Llegué al Placeres Prohibidos poco después de la medianoche. Jean-Claude estaba al pie de los escalones, apoyado en la pared, completamente inmóvil. No pude ver si respiraba. El viento le agitaba el encaje de la camisa, y un rizo de pelo negro surcaba la tersa palidez de su mejilla.
– Hueles a sangre ajena, ma petite.
– Nadie que conocieras -le dije con una sonrisa encantadora.
– ¿Has matado a algún vampiro, mi pequeña reanimadora? -La voz, baja y sombría, llena de rabia contenida, me recorrió la piel como un viento frío.
– No -susurré con la voz enronquecida. No lo había oído hablar nunca de aquel modo.
– Te llaman la Ejecutora, ¿lo sabías?
– Sí -dije. No había hecho nada amenazador, pero en aquel momento no habría pasado junto a él ni loca. Por mí, como si tapiaban la puerta.
– ¿Cuántas muertes tienes en tu haber?
No me gustaba el cariz que tomaba aquella conversación; tenía pinta de acabar mal. Conocía a un vampiro capaz de detectar las mentiras por el olfato. No sabía muy bien de qué iba Jean-Claude, pero no tenía intención de mentirle.
– Catorce -contesté.
– Y tú nos llamas asesinos.
Me quedé mirándolo sin saber qué pretendía que dijera.
Buzz el vampiro bajó las escaleras. Miró a Jean-Claude; luego, a mí, y se apostó junto a la puerta con los enormes brazos cruzados ante el pecho.
– ¿Ha estado bien el descanso? -le preguntó Jean-Claude.
– Sí, gracias, amo.
– Buzz -dijo Jean-Claude sonriendo-, te tengo dicho que no me llames amo.
– Sí, am… Jean-Claude.
El vampiro emitió aquella risa suya, fantástica y casi palpable.
– Vamos, Anita, dentro se está más caliente.
En la acera estábamos a casi treinta grados. No sabía de qué coño me estaba hablando. Y ya puestos, tampoco sabía de qué habíamos estado hablando durante aquel rato.
Jean-Claude subió los escalones, y lo vi desaparecer en el interior. Me quedé mirando la puerta sin ganas de entrar. Algo marchaba mal, pero no sabía qué.
– ¿Vas a pasar? -preguntó Buzz.
– ¿Sería mucho abusar pedirte que entraras y les dijeras a Mónica y a la pelirroja que salgan?
Sonrió mostrando los colmillos. Lo de mostrar los colmillos es típico de los muertos recientes. Les encanta impresionar a la gente.
– No puedo abandonar mi puesto. Acabo de tomarme un descanso.
– Sabía que dirías algo así.
Volvió a sonreír. Entré en la penumbra del local y me encontré a la chica de la consigna esperando. Le entregué el crucifijo, y ella me dio un resguardo. No era un intercambio justo. No vi a Jean-Claude por ninguna parte.
Catherine estaba en el escenario. De pie, inmóvil y con los ojos muy abiertos, tenía la expresión inocente y desvalida, como de niña, característica de los que duermen; su larga melena cobriza relucía bajo los focos. Sabía reconocer un estado de trance en cuanto lo veía.
– Catherine. -Susurré su nombre y corrí hacia ella. Mónica estaba sentada en nuestra mesa y me miraba mientras me acercaba. Me dedicó una sonrisa cínica y desagradable.
Ya casi estaba en el escenario cuando un vampiro apareció detrás de Catherine. No salió de detrás del telón; sencillamente, apareció detrás de ella. Entonces comprendí qué veían los humanos: magia.
El vampiro me miró. Su pelo parecía de seda dorada; su piel, de marfil, y sus ojos eran como piscinas de ensueño. Cerré los ojos y sacudí la cabeza. No podía ser cierto; no existe nadie tan guapo. Su voz me sonó casi vulgar después de haberle visto la cara.
– Llámala -me ordenó.
Abrí los ojos y vi que el público me observaba. Miré la cara inexpresiva de Catherine y supe qué iba a ocurrir, pero tenía que intentarlo como cualquier cliente incauto.
– Catherine, Catherine, ¿me oyes?
No se movió; tenía la respiración muy débil. Estaba viva; pero ¿hasta qué punto? El vampiro la había sumido en un trance muy profundo. Aquello quería decir que podría llamarla en cualquier momento, desde cualquier lugar, y que ella acudiría obediente. Desde aquel mismo momento, la vida de Catherine le pertenecía. Podría hacer con ella cuanto quisiera.
– ¡Catherine, por favor! -grité. Pero no había nada que hacer; el daño era irreversible. Mierda, ¡no debería haberla dejado allí!
El vampiro le tocó el hombro. Ella parpadeó y miró a su alrededor, sorprendida y asustada.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con una risita nerviosa.
– Ahora estás en mi poder, preciosidad -dijo el vampiro, besándole una mano.
Ella volvió a reír, sin comprender que él le había dicho la pura verdad. El vampiro la acompañó al borde del escenario, y dos camareros la ayudaron a volver a su asiento.
– Estoy mareada -dijo.
– Has estado muy bien -dijo Mónica, dándole unas palmaditas en la mano.
– ¿Qué he hecho?
– Después te cuento. El espectáculo no ha terminado aún. -Me miró fijamente al decir estas últimas palabras.
Yo ya sabía que tendría problemas. El vampiro del escenario me estaba mirando, y notaba el peso de su mirada en la piel. Sentía las pulsaciones de su voluntad, su poder, su personalidad o lo que fuera. Las sentía como si fueran ráfagas de viento. Me ponían la piel de gallina.
– Me llamo Aubrey -dijo el vampiro-. ¿Y tú?
La boca se me había secado de repente, pero mi nombre carecía de importancia. Podía decírselo.
– Anita.
– Anita. Precioso.
Las rodillas se negaban a sostenerme, y me senté en la silla. Mónica me miraba expectante, con los ojos muy abiertos.
– Ven, Anita, sube conmigo al escenario. -No tenía ni de lejos el puntazo seductor de la voz de Jean-Claude. Le faltaba textura, pero jamás había sentido nada parecido a la mente que había detrás de la voz. Era antigua, antiquísima. Su poder me dolía en los huesos.
– Ven.
Yo negué con la cabeza, una y otra vez. No era capaz de hacer nada más. No lograba articular palabra ni pensar con coherencia, pero tenía muy claro que no podía levantarme de la silla. Si me acercaba a él, me tendría en su poder, igual que a Catherine. El sudor me empapaba la espalda.
– ¡Ven a mí, ahora!
Estaba de pie y no recordaba haberme levantado. Dios mío.
– ¡No! -grité, y me clavé las uñas en la palma de la mano. Me desgarré la piel y agradecí el dolor. Podía respirar de nuevo.
Su mente retrocedió como la marea. Me sentí aturdida y vacía, y me apoyé en la mesa. Uno de los vampiros que trabajaban de camareros estaba junto a mí.
– No te resistas. Se enfada cuando se le resisten.
– ¡Si no me resisto, me dominará! -contesté, apartándolo de un empujón.
El camarero parecía casi humano; era un muerto reciente. El miedo se le reflejaba en la cara.
– Sólo subiré al escenario si no me obligas -le dije a la cosa.
Mónica contuvo la respiración, pero no le hice caso. No había nada que me importara, excepto sobrevivir a los minutos siguientes.
– Sube como quieras, pero sube -dijo el vampiro.
Me aparté de la mesa y comprobé que podía ponerme en pie sin caerme. Un punto para mí. También podía andar. Dos puntos para mí. Clavé la mirada en el suelo duro y brillante. Si me concentraba en caminar, no me pasaría nada. Ante mis ojos apareció el primer escalón. Levanté la vista.
Aubrey estaba de pie en el centro del escenario. No intentaba llamarme y permanecía inmóvil. Era como si no estuviera allí, como si fuera un vacío terrible. Sentía su inmovilidad como un pálpito en la cabeza. Si él hubiera querido, yo ni lo habría visto.
– Ven. -No era una voz, sino un sonido en mi mente-. Ven a mí.
Intenté retroceder, pero no pude. El pulso me palpitaba en el cuello. No podía respirar. ¡Me estaba asfixiando! Me detuve y noté cómo me envolvía la fuerza de su mente.
– ¡No te resistas! -exclamó en mi cabeza.
Alguien gritaba sin emitir ningún sonido. Era yo. Si dejaba de resistirme, todo sería muy fácil, como ahogarse tras abandonar el esfuerzo de mantenerse a flote. Una muerte apacible. No. No.
– No. -Mi voz me sonó extraña incluso a mí.
– ¿Qué? -preguntó sorprendido.
– No -repetí, y entonces lo miré a la cara. Me enfrenté a su mirada, a todo el peso de los siglos que asomaba detrás de aquellos ojos. Fuera lo que fuera, el poder que me convertía en reanimadora y me ayudaba a levantar muertos estaba allí en aquel momento. Lo miré a los ojos y me quedé quieta.
– En ese caso -dijo sonriendo lentamente-, iré yo hacia ti.
– No, por favor, por favor -dije. No podía retroceder. Su mente me tenía presa; era como acero cubierto de terciopelo. Me costaba horrores no avanzar, no correr a su encuentro.
Se detuvo cuando nuestros cuerpos estuvieron a punto de tocarse. Tenía los ojos de un marrón homogéneo y perfecto, sin fondo, infinito. Aparté la mirada. El sudor me corría por la frente.
– Hueles a miedo, Anita. -Me recorrió el contorno de la mejilla con una mano fría. Empecé a temblar de forma incontrolable. Me acarició los rizos con los dedos-. ¿Cómo puedes enfrentarte a mí de este modo?
Sentí su aliento, cálido como la seda, recorrerme la mejilla y llegar hasta el cuello, aún más caliente y cercano. Emitió un suspiro profundo y tembloroso, y su deseo me estremeció la piel. Se me formó un nudo en el estómago. Siseó en dirección al público, y se oyeron chillidos de terror. Iba a hacerlo.
El pánico me sacudió como una descarga de adrenalina cegadora, y me aparté de él. Caí de bruces en el escenario y me alejé a gatas.
Un brazo me agarró por la cintura y me levantó. Grité mientras daba un golpe hacia atrás con el codo. El codazo dio en el blanco, y lo oí expulsar el aire, pero el brazo me sujetó con más fuerza. Apretó y apretó; me estaba aplastando.
Me estiré la manga para desgarrar la tela. Él me arrojó al suelo, boca arriba, y se agachó sobre mí con la cara desfigurada por el hambre. Enseñó los dientes, y los colmillos relucieron.
Alguien, un camarero, había subido al escenario, y el vampiro le lanzó un bufido. Le caía un reguero de saliva por la barbilla; no quedaba nada humano en él.
Se abalanzó sobre mí en un arrebato de hambre. Apreté el cuchillo de plata hacia su corazón, y un hilo de sangre le recorrió el pecho. Gruñó, y le rechinaron los colmillos como a un perro encadenado. Grité.
El terror había anulado su poder sobre mí; ya no sentía nada, excepto miedo. El vampiro atacó y se clavó la punta del cuchillo. Me empezó a caer sangre en la mano y en la blusa. Su sangre.
De repente, Jean-Claude estaba allí.
– Suéltala, Aubrey.
El vampiro emitió un gruñido grave y profundo, un sonido animal.
– ¡Quítamelo de encima o lo mato! -exclamé con voz débil y aguda por el miedo; parecía una niña.
El vampiro echó la cabeza hacia atrás y se cortó los labios con los colmillos.
– ¡Quítamelo de encima!
Jean-Claude empezó a hablar en francés, en voz baja. Aunque yo no podía entenderlo, su voz era aterciopelada y tranquilizadora. Se arrodilló junto a nosotros y siguió hablando. El otro vampiro gruñó, alargó la mano y lo agarró de la muñeca. Jean-Claude dejó escapar un gemido, aparentemente de dolor.
¿Tendría que matarlo? ¿Podría clavarle el cuchillo del todo antes de que me destrozara la garganta? ¿Sería muy rápido? La mente parecía funcionarme a una velocidad increíble, y me daba la impresión de que tenía todo el tiempo del mundo para decidirme a actuar.
Noté que el peso del vampiro se trasladaba a mis piernas.
– ¿Puedo levantarme? -preguntó con voz ronca, pero tranquila. Volvía a tener una cara humana, agradable y hermosa, pero se había roto la quimera. Lo había visto sin máscara, y la imagen se me había quedado grabada para siempre.
– Apártate de mí, despacio.
Sonrió, extendiendo los labios lenta y confiadamente. Se apartó de mí con lentitud humana. Jean-Claude le hizo un gesto, y él retrocedió hasta situarse cerca del telón.
– ¿Cómo estás, ma petite?
– No sé -dije agitando la cabeza mientras miraba el cuchillo lleno de sangre.
– No quería que ocurriera esto. -Me ayudó a sentarme, y se lo permití. La sala estaba en silencio. El público sabía que algo había salido mal. Había visto la verdad oculta tras la máscara, y muchas caras estaban pálidas y asustadas.
La manga derecha me colgaba, desgarrada, de donde me la había arrancado para coger el cuchillo.
– Guarda eso, por favor-dijo Jean-Claude.
Lo miré y por primera vez le vi los ojos sin sentir nada. Nada, salvo vacío.
– Te doy mi palabra de honor de que saldrás de aquí sana y salva. Guarda el cuchillo.
Me temblaban tanto las manos que necesité tres intentos para meter el cuchillo en la funda. Jean-Claude me sonrió con los labios apretados.
– Vamos a bajar del escenario -dijo, y me ayudó a ponerme en pie. Si no me hubiera sostenido, me habría caído al suelo. Me agarró con fuerza la mano izquierda, y el encaje de su manga me rozó la piel. De suave no tenía nada.
Jean-Claude le tendió la otra mano a Aubrey.
– No temas -me susurró cuando traté de apartarme-, te protegeré. Lo prometo.
No sé por qué, pero lo creí; quizá porque no tenía a nadie más en quien creer. Nos arrastró a Aubrey y a mí a proscenio.
– Esperamos que hayan disfrutado de nuestra modesta representación -dijo con una voz sensual que acarició al público-. Ha sido muy realista, ¿verdad?
El público se agitó incómodo; las caras mostraban miedo.
Jean-Claude sonrió y le soltó la mano a Aubrey. Me desabrochó el puño y me subió la manga, para dejar al descubierto la quemadura. La marca oscura de la cruz resaltaba en la piel. El público seguía callado, sin comprender. Jean-Claude se apartó el encaje del pecho y mostró su quemadura en forma de cruz.
Hubo un momento de estupefacción y silencio; después estallaron los aplausos. A nuestro alrededor rugían los gritos y los silbidos. Me habían tomado por vampira, y creían que todo había sido un número. Miré la cara sonriente de Jean-Claude y las dos quemaduras; en su pecho, en mi brazo.
Jean-Claude tiró de mí hacia abajo para que me agachara, y me obligó a saludar al público.
– Tenemos que hablar, Anita -susurró cuando el aplauso empezó a decaer por fin- -. La vida de tu amiga Catherine depende de lo que hagas.
– Maté a los monstruos que me dejaron esta cicatriz -dije, mirándolo a los ojos.
Me dedicó una amplia sonrisa sin mostrar apenas los colmillos.
– Qué encantadora coincidencia. Yo también.