apretadas en la mano derecha para que no tintinearan. Aprendo deprisa.

Levanté la pistola hasta la altura del pecho e introduje la llave. La cerradura hizo un chasquido. Me sobresalté y esperé los disparos, algún ruido o algo. Nada. Me metí las llaves en el bolsillo y volví a coger la pistola con la mano derecha. Sólo con la muñeca y parte del brazo frente a la puerta, hice girar el pomo y di un empujón.

La puerta se abrió hacia dentro y golpeó la pared; no había nadie. Nada de disparos. Silencio.

Estaba agachada en el umbral, inspeccionando la habitación con la pistola en la mano. No había nadie a la vista. El sillón, aún de cara a la puerta, estaba vacío. Casi me habría sentido aliviada si hubiera visto a Edward.

Oí unos pasos que subían por las escaleras, al final del pasillo. Tenía que decidirme. Alargué hacia atrás la mano izquierda y cogí la bolsa, sin apartar los ojos ni la pistola del interior. Empujé la bolsa delante de mí y entré. Cerré la puerta de golpe, aún agazapada en el suelo.

El calentador de la pecera hizo un ruido y empezó a zumbar, y yo pegué un bote. El sudor me corría por la espalda. La valiente cazadora de vampiros. Si me hubieran visto… El piso parecía vacío. Allí no había nadie, pero por si acaso, registré los armarios y miré bajo las camas imitando a Harry el Sucio, abriendo las puertas de golpe y apretándome contra las paredes. Me sentí estúpida, pero lo habría sido más si diera por supuesto que no había moros en la costa y me equivocara.

En la mesa de la cocina había una escopeta y dos cajas de cartuchos. Debajo vi un papel blanco en el que ponía, en pulcras letras mecanografiadas: «Anita: tienes veinticuatro horas».

Miré la nota; volví a leerla. Edward había estado en mi casa. Creo que me pasé un minuto sin respirar. Me imaginé a la vecina charlando con Edward. Si la señora Pringle hubiera dudado ante su mentira, si hubiera mostrado miedo, ¿la habría matado?

No lo sabía. Sencillamente, no lo sabía. ¡Mierda! Me sentía peor que la peste. Todos los que me rodeaban corrían peligro, pero ¿qué podía hacer?

En caso de duda, respira profundamente y sigue adelante. Es una receta que me ha servido durante años. Las hay mucho peores, en serio.

La nota quería decir que Edward me daba veinticuatro horas para revelarle el lugar de descanso diurno de Nikolaos. Era eso, o matarlo. Y dudo que lo consiguiera.

Le había dicho a Ronnie que éramos profesionales, pero si Edward contaba como profesional, yo era una aficionada. Y Ronnie también.

Suspiré agobiada. Tenía que vestirme para la fiesta; no tenía tiempo para preocuparme por Edward. Aquella noche tenía otros problemas.

La luz del contestador parpadeaba, y pulsé el botón. Primero oí la voz de Ronnie, que me decía lo que ya sabía respecto a la LAV: me había llamado a casa antes de encontrarme en el bar de Dave.

– ¿Anita? Soy Phillip -oí a continuación-. Ya sé dónde será la fiesta. Recógeme en la puerta del Placeres Prohibidos a las seis y media. Hasta luego.

El contestador hizo unos cuantos ruidos más y quedó en silencio. Tenía dos horas para vestirme y llegar. Todo el tiempo del mundo. Pintarme me lleva quince minutos de media. En arreglarme el pelo tardo menos aún, porque lo único que hago es pasarme un cepillo. Hala, lista en un plisplás.

No suelo pintarme, y cuando me da por ahí siempre me parece que queda demasiado llamativo, demasiado artificial. Pero después siempre me hacen cumplidos, en plan: «¿Por qué no te pintas más a menudo? La sombra te resalta muchísimo los ojos», o mi favorito: «Pintada estás mucho más guapa». Todo ello como dando a entender que con la cara lavada voy de cabeza al criadero de solteronas.

Lo que no me pongo nunca es maquillaje; no me veo embadurnándome toda la cara. Tengo un frasco de laca de uñas, pero no es para las uñas, sino para las medias. Si alguna vez consigo llevar medias sin hacerme ninguna carrera, es que he tenido un día muy bueno.

Me coloqué frente al espejo de cuerpo entero del dormitorio. El top se sujetaba en la nuca con una tira muy fina. Dejaba la espalda al aire, e iba atado a la cintura con un lacito. Yo habría omitido el lazo, pero por lo demás no estaba mal. Iba a juego con la falda negra, y el conjunto parecía un vestido de una pieza. Las tiritas de las manos sí que desentonaban; una verdadera tragedia. La falda era larga y con vuelo, y tenía bolsillos.

A través de ellos llegaba a dos cuchillos de plata cuyas fundas me había sujetado a los muslos. Me bastaba con meter la mano en el bolsillo para sacar un arma. Muy limpio. El sudor es algo que hay que tener en cuenta cuando se lleva una funda en el muslo, y no había conseguido encontrar la manera de esconder una pistola. No sé cuántas veces habréis visto a mujeres con pistoleras en el muslo por televisión, pero es terriblemente incómodo: da a los andares la elegancia de un pato con pañales.

Las medias y unos zapatos negros de raso, de tacón, completaban mi atuendo. Los zapatos y las armas los tenía de antes; todo lo demás era nuevo.

También era nuevo el bolsito negro con correa fina que llevaría en bandolera, para tener las manos libres. Metí en él la pistola pequeña, la Firestar. Vale, ya sé que cuando consiguiera sacar la pistola de las profundidades del bolso los malos se estarían dando un festín con mi carne, pero era mejor que no llevarla.

Me puse el crucifijo y vi que la plata quedaba muy bien sobre el top negro. Por desgracia, no creía que los vampiros fueran a dejarme entrar en la fiesta con una cruz bendecida. En fin; la dejaría en el coche, junto con la escopeta y la munición.

Edward había tenido la amabilidad de dejar una caja vacía junto a la mesa; supuse que era donde había llevado la escopeta. ¿Qué le habría dicho a la señora Pringle? ¿Que era un regalo para mí?

Edward me había dado veinticuatro horas, pero ¿a partir de cuándo? ¿Vendría al alba, con el primer rayo de sol, para sacarme la información a la fuerza? No, no creía que le gustara madrugar. Estaría a salvo hasta la tarde. Probablemente.

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