Estaba en la enorme habitación de piedra donde había visto a Nikolaos. Sólo quedaba la silla de madera vacía, y a su lado, en el suelo, un ataúd. La luz de las antorchas se reflejaba en la madera encerada. Una suave brisa corría por la habitación y hacía oscilar las antorchas, que proyectaban enormes sombras negras en las paredes. Pero las sombras parecían moverse de manera independiente de la luz, y cuanto más las miraba, más segura estaba que eran demasiado oscuras, demasiado densas.
Tenía el corazón en un puño. El pulso me latía en las sienes, y no podía respirar. Entonces me di cuenta de que estaba oyendo los latidos de otro corazón, como un eco.
– ¿Jean-Claude?
– ¿Jean-Claude? -repitieron las sombras con voces lastimeras.
Me arrodillé junto al ataúd y agarré la tapa. Era de una pieza y giró con facilidad sobre bisagras bien engrasadas. Empezó a chorrear sangre por los lados del ataúd; me cayó por las piernas y me salpicó los brazos. Grité y me puse en pie, cubierta de sangre aún caliente.
– ¡Jean-Claude!
Una mano pálida salió de la sangre, se contrajo y cayó inerte a un lado del ataúd. La cara de Jean-Claude flotó hasta la superficie. Tendí la mano hacia él. Sentía los latidos de su corazón en la cabeza, pero estaba muerto. ¡Estaba muerto! Sus manos eran cera helada. Abrió los ojos y una mano muerta me sujetó la muñeca.
– ¡No! -Traté de liberarme. Caí de rodillas sobre la sangre que se enfriaba y seguí gritando-: ¡Suéltame!
Se incorporó. Estaba cubierto de sangre. Le chorreaba por la camisa blanca, que parecía un harapo sanguinolento.
– ¡No!
Me tiró del brazo para acercarme más a sí. Apoyé una mano en el ataúd. No quería ir con él. ¡No quería! Se inclinó sobre mi brazo con la boca abierta y los colmillos ávidos. Su corazón resonaba en las sombras como un trueno.
– ¡No, Jean-Claude!
– No tuve elección -me dijo justo antes de atacar. Empezó a caerle sangre desde el pelo, hasta que la cara se le convirtió en una máscara sangrienta. Noté cómo hundía los colmillos en mi brazo. Grité, y me desperté sentada en la cama.
Llamaban a la puerta. Me levanté como pude, desorientada. Di un respingo: me había movido demasiado deprisa para la paliza de la noche anterior. Me dolía hasta en sitios donde no me podía haber golpeado. Tenía las manos llenas de costras y agarrotadas; me sentía artrítica.
El timbre no paraba de sonar, como si a alguien se le hubiera pegado el dedo. Quienquiera que fuera, un abrazo era lo mínimo a lo que se exponía por despertarme. Dormía con una camiseta larga, y mi versión de una bata consistía en ponerme los pantalones de la noche anterior.
Dejé a Sigmund, el pingüino, con los demás. Tenía los peluches apoyados en un pequeño sofá, debajo de la ventana del fondo. Los pingüinos cubrían el suelo a su alrededor como una marea blanda y peluda.
Me dolía todo al moverme, y hasta me costaba trabajo respirar.
– ¡Ya voy! -grité. De camino a la puerta se me ocurrió que podía no ser una visita amistosa. Volví al dormitorio y cogí la pistola con una mano rígida y torpe. Debería haberme limpiado y vendado antes de acostarme. En fin.
Me arrodillé tras el sillón que Edward había dejado frente a la puerta.
– ¿Quién es? -grité.
– Soy Ronnie. Habíamos quedado para ir a correr esta mañana.
Era sábado. Lo había olvidado. Siempre me parecía alucinante que la vida siguiera su curso, incluso cuando había gente que intentaba joder la marrana. Me parecía inconcebible que Ronnie no supiera qué había pasado; algo tan extraordinario debería verse reflejado en todos los aspectos de mi vida, pero las cosas no iban así. Una vez, mientras estaba en el hospital con el brazo colgado de una polea y tubos por todas partes, mi madrastra estuvo recriminándome que todavía no me hubiera casado… a la avanzada edad de veinticuatro años. No se puede decir que Judith sea una mujer muy liberada.
Mi familia no lleva muy bien lo de mi trabajo, los riesgos que corro, las heridas… Así que todos hacen como si no lo supieran. Excepto mi hermanastro, de dieciséis años. Para Josh soy la leche, molo un montón o lo que se diga ahora.
Verónica Sims es diferente. Es mi amiga y lo entiende. Ronnie trabaja de detective privada. Solemos turnarnos para ir a vemos al hospital.
Bajé la pistola, abrí la puerta, y la dejé pasar.
– Joder, estás hecha una piltrafa -dijo después de mirarme de arriba abajo.
– Bueno, por lo menos cuadra con cómo me siento. -Sonreí.
Entró y dejó la bolsa de deporte junto al sillón.
– ¿Puedes contarme qué te ha pasado? -No era una exigencia, sino una pregunta. Ronnie entiende que no todo se puede compartir.
– Lo siento, pero no estoy como para salir a correr.
– No, si se nota que ya has hecho ejercicio de sobra. Vete a poner las manos en remojo. Yo prepararé café, ¿vale?
Asentí, y lo lamenté. Necesitaba un analgésico con urgencia. Me detuve justo antes de entrar en el baño.
– ¿Ronnie?
– ¿Sí? -Estaba en mi pequeña cocina, con una taza de medir llena de granos de café en la mano. Ronnie mide casi uno setenta y cinco. A veces me olvido de lo alta que es. A la gente le sorprende que seamos capaces de correr juntas. El truco está en que yo marco el paso, y luego lo fuerzo. Es un buen ejercicio.
– Creo que tengo bollos precocinados en la nevera. ¿Los metes en el microondas, con un poco de queso?
– Hace tres años que te conozco -dijo, mirándome fijamente-, y es la primera vez que te oigo pedir comida antes de las diez.
– Oye, si es mucha molestia, olvídalo.
– Sabes que no lo digo por eso.
– Lo siento. Es que estoy hecha polvo.
– Ve a curarte y luego me lo cuentas, ¿de acuerdo?
– Sí. -Poner las manos a remojo no me hizo sentir mejor. Era como si me las estuviera desollando. Me sequé con cuidado y me apliqué pomada en las heridas, BACTERICIDA DE uso TÓPICO, ponía en la etiqueta. Cuando se acabaron las tiritas, mis manos parecían una versión anaranjada de las de la momia.
Tenía la espalda hecha un amasijo de cardenales oscuros, y las costillas, decoradas de morado pútrido. No podía hacer gran cosa, salvo esperar que el analgésico hiciera efecto. Bueno, sí que había algo que podía hacer: gimnasia. Los estiramientos me pondrían el cuerpo a tono y me permitirían moverme casi sin dolor. Pero serían toda una tortura, así que los dejé para más tarde. Primero necesitaba comer.
Estaba muerta de hambre. Por lo general, la idea de comer antes de las diez me daba náuseas. Aquella mañana quería comer, necesitaba comer. Qué raro. Puede que fuera por la tensión.
El olor de los bollos y el queso fundido me hizo la boca agua. Y con el aroma del café recién hecho me entraron ganas de comerme el sofá.
Me zampé dos bollos y me bebí tres tazas de café mientras Ronnie, sentada delante de mí, bebía su primera taza. Levanté la vista y descubrí que me estaba observando. Me miraba fijamente con sus ojos grises, con la misma mirada que usaba con los sospechosos.
– ¿Qué? -pregunté.
– Nada -dijo encogiéndose de hombros-. Cuando puedas respirar, ¿me explicarás qué pasó anoche?
Asentí, y ya no me dolió tanto. Los analgésicos son un regalo de la naturaleza al hombre moderno. Se lo conté casi todo, desde la llamada de Mónica hasta mi encuentro con Valentine. No le dije qué había ocurrido en el Circo de los Malditos, porque en aquel momento era información demasiado peligrosa. Y omití lo de las luces azules en las escaleras y el sonido de la voz de Jean-Claude en mi cabeza. Algo me decía que aquello también era información peligrosa. Y como he aprendido a confiar en mi instinto, me callé la boca.
– ¿Eso es todo? -preguntó mirándome. Ronnie es buena en lo suyo.
– Sí. -Una mentira fácil, sencilla, de una palabra. Dudo que se la tragara.
– Vale. -Tomó un trago de café-. ¿Qué quieres que haga?
– Pregunta por ahí. Tienes acceso a los grupos extremistas. La Liga Antivampiros, la Asociación de Votantes Humanos, los de siempre. Averigua si alguno podría estar implicado en los asesinatos, que yo no puedo acercarme a ellos. -Sonreí-. Al fin y al cabo, también quieren librarse de los reanimadores.
– Pero si matas vampiros.
– Ya, pero también levanto zombis. Y eso es una actividad reprobable para los intolerantes a ultranza.
– De acuerdo. Comprobaré lo de la LAV y los otros grupos. ¿Algo más?
Lo pensé y sacudí la cabeza, casi sin sentir dolor.
– Ahora mismo no se me ocurre nada. Pero ten mucho cuidado. No quiero ponerte en peligro, como a Catherine.
– No fue culpa tuya.
– Ya.
– No tienes la culpa de nada.
– Díselo a Catherine y a su prometido, si las cosas se complican.
– Joder, Anita, esas criaturas te están utilizando. Quieren tenerte a raya y asustada, para poder controlarte. Si permites que la culpa te trastorne, sólo conseguirás que te maten.
– Genial, Ronnie; justo lo que quería oír. Si esta es tu manera de animarme, dedícate a otra cosa.
– No necesitas que te animen. Necesitas una buena sacudida.
– Gracias, pero ya me sacudieron anoche.
– Anita, escúchame. -Me miraba a los ojos, escrutándome de manera intensa y tratando de averiguar si la escuchaba realmente-. Ya has hecho cuanto podías por Catherine. Ahora quiero que te concentres en mantenerte viva. Tienes enemigos hasta en la sopa. No dejes que te distraigan.
Tenía razón: Haz lo que puedas y sigue adelante. De momento, Catherine había quedado al margen; no podía hacer nada más.
– Tendré enemigos hasta en la sopa, pero también tengo algún amigo que otro.
– Puede que eso compense -dijo sonriendo.
– Estoy muy asustada. -Acuné la taza de café con las manos vendadas; irradiaba calor.
– Lo que demuestra que no eres tan estúpida como pareces.
– ¡Hombre, muchas gracias!
– De nada. -Levantó la taza de café en un gesto de brindis-. Por Anita Blake, reanimadora, cazadora de vampiros y buena amiga. Mantente alerta.
– Tú también. -Hice chocar mi taza con la suya-. En este momento, ser amiga mía puede resultar insalubre.
– ¿Y cuándo no es fiesta?
Por desgracia, tenía razón.