Quería escupir en aquella cara tersa y pálida, pero temía las consecuencias. Sentí una gota de sudor que me recorría la cara. Le prometería cualquier cosa, lo que fuera, si no me tocaba. Nikolaos no necesitaba hechizos: le bastaba con aterrorizarme, y el miedo me controlaría. O eso esperaba ella, pero yo no podía permitirlo.
– Apártate… de… mi… cara-dije.
Se rió. Su aliento era cálido y olía a menta, a caramelos refrescantes. Pero debajo de aquel aroma moderno y limpio se podía percibir el olor a sangre fresca. Una muerta antigua y un asesinato reciente.
– El aliento te apesta a sangre -le dije. Ya no temblaba.
Se echó atrás, llevándose la mano a la boca. Fue un gesto tan humano que me hizo reír. Se incorporó, y su vestido me rozó la cara. A continuación, un pie pequeño y calzado con un zapatito de lo más delicado me dio una patada en el pecho.
La fuerza del golpe me proyectó hacia atrás con un dolor intenso y me dejó sin aire. Por segunda vez en la noche me quedaba sin respiración. Permanecí boca abajo intentando respirar y superar el dolor. No había oído ninguna fractura, pero debía de tener algo roto.
– Lleváosla de aquí antes de que la mate. -La voz sonó por encima de mí, tan acalorada que quemaba.
El dolor se atenuó y se volvió punzante, y el aire me quemaba la garganta. Tenía el pecho como si hubiera tragado plomo.
– Quieto ahí, Jean. -Jean-CIaude se había apartado de la pared e iba hacia mí. Nikolaos acompañó la orden con un gesto de su mano pálida y menuda-. ¿Puedes oírme, reanimadora?
– Sí -dije con voz ahogada. No tenía suficiente aire para hablar.
– ¿Te he roto algo? -trinó como un pajarito.
Tosí, intentando aclararme la garganta, pero me dolió. Me abracé el pecho mientras remitía el dolor.
– No,
– Lástima. Aunque supongo que eso nos habría retrasado, o habrías dejado de sernos útil. -Pareció quedarse sopesando las posibilidades que tenía lo último. ¿Qué me habrían hecho si se me hubiera roto algo? Prefería no saberlo.
– La policía sólo tiene noticia de cuatro vampiros asesinados, pero ha habido seis más.
– ¿Y por qué no lo habéis denunciado? -pregunté, respirando con cuidado.
– Mi querida reanimadora, hay muchos de los nuestros que no confían en las leyes humanas. Ya sabemos lo equitativa que es la justicia con los no muertos. -Sonrió, y volví a echar en falta un hoyuelo-. Jean-Claude era el quinto vampiro más poderoso de la ciudad. Ahora es el tercero.
La miré esperando a que se echara a reír, a que dijera que era una broma. Pero mantuvo la sonrisa como una figura de cera. ¿Me estaban tomando el pelo?
– ¿Han matado a dos maestros vampiros más fuertes que…? -Tuve que tragar saliva antes de continuar-. ¿Más fuertes que Jean-Claude?
– Captas las cosas deprisa -dijo, ampliando la sonrisa y dejando ver un colmillo-, eso te lo concedo. Y hasta puede que el castigo de Jean-Claude sea menos… severo. Fue él quien te recomendó, ¿lo sabías?
Sacudí la cabeza y lo miré. No se había movido ni para respirar, pero me miraba. En sus ojos azul cielo de medianoche había un brillo casi febril. Seguía en ayunas. ¿Por qué Nikolaos no le permitía comer?
– ¿Por qué lo estás castigando?
– ¿Te preocupa? -En su voz había sorpresa y burla-. Vaya, vaya, vaya, ¿no estás enfadada con él por haberte metido en esto?
Lo miré un momento. Supe entonces qué había visto en su mirada: miedo; tenía miedo de Nikolaos. Y supe que si tenía algún aliado en aquella habitación, era él. El miedo une más que el amor o el odio, y es mil veces más certero.
– No -dije.
– No, no -dijo burlándose con tono aniñado. Luego, su voz se volvió repentinamente grave, adulta y cargada de ira-. Muy bien. Tenemos un regalo para ti, reanimadora: un testigo del segundo asesinato. Vio morir a Lucas y te contará todo lo que vio, ¿verdad, Zachary? -Sonrió al hombre de pelo rubio pajizo.
Zachary asintió. Rodeó la silla y me saludó con una reverencia. Sus labios, demasiado finos para la cara, estaban curvados en una sonrisa torcida, y había algo en sus ojos verdes y fríos que me sonaba. Había visto aquella cara en algún sitio… ¿Dónde?
Se dirigió a una pequeña puerta en la que no me había fijado. Quedaba oculta entre las sombras temblorosas que proyectaban las antorchas, pero aun así, debería haberla visto. Miré a Nikolaos, y ella asintió mientras se le dibujaba una sonrisa.
Me había ocultado la puerta sin que me enterara. Intenté levantarme apoyándome en las manos. Grave error. Contuve la respiración y me incorporé tan deprisa como pude. Tenía las manos rígidas por los golpes y los arañazos. Si sobrevivía hasta el día siguiente, me dolerían hasta las pestañas.
Zachary abrió la puerta con una fioritura, como un mago apartando una cortina. Había un hombre en el umbral. Llevaba los restos de un traje de chaqueta. Tenía una figura esbelta, aunque con sus buenos michelines: mucha cerveza y poco ejercicio. Le eché unos treinta años.
– Ven -dijo Zachary.
El hombre entró en la habitación. Tenía los ojos como platos de puro miedo. En el meñique llevaba un anillo que emitía destellos a la luz de las antorchas. Apestaba a terror y a muerte.
Todavía estaba bronceado, y no se le habían hundido los ojos. Podía pasar por humano mejor que cualquier vampiro de la habitación, pero estaba más muerto que ninguno. Era una cuestión de tiempo. Me ganaba la vida levantando muertos y reconocía a un zombi en cuanto lo veía.
– ¿Te acuerdas de Nikolaos? -le preguntó Zachary.
El zombi agrandó sus ojos humanos, y le desapareció el color de la cara. Joder, parecía vivo.
– Sí.
– Tienes que responder a las preguntas de Nikolaos, ¿comprendes?
– Comprendo. -Se le arrugó la frente como si se concentrara en algo que no lograba recordar del todo.
– Antes no querías contestarnos, ¿verdad? -dijo Nikolaos.
El zombi hizo un gesto de negación, mirándola con una mezcla de fascinación y terror. Los pájaros deben de mirar a las serpientes así.
– Lo torturamos, pero era muy testarudo. Y se ahorcó antes de que pudiéramos terminar el trabajo. Tendríamos que haberle quitado el cinturón. -Hizo pucheros como una niñita contrariada.
– Me… ahorqué -dijo el zombi mirándola-. No entiendo. Me…
– ¿No lo sabe? -pregunté.
– No -dijo Zachary sonriendo-. Es genial, ¿verdad? Ya sabes lo difícil que es hacerlos tan humanos que ni recuerdan haber muerto.
Lo sabía. Aquello significaba que alguien era muy poderoso. Zachary contemplaba al muerto viviente como si fuera una obra de arte. Precioso.
– ¿Lo has levantado tú? -pregunté.
– ¿No sabes reconocer a un compañero de profesión? -La risa de Nikolaos fue ligera, como un eco de campanillas en la brisa.
Miré a Zachary, que me observaba detenidamente. Tenía cara de poker, pero algo le hacía temblar ligeramente un párpado. ¿Ira, miedo…? Hasta que me sonrió, con una sonrisa radiante, intensa. Y de nuevo me pareció que lo conocía.
– Pregúntaselo, Nikolaos. Ahora tiene que contestarte.
– ¿Es cierto eso? -me preguntó Nikolaos.
– Sí -dije tras un titubeo. Me sorprendió que se dirigiera a mí.
– ¿Quién mató a Lucas, al vampiro?
Él la miró con un gesto desesperado. Respiraba mal y deprisa.
– ¿Por qué no me contesta?
– La pregunta es demasiado complicada -explicó Zachary-. Puede que no recuerde quién era Lucas.
– Entonces hazle tú las preguntas, y espero que las conteste. -Su voz estaba cargada de amenazas.
Zachary se volvió con un gesto teatral, separando mucho los brazos.
– Damas y caballeros, les presento a un muerto viviente. -Sólo él se rió de su propia broma. Los demás ni siquiera sonrieron, y yo tampoco le vi la gracia.
– ¿Viste cómo mataban a un vampiro?
– Sí -confirmó el zombi.
– ¿Cómo lo mataron?
– Le arrancaron el corazón y le cortaron la cabeza. -Hablaba con un hilo de voz debido al miedo.
– ¿Quién le arrancó el corazón?
El zombie empezó a sacudir la cabeza una y otra vez, con movimientos rápidos y bruscos.
– No lo sé, no lo sé.
– Pregúntale qué mató al vampiro -dije.
Zachary me lanzó una mirada con ojos que parecían de cristal verde. Tenía los rasgos muy marcados: la ira le tensaba la piel en los huesos.
– Este zombi es mío; ¡no te metas en mis asuntos!
– Zachary -dijo Nikolaos. El reanimador se volvió hacia ella, con movimientos rígidos-. Es una buena pregunta. Una pregunta razonable. -La voz era suave y tranquila, pero no engañó a nadie. El infierno debe de estar lleno de voces así: mortíferas, pero la mar de razonables-. Hazle esa pregunta, Zachary -le ordenó.
Él se volvió hacia el zombi, apretando los puños. Yo no entendía a santo de qué venía tanto enfado.
– ¿Qué mató al vampiro?
– No entiendo. -Estaba al borde del pánico.
– ¿Qué tipo de criatura le arrancó el corazón? ¿Fue un humano?
– No.
– ¿Fue otro vampiro?
– No.
Por eso siguen sin aceptar a los zombis de testigos en los tribunales. Para conseguir que contesten a algo hay que llevarlos de la mano, como quien dice, y los abogados acusan al reanimador de influir en el testigo. Que es cierto, pero que no significa que el zombi mienta.
– Entonces, ¿qué mató al vampiro?
De nuevo empezó a sacudir la cabeza, adelante y atrás, adelante y atrás. Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Parecía que se le atragantaban las palabras, como si tuviera la boca llena de papel.
– ¡No puedo!
– ¿Cómo que no puedes? -gritó Zachary, y lo abofeteó. El zombi levantó los brazos para protegerse la cabeza-. Me…vas…a… contestar. -Cada palabra iba acompañada de su correspondiente bofetón.
– ¡No puedo! -El zombi cayó de rodillas y se echó a llorar.
– ¡Contéstame, imbécil! -Le dio una patada al zombi, que se derrumbó en el suelo y se hizo un ovillo.
– Basta-dije, avanzando hacia ellos-. ¡Basta!
Zachary le dio una última patada al zombi y se volvió hacia mí.
– ¡Es mi zombi! Le puedo hacer lo que quiera.
– Antes era un ser humano. Se merece un poco más de respeto. -Me arrodillé junto al zombi lloriqueante. Sentí que Zachary se me echaba encima.
– Déjala, de momento -dijo Nikolaos.
Se quedó detrás de mí como una sombra furiosa. Toqué el brazo del zombi, y se estremeció.
– No pasa nada. No voy a hacerte daño. -Era fácil decirlo. Se había suicidado para huir, pero ni la muerte le había servido de refugio. Antes de ver aquello habría dicho que ningún reanimador sería capaz de levantar a un muerto para nada semejante. A veces, el mundo es un lugar peor de lo que imagino.
Tuve que apartarle las manos de la cara y levantarle la cabeza para conseguir que me mirara. Me bastó con eso. Tenía los ojos oscuros increíblemente abiertos por el miedo, un miedo atroz, y le caía un hilo de baba de la boca. Sacudí la cabeza y me puse en pie.
– Lo has destrozado.
– Ya, ¿y qué? Ningún puto zombi me a poner en ridículo. Va a Contestar a mis preguntas.
¿Es que no te enteras? -Me volví para enfrentarme a su mirada de furia-. Le has destrozado la mente.
– Los zombis no tienen mente.
– Es cierto. Lo único que tienen, y durante poco tiempo, es el recuerdo de lo que fueron. Si se los trata bien, pueden conservar la personalidad cambiante una semana o poco más, pero este… -Señalé al zombi y añadí, fin dirección a Nikolaos.Los malos tratos aceleran el proceso. El miedo se los carga.
– ¿Qué quieres decir, reanimadora?
– Este sádico -dije señalando a Zachary con el pulgar- ha destrozado la mente del zombi. Ya no podrá responder a más preguntas. A nadie, nunca más.
Nikolaos se volvió como una tormenta pálida, los ojos convertidos en glaciares azules. Pero sus palabras caldearon el ambiente.
– Arrogante… -Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, desde los piececitos elegantemente calzados hasta la larga melena rubia. Estaba tan acalorada que pensé que en cualquier momento se le iba a incendiar la silla de madera.
La ira la despojó de su máscara de niña, y se le acentuaron los rasgos en la piel, blanca como la nieve. Sus manos se aferraban al aire como garras; clavó una en el brazo de la silla, y la madera crujió y se agrietó. El sonido reverberó en las paredes de piedra.
– Sal de mi vista antes de que te mate. -Su voz quemaba la piel-. Llévate a la mujer y asegúrate de que llegue sana y salva a su coche. Si me vuelves a fallar, por nimio que sea el fallo, te rebanaré el pescuezo y mis hijos se bañarán en tu sangre.
Muy gráfico; algo melodramático, pero muy gráfico. No lo dije en voz alta, claro. Joder, ni siquiera me atrevía a respirar. Cualquier movimiento podía llamar su atención, y era obvio que sólo necesitaba una excusa.
Al parecer, Zachary tuvo la misma impresión. Le hizo una reverencia sin dejar de mirarla. Después, sin decir ni mu, dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta pequeña. Caminaba con calma, como si la muerte no le estuviera taladrando la espalda. Se detuvo junto a la puerta e hizo ademán de invitarme a pasar. Miré a Jean-Claude, que seguía donde lo había dejado Nikolaos. Yo no había preguntado por la seguridad de Catherine; los acontecimientos se habían precipitado. Abrí la boca, pero creo que Jean-Claude adivinó lo que iba a decir.
Me silenció con un gesto de la mano pálida y esbelta, tan blanca como el encaje de la camisa. Sus ojos parecían dos enormes llamas azules. La larga melena negra le flotaba en torno a la cara, que de repente adquirió una palidez mortal que ocultó su humanidad. Su poder me recorrió la piel y me erizó el vello de los brazos. Me estremecí, mirando fijamente a la criatura que había sido Jean-Claude.
– ¡Corre! -gritó, azotándome con la voz; casi sentí que me hacía sangre. Vacilé y me fijé en Nikolaos. Estaba levitando y se elevaba muy lentamente. La cabellera, suave y esponjosa, le bailaba alrededor del cráneo. Levantó una garra, y vi los huesos y las venas atrapados en el ámbar de su piel.
Jean-Claude se volvió y me lanzó un zarpazo. Algo me empujó contra la pared y me hizo cruzar la puerta. Zachary me cogió del brazo y tiró de mí. Me aparté de él. La puerta se me cerró de golpe en la cara.
– Virgen santa -murmuré.
Zachary estaba al pie de una escalera estrecha que ascendía y me tendía la mano. Tenía la cara empapada de sudor.
– ¡Por favor! -Movía la mano como si fuera un pájaro enjaulado.
Un hedor se filtró por debajo de la puerta: olor a cadáveres putrefactos, hinchados, de piel agrietada y reseca bajo el sol, a sangre estancada y podrida en venas inmóviles. Me entraron náuseas y retrocedí.
– Oh, Dios -murmuró Zachary. Se cubrió la boca y la nariz con una mano, y siguió tendiéndome la otra.
No se la cogí, pero lo acompañé por las escaleras. Se disponía a decir algo cuando la puerta empezó a crujir. La madera trepidaba y se sacudía contra el marco como si la azotara un huracán, y el viento se escapaba por debajo. El pelo se me arremolinaba alrededor de la cara. Retrocedimos un poco mientras la pesada puerta de madera luchaba temblorosa contra un vendaval imposible. ¿Una tormenta en el interior de un edificio? El olor nauseabundo de la carne putrefacta impregnaba el aire. Nos miramos y convinimos sin palabras en que era nosotros contra ellos, o contra aquello. Nos volvimos y echamos a correr como una sola persona.
No era posible que se desencadenara una tormenta al otro lado de la puerta. No era posible que el viento nos persiguiera por la estrecha escalera de piedra. No había cadáveres putrefactos en aquella habitación. ¿O sí? Por Dios, no quería saberlo. No quería saberlo.