Cuando subí las escaleras de casa eran casi las tres. Me dolían todos los cardenales, y tenía los pies, las rodillas y los ríñones molidos a causa de los tacones. Quería darme una ducha, muy larga y muy caliente, y acostarme. Con un poco de suerte conseguiría dormir ocho horas seguidas, pero tampoco las tenía todas conmigo.
Llevaba las llaves en una mano y la pistola en la otra, apuntando al suelo por si algún vecino abría la puerta inesperadamente. Tranquilos, amigos, sólo es la simpática reanimadora del barrio; no hay nada que temer. Ya.
Por primera vez en mucho tiempo, la puerta estaba tal como la había dejado: cerrada con llave. Menos mal. No estaba de humor para jugar a policías y ladrones de madrugada.
Lancé los zapatos por los aires nada más entrar, y fui dando tumbos al dormitorio. La luz del contestador automático estaba intermitente. Dejé la pistola en la cama, pulsé el botón y empecé a desnudarme.
– Hola, Anita, soy Ronnie. He concertado una cita para mañana con un miembro de la LAV. En mi despacho a las once en punto. Si no te va bien, déjame un mensaje y te llamaré. Cuídate.
Che, rrr. La voz de Edward salió de la máquina:
– Se te acaba el tiempo, Anita. -Clic.
Mierda.
– Te gustan los jueguecitos, ¿verdad, hijo de puta? -Me estaba cabreando y no sabía qué hacer con Edward. Ni con Nikolaos, Zachary, Valentine y Aubrey. Lo que sí sabía es que quería ducharme; empezaría por ahí, e igual tenía alguna idea genial mientras me limpiaba la sangre de cabra.
Cerré la puerta del baño y dejé la pistola en la tapa del retrete. Estaba empezando a volverme un poco paranoica… pero quizá realista fuera un término más adecuado.
Abrí el grifo, esperé a que el agua echara vapor y entré en la ducha. No estaba más cerca de resolver los asesinatos de los vampiros que veinticuatro horas antes.
Y aunque resolviera el caso, seguiría teniendo problemas. Aubrey y Valentine intentarían matarme en cuanto Nikolaos me retirara su protección. Fiesta. Ni siquiera estaba segura de que la propia Nikolaos no tuviera planes parecidos. Para colmo de males, Zachary iba por ahí matando gente para alimentar su amuleto vudú. Había oído hablar de amuletos que exigían sacrificios humanos, pero proporcionaban cosas bastante menos llamativas que la inmortalidad: riqueza, poder, sexo…, lo de siempre. Requerían sangre muy específica: de niños, de vírgenes, de preadolescentes o de viejecitas con el pelo azul y una pata de palo. Vale, puede que no tan específica, pero las víctimas debían tener algo en común; tenía que haber toda una serie de desapariciones con víctimas similares. Pero si Zachary hubiera dejado los cadáveres donde alguien pudiera descubrirlos, los periódicos ya se habrían hecho eco del caso. Digo yo.
Tenía que detenerlo: si no me hubiera inmiscuido aquella noche, los vampiros lo habrían detenido ya. Todas las buenas acciones reciben su castigo.
Apoyé la palma de las manos en los azulejos del baño y dejé que el agua me corriera por la espalda en chorros ardientes. De acuerdo, tenía que matar a Valentine antes de que él me matara a mí. Tenía una orden de ejecución contra él: no la habían revocado. Aunque primero tendría que encontrarlo.
Aubrey era peligroso, pero estaría fuera de circulación hasta que Nikolaos lo dejara salir del ataúd.
Podía denunciar a Zachary. Dolph me escucharía, pero no tenía pruebas. Mierda, ni siquiera yo había oído hablar de aquel tipo de magia. Y si yo no entendía qué era Zachary, ¿cómo iba a explicárselo a la policía?
Y Nikolaos. ¿Me dejaría vivir si resolvía el caso? ¿Sí? ¿No? Vete tú a saber.
Edward iría a por mí al día siguiente por la tarde. O le entregaba a Nikolaos o se quedaría un recuerdo de mi piel. Y conociendo a Edward, sería un trozo doloroso de perder. Quizá fuera mejor entregarle a la vampira, decirle lo que quería saber. Claro que, si él no conseguía matarla, sería la doña quien iría a por mí, algo que quería evitar, casi por encima de cualquier cosa.
Me sequé y me cepillé el pelo, y me entró un ataque de hambre. Intenté convencer a mi estómago de que estaba demasiado cansada para comer, pero no coló.
Dieron las cuatro antes de que me acostara. Tenía el crucifijo puesto, y la pistola, en la funda detrás de la cabecera de la cama. Además, por puro pánico, dejé un cuchillo entre el colchón y el somier. No podría sacarlo a tiempo para que me sirviera de nada, pero… Bueno, nunca se sabe.
Volví a soñar con Jean-Claude. Estaba sentado en una mesa comiendo zarzamoras.
– Los vampiros no toman alimentos sólidos -le dije.
– Cierto. -Sonrió y empujó el cuenco hacia mí.
– Odio las zarzamoras.
– Siempre han sido mi fruta favorita. Hacía siglos que no las probaba. -Tenía una expresión melancólica.
Cogí el cuenco. Estaba frío. Las zarzamoras flotaban en sangre. El cuenco se me cayó de las manos, a cámara lenta y derramando la sangre, mucha más de la que podía contener. Goteó por el mantel hasta llegar al suelo.
Jean-Claude me miró por encima de la mesa ensangrentada. Sus palabras fueron como una brisa cálida.
– Nikolaos nos matará a los dos. Tenemos que ser los primeros en atacar, ma petite.
– ¿Cómo que tenemos?
Ahuecó las manos para llenárselas de sangre y me las tendió. Le chorreaba entre los dedos.
– Bebe. Te dará fuerzas.
Desperté, con la vista clavada en la oscuridad.
– Joder, Jean-Claude -susurré-. ¿Que me hiciste?
La habitación, oscura y vacía, no me respondió. Menos mal. El que no se consuela es porque no quiere. El reloj marcaba las seis y tres minutos. Giré y me arrebujé entre las sábanas. El zumbido del aire acondicionado no conseguía ahogar el sonido del grifo abierto de los vecinos. Encendí la radio. El Concierto para piano en mi bemol de Mozart llenó la habitación. Era demasiado movido para dormir, pero ya que tenía que haber ruido, qué menos que elegirlo yo.
No sé si fue por Mozart o porque estaba demasiado cansada; en cualquier caso, me quedé frita. Si soñé algo, no lo recuerdo.