Nuestra mesa estaba pegada al escenario. Por el local fluían el alcohol y las risas, y se oían gritos de temor fingido cuando los vampiros que trabajaban de camareros pasaban entre las mesas. Había un trasfondo de miedo, parecido al que se siente en las montañas rusas y en las películas de terror. Miedo sin riesgos.
Se apagaron las luces, y sonaron gritos altos y estridentes por todo el salón. Miedo real durante un instante. La voz de Jean-Claude surgió de la oscuridad.
– Bienvenidas al Placeres Prohibidos. Estamos a vuestro servicio. Estamos aquí para hacer realidad vuestras fantasías más perversas. -Su voz era como un suave susurro a altas horas de la noche. Hay que joderse; el tío era bueno-. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería sentir mi respiración en la piel? Mis labios en el cuello. El roce de unos dientes, su dureza… El dolor dulce e intenso del pinchazo de los colmillos. Tu corazón latiendo frenéticamente contra mi pecho. Tu sangre fluyendo por mis venas. Compartirte conmigo. Darme vida. Saber que sería incapaz de vivir sin ti, sin vosotras, sin ninguna de vosotras.
Puede que fuera por la intimidad de la penumbra; en cualquier caso, sentía como si me hablara a mí y sólo a mí. Yo era su elegida, su favorita. Pero no; no era así. En realidad, todas las mujeres sentían lo mismo. Todas éramos su elegida. Y puede que en ello hubiera más verdad que en ninguna otra cosa.
Nuestro primer caballero de esta noche comparte vuestra fantasía. Quería saber qué se siente con el más dulce de los besos, y se os adelantó para poder revelaros que es maravilloso. Dejó que el silencio llenara la oscuridad hasta que los latidos de mi corazón me sonaron demasiado fuertes-. Esta noche tenemos con nosotros a Phillip.
¡Phillip!-susurró Mónica. Todo el público contuvo la respiración. Phillip, Phillip… -Se empezó a oír en un suave murmullo, que se elevó a nuestro alrededor en la oscuridad como una plegaria.
Las luces se encendieron paulatinamente, como al final de una película. Había un hombre de pie en el centro del escenario. Una camiseta blanca le ceñía el torso; no era muy musculoso, pero tenía lo suyo. Lo bueno, si breve… Una chupa de cuero negro, unos vaqueros ajustados y unas botas completaban el atuendo. La melena castaña le llegaba por los hombros. Un guaperas de los que una se cruza por la calle, vamos.
La silenciosa penumbra se llenó de música. El hombre movía levemente las caderas siguiendo el ritmo. Empezó a despojarse de la chaqueta de cuero casi a cámara lenta. La suave música empezó a acelerarse, con un compás que su cuerpo compartía y seguía con cada movimiento. La chaqueta cayó al escenario. Phillip se quedó un instante mirando al público, dejándonos ver lo que había que ver. Tenía cicatrices en el interior de los dos codos, hasta el punto de que la piel había formado bultos blancos.
Tragué saliva. No sabía muy bien qué iba a pasar, pero estaba segura de que no me gustaría.
Se apartó el pelo de la cara con las dos manos. Recorrió el borde del escenario contoneándose, se detuvo cerca de nuestra mesa y se quedó mirándonos. Su cuello parecía el de un yonqui.
Tuve que apartar la vista. Todas esas marcas de mordiscos, y de cicatrices pequeñas y nítidas… Levanté la vista y vi que Catherine miraba hacia el suelo. Mónica estaba echada hacia delante en la silla, con los labios entreabiertos.
Phillip se agarró la camiseta y dio un tirón. La tela se desgarró y le dejó el tórax al descubierto. Exclamaciones entre el público. Varias mujeres gritaron su nombre. Él sonrió. Tenía una sonrisa deslumbrante, tan sexy que hacía la boca agua.
Tenía cicatrices en el pecho suave y lampiño: blancas, rosadas, recientes y antiguas. Me quedé mirándolo con la boca abierta.
– ¡Dios mío! -susurró Catherine.
– Es fantástico, ¿verdad? -preguntó Mónica.
La miré. El cuello alto de la blusa se le había bajado un poco, y se veían dos pinchazos, bastante antiguos, casi cicatrizados. Virgen santa.
La música estalló con repentina violencia. Phillip bailaba, se contoneaba y giraba, poniendo toda la fuerza del cuerpo en cada movimiento. Encima de la clavícula izquierda tenía una masa blanca de cicatrices de aspecto salvaje y brutal. Se me hizo un nudo en el estómago. Un vampiro le había atravesado la clavícula, desgarrando, como un perro con un trozo de carne. Lo sabía porque yo tenía una cicatriz parecida. Tenía muchas cicatrices parecidas.
Los billetes de dólar empezaron a brotar de las manos como setas después de la lluvia. Mónica hacía ondear el dinero como una bandera. Yo no quería que Phillip se nos acercara a la mesa. Tuve que pegarme a Mónica para que me oyera por encima del ruido.
– Mónica, por favor, no lo atraigas.
En el momento en que ella se volvió para mirarme supe que ya era demasiado tarde. Phillip y sus cicatrices estaban en el escenario, observándonos. Alcé la vista hacia sus ojos, muy humanos.
Podía ver cómo latía el pulso en el cuello de Mónica. Se lamió los labios; tenía los ojos muy abiertos. Le metió el dinero en la parte delantera de los pantalones.
Las manos de Mónica recorrieron las marcas de Phillip como mariposas inquietas. Le apoyó la cara en el estómago y empezó a besarle las cicatrices, dejando un rastro de pintalabios rojo. Él se arrodilló mientras ella lo besaba y la obligó a subir por su pecho, cada vez más arriba.
Mónica le puso los labios en la cara. Él se apartó el pelo, adelantándose a sus deseos. Mónica le lamió la marca de mordedura más reciente con su lengua pequeña y rosada, como la de un gato. La oí emitir un gemido. Lo mordió y cerró la boca alrededor de la herida. Phillip se sacudió por el dolor, o más bien por la sorpresa. Ella apretó las mandíbulas y puso la garganta a trabajar. Le estaba succionando la herida.
Miré a Catherine, al otro lado de la mesa. Los estaba observando completamente estupefacta.
El público había enloquecido; gritaba y agitaba el dinero. Phillip se apartó de Mónica y avanzó hacia otra mesa. Mónica se desplomó hacia delante, con la cabeza en las rodillas y los brazos laxos a los lados.
¿Se había desmayado? Alargué un brazo para tocarla y me di cuenta de que no me apetecía. La agarré suavemente por el hombro. Se movió y giró la cabeza para mirarme. En sus ojos se reflejaba la plenitud relajada que sólo daba el sexo. Tenía los labios pálidos, ya casi sin carmín. No se había desmayado; estaba disfrutando de la intensidad de la experiencia.
Aparté la mano y me la froté en el pantalón; la tenía pringada de sudor.
Phillip había vuelto al escenario. Había dejado de bailar. Simplemente estaba allí de pie. Mónica le había dejado una marca pequeña y redonda en el cuello.
Sentí los primeros indicios de la presencia de una mente antigua que flotaba sobre el público.
– ¿Qué pasa? -preguntó Catherine.
– Tranquila -dijo Mónica. Estaba erguida en la silla, todavía con los ojos entrecerrados. Se lamió los labios y se estiró, levantando los brazos por encima de la cabeza.
– ¿Qué pasa? -preguntó Catherine volviéndose hacia mí.
– Un vampiro -dije.
Le vi un destello de miedo en la cara, pero no duró mucho. Observé cómo desaparecía el temor bajo el peso de la mente del vampiro. Se volvió lentamente para mirar a Phillip, que seguía esperando en el escenario. Catherine no corría peligro. Aquella hipnosis colectiva no era personal ni permanente.
El vampiro no tenía tantos años como Jean-Claude, ni era tan bueno. Me quedé clavada en el asiento, mientras sentía la presión y el fluir de más de cien años de poder, pero no era suficiente. Noté cómo se movía entre las mesas. Se tomaba muchas molestias para procurar que los pobres humanos no lo viéramos llegar. Pretendía que tuviéramos la impresión de que aparecía ante nosotros como por arte de magia.
La oportunidad de sorprender a un vampiro no se presenta con frecuencia. Me volví para mirarlo caminar hacia el escenario. Todos los rostros humanos estaban en trance, expectantes y mirando ciegamente al frente. El vampiro era alto; tenía los pómulos muy marcados y un cuerpo sublime, escultural. Era demasiado masculino para ser guapo y demasiado perfecto para ser real.
Avanzaba ataviado con el atuendo arquetípico de los vampiros: esmoquin negro y guantes blancos. Se detuvo cerca de mí y se quedó mirándome. Tenía al público en el bolsillo, indefenso y expectante. Pero allí estaba yo, observándolo fijamente, aunque sin mirarlo a los ojos.
Se le tensó el cuerpo por la sorpresa. No hay nada como incomodar a un vampiro de cien años para subirle la moral a una chica.
Miré más allá y vi a Jean-Claude. Me estaba observando. Lo saludé con el vaso. -Él-me devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
El vampiro alto estaba junto a Phillip, que tenía la mirada tan perdida como el resto de los humanos. El hechizo, o lo que fuera, se desvaneció. Con un pensamiento, el vampiro despertó al público, y todos se sobresaltaron. Magia. La voz de Jean-Claude interrumpió el silencio.
– Os presento a Robert. Démosle la bienvenida a nuestro escenario.
La multitud enloqueció entre aplausos y gritos. Catherine aplaudía, como todos los demás. Al parecer, estaba impresionada.
La música volvió a cambiar; latía y vibraba en el aire, tan alta que casi hacía daño. Robert el vampiro empezó a bailar. Se movía con una violencia estudiada, al ritmo de la música. Lanzó los guantes blancos al público, y uno aterrizó a mis pies. Lo dejé allí.
– Cógelo -dijo Mónica.
Negué con la cabeza. Una mujer de la mesa de al lado se inclinó hacia mí.
– ¿No lo quieres? -preguntó. El aliento le apestaba a whisky.
Volví a sacudir la cabeza.
Se levantó, supongo que para coger el guante, pero Mónica la ganó por la mano, y la tía se volvió a sentar con aspecto abatido.
El vampiro se había descubierto el torso y mostraba una cantidad considerable de piel tersa. Se dejó caer en el suelo del escenario y empezó a hacer flexiones, apoyándose sólo en las yemas de los dedos. El público había enloquecido. A mí no me impresionó. Sabía que, si quisiera, podría levantar un coche a pulso. ¿Qué son unas flexiones comparadas con algo así?
Empezó a bailar alrededor de Phillip, que se volvió hacia él con los brazos extendidos, ligeramente encogido, como si se preparase para un ataque inminente. Se empezaron a rodear mutuamente. La música bajó, hasta volverse un tenue contrapunto de los movimientos del escenario.
El vampiro empezó a acercarse a Phillip, quien se apartó como si intentara escapar. Pero el vampiro apareció súbitamente ante él y le bloqueó la huida.
Yo tampoco lo había visto moverse. Simplemente, el vampiro había aparecido frente a él. El miedo me arrebató todo el aire del cuerpo con un estallido helado. No había notado el engaño, pero había sucedido.
Jean-Claude estaba dos mesas más allá. Levantó una mano pálida en señal de saludo hacia mí. El muy cabrón se me había metido en la mente, y yo no me había dado cuenta. El público contuvo la respiración, y volví a mirar al escenario.
Los dos estaban arrodillados. El vampiro había inmovilizado a Phillip sujetándole el brazo a la espalda; con la otra mano le agarraba la melena y lo obligaba a doblar el cuello en un ángulo doloroso.
Los ojos de Phillip, muy abiertos, reflejaban terror. El vampiro no lo había hipnotizado. ¡No estaba hipnotizado! Permanecía consciente y estaba asustado. Dios mío. Respiraba con dificultad, y su pecho subía y bajaba en rápidos jadeos.
El vampiro miró al público y siseó, y sus colmillos relucieron bajo los focos. El siseo convirtió su hermoso rostro en algo bestial. Su apetito atravesó la multitud. Era un deseo tan intenso que sentí retortijones.
No; no quería compartir la sensación con él. Me clavé las uñas en la palma de la mano y me concentré. La sensación se desvaneció. El dolor ayudaba. Abrí los dedos, que me temblaban, y encontré cuatro semicírculos que se llenaron de sangre lentamente. El deseo latía a mí alrededor y se apoderaba del público, pero de mí no. De mí, no.
Me apreté una servilleta contra la mano e intenté pasar desapercibida. El vampiro echó la cabeza hacia atrás.
– No -susurré.
El vampiro atacó: clavó los dientes en la carne de Phillip, cuyo grito resonó en el local. La música cesó bruscamente. Todos se quedaron paralizados. Se habría oído caer un alfiler.
El silencio se llenó de sonidos de succión, tenues y húmedos. Phillip empezó a gemir. Una y otra vez, sonidos guturales de impotencia.
Miré al público. Todo el mundo estaba con el vampiro, compartía su deseo y su necesidad, sentía cómo comía. Puede que también compartiera el terror de Phillip. Era difícil saberlo. Yo me mantenía al margen, cosa que me alegraba lo indecible.
El vampiro se incorporó y dejó caer a Phillip, inerte, en el escenario. Me puse en pie sin querer. La espalda cubierta de cicatrices del hombre se convulsionó con un profundo estertor, como si estuviera resistiéndose a morir. Y puede que así fuera.
Estaba vivo. Volví a sentarme. Me temblaban las rodillas. Tenía las manos empapadas de sudor, y me escocían las marcas de las uñas. Estaba vivo y le había gustado. Si alguien me lo hubiera dicho, lo habría llamado mentiroso. No me lo podía creer.
Un adicto a las mordeduras de vampiro. Cosas verdes…
– ¿Quién quiere un beso? -susurró Jean-Claude.
Durante un instante no se movió nadie; después se alzaron aquí y allá manos que sostenían dinero. No muchas, pero bastantes. Casi todos parecían confundidos, como si acabaran de despertar de una pesadilla. Mónica tenía un billete en la mano levantada.
Phillip seguía tendido donde lo habían dejado, y su pecho subía y bajaba.
Robert el vampiro se acercó a Mónica. Ella le metió el dinero en el pantalón. Robert le apretó la boca, llena de sangre y colmillos, contra los labios. Fue un morreo de esos con mucho movimiento de lengua. Se probaban mutuamente el sabor.
El vampiro se apartó de Mónica. Ella lo sujetó por la nuca e intentó volver a atraerlo hacia sí, pero él se separó y se volvió hacia mí. Yo sacudí la cabeza y le mostré las manos vacías. No hay pasta, tíos.
Intentó agarrarme, rápido como una serpiente. No tuve tiempo de pensar. Cuando mi silla cayó al suelo, yo ya estaba de pie, fuera de su alcance. Ningún humano normal lo habría visto acercarse. Como se suele decir, se había descubierto el pastel.
Se empezó a oír un murmullo entre el público, que trataba de entender qué había pasado. Tranquilos, amigos, sólo es la simpática reanimadora del barrio; no hay nada que temer. El vampiro seguía mirándome.
De repente, Jean-Claude estaba junto a mí, y yo no lo había visto acercarse.
– ¿Estás bien, Anita?
Su voz ofrecía cosas que las palabras ni siquiera insinuaban. Promesas susurradas en habitaciones oscuras bajo sábanas de seda. Me subyugó e hizo que se me tambaleara la mente, como a un borracho sediento, y me gustó. De pronto, un pitido agudo me atravesó el cerebro, ahuyentó al vampiro y lo mantuvo a raya.
Me había sonado el busca. Parpadeé y me apoyé en la mesa. El tendió la mano para sostenerme.
– No me toques – dije.
– Desde luego -contestó sonriendo.
Pulsé el botón del busca para silenciarlo. Menos mal que me lo había colgado del cinturón en vez de guardármelo en el bolso. De lo contrario, quizá no lo hubiera oído. Llamé desde el teléfono de la barra. La policía me necesitaba en el cementerio de Hillcrest. Tenía que trabajar en mi noche libre. Me alegraba. En serio.
Me ofrecí a llevar a Catherine a casa, pero prefirió quedarse. Hay que reconocer que los vampiros son fascinantes. Va todo en el mismo paquete, igual que beber sangre y trabajar de noche. Allá ella.
Les prometí que volvería a recogerlas. Después recuperé mi cruz en la consigna de objetos sagrados y me la colgué por dentro de la blusa. Jean-Claude estaba junto a la puerta.
– Ya casi te tenía, mi pequeña reanimadora. Lo miré a la cara y bajé la vista rápidamente.
– «Casi» no cuenta, cabrón chupasangres.
Jean-Claude echó la cabeza hacia atrás y se rió. Su risa me persiguió en la noche como una caricia de terciopelo en la espalda.