El dragón no salió a comernos de inmediato. De hecho, el sitio estaba tranquilo. Por recurrir a un tópico, demasiado tranquilo.
– No es que me queje -le susurré a Edward acercándome a él-, pero ¿dónde está todo el mundo?
– Puede que mataras a Winter -dijo apoyando la espalda en la pared-. Eso sólo dejaría a Burchard. Y quizá esté haciendo algún recado.
– Demasiado fácil -dije, sacudiendo la cabeza.
– No te preocupes: ya se complicará. -Continuó andando por el pasillo y lo seguí. Tardé tres pasos en darme cuenta de que intentaba ser irónico.
El pasillo llevaba a una habitación enorme, parecida a la sala del trono de Nikolaos, pero sin silla. En cambio, había ataúdes. Cinco, distribuidos sobre unas plataformas elevadas, para evitar la corriente de aire del suelo. A la cabeza y al pie de cada ataúd había un candelabro alto de hierro, con velas encendidas.
La mayoría de los vampiros se esfuerza por ocultar el ataúd; Nikolaos, no.
– Arrogante -susurró Edward.
– Sí -murmuré. Todo el mundo habla en susurros cuando tiene ataúdes cerca, al menos al principio, como si estuviera en un velatorio y los muertos oyeran.
La estancia estaba impregnada de un olor rancio que ponía los pelos de punta. Se me metía en la garganta y parecía que tuviera sabor, levemente metálico. Era como el olor de las serpientes enjauladas. Bastaba con el olfato para darse cuenta de que en aquella habitación no había nada cálido y peludo, y aquello era quedarse corto. Era el olor de los vampiros.
El primer ataúd era de madera oscura y bien barnizada, con asas doradas. Era más ancho en la parte de los hombros y después se estrechaba, siguiendo el contorno de un cuerpo humano. A veces, los ataúdes antiguos tenían aquella forma.
– Empezaremos por aquí – -dije.
A Edward le pareció bien. Dejó la metralleta colgando de la correa y sacó la pistola.
– Yo te cubro -dijo.
Dejé la escopeta en el suelo frente al ataúd, cogí el borde de la tapa, murmuré una plegaria rápida y tiré hacia arriba. Dentro estaba Valentine, con la cara destrozada al descubierto. Seguía vestido de tahúr ribereño, pero en aquella ocasión iba de negro y llevaba una camisa escarlata con puntillas; los colores no combinaban bien con su pelo caoba. Tenía una mano doblada sobre el muslo, como si estuviera durmiendo tranquilamente. Un gesto muy humano. Edward se asomó al ataúd, apuntando al techo con la pistola.
– ¿Este es el que rociaste con agua bendita? -Asentí-. Hiciste un trabajo cojonudo -concluyó Edward.
Valentine no se movía. Ni siquiera lo veía respirar. Me sequé las manos sudorosas en los vaqueros y le busqué el pulso en la muñeca. Nada. Tenía la piel fría al tacto. Ya estaba muerto. No sería un asesinato, y no me importaba qué estipularan las nuevas leyes: no se puede matar a un cadáver.
De repente noté un latido en la muñeca. Me eché atrás como si me hubiera quemado.
– ¿Qué pasa? -preguntó Edward.
– Le he sentido el pulso.
– Pasa a veces.
Asentí. Sí, pasaba a veces. Si se esperaba el tiempo suficiente, el corazón latía y la sangre fluía, pero tan lentamente que resultaba doloroso presenciarlo. Empezaba a tener serias dudas sobre qué significaba estar muerto.
Pero de una cosa estaba segura: si caía la noche mientras estábamos allí, moriríamos o desearíamos haber muerto. Valentine había tomado parte en el asesinato de más de veinte personas y había estado a punto de matarme a mí. Cuando Nikolaos me retirara su protección, intentaría terminar el trabajo. Dado que habíamos ido a matar a Nikolaos, cabía esperar que me retirase su protección de inmediato. Así que, como se suele decir, era él o yo. Y mejor que fuera él.
Me quité la mochila.
– ¿Qué buscas? -preguntó Edward.
– La estaca y el martillo -dije sin levantar la vista.
– ¿No vas a usar la escopeta?
– Claro, hombre -dije, mirándolo-. Y ya puestos, ¿por qué no contratamos una banda de música?
– Si quieres hacerlo sin ruido, hay otra manera -dijo con una leve sonrisa.
Tenía una estaca afilada en la mano, pero estaba dispuesta a escuchar. A la mayoría de los vampiros los he matado con estaca, pero sigue sin resultar fácil. Es un trabajo duro y sucio, aunque ya no me hace vomitar. Soy una profesional, a fin de cuentas.
Sacó de la mochila un estuche con jeringuillas, y un frasco de líquido grisáceo.
– Nitrato de plata -dijo.
Plata. El terror de los nomuertos. La Némesis de los seres sobrenaturales. Pero en versión pulcra y moderna.
– ¿Funciona? -pregunté.
– Funciona. -Llenó una jeringuilla y preguntó-: ¿Cuántos años tiene este?
– Algo más de cien -dije.
– Con dos debería bastar. -Clavó la aguja en la yugular de Valentine. Antes de que hubiera podido llenarla por segunda vez, el cuerpo se estremeció. Edward le inyectó en el cuello la segunda dosis, y el vampiro se arqueó contra las paredes del ataúd. Abría y cerraba la boca intentando respirar, como si se estuviera ahogando.
Edward llenó otra jeringuilla y me la tendió. Me quedé mirándola.
– No muerde -dijo.
La cogí cuidadosamente entre el pulgar y dos dedos de la mano derecha.
– ¿Qué te pasa? -preguntó.
– No me hacen mucha gracia las agujas.
– ¿Te dan miedo? -dijo sonriendo.
– No exactamente -contesté con una mueca.
El cuerpo de Valentine temblaba y se sacudía, y sus manos golpeaban las paredes de madera. Emitía un sonido tenue y desesperado. No se le abrieron los ojos; iba a morir dormido.
Con una última sacudida, se derrumbó contra un lado del ataúd como un muñeco de trapo.
– No parece muy muerto -dije.
– No lo parecen nunca.
– Si se les clava una estaca en el corazón y se les corta la cabeza, se sabe que están muertos.
– Pero esto es distinto -contestó.
Aquello no me gustaba. Valentine estaba allí tumbado, con un aspecto muy saludable y casi humano. Quería ver carne putrefacta y huesos pulverizados. Quería tener constancia de su muerte.
– Ningún vampiro se ha levantado del ataúd después de un par de inyecciones de nitrato de plata.
Asentí, pero seguía sin estar convencida.
– Tú comprueba el otro lado. Vamos.
Le hice caso, pero no paraba de volver la vista hacia Valentine. Había tenido pesadillas con él durante años, y había estado a punto de acabar conmigo. Sencillamente, no parecía bastante muerto para mi gusto.
Abrí el primer ataúd que encontré, con una mano, sujetando cuidadosamente la jeringuilla. Algo me decía que una inyección de nitrato de plata tampoco me sentaría muy bien a mí. El ataúd estaba vacío. El relleno blanco de imitación de seda se había adaptado al cuerpo de su ocupante como un molde, pero el cuerpo no estaba allí.
Me estremecí y miré a mí alrededor, pero no vi nada. Levanté la cabeza lentamente, deseando que no hubiera nada flotando encima de mí. No. Gracias a Dios.
De repente me acordé de respirar. Debía de ser el ataúd de Theresa. Sí, sin duda. Lo dejé abierto y me dirigí al siguiente. Era un modelo más moderno, probablemente de imitación de madera, pero bonito y brillante. Dentro estaba el vampiro negro. No había llegado a enterarme de su nombre, y era un poco tarde para preguntárselo; sabía a qué iba cuando entré allí. No había ido sólo para defenderme, sino para liquidar vampiros mientras dormían indefensos. Que yo supiera, aquel vampiro no le había hecho daño a nadie. Entonces me eché a reír; era uno de los protegidos de Nikolaos. ¿De verdad creía que no había probado la sangre humana? No. Le coloqué la jeringuilla en el cuello y tragué saliva. Odiaba las jeringuillas sin ningún motivo en concreto.
Le clavé la aguja y cerré los ojos mientras apretaba el émbolo. Podría haberle clavado una estaca en el corazón, pero ponerle una inyección me provocaba escalofríos.
– ¡Anita! -gritó Edward.
Me volví y vi a Aubrey sentado en su ataúd. Había cogido a Edward por el cuello y lo estaba levantando lentamente.
La escopeta seguía junto al ataúd de Valentine. ¡Mierda! Saqué la nueve milímetros y le disparé a Aubrey en la frente. La bala le echó la cabeza hacia atrás, pero él se limitó a sonreír y siguió levantando a Edward con el brazo. Las piernas le colgaban en el aire.
Eché a correr hacia la escopeta.
Edward usaba las dos manos para impedir que lo estrangulara su peso. Bajó una para coger la metralleta, y Aubrey le agarró la muñeca.
Cogí la escopeta, di dos pasos hacia ellos y disparé desde un metro de distancia. La cabeza de Aubrey estalló, salpicando la pared de sangre y sesos. Edward alcanzó el suelo, pero las manos seguían sin soltarlo. Soltó un gemido entrecortado. La mano derecha del vampiro le apretó la garganta; los dedos le buscaban la tráquea.
Tuve que rodear a Edward para dispararle al vampiro en el pecho. El impacto se llevó el corazón y la mayor parte del lado izquierdo del tórax. El brazo izquierdo quedó colgado de unas cuantas hebras de tejido y hueso, y el cadáver cayó hacia atrás en el ataúd.
Edward cayó de rodillas; la respiración le salía sibilante y temblorosa.
– Mueve la cabeza si puedes respirar, Edward -dije, aunque no sé qué habría hecho si Aubrey le hubiera aplastado la tráquea. Quizá correr en busca de Lillian, la médico rata.
Edward movió la cabeza. Tenía la cara cubierta de manchas de un rojo amoratado, pero respiraba.
Me zumbaban los oídos a causa del estruendo que había hecho la escopeta entre las paredes de piedra. Al carajo la sorpresa. Al carajo el nitrato de plata. Metí otro par de cartuchos, fui hacia el ataúd de Valentine y le volé la cabeza. Ahora sí que estaba muerto como Dios manda.
– ¿Cuántos años tenía esa cosa? -graznó Edward mientras se ponía en pie tambaleándose.
– Más de quinientos -dije.
– Joooder. -Tragó saliva, y pareció dolerle.
– Yo no intentaría clavarle una aguja a Nikolaos.
Consiguió echarme una mirada furiosa, todavía medio recostado en el ataúd de Aubrey.
Me volví hacia el quinto ataúd, el que habíamos dejado para el final sin necesidad de hablarlo. Estaba junto a la pared más alejada: un ataúd blanco y delicado, demasiado pequeño para un adulto. La luz de las velas se reflejaba en la madera labrada de la tapa.
Estuve tentada de abrirle un boquete con la escopeta, pero tenía que verla. Tenía que ver contra qué estaba disparando. El corazón iba a salírseme por la garganta; tenía el pecho encogido. Era el ama de los vampiros. Matar a un maestro vampiro, aun de día, era muy arriesgado; podían mantener atrapada a una persona con la mirada hasta que cayera la noche. Su mente. Su voz. Tanto poder… Y Nikolaos era la más poderosa que había visto en mi vida. Tenía el crucifijo bendecido. Todo iría bien. Aunque me habían arrebatado demasiadas cruces para que me sintiera completamente a salvo. En fin. Intenté levantar la tapa con una mano, pero era muy pesada y no tenía los goznes dispuestos de forma que pudiera abrirse fácilmente, como los ataúdes modernos.
– ¿Puedes echarme una mano, Edward, o sigues intentando recordar cómo se respira?
Edward se me acercó, con la cara casi del color habitual. Cogió la tapa, y yo preparé la escopeta. Cuando la levantó, cayó un lado; no tenía bisagras.
– ¡Mierda! -dije. El ataúd estaba vacío.
– ¿Me buscabais? -Dijo una voz aguda y musical desde la puerta-. Arriba las manos. Se dice así, ¿no? Estáis perdidos.
– Ni os molestéis en tratar de alcanzar las armas -dijo Burchard.
Miré a Edward y vi que tenía la mano cerca de la metralleta, pero no lo suficiente. Su expresión era inescrutable, tranquila, normal. Como si estuviera de excursión. Yo estaba tan acojonada que sentía el sabor de la bilis en la garganta. Nos miramos y levantamos las manos.
– Girad despacio -dijo Burchard.
Le hicimos caso.
Nos estaba apuntando con una especie de subfusil. No soy tan fanática de las armas como Edward, así que no reconocí la marca ni el modelo, pero sabía que haría agujeros muy grandes. Además, por la espalda le asomaba la empuñadura de una espada. Una espada de verdad, nada menos.
Zachary estaba junto a él, con una pistola. La sostenía con las dos manos y los brazos rígidos. No parecía muy contento.
– Soltad las armas, por favor -dijo Burchard-, y poned las manos en la cabeza. -Sostenía el rifle como si hubiera nacido con él.
Obedecimos. Edward soltó la metralleta y yo dejé caer la escopeta. Teníamos muchas más armas.
Nikolaos estaba a un lado con una expresión fría de cólera.
– Tengo más años de los que podéis llegar a concebir -dijo con una voz que resonó por toda la habitación-. ¿Creíais que aún era prisionera de la luz del día? ¿Después de un milenio? -Entró en la habitación, con cuidado de no pasar por delante de Burchard y Zachary. Miró los restos de los vampiros, en los ataúdes, y sonrió; yo no había visto nunca nada tan perverso-. Pagarás por esto, reanimadora. Quítales el resto de las armas, Burchard; luego le haremos un regalo a la niñata.
Se colocaron frente a nosotros, pero no demasiado cerca.
– Contra la pared, reanimadora -dijo Burchard-. Zachary, si el hombre se mueve, pégale un tiro.
Burchard me empujó contra la pared y me registró a conciencia. No me obligó a abrir la boca ni a bajarme los pantalones, pero estuvo a punto. Encontró todo lo que llevaba, hasta la Derringer. Se guardó mi crucifijo en el bolsillo. ¿Y si me tatuase una cruz en el brazo…? No, seguramente no funcionaría.
Me pusieron junto a Zachary, y le llegó el turno a Edward. Miré a Zachary.
– ¿Lo sabe? -pregunté.
– Cállate.
– No tiene ni idea, ¿verdad? -Sonreí.
Edward regresó y nos quedamos allí, desarmados y con las manos en la coronilla. No pintaba nada bien.
La adrenalina burbujeaba en mi interior como el champán, y el corazón amenazaba con salírseme por la boca. No me daban miedo las armas, de verdad. Me daba miedo Nikolaos. ¿Qué nos haría? ¿Qué me haría? No vi más solución que obligarlos a dispararme; tenía que ser mejor que cualquier cosa que Nikolaos tuviera en su mente estrecha y retorcida.
– Están desarmados, ama -dijo Burchard.
– Bien. ¿Sabes qué hacíamos mientras te cargabas a los míos?
No creí que esperara respuesta, de modo que no se la di.
– Estábamos preparando a un amigo tuyo, reanimadora.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me acudió a la mente una imagen de Catherine, pero estaba fuera de la ciudad. Dios mío, Ronnie. ¿Tendrían a Ronnie?
Debió de notárseme en la cara, porque Nikolaos se echó a reír con una carcajada chillona y salvaje.
– De verdad, odio esa risa -dije.
– Silencio -dijo Burchard.
– Oh, Anita, ¡qué graciosa eres! Me encantará tenerte entre los míos. -Había empezado a hablar con voz aguda e infantil, pero al final era suficientemente grave para agarrotarme la columna-. Ven aquí, ¡ahora! -gritó con voz clara.
Oí un arrastrar de pies; Phillip entró en la estancia. La horrible herida de su cuello era una cicatriz gruesa y blanca. Recorrió la habitación con la mirada perdida, como si no la estuviera viendo.
– Virgen santa -susurré.
Lo habían levantado de entre los muertos.