8 Bajo el escudo

Los silvanestis habían venerado siempre la noche. Por el contrario, los qualinestis se deleitaban con la luz del día. Su dirigente era el Orador de los Soles, sus casas dejaban entrar los rayos del astro a raudales, todos los negocios se llevaban a cabo en horas diurnas, todas las ceremonias importantes, como la del matrimonio, se celebraban durante el día para que de ese modo quedaran bendecidas por la luz del sol.

Los silvanestis amaban la noche bañada en la luz de sus luminarias.

Su líder era el Orador de las Estrellas. Antaño la noche había sido un tiempo sagrado en Silvanost, la capital del reino elfo; traía las estrellas, el dulce descanso y los sueños de la belleza de su amada tierra. Pero entonces llegó la Guerra de la Lanza y las alas de los dragones ocultaron los astros nocturnos. Un reptil en particular, un Dragón Verde llamado Cyan Bloodbane, instaló sus reales en Silvanesti. Su odio hacia los elfos era muy antiguo y deseaba verlos sufrir. Podría haberlos matado a millares, pero Cyan no sólo era cruel sino también muy listo. Los moribundos sufrían, cierto, pero era un dolor pasajero que quedaba olvidado tan pronto como los muertos pasaban de esta realidad a la siguiente, y él quería infligir un dolor que no tuviera fin, un sufrimiento que se prolongara a lo largo de siglos.

El dirigente de Silvanesti en aquel momento era un elfo muy diestro en la magia. Lorac Caladon previo la llegada del Mal a Ansalon, de modo que envió a su pueblo al exilio, asegurándole que poseía el poder para mantener el reino a salvo de los reptiles. Sin que nadie lo supiera, Lorac había sustraído uno de los mágicos Orbes de los Dragones en la Torre de la Alta Hechicería. Se le había advertido de que el intento de utilizar el Orbe por parte de alguien que no poseyera el poder suficiente para dominar su magia tendría un resultado desastroso.

En su arrogancia, Lorac creyó que él tenía esa fuerza para imponer su voluntad al ingenio mágico. Miró el interior del Orbe y vio un dragón que lo observaba a su vez. Lorac quedó atrapado y su voluntad esclavizada al influjo del Orbe.

A Cyan Bloodbane se le presentó la oportunidad que esperaba. Encontró a Lorac en la Torre de las Estrellas, sentado en el trono, con la mano asida firmemente por el Orbe. El Dragón Verde susurró al oído de Lorac un sueño de Silvanesti, una visión terrible en la que los hermosos árboles se tornaban monstruosidades horrendas y deformadas que atacaban a quienes antaño los amaban. Un sueño en el que Lorac veía morir a sus súbditos, uno a uno, y cada muerte era una experiencia dolorosa y terrible. Un sueño en el que el río Thon-Thalas fluía rojo por la sangre.

La Guerra de la Lanza acabó. La reina Takhisis cayó derrotada y Cyan Bloodbane se vio obligado a huir de Silvanesti, pero se marchó con la satisfacción de saber que había cumplido su propósito, que había sumido a Silvanesti en una pesadilla angustiosa de la que jamás despertaría. Cuando los elfos regresaron a su tierra una vez terminada la guerra, descubrieron, para su espanto y consternación, que la pesadilla era realidad. El sueño de Lorac, inducido por Cyan Bloodbane, había transformado su, en otros tiempos, hermoso país en un lugar horrendo.

Los silvanestis lucharon contra la pesadilla y, bajo el liderazgo del general qualinesti, Porthios, se las arreglaron finalmente para derrotarla. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos elfos cayeron víctimas del sueño, e incluso después de haber sido erradicado del reino, árboles, plantas y animales permanecieron horriblemente deformados. Poco a poco, los elfos consiguieron devolver la belleza a sus bosques merced a hechizos nuevos, recién descubiertos, con los que sanaban las heridas dejadas por la pesadilla y borraban las cicatrices.

Entonces llegó la necesidad de olvidar. Porthios, que había arriesgado su vida en más de una ocasión para arrebatar el reino de las garras de la pesadilla, se convirtió en un recordatorio de aquel espanto. Dejó de ser considerado un salvador y pasó a ser el forastero, el intruso, una amenaza para los silvanestis, que deseaban volver a su vida de aislamiento, apartados de todo. Porthios quería que los elfos se integraran en el mundo, que fuesen uno con él, que formasen un reino unido con sus parientes, los qualinestis. Había contraído matrimonio con Alhana Starbreeze, hija de Lorac, con la esperanza de alcanzar esa meta. De ese modo, si la guerra volvía a estallar los elfos no lucharían solos, tendrían aliados para combatir a su lado.

Los elfos no querían aliados; aliados que podrían decidir engullir la tierra de Silvanesti a cambio de su ayuda; aliados que quizá querrían casarse con silvanestis y menguar la pureza de la raza. Aquellos aislacionistas declararon a Porthios y a su esposa Alhana «elfos oscuros» que nunca podrían, bajo pena de muerte, regresar a sus países.

Porthios fue expulsado del reino, y el general Konnal tomó el control de la nación y decretó la ley marcial «hasta el día en que se encontrara un verdadero rey para gobernar Silvanesti». Los silvanestis hicieron oídos sordos a las peticiones de ayuda de sus parientes, los qualinestis, para liberarse del dominio de la gran Verde, Beryl, y los Caballeros de Neraka. Tampoco hicieron caso de las súplicas de quienes combatían contra los grandes dragones y solicitaban su auxilio. Los silvanestis no querían tener nada que ver con el mundo. Absortos en sus propios asuntos, sus ojos miraban el espejo de la vida y sólo se veían a sí mismos. Y así fue como, mientras contemplaban con orgullo su reflejo, Cyan Bloodbane, el gran reptil que había sido su pesadilla, regresó a la tierra que antaño estuvo a punto de destruir. Al menos, ése era el informe de los Kirath que patrullaban las fronteras.

—¡No levantéis el escudo! —advirtieron los Kirath—. ¡Nos atraparéis dentro con nuestro peor enemigo!

Los elfos no les hicieron caso. No creían los rumores. Cyan Bloodbane era un personaje perteneciente al oscuro pasado. Había muerto en la Purga de Dragones. Tenía que haber perecido. Si había regresado ¿por qué no los atacaba? Tanto temían al mundo exterior que los Cabezas de las Casas aprobaron de manera unánime la instalación del escudo. Entonces pudo decirse que el pueblo silvanesti había alcanzado por fin su más caro deseo. Bajo el mágico escudo, quedaron totalmente aislados, incomunicados del resto del mundo. Estaban a salvo, protegidos del Mal procedente del exterior.

—Y, sin embargo, a mi entender, más que dejar fuera al Mal lo hemos encerrado dentro —dijo Rolan a Silvan.

La noche había caído sobre Silvanesti; su llegada fue un alivio para Silvan, a pesar de que también le causaba un gran pesar. Habían viajado durante el día a través del bosque y recorrido muchos kilómetros, hasta que Rolan consideró que se encontraban lo bastante lejos de los efectos perniciosos del escudo para detenerse y descansar. Había sido una jornada increíble para el maravillado Silvan.

Había oído hablar a su madre con añoranza y pesar de la belleza de su patria. El joven recordaba que de niño, cuando sus padres exiliados y él se ocultaban en alguna cueva rodeados de peligros, su madre le contaba historias sobre Silvanesti para hacerle olvidar sus temores. Entonces cerraba los ojos y, en lugar de oscuridad, veía el esmeralda, el plateado y el dorado de las frondas. No oía los aullidos del lobo o de los goblins, sino el melodioso tintineo de las flores llamadas campanillas o la dulce y melancólica melodía de los árboles pifaros.

Sin embargo, todo lo que había imaginado en aquellos años palideció ante la realidad. No podía creer que existiese tal belleza. Había pasado el día como quien sueña despierto; tropezaba con las piedras, las raíces de los árboles y sus propios pies a medida que las maravillas que surgían por doquier llenaban sus ojos de lágrimas y de gozo su corazón.

Árboles cuya corteza había sido tachonada con plata alzaban sus ramas hacia el cielo en gráciles arcos y sus hojas de bordes plateados resplandecían a la luz del sol. Densos matorrales de hoja ancha jalonaban el camino, cada arbusto cuajado de flores de intensos colores que perfumaban el aire con su dulce aroma. Tenía la impresión de ir caminando por un jardín, más que por un bosque, ya que no había ramas caídas, ni maleza ni zarzas. Los moldeadores de árboles sólo permitían que en sus bosques creciera lo bello, lo fructífero y lo benéfico. Su influencia mágica se extendía por todo el reino, con excepción de las fronteras, donde el escudo arrojaba sobre su obra una mortífera escarcha.

La oscuridad proporcionó descanso a los ojos deslumbrados de Silvan. Empero, la noche poseía una belleza propia que conmovía el alma. Las estrellas resplandecían con cegadora intensidad, como si desafiaran al escudo a que intentase excluirlas. Las flores nocturnas abrían sus pétalos para bañarse en su fulgor y perfumaban la cálida oscuridad con aromas exóticos a la par que su brillo luminiscente llenaba el bosque con una suave luz plateada.

—¿Que quieres decir con eso? —preguntó el joven elfo, extrañado por el comentario de Rolan. Su mente no podía relacionar el Mal con la belleza que había contemplado.

—Por ejemplo, el cruel castigo impuesto a vuestros padres, majestad —respondió el elfo de más edad—. Nuestro modo de agradecer a vuestro padre la ayuda que nos prestó fue intentar acuchillarlo por la espalda. Me avergoncé de ser silvanesti cuando me enteré de ello. Pero ha llegado la hora de saldar cuentas. Estamos pagando por nuestra afrenta y nuestro deshonor, por aislarnos del resto del mundo, por vivir bajo el escudo, protegidos de los dragones mientras otros padecen. Pagamos tal protección con nuestras vidas.

Se habían parado a descansar en un claro próximo a un arroyo de corriente rápida. Silvan agradeció aquel respiro; sus heridas habían empezado a dolerle otra vez, aunque prefirió no decir nada. La excitación y la conmoción del repentino cambio en su vida lo habían dejado exhausto, agotada toda su energía.

Rolan encontró fruta y agua con un sabor dulce como el néctar para la cena. También curó las heridas de Silvan con una respetuosa solicitud que al joven le resultó muy agradable.

«Samar me habría tirado un trapo y me habría dicho que lo aprovechara al máximo», pensó Silvan.

—Quizás a vuestra majestad le apetecería dormir unas horas —sugirió Rolan después de que hubieron cenado.

Silvan creyó estar completamente agotado poco antes, pero descubrió que se sentía mucho mejor después de comer, con renovadas fuerzas.

—Me gustaría saber algo más sobre mi país —comentó—. Mi madre me ha contado algunas cosas pero, naturalmente, ignora lo que ha ocurrido desde que... Desde que se marchó. Antes te referiste al escudo. —El joven miró alrededor y la contemplación de aquella belleza le dejó sin respiración—. Entiendo perfectamente que quisieseis proteger esto —añadió, señalando los árboles, cuyos troncos brillaban con una luz irisada, y las flores llamadas lucérnulas, que destellaban en la hierba—, de la asoladora destrucción de nuestros enemigos.

—Sí, majestad —repuso Rolan, suavizando el tono de su voz—. Hay quienes dicen que ningún precio es demasiado alto a cambio de tal protección, ni siquiera el de nuestras propias vidas. Pero si todos nosotros morimos, ¿quién quedará para apreciar esta belleza? Y si morimos, creo que con el tiempo los bosques también morirán, ya que las almas de los elfos están vinculadas con todas las cosas vivas.

—Nuestro pueblo es tan numeroso como las estrellas —adujo Silvan, divertido, pensando que Rolan se mostraba exageradamente dramático.

El elfo de más edad alzó los ojos hacia el cielo.

—Haced que desaparezcan la mitad de esas estrellas, majestad, y descubriréis que la luz disminuye de manera considerable.

—¡La mitad! —exclamó, impresionado, Silvanoshei—. ¡No pueden ser tantos!

—La mitad de la población de Silvanost ha perecido consumida por esa enfermedad, majestad. —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—. Lo que voy a revelaros se consideraría traición, por lo que sería castigado con severidad.

—¿Te refieres a que te exiliarían? —inquirió Silvan, preocupado—. ¿Que te expulsarían a la oscuridad?

—No, ya no se hace eso, majestad —repuso Rolan—. Difícilmente podríamos exiliar a nadie, ya que no podría traspasar el escudo. En la actualidad, la gente que habla en contra del gobernador general Konnal desaparece, simplemente. Nadie sabe qué les pasa.

—¿Y por qué no se rebela el pueblo? —preguntó Silvan, perplejo—. ¿Por qué no derrocan a Konnal y exigen que se retire el escudo?

—Porque sólo unos pocos saben la verdad. Y los que lo sabemos no tenemos pruebas. Podríamos entrar en la Torre de las Estrellas y decir que Konnal se ha vuelto loco, que le tiene tanto miedo al mundo exterior que prefiere vernos muertos a todos antes que formar parte de ese mundo. Podríamos decir todo eso y entonces Konnal se levantaría y declararía: «¡Mentira! ¡Retirad el escudo y los caballeros negros entrarán en nuestros amados bosques con sus hachas, los ogros desgajarán rama a rama los árboles vivos, los grandes dragones descenderán sobre nosotros y nos devorarán!». Eso diría, y la gente gritaría: «¡Sálvanos! ¡Protégenos, querido gobernador general Konnal! ¡No tenemos a nadie más a quien recurrir!». Y no pasaría nada.

—Entiendo —musitó, pensativo, Silvan. Miró de soslayo a Rolan, que tenía la vista clavada en la oscuridad.

—Ahora la gente tendrá a alguien más a quien recurrir, majestad —manifestó el elfo mayor—. El legítimo heredero del trono de Silvanesti. Pero debemos proceder con cuidado, con cautela. —Esbozó una triste sonrisa—. O, en caso contrario, podríais «desaparecer».

El bello canto del ruiseñor sonó en la noche. Rolan apretó los labios y respondió. Tres elfos se materializaron emergiendo de las sombras. Silvan los reconoció como los que lo habían abordado por la mañana.

¡Por la mañana! Silvan se maravilló. ¿Sólo habían pasado unas horas desde entonces? A él le parecía que eran días, meses, años.

Rolan se puso de pie para recibirlos, estrechó sus manos e intercambió el beso ritual en la mejilla.

Los recién llegados llevaban el mismo tipo de vestimenta que Rolan, y aunque Silvan sabía que habían entrado al claro le costaba trabajo vislumbrarlos, ya que parecían estar envueltos en oscuridad y luz de estrellas.

Rolan les preguntó cómo les había ido durante la patrulla. Le informaron que la frontera a lo largo del escudo permanecía tranquila; «mortalmente tranquila», repitió con ironía uno de ellos. Luego, los tres centraron su atención en Silvan.

—¿Lo has interrogado, Rolan? —preguntó uno mientras clavaba una mirada severa en Silvanoshei—. ¿Es realmente quien dice ser?

Silvan se incorporó con dificultad; se sentía torpe y turbado. Hizo intención de saludar con una inclinación de cabeza a quienes lo superaban en edad, como le habían ensenado a hacer, pero entonces se le ocurrió que, al fin y al cabo, era rey; en todo caso, tendrían que ser ellos quienes inclinaran la cabeza ante él. Miró a Rolan un tanto desconcertado.

—No lo «interrogué» —repuso seriamente el elfo mayor—. Charlamos sobre ciertas cosas. Y sí, creo que es Silvanoshei, el legítimo Orador de las Estrellas, hijo de Alhana y de Porthios. Nuestro soberano ha vuelto a nosotros. El día que hemos estado esperando ha llegado.

Los tres elfos miraron a Silvan, de arriba abajo, y después se volvieron hacia Rolan.

—Podría ser un impostor —comentó uno de ellos.

—Estoy seguro de que no —replicó Rolan con firme convicción—. Conocí a su madre cuando tenía la misma edad que él ahora. Luché con su padre contra la pesadilla. Guarda parecido con ambos, aunque más con su padre. Tú, Drinel, combatiste junto a Porthios. Mira bien a este joven y verás los rasgos del padre reflejados en el rostro del hijo.

El elfo observó con gran atención a Silvanoshei, que sostuvo la mirada con firmeza.

—Mira con tu corazón, Drinel —instó Rolan—. Los ojos pueden engañarse, pero no el corazón. Lo oíste cuando lo seguíamos, cuando ignoraba que lo espiábamos. Oíste lo que nos dijo cuando nos tomó por soldados del ejército de su madre. No fingía. Apuesto mi vida en ello.

—Admito que se parece a su padre y que tiene algo de su madre en los ojos. ¿Por qué medio milagroso penetró en el escudo el hijo de nuestra reina exiliada? —instó Drinel.

—Ignoro cómo llegué al interior del escudo —respondió Silvan, turbado—. Debí de caer a través de él. No lo recuerdo. Pero cuando intenté marcharme el escudo no me dejó.

—Se lanzó contra el escudo —informó Rolan—. Trató de regresar, de salir de Silvanesti. ¿Haría tal cosa un impostor después de haber tenido tantos problemas para entrar? ¿Admitiría un impostor que no sabía cómo había atravesado esa barrera? No. Un impostor tendría preparada una historia para contarnos, una explicación lógica y fácil de creer.

—Dijiste que viese con el corazón —repuso Drinel, mirando a los otros elfos—. Lo hemos discutido y estamos de acuerdo. Queremos probar la sonda de la verdad con él.

—¡Deshonráis a nuestro pueblo con vuestra desconfianza! —protestó Rolan, extremadamente molesto—. ¿Qué pensará de nosotros?

—Que somos prudentes y sensatos —argüyó Drinel en tono seco—. Si no tiene nada que ocultar, no pondrá objeciones.

—La decisión es de Silvanoshei —repuso Rolan—. Aunque yo en su lugar me negaría.

—¿De qué se trata? —Silvan miró a los elfos, desconcertado—. ¿Qué es la sonda de la verdad?

—Un conjuro, majestad —explicó Rolan cuya voz sonó triste—. Hubo un tiempo en que los elfos podían confiar los unos en los otros, una confianza implícita. Hubo un tiempo en que ningún elfo podía mentir a otro miembro de su raza. Eso terminó durante la pesadilla de Lorac. El sueño creó fantasmas de nuestra gente, imágenes falsas de elfos compatriotas que parecían muy reales a quienes los veían, los tocaban y les hablaban. Esos fantasmas podían engatusar a quienes los creían y conducirlos a la ruina y a la destrucción. Un esposo podía ver a su esposa haciéndole señas para que se reuniese con ella y precipitarse por un risco en su afán por alcanzarla. Una madre podía ver a un hijo envuelto en llamas y correr en su auxilio para descubrir que el niño había desaparecido.

»Nosotros, los Kirath, desarrollamos la sonda de la verdad para determinar si esos fantasmas eran seres reales o formaban parte de la pesadilla. Los fantasmas estaban vacíos por dentro, huecos. No guardaban recuerdos, ni pensamientos, ni sentimientos. Con poner la mano sobre el corazón nos bastaba para saber si tratábamos con una persona viva o con un producto del sueño.

»Cuando la pesadilla terminó, la necesidad de la sonda de la verdad acabó también —continuó Rolan—. O eso esperábamos. Una esperanza que resultó vana. Cuando la pesadilla terminó, los árboles sangrantes y retorcidos desaparecieron, la deformidad que pervertía nuestra tierra se desvaneció. Pero la deformidad había entrado en los corazones de algunas de nuestras gentes, dejándolas tan vacías como los corazones de aquellas creaciones del sueño. Ahora un elfo puede mentir a otro; y lo hace. Nuevas palabras han entrado a formar parte del vocabulario elfo. Palabras humanas. Palabras como desconfianza, corrupción, deshonor. Ahora utilizamos la sonda de la verdad entre nosotros, y tengo la impresión de que cuanto más la usamos, más necesaria se vuelve. —Dirigió una mirada sombría a Drinel, que se mostraba resuelto, desafiante.

—No tengo nada que ocultar —dijo Silvan—. Podéis utilizar esa sonda de la verdad conmigo, y con gusto por mi parte. Aunque sé cuánto le apenará a mi madre saber que su pueblo ha llegado a tal extremo. A ella jamás se le pasaría por la cabeza dudar de la lealtad de quienes la siguen, del mismo modo que ellos jamás se plantearían la idea de cuestionar el amor que les profesa.

—¿Ves, Drinel? —Rolan enrojeció—. ¡Fíjate cómo nos has avergonzado!

—Sin embargo, sabré la verdad —insistió, tozudo, el otro elfo.

—¿Eso crees? —demandó Rolan—. ¿Y si la magia vuelve a fallarte?

Los ojos de Drinel centellearon y el elfo asestó una mirada feroz a su compañero.

—Muérdete la lengua, Rolan. Te recuerdo que hasta el momento no sabemos nada con certeza sobre este muchacho.

Silvanoshei permaneció callado. No le correspondía intervenir en esa disputa; sin embargo, guardó dicha información en su memoria para analizarla más adelante. Quizá los magos elfos del ejército de su madre no eran los únicos que habían descubierto que sus poderes mágicos empezaban a menguar.

Drinel se acercó a Silvan, que estaba rígido y miraba al elfo con recelo. Drinel extendió su mano izquierda, la del corazón, porque es la que está más próxima a él, y la posó en el pecho de Silvan. El tacto del elfo era ligero, pero aun así el joven podía sentir cómo penetraba y rebuscaba en su alma, al menos, ésa fue su sensación.

Los recuerdos manaron de la fuente de su alma, buenos y malos; fluyeron a borbotones bajo los sentimientos y las ideas superficiales y se vertieron en la mano de Drinel. Recuerdos de su padre, una figura severa e implacable que rara vez sonreía y jamás reía. Que jamás tuvo una muestra externa de su cariño, jamás pronunció una palabra de aprobación a los actos de su hijo, que rara vez parecía reparar en la presencia de su hijo. Empero, entre aquel raudal resplandeciente de recuerdos, Silvanoshei evocó una noche, cuando su madre y él habían escapado por poco de la muerte a manos de un asesino. Porthios los había estrechado a los dos entre sus brazos, había apretado contra sí a su hijito, había musitado una plegaria por ellos en elfo, una antigua plegaria a unos dioses que ya no se encontraban allí para oírla. Silvanoshei recordaba la fría humedad de las lágrimas en su pecho y pensó para sus adentros que no eran suyas. Eran las lágrimas de su padre.

Estos y otros recuerdos extrajo Drinel de su memoria y los sostuvo en la suya como quien toma agua chispeante en sus manos.

La expresión de Drinel cambió. Miró a Silvan con consideración, con respeto.

—¿Satisfecho? —instó fríamente el joven. Los recuerdos le habían abierto una herida sangrante en su alma.

—Veo a su padre en su rostro y a su madre en su corazón —manifestó Drinel—. Os juro fidelidad, Silvanoshei, y pido a los demás que hagan lo mismo.

Dicho esto, el elfo se inclinó en una gran reverencia, con la mano sobre el pecho. Los otros dos prestaron el juramento de lealtad, a lo que Silvan respondió dándoles las gracias cortésmente aunque para sus adentros se preguntaba con cierto cinismo qué valor tenía realmente toda esa pleitesía y tanto doblar la cerviz. Los elfos también habían jurado lealtad a su madre, y Alhana Starbreeze era poco más que un bandido que merodea por los bosques.

Si ser el legítimo Orador de las Estrellas significaba pasar más noches escondido en túmulos funerarios y más días eludiendo asesinos, Silvan podía pasar sin ello. Estaba harto de esa clase de vida, hastiado a más no poder. Hasta ese momento jamás lo había admitido de manera consciente; por primera vez en su vida reconocía que se sentía furioso —amarga y vehementemente furioso— con sus padres por haberle impuesto semejante tipo de vida.

Se avergonzó al instante de experimentar esa ira; se recordó que tal vez su madre estuviese muerta o cautiva pero, irracionalmente, el pesar y la preocupación incrementaron su rabia. El conflicto desatado por las emociones encontradas, que la culpabilidad complicaba aún más, lo dejó confuso y exhausto. Necesitaba tiempo para pensar y no podía hacerlo con esos elfos observándolo como si fuese un bicho raro disecado en una tienda de mercancías mágicas.

Los silvanestis siguieron de pie y Silvan acabó cayendo en la cuenta de que esperaban a que él se sentara antes. Se había criado en una corte elfa, aunque rústica, y tenía experiencia en el protocolo cortesano. Pidió a los otros que tomaran asiento, argumentando que debían de estar cansados, y los invitó a tomar algo de fruta y agua. Después excusó su presencia explicando que necesitaba hacer sus abluciones.

Se sorprendió cuando Rolan le advirtió que tuviese cuidado y le ofreció su espada.

—¿Por qué? —Silvan pareció desconcertado—. ¿Qué peligro puede haber? Creí que el escudo mantenía fuera a todos nuestros enemigos.

—Con una excepción —respondió secamente Rolan—. Han llegado informes de que el gran Dragón Verde, Cyan Bloodbane, ha quedado atrapado dentro de la barrera a causa de un «error de cálculo» por parte del general Konnal.

—¡Bah! Eso no es más que un cuento propalado por Konnal para distraer nuestra atención —aseguró Drinel—. Nómbrame a una sola persona que haya visto al reptil. Patrullamos de aquí para allá y jamás hemos encontrado rastro de él. Me parece chocante, Rolan, que siempre se aviste al dichoso Cyan Bloodbane cuando Konnal se siente presionado por los Cabezas de Casas para que dé explicaciones sobre el estado de su gobierno.

—Cierto, nadie ha visto a Cyan Bloodbane —convino el otro elfo—. Sin embargo, confieso que creo que el dragón se encuentra en Silvanesti, en alguna parte. Una vez vi huellas que difícilmente tendrían otra explicación. En consecuencia, id con cuidado, majestad. Y llevaos mi espada. Sólo por si acaso.

Silvan rehusó el arma. Recordando que había estado a punto de ensartar a Samar, al joven le daba vergüenza que supieran que no tenía ni idea de cómo utilizarla. Le aseguró a Rolan que se mantendría vigilante y se encaminó hacia el chispeante bosque. Le vino a la cabeza la idea de que su madre habría hecho que lo acompañara una guardia.

«Por primera vez en mi vida, soy libre. Verdaderamente libre», pensó Silvan.

Se lavó la cara y las manos en el frío arroyo, se pasó los dedos mojados por el cabello y contempló largo rato su imagen reflejada en la ondulada corriente. No veía parecido con su padre en su rostro, y siempre le había irritado que la gente afirmara que sí lo había. Los recuerdos que el joven guardaba de Porthios eran los de un guerrero severo, inflexible, que si en algún momento de su vida supo sonreír hacía mucho que había dejado de hacerlo. La única ternura que Silvan había visto en los ojos de su progenitor era cuando se posaban en su madre.

—Eres rey de los elfos —le dijo a su reflejo en el agua—. Has logrado en un día lo que tus padres no consiguieron en varias décadas. Porque no pudieron... o porque no debían.

Se sentó en la orilla. Su imagen reflejada titilaba bajo la luz de la luna que acababa de salir.

—Tienes a tu alcance el premio que perseguían. Antes no lo deseabas con especial empeño, pero ahora que te lo ofrecen, ¿por qué no tomarlo?

El reflejo de Silvan ondeó cuando un soplo de aire rizó la superficie del agua. Cuando cesó el viento, el agua se remansó y su imagen reapareció clara y firme.

—Debes ir con cuidado. Tienes que pensar antes de hablar, meditar las consecuencias de cada palabra. Has de considerar tus actos. No debes permitir que se distraiga tu atención por nada.

»Mi madre ha muerto —dijo, y esperó la sensación de dolor.

Las lágrimas acudieron a sus ojos; lágrimas por su madre, por su padre, por sí mismo, solo y privado de su consuelo y su apoyo. Sin embargo, una vocecilla en su interior respondió. ¿Cuándo te apoyaron tus padres? ¿Cuándo confiaron en ti para hacer nada? Te mantuvieron envuelto en algodón, temerosos de que te rompieras. El azar te ofrece esta oportunidad para demostrar tu valía. ¡Aprovéchala!

Un arbusto crecía cerca del arroyo; tenía fragantes flores blancas, pequeñas, con forma de corazón. Silvan cogió un manojo y arrancó los capullos de los tallos.

—Honor y gloria a mi padre, que ha muerto —musitó, y esparció unos capullos en el arroyo. Las flores cayeron sobre su reflejo, que se fragmentó en las ondas del agua—. Honor y gloria a mi madre, que ha muerto.

Esparció los restantes capullos. Luego, sintiéndose limpio, vacío de temores y de emociones, regresó al campamento.

Los elfos hicieron intención de levantarse, pero les pidió que siguieran sentados, que no interrumpieran su descanso por él. A los elfos pareció complacerles su modestia.

—Espero que mi larga ausencia no os haya preocupado —comentó, aunque sabía muy bien que sí. Resultaba evidente que habían estado hablando de él—. Todos estos cambios han sido tan drásticos, tan repentinos, que necesitaba reflexionar.

Los elfos asintieron en un gesto de conformidad.

—Hemos estado discutiendo el mejor modo de impulsar la causa de vuestra majestad —informó Rolan.

—Tenéis todo el apoyo de los Kirath, majestad —añadió Drinel.

Silvan agradeció sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Se planteó hacia dónde quería conducir la conversación y el mejor modo de llevarla hasta allí.

—¿Quiénes son exactamente los Kirath? —inquirió suavemente—. Mi madre me habló sobre muchas cosas de su patria, pero no de ésa.

—No hay razón para que lo hiciese —contestó Rolan—. Vuestro padre creó nuestro cuerpo para luchar contra la pesadilla. Los Kirath éramos quienes entrábamos en el bosque y buscábamos las zonas que seguían bajo el influjo del sueño. Realizar esa labor se cobró sus víctimas, ya que teníamos que entrar en la pesadilla a fin de combatirla.

»La misión de otros Kirath era la defensa de los moldeadores de árboles y los clérigos que entraban en el bosque para curarlo. Durante veinte años luchamos juntos para recobrar nuestra patria y, finalmente, tuvimos éxito. Cuando la pesadilla fue derrotada, dejamos de ser necesarios, nos licenciamos y volvimos a las vidas que llevábamos antes de la guerra. Pero los que formamos parte de los Kirath habíamos desarrollado vínculos más estrechos que entre hermanos y hermanas, y seguimos en contacto, pasándonos información y noticias.

»Entonces aparecieron los caballeros negros, que intentaban conquistar Ansalon, y después estalló la Guerra de Caos. Fue por entonces cuando el general Konnal tomó el control de Silvanesti, argumentando que sólo los militares podían salvarnos de las fuerzas del Mal, desencadenantes de los acontecimientos.

»Vencimos en la Guerra de Caos, pero a un alto precio. Perdimos a los dioses, quienes, según se dice, realizaron el sacrificio supremo: marcharse del mundo para que así Krynn y sus gentes tuviesen un futuro. Con ellos se fue la magia de Solinari y sus poderes curativos. Lloramos largamente la partida de Paladine y Mishakal, pero debíamos seguir adelante con nuestras vidas.

»Trabajamos para seguir la reconstrucción de Silvanesti. La magia volvió a nosotros; una magia procedente de la tierra, de las cosas vivas. Aunque la guerra había acabado, el general Konnal no renunció al control del reino. Según él, existía otra amenaza, la de Alhana y Porthios, elfos oscuros que sólo deseaban vengarse de su gente.

—¿Creísteis tal cosa? —inquirió Silvan, indignado.

—Por supuesto que no. Conocíamos a Porthios y sabíamos los grandes sacrificios que había hecho por este país. Conocíamos a Alhana y sabíamos el gran amor que profesaba a su pueblo. No le creímos.

—¿Así que apoyabais la causa de mis padres? —preguntó el joven.

—En efecto —confirmó Rolan.

—Entonces, ¿por qué no los ayudasteis? —demandó Silvan en tono cortante—. Estabais armados y erais diestros en el uso de las armas. Seguíais, según tus propias palabras, en contacto los unos con los otros. Mis padres aguardaron en la frontera, esperando convencidos de que los silvanestis se alzarían y protestarían por la injusticia cometida contra ellos. No ocurrió así. No hicisteis nada. Mis padres esperaron en vano.

—Podría ofreceros muchas excusas que justificasen nuestra inhibición, majestad —susurró Rolan—. Que estábamos cansados de luchar. Que no queríamos iniciar una guerra civil. Que creíamos que con el tiempo ese agravio se enmendaría por medios pacíficos. O sea, que nos tapamos la cabeza con la manta y nos volvimos a dormir.

La luz se hizo de repente en la mente de Silvan, cegadora y conmocionante como el rayo que se descargó casi a sus pies. Todo había sido oscuridad un momento antes y, en una fracción de segundo, todo estaba tan claro como la luz del día, cada detalle definido con absoluta precisión, como marcado a fuego.

Su madre afirmaba odiar el escudo. En realidad, la barrera era su excusa para no lanzar a su ejército contra Silvanesti. Podría haberlo hecho en cualquier momento durante los años precedentes a la instalación del escudo. Su padre y ella podrían haber entrado en el reino con su ejército, habrían encontrado apoyo en el pueblo. ¿Por qué no lo habían hecho?

El derramamiento de sangre elfa. Ésa era la excusa que dieron entonces. No querían ver elfos matando elfos. La verdad era que Alhana había confiado en que sus súbditos irían hacia ella y le pondrían la corona de Silvanesti a sus pies. No lo hicieron. Como había dicho Rolan, sólo deseaban dormir de nuevo, olvidar la pesadilla de Lorac con otros sueños mas placenteros. Y Alhana había sido el gato que maullaba debajo de su ventana, interrumpiendo su descanso.

Su madre se había negado a admitirlo y, en consecuencia, aunque clamaba contra la instalación del escudo, en realidad la barrera había sido un gran alivio para ella. Cierto, había intentado con todos los medios a su alcance destruirlo, para demostrarse a sí misma que deseaba desesperadamente penetrarlo; había lanzado a su ejército —y a sí misma— contra él. Pero mientras tanto, en secreto, en el fondo de su corazón, no quería entrar y quizás ésa era la razón de que el escudo hubiese tenido éxito en resistírsele.

Drinel, Rolan y los demás elfos se hallaban atrapados dentro por la misma razón: el escudo estaba puesto, existía, porque los elfos así lo querían. Los silvanestis siempre habían anhelado hallarse a salvo del mundo, de la contaminación de los rudos e indisciplinados humanos, de los peligros de ogros, goblins y minotauros, de los dragones; a salvo en una existencia cómoda, rodeados de lujo y belleza. Por eso su madre había intentado hallar un modo de entrar: para así también dormir envuelta en la calidez de la seguridad, en lugar de en túmulos funerarios.

No dijo nada, pero ahora sabía lo que tenía que hacer.

—Me habéis jurado fidelidad. ¿Cómo sé que cuando el camino se torne oscuro no me abandonaréis como hicisteis con mis padres?

Rolan palideció; los ojos de Drinel chispearon de ira. Iba a hablar, pero su compañero le puso la mano en el brazo para apaciguarlo.

—Su majestad tiene razón al hacernos esa pregunta, amigo mío. —Rolan se volvió para mirar a Silvan a la cara—. Juro solemnemente, en mi nombre y en el de mi familia, defender vuestra causa. Que mi alma quede atrapada en este plano de existencia si falto a lo prometido.

Silvan asintió gravemente. Era un juramento terrible. Volvió la vista hacia Drinel y los otros dos miembros de los Kirath. Drinel se mostraba vacilante.

—Sois muy joven —dijo en voz ronca—. ¿Cuántos años tenéis? ¿Casi cuarenta? Para nuestro pueblo sois un adolescente.

—Pero no para los qualinestis —replicó Silvanoshei—. Y te pido que pienses lo que te voy a decir —añadió, consciente de que a los silvanestis no les impresionaba la comparación con sus parientes más abiertos al mundo y, por lo tanto, más contaminados—. No me he criado en un hogar silvanesti, protegido y rodeado de mimos. He crecido en cuevas o en chozas, dondequiera que mis padres encontraban un refugio seguro. Puedo contar con los dedos de las manos las noches que he dormido en un cuarto, en una cama. Me han herido dos veces en batalla. Llevo las cicatrices en mi cuerpo.

Silvan no añadió que no había recibido aquellas heridas mientras luchaba, sino mientras su guardia personal se lo llevaba a un lugar seguro. Se dijo que habría combatido si le hubiesen dado la oportunidad de hacerlo. Ahora estaba preparado para luchar.

—No os pido un compromiso mayor del que yo estoy dispuesto a contraer —proclamó orgullosamente Silvan—. Juro solemnemente que haré cuanto esté en mi mano para recuperar el trono que me pertenece por derecho. Juro devolver la paz, la prosperidad y la riqueza a nuestro pueblo. Que mi alma quede atrapada en este plano de existencia si falto a lo prometido.

Los ojos de Drinel lo escudriñaron como para vislumbrar el alma que había puesto en prenda. Al parecer le satisfizo lo que vio.

—Juro fidelidad a vuestra causa, Silvanoshei, hijo de Porthios y Alhana. Que ayudaros a vos sirva para enmendar la culpa de nuestro incumplimiento con ellos.

—Y ahora —intervino Rolan—, hemos de hacer planes, leñemos que encontrar un escondrijo adecuado para su majestad...

—No —lo interrumpió firmemente Silvan—. Se acabó el esconderse. Soy el heredero legítimo del trono. Estoy en mi derecho a reclamarlo y no tengo nada que temer. Si me escondo y actúo en la clandestinidad como un delincuente, se me considerará un delincuente. Si llego a Silvanost como un rey, se me considerará un rey.

—Sin embargo, el peligro... —empezó Rolan.

—Su majestad tiene razón, amigo mío —dijo Drinel, que miraba a Silvan con gran respeto—. Correrá menos peligro causando un gran revuelo con su entrada que si anda ocultándose. A fin de apaciguar a quienes ponen en tela de juicio su derecho a gobernar, Konnal ha manifestado muchas veces que vería con gran satisfacción que el hijo de Alhana ocupara el trono que le pertenece por derecho. Podía asegurar tal cosa sin arriesgarse porque sabía, o creía saber, que con el escudo era imposible que el heredero entrara en Silvanesti.

»Si vuestra majestad llega triunfalmente a la capital, con la gente aclamándoos, Konnal se verá obligado a aparentar que cumple lo prometido. Le resultará muy difícil hacer que el legítimo heredero desaparezca, como les ocurrió a otros en el pasado. El pueblo no lo admitiría.

—Lo que dices tiene sentido. Sin embargo, no debemos subestimar a Konnal —advirtió Rolan—. Algunos creen que está loco, pero si es así, la suya es una locura astuta, calculadora. Es peligroso.

—También lo soy yo —dijo Silvan—. Y no tardará en comprobarlo.

Les expuso su plan a grandes rasgos. Los otros escucharon, manifestaron su aprobación y sugirieron cambios que el joven aceptó, ya que ellos conocían mejor a su pueblo. Escuchó con actitud grave la discusión sobre el posible peligro, pero a decir verdad, apenas le prestó atención.

Silvanoshei era joven, y los jóvenes saben que vivirán para siempre.

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