Capítulo 41

Estaba sentada con la espalda apoyada en la fresca loza de la bañera. Tenía la camiseta empapada y pegada al cuerpo. Edward estaba de rodillas a mi lado, con un frasco medio vacío de agua bendita en la mano. Íbamos por el tercer frasco, y sólo había vomitado una vez. Con un par.

Al principio me había apoyado en el borde del lavabo, pero no había durado mucho allí: pegué botes, gemí, aullé y llamé de todo a Edward. No me lo tuvo en cuenta.

– ¿Qué tal estás? -preguntó. Tenía el gesto tan inexpresivo que era imposible saber si disfrutaba o no.

– Como si me hubieran clavado un cuchillo al rojo en el cuello -dije con una mirada asesina.

– ¿Quieres parar y descansar un poco?

– No. -Respiré profundamente-. Quiero limpiarme esto, Edward. Hasta el final.

Sacudió la cabeza y casi sonrió.

– Ya sabes que esto se suele hacer a lo largo de varios días.

– Sí -dije.

– ¿Pero tú lo quieres de golpe, en una sesión maratoniana? -Me miraba muy fijamente, como si la pregunta fuera más importante de lo que parecía.

Aparté la vista de aquellos ojos intensos. No me apetecía que nadie me mirase en aquel momento.

– No tengo más remedio. Necesito que esta herida esté limpia antes de que anochezca.

– Porque Nikolaos volverá a buscarte -dijo.

– Sí.

– Y si no te has purificado la primera herida, tendrá control sobre ti.

– Sí -dije con un suspiro profundo y tembloroso.

– Por mucho que limpiemos el mordisco, si es tan poderosa como dices, quizá sea capaz de llamarte.

– Es tan poderosa como digo y más. -Me froté las manos en los vaqueros-. ¿Temes que pueda volverme contra ti aunque limpiemos el mordisco? -Lo miré con la esperanza de interpretar su expresión.

– Ser cazador de vampiros entraña riesgos. -Seguía mirándome fijamente.

– Eso no significa que no -dije.


– Y tampoco significa que sí -repuso con una rápida sonrisa.

Genial. Edward tampoco estaba seguro.

– Echa un poco más, antes de que pierda el valor.

– Tú nunca pierdes el valor. -Amplió la sonrisa, y le brillaron los ojos-. Puede que pierdas la vida, pero no el valor. -Lo decía como un cumplido.

– Gracias.

Me puso una mano en el hombro y aparté la cara. El corazón me oprimió la garganta, hasta que no oí nada más que el pulso de la sangre en la cabeza. Quería huir, liarme a golpes contra algo, gritar, pero tenía que quedarme allí sentada y soportar aquello. Odio las situaciones de ese tipo. Cuando era pequeña siempre hacían falta dos personas como mínimo para ponerme una inyección: una manejaba la jeringuilla y la otra me sujetaba.

En aquel caso me sujetaba yo sola. Si Nikolaos volvía a morderme, probablemente podría obligarme a hacer todo lo que quisiera. Incluso matar. Lo había visto antes, con un vampiro que era un chiste comparado con el ama.

El agua me corrió por la piel y alcanzó la marca del mordisco como oro fundido, abrasándome todo el cuerpo. Se abría paso a través de la piel y los huesos; me estaba destrozando. Me estaba matando. Grité. No pude evitarlo. Demasiado dolor. No podía huir. Tenía que gritar.

Estaba tendida en el suelo, sintiendo su frío en la mejilla, respirando con jadeos breves y ansiosos.

– Respira más despacio, Anita. Estás hiperventilando. Respira de forma lenta y relajada o te desmayarás.

Abrí la boca y respiré profundamente; el aire me siseó y gimió en la garganta. Me estaba asfixiando. Tosí y me esforcé por respirar. La cabeza me daba vueltas, y estaba algo mareada cuando conseguí llenarme los pulmones, pero no me había desmayado. Tropecientos puntos para mí.

Edward casi tuvo que tumbarse en el suelo para acercar la cara.

– ¿Me oyes?

– Sí -acerté a decir.

– Vale. Voy a intentar poner la cruz sobre el mordisco. ¿Te parece bien o es demasiado pronto?

Si no habíamos purificado la herida con suficiente agua bendita, la cruz me quemaría y tendría una cicatriz más. Ya había sido valiente más allá del deber, y no podía más. Abrí la boca para decir que no, pero me traicionó el subconsciente.

– Venga -dije. Mierda, iba a ser valiente.

Me apartó el pelo del cuello. Me quedé tumbada en el suelo y apreté los puños, tratando de prepararme. Aunque no hay preparación que valga para recibir un hierro candente en el cuello. La cadena se deslizó con un susurro entre los dedos de Edward.

– ¿Estás lista?

No.

– Hazlo de una vez, joder.

Lo hizo. Me apretó la cruz contra la piel: metal frío, nada de quemaduras, nada de humo ni de nuevas cicatrices, nada de dolor. Estaba limpia, al menos tanto como al principio.

Edward me puso el crucifijo frente a la cara. Me aferré a él y lo apreté hasta que me tembló la mano. No tardó mucho. Las lágrimas me afloraron a los ojos. No estaba llorando, de verdad. Estaba agotada.

– ¿Puedes sentarte? -preguntó Edward.

Asentí; me obligué a incorporarme y me apoyé en la bañera.

– ¿Puedes levantarte? -preguntó.

Lo pensé y decidí que no; no creía que pudiera. Estaba débil y temblorosa, y sentía náuseas.

– Sin ayuda, no.

Edward se arrodilló a mi lado, me pasó un brazo por las axilas y otro bajo las rodillas, y me levantó. Se puso en pie con un movimiento fluido, sin esfuerzo.

– Déjame en el suelo -dije.

– ¿Qué? -preguntó, mirándome.

– No soy una cría. No quiero que me lleves en brazos.

– Vaaale -dijo con un suspiro. Me puso en pie y me soltó. Me tambaleé contra la pared y me deslicé hasta el suelo. Las lágrimas habían vuelto; mierda. Me quedé sentada en el suelo, llorando, demasiado débil para ir andando del baño a la cama. ¡Dios!

Edward se quedó de pie, mirándome con una expresión neutra e inescrutable como la de un gato.

– ¡Odio sentirme indefensa! ¡Lo odio! -La voz me salió casi normal, sin rastros de llanto.

– Eres una de las personas menos indefensas que conozco -dijo Edward. Volvió a agacharse a mi lado, se pasó mi brazo derecho por los hombros, me sujetó por la muñeca y me rodeó la cintura con el otro brazo. La diferencia de altura hacía que resultara un poco incómodo, pero se las apañó para hacerme creer que llegaba andando hasta la cama.

Tenía un montón de pingüinos de peluche apoyados en la pared. Edward no los había sacado a relucir, y si él no los mencionaba, yo tampoco. ¿Quién sabe? Igual la Muerte dormía con un osito. Ya.

Las cortinas seguían cerradas, y la habitación, en su penumbra habitual.

– Descansa. Montaré guardia y me ocuparé de que ningún monstruo te haga nada.

Lo creí.

Llevó el sillón blanco al dormitorio y lo colocó contra la pared, cerca de la puerta. Se ajustó la funda de sobaco y dejó la pistola preparada. Antes de subir había sacado del coche una bolsa de deporte. La abrió y extrajo algo que parecía una metralleta en miniatura. No sabía demasiado de armas automáticas, y sólo se me ocurrió pensar en una Uzi.

– ¿Qué tipo de arma es?

– Una Uzi pequeña.

Hala, lo había adivinado a la primera. Sacó el cargador y me enseñó cómo se llenaba, dónde estaba el seguro y toda la pesca, como si fuera un coche nuevo. Se sentó en el sillón con la metralleta en las rodillas.

– No dispares contra los vecinos, ¿vale? -conseguí decirle, aunque se me estaban cerrando los ojos.

– Lo intentaré. -Creo que sonrió.

Asentí.

– ¿Eres el asesino de vampiros?

– Duérmete, Anita. -dijo con una sonrisa radiante y cautivadora.

Cuando estaba al borde del sueño oí una voz suave y distante.

– ¿Dónde se oculta Nikolaos durante el día? -me preguntó.

Abrí los ojos e intenté enfocar la vista. Seguía sentado en el sillón, inmóvil.

– Estoy agotada, Edward, no lela.

Su risa burbujeó a mí alrededor mientras me dormía.

Загрузка...