Capítulo 11

La habitación era enorme, como un almacén, pero tenía paredes de piedra. No me habría extrañado ver a Bela Lugosi saliendo de un rincón en cualquier momento, con capa y todo, aunque la criatura que estaba sentada de espaldas a una pared también impresionaba lo suyo.

Debía de haber muerto cuando tenía doce o trece años. Los pechos pequeños, a medio formar, se le marcaban bajo el vestido largo de tela fina. Era azul claro, y tenía un aspecto cálido en contraste con la absoluta blancura de su piel. Si probablemente ya era pálida de viva, como vampira era cadavérica. Tenía el pelo del rubio platino que tienen algunos niños antes de que se les oscurezca, aunque a ella no se le oscurecería nunca.

Nikolaos estaba sentada en una silla de madera tallada. Los pies no le llegaban al suelo.

Un vampiro avanzó hasta apoyarse en el brazo de la silla. Tenía la piel de un tono extraño, como de un marfil pardusco. Se inclinó y le susurró algo al oído a Nikolaos. Ella se rió, con una risa que evocaba campanillas o cascabeles. Un sonido precioso, calculado. Theresa se acercó a la niña, se situó tras ella y le pasó las manos por el cabello rubio.

También se acercó un humano, que se situó a la derecha de la silla. Se quedó con la espalda contra la pared y los brazos tiesos a los lados. Mantenía la vista al frente, la cara inexpresiva y la espalda rígida. Era calvo casi por completo, y tenía la cara afilada y los ojos oscuros. A la mayoría de los hombres les queda fatal la falta de pelo; sin embargo, aquel no estaba mal. Era guapo, aunque tenía pinta de no preocuparse por el aspecto físico. No sabía a cuento de qué, pero me parecía un soldado.

Otro hombre se situó junto a Theresa. Tenía el pelo rubio pajizo, muy corto, los ojos verde claro y una cara de lo más rara. No era ni guapo ni feo, pero llamaba la atención. Era un rostro que podía resultar atractivo si se lo miraba el tiempo suficiente. No era un vampiro, pero puede que me hubiera precipitado al creerlo humano.

Jean-Claude apareció en último lugar y se colocó a la izquierda de la silla. No tocó a nadie y, aunque formaba parte del grupo, se mantenía algo apartado de los demás.

– Bueno -dije-, sólo nos falta la música de Drácula, príncipe de las tinieblas, y podemos salir a escena.

– Te crees muy graciosa, ¿verdad? -Nikolaos tenía la voz como la risa, aguda e inofensiva. Pura inocencia calculada.

– Depende del día. -Me encogí de hombros.

Me sonrió sin mostrar los colmillos. Parecía completamente humana, con los ojos brillantes y una expresión graciosa en la cara redonda y agradable. Mirad qué inofensiva soy; sólo soy una niña adorable. Y qué más.

El vampiro moreno volvió a susurrarle algo al oído. Ella se rió, con un sonido tan agudo y cristalino que podría embotellarse.

– ¿Esa risa es ensayada o es un talento natural? No, seguro que la has ensayado.

Jean-Claude hizo una mueca. No supe a ciencia cierta si trataba de contener la risa o de no fruncir el ceño. Quizá las dos cosas. Yo tenía un don especial para provocar aquella reacción en alguna gente.

La risa desapareció de la cara de la vampira, de manera muy humana, hasta que sólo le brillaron los ojos. Pero su mirada no era nada graciosa: era el tipo de mirada que reservan los gatos para los pajaritos.

– Eres muy valiente o muy estúpida. -El tono de su voz se elevaba un poco al final de cada palabra, al estilo de Shirley Temple.

– Con esa vocecita, sólo te falta un hoyuelo para dar el pego.

– Me inclino por la estupidez -dijo Jean-Claude en voz baja.

Lo miré y, a continuación, posé los ojos en la panda de engendros.

– Estoy cansada, herida, furiosa y asustada. Así que os agradecería que os dejarais de numeritos y fuéramos al grano.

– Empiezo a entender que Aubrey perdiera los estribos. -Su voz se había vuelto seca, sin ningún rastro de humor. El canturreo infantil se estaba desvaneciendo, como el hielo cuando se derrite-. ¿Sabes cuántos años tengo? -La miré y negué con la cabeza-. Creía que habías dicho que era buena, Jean-Claude -pronunció su nombre como si estuviera molesta con él.

– Es buena.

– Dime cuántos años tengo -dijo con voz gélida, propia de un adulto cabreado.

– No puedo. No sé por qué, pero no puedo.

– ¿Cuántos años tiene Theresa?

Miré a la vampira de pelo oscuro recordando el peso de su mente. Se estaba riendo de mí.

– Cien, quizá ciento cincuenta, no más.

– ¿Por qué no más? -preguntó con una cara tan inexpresiva que parecía esculpida en mármol.

– Esa es la edad que siento.

– ¿La sientes?

– Noto en la cabeza cierto grado de… poder en ella. -Siempre detesté tener que explicarlo en voz alta. Sonaba asquerosamente místico, y de místico no tenía nada. Entendía de vampiros, igual que otras personas entienden de caballos o de coches. Era un don. Ya. Pero también era cuestión de práctica. Supuse que a Nikolaos no le iba a gustar ni un pelo que la comparara con un caballo o un coche, conque mantuve la boca cerrada. Y luego me llaman estúpida. Ja.

– Mírame, humana. Mírame a los ojos. -La voz seguía siendo insulsa, sin un ápice de la autoridad que tenía la de Jean-Claude.

«Mírame a los ojos.» Esperaba algo más original del ama de los vampiros de la ciudad, pero no lo dije en voz alta. Tenía los ojos azules o grises, o de los dos colores. Sentí su mirada en la piel como algo palpable; estaba convencida de que si quisiera, podría tocarla con las manos. No había sentido nunca nada parecido. Sin embargo, podía sostenerle la mirada, y no sé cómo, pero supe que no debería haber sido capaz.

El soldado de su derecha me estaba mirando, como si por fin hubiera hecho algo interesante.

Nikolaos se puso en pie y se colocó ligeramente por delante de su séquito. Apenas me llegaba a la clavícula, lo que hacía de ella un retaco. Se quedó parada, con el aspecto etéreo y hermoso de un cuadro; no daba sensación de vida, pero los trazos eran elegantes, y el color, cuidado.

Se quedó allí sin moverse y me abrió la mente. Fue como si se hubiera derribado una puerta. Su mente chocó con la mía, y me tambaleé. Sus pensamientos irrumpieron en mí como cuchillos, como sueños de filo acerado. Por mi cabeza deambulaban fragmentos efímeros de su mente; cuando me tocaban, me dejaban aturdida y dolorida.

Estaba de rodillas y no recordaba haber caído. Tenía frío, mucho frío. No tenía nada que hacer; yo era insignificante en comparación con aquella mente. ¿Cómo podía pensar siquiera en considerarme a su altura? ¿Qué otra cosa podía hacer?, salvo arrastrarme a sus pies y suplicar su perdón. Mi insolencia era intolerable.

Empecé a avanzar a cuatro patas hacia ella. Parecía lo más apropiado. Tenía que suplicarle perdón. Necesitaba que me perdonara. ¿Y cómo acercarse a una diosa, si no es de rodillas?

No. Algo iba mal. Pero ¿qué? Tenía que pedirle perdón a la diosa. Tenía que adorarla y cumplir todos sus deseos. No. No.

– No -murmuré-. No.

– Ven, hija mía. -Su voz era como la primavera tras un largo invierno. Era una revelación. Me hizo sentir aceptada, bienvenida.

Tendió los brazos pálidos hacia mí. La diosa me iba a dejar abrazarla. Increíble. ¿Por qué estaba en el suelo en vez de correr hacia ella?

– No. -Golpeé la piedra con las manos. Me dolió, pero no demasiado-. ¡No! -Estrellé el puño contra el suelo. Me ardió todo el brazo y se me quedó entumecido-. ¡No! -Golpeé una y otra vez la roca con los puños hasta que me sangraron. El dolor era intenso, real, mío-. ¡Sal de mi mente, zorra! -grité.

Me encogí en el suelo, jadeando, con las manos en el estómago. Sentía que el corazón se me iba a escapar por la boca, y casi no podía respirar. La ira me recorrió el cuerpo, limpia y afilada, barriendo hasta el último vestigio de la mente de Nikolaos.

La miré con furia, pero por debajo de la furia había pavor. Nikolaos me había inundado la mente como el mar inunda una concha; me había llenado y me había dejado vacía. Puede que tuviera que acabar con mi cordura para quebrantar mi voluntad, pero podía conseguirlo si quería, y yo no podría hacer absolutamente nada para defenderme.

Me devolvió la mirada desde arriba y se rió con aquella fantástica risa de cascabeles.

– Vaya, al fin algo que le da miedo a la reanimadora. Mira por dónde. -Tenía la voz cantarína y agradable; era la niña adorable otra vez.

Nikolaos se arrodilló ante mí, sujetándose el vestido azul claro bajo las rodillas como toda una dama, y se inclinó para mirarme a los ojos.

– ¿Cuántos años tengo, reanimadora?

Empezaba a sufrir temblores, y los dientes me castañeteaban como si fuera a morir de frío, que puede que fuera el caso. Pero logré hablar entre dientes con la mandíbula agarrotada.

– Mil -dije-. O más.

– Tenías razón, Jean-Claude. Es buena. -Tenía la cara prácticamente contra la mía. Quería sacármela de encima, pero sobre todo quería que no me tocara.

Volvió a reír, con un sonido agudo e intenso, de una pureza estremecedora. Si hubiese podido, habría gritado o le habría escupido a la cara.

– Bien, reanimadora, nos vamos entendiendo. Haz lo que queremos, o te arrancaré la mente capa tras capa, como si fuera una cebolla. -Me respiró en la cara, y con apenas un susurro de niña traviesa, añadió-: Sabes que soy capaz, ¿verdad?

Lo sabía.

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