Los días de espera habían transcurrido apaciblemente para Gerard. La casa de la reina madre era un refugio de paz y serenidad. Cada habitación era una enramada de verdor constituida por flores y plantas en crecimiento. El sonido del agua cayendo relajaba. El supuesto ingenio de viajar en el tiempo no se encontraba en poder del caballero, pero éste tenía la sensación de que el tiempo se había detenido. Las horas de luz se fundían con el crepúsculo, que a su vez se diluía en la noche para volver de nuevo a la luz sin que nadie pareciese advertir el paso de un día al siguiente. Ningún reloj dejaba caer los granos de arena en las vidas de los elfos, o eso imaginaba Gerard. Volvió bruscamente a la cruda realidad cuando, en la tarde del día en que iban a partir, la luz del sol centelleó sobre una negra armadura.
El Caballero de Neraka se encontraba lejos, pero saltaba a la vista que estaba vigilando la casa. Gerard retrocedió al vano de la puerta, su paz idílica hecha añicos. Aguardó en tensión a que los caballeros negros llamaran a la puerta, pero pasaron las horas y nadie los molestó. Esperó que, al menos, no lo hubiesen visto, y después de aquello ya no se aventuró a salir al exterior hasta que cayó la noche, cuando se disponían a partir.
Gerard apenas había visto a Palin Majere, pero no lo lamentaba en absoluto. Deploraba la grosería con que el mago trataba a todo el mundo en la casa, pero en particular a Laurana. El caballero intentó ser indulgente; Palin Majere había sufrido mucho, se recordó a sí mismo. Empero, la actitud malhumorada y taciturna del mago arrojaba una sombra que oscurecía hasta la más radiante luz del sol. Incluso los dos sirvientes elfos caminaban de puntillas, temerosos de hacer cualquier ruido que desatara sobre ellos su ira irracional. Cuando Gerard le mencionó esto a Laurana e hizo comentarios sobre lo que consideraba un grosero comportamiento humano, la elfa sonrió y lo instó a tener paciencia.
—Estuve prisionera una vez —dijo, y sus ojos se ensombrecieron con el recuerdo—. Cautiva de la Reina Oscura. A menos que hayáis pasado por esa experiencia, señor caballero, hasta que no os hayan encerrado a oscuras, solo con vuestro dolor y vuestro miedo, dudo que podáis entenderlo.
Gerard aceptó el suave reproche y no dijo nada más. Tampoco había visto mucho al kender, por lo que daba las más fervientes gracias. Palin Majere se encerraba con él durante horas enteras para que le relatara con detalle sus ridículas historias, una y otra vez. Ninguna tortura ingeniada por el más cruel Caballero de Neraka igualaría la de verse forzado a soportar la vocecilla aguda del kender durante horas sin fin.
La noche que debían partir de Qualinesti llegó demasiado pronto. El mundo exterior, el mundo de los humanos, parecía un lugar sórdido en el que imperaban la prisa y la codicia, y Gerard lamentaba tener que regresar a él. Había llegado a entender por qué los elfos detestaban tener que viajar fuera de su hermoso y sosegado reino.
Su guía elfo los esperaba. Laurana besó a Tas, quien, al notar el ahogo precusor de un sollozo, permaneció callado durante tres minutos, nada menos. Después la elfa le agradeció gentilmente a Gerard su ayuda y le tendió la mano para que se la besara, cosa que el caballero hizo con respeto y admiración y una sincera sensación de pérdida. Por último se dirigió a Palin, que se había mantenido apartado de ellos, guardando las distancias. Resultaba obvia su impaciencia por emprender la marcha.
—Amigo mío —le dijo Laurana mientras posaba la mano en su brazo—, creo que sé lo que estás pensando, al menos en parte.
El comentario hizo que el mago frunciese el entrecejo y que sacudiese levemente la cabeza.
—Ten cuidado, Palin —continuó la elfa—. Piénsalo bien antes de actuar.
Él no contestó, pero la besó según la costumbre elfa entre viejos amigos, y le dijo, bastante cortante, que no se preocupara.
Mientras seguía al guía elfo hacia la oscuridad, Gerard volvió la vista a la casa del risco. Sus luces resplandecían como estrellas radiantes pero, al igual que las luminarias celestes, eran demasiado pequeñas para dispersar la negrura de la noche.
—No obstante, sin la oscuridad —dijo inopinadamente Palin—, no sabríamos que existen las estrellas.
«De modo que con una bonita frase racionaliza el Mal», pensó Gerard, si bien no lo comentó en voz alta, y Palin no volvió a hablar. El taciturno silencio del mago lo compensó con creces Tasslehoff.
—Cualquiera esperaría que un kender que sufre una maldición hablaría menos —rezongó el caballero.
—La maldición no me la echaron en la lengua —puntualizó Tas—, sino en las tripas. Hace que se me retuerzan. ¿Alguna vez ha sufrido una maldición así?
—Sí, en el momento que puse los ojos en ti —replicó Gerard.
—¡Vais haciendo tanto ruido como un gully borracho! —instó el guía elfo, irritado, hablando en Común.
Gerard ignoraba si era Kalindas o Kellevandros; no había conseguido distinguir a un hermano del otro. Eran tan iguales como gemelos, aunque uno era mayor que el otro, según le habían dicho. Sus nombres elfos, ambos empezando con «K», lo confundían aún más. Se lo habría podido preguntar a Palin, pero el mago no tenía ganas de hablar y parecía sumido en sus sombríos pensamientos.
—La cháchara del kender es como el piar de pájaros comparada con el escandaloso traqueteo de tu armadura, caballero —añadió el elfo—. Aunque tanto daría si estuvieses desnudo. Los humanos sois incapaces de respirar siquiera sin hacer ruido. Podría oír tus resoplidos a un kilómetro de distancia.
—Llevamos horas caminando a través del bosque —replicó Gerard—. ¿Falta mucho para llegar a nuestro punto de destino?
—Muy poco —contestó el guía—. El claro donde os reuniréis con los grifos se encuentra justo al final de esta vereda. Si tuvieses visión nocturna, como los elfos, podrías divisarlo desde aquí. De hecho, éste sería un buen lugar para detenerse, si queréis descansar. Nos conviene mantenernos a cubierto hasta el último momento posible.
—No te preocupes. No pienso ir a ningún sitio —dijo Gerard con alivio. Soltó la mochila, se sentó al pie de un alto álamo y recostó la espalda en el tronco, tras lo cual cerró los ojos y estiró las piernas—. ¿Cuánto queda para que amanezca?
—Una hora. Y ahora he de dejaros durante un rato para ir a cazar. Debemos tener preparada carne fresca para los grifos. Estarán hambrientos tras el largo vuelo y apreciarán el detalle. No corréis peligro aquí, siempre y cuando no deambuléis por el bosque. —El elfo miró al kender mientras decía esto último.
—Estaremos bien —intervino Palin; eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía horas. No se sentó, sino que empezó a pasear entre los árboles, impaciente—. No, Tas. Tú te quedas con nosotros. ¿Dónde está el ingenio? Lo tienes todavía ¿verdad? No, no lo saques. Sólo quiero saber que se encuentra a salvo.
—Oh, lo está —repuso el kender—. No podía ser de otra forma, ya sabes a qué me refiero.
—Qué momento más chocante ha elegido para ir a cazar —comentó Gerard, que seguía con la vista al elfo hasta que éste se perdió en la oscuridad.
—Sigue mis órdenes —explicó Palin—. Los grifos estarán de mucho mejor humor cuando hayan comido y nosotros disfrutaremos de un vuelo mucho más seguro. En cierta ocasión iba montado en una hembra de grifo que decidió que su estómago vacío era más importante que su jinete. Al divisar un venado en el suelo, se lanzó en picado sobre él y yo no pude hacer otra cosa que asirme con todas mis fuerzas, presa del pánico. Por suerte, todos salimos vivos del trance, incluido el venado, que oyó mis gritos al grifo para que se detuviera y se escabulló en el interior del bosque. Sin embargo, la hembra de grifo se puso de un humor de mil demonios y se negó a transportarme más lejos. Desde entonces, siempre me he asegurado de traerles comida de regalo.
—Entonces ¿por qué el elfo no lo hizo antes en lugar de esperar hasta ahora para cazar?
—Probablemente porque no quería caminar kilómetros cargado con un venado al hombro —repuso el mago, sarcástico—. Debes tener en cuenta que el olor de un animal recién muerto revuelve el estómago a muchos elfos.
Gerard no comentó nada, temeroso de haber hablado demasiado ya. Por el tono del mago, éste lo consideraba un necio. Tal vez no lo había hecho a propósito, pero al caballero le dio esa impresión.
—Por cierto, Gerard —empezó Palin en actitud estirada—, quiero que sepas que considero cumplida tu parte en cuanto al compromiso adquirido de realizar la última voluntad de mi padre. Yo me encargaré del asunto a partir de ahora, así que no tienes que preocuparte más por ello.
—Como gustéis, señor.
—Quiero agradecerte lo que has hecho —añadió Palin tras una pausa, durante la cual el helor del ambiente podría haber hecho nevar en pleno verano—. Has realizado un gran servicio a riesgo de tu propia vida. Un gran servicio —repitió quedamente—. Te recomendaré a lord Vivar para una mención de honor.
—Gracias, señor, pero sólo cumplo mi deber para con vuestro padre, un hombre al que admiraba mucho.
—Todo lo contrario que su hijo, ¿no es así? —inquinó el mago. Se dio media vuelta y caminó unos pocos pasos con la cabeza gacha y los brazos enlazados bajo las mangas de la oscura túnica. Obviamente había dado por terminada la conversación.
Tasslehoff se acomodó al lado de Gerard y, como las manos de un kender nunca pueden estar inactivas, dio la vuelta a todos los bolsillos que había convencido a Laurana para que le cosiera en la nueva camisa. La prenda era un derroche de colores y a Gerard le dolían los ojos sólo con verla. A la tenue luz de la media luna y de incontables estrellas, Tas repasó todas las cosas interesantes que había ido reuniendo en casa de Laurana.
Desde luego, para Gerard sería una gran satisfacción dejar al mago y al kender en Solace y no tener que tratar más con ninguno de los dos.
En lo alto, el cielo empezaba a clarear gradualmente, haciendo que las estrellas se desdibujaran y la luna palideciera, pero el elfo no regresaba.
El gobernador Medan y su escolta llegaron al punto de encuentro establecido por el elfo media hora antes del amanecer. Él y los dos caballeros que lo acompañaban frenaron sus caballos. Medan no desmontó; se sabía que elfos rebeldes habitaban en esa parte del bosque. Escudriñó atentamente las sombras y la neblina arremolinada, y pensó que aquél sería un lugar excelente para una emboscada.
—Subcomandante —llamó Medan—. Ve a ver si encuentras a nuestro traidor. Dijo que estaría esperando junto a aquellas tres rocas blancas que hay allí.
El oficial desmontó; con la mano en la empuñadura de la espada, que llevaba desenvainada a medias, avanzó lentamente y haciendo el menor ruido posible. Sólo llevaba el peto y ninguna otra pieza metálica de armadura.
El caballo del gobernador se mostraba inquieto. El animal resopló y levantó las orejas. Medan le palmeó el cuello.
—¿Qué pasa, chico? —inquirió en voz queda—. ¿Qué hay ahí fuera?
El subcomandante desapareció en las sombras para reaparecer como una oscura silueta recortada contra los tres grandes peñascos blancos. Medan alcanzó a oír el áspero susurro del hombre; no oyó respuesta alguna pero dedujo que tuvo que haberla, ya que el oficial asintió y regresó para informar.
—El traidor dice que los tres se encuentran cerca de aquí, próximos a un claro donde deben reunirse con los grifos. Nos conducirá hasta allí, pero hemos de ir a pie, según él, porque los caballos hacen demasiado ruido.
El gobernador desmontó, soltó las riendas y pronunció una única palabra de mando. El caballo no se movería de donde estaba hasta que le ordenara lo contrario. El otro caballero también desmontó y cogió de la silla un arco corto y una aljaba con flechas.
Medan y sus escoltas se deslizaron sigilosamente por el bosque.
—A esto me veo reducido —rezongó Medan entre dientes mientras apartaba ramas de árboles y pisaba con cuidado entre la maleza. Apenas distinguía al hombre que iba delante; sólo los tres peñascos blancos resaltaban claramente en la oscuridad, e incluso ellos quedaban envueltos a veces en la borrosa neblina—. Caminando a hurtadillas por el bosque de noche, como un maldito ladrón. Dependiendo de la palabra de un elfo para el que no tenía la menor importancia traicionar a su señora por un puñado de monedas de acero. ¿Y todo para qué? ¡Para emboscar a un condenado hechicero!
—¿Decíais algo, señor? —susurró el subcomandante.
—Sí. Decía que preferiría encontrarme en el campo de batalla, con una lanza atravesándome el corazón, que estar aquí en este momento. ¿Y tú, subcomandante?
—¿Señor? —El oficial lo miró de hito en hito, sin tener la menor idea de a qué se refería su superior.
—Bah, olvídalo —gruñó Medan—. Sigue caminando —ordenó, haciendo un gesto con la mano.
El elfo traidor apareció, su rostro como un pálido reflejo en la oscuridad. Levantó una mano e indicó por señas a Medan que se reuniera con él. El gobernador se adelantó y miró severamente al elfo.
—¿Y bien? ¿Dónde están? —instó, sin utilizar el nombre del elfo. A su modo de ver, no se lo merecía.
—Allí —señaló el traidor—. Debajo de aquel árbol. No podéis verlo desde aquí, pero hay un claro cien pasos más allá. Planean reunirse con los grifos en él.
El cielo mostraba el tono grisáceo que precede al amanecer. Medan no alcanzó a ver nada al principio, pero después la niebla se apartó en remolinos y dejó al descubierto tres figuras oscuras. Una de ellas parecía llevar armadura, pues aunque el gobernador no la veía con claridad sí oía el ruido metálico.
—Señor —dijo el traidor, que parecía nervioso—. ¿Necesitáis algo más de mí? Si no, debería marcharme. Podría notarse mi ausencia.
—Vete, no faltaba más.
El elfo se escabulló en las sombras del bosque.
El gobernador Medan indicó por señas al caballero que tenía el arco que se acercara.
—Recuerda que el dragón los quiere vivos —advirtió—. Apunta alto, para lesionar. Y dispara cuando yo dé la orden, no antes.
El caballero asintió y ocupó su puesto entre los arbustos. Encajó una flecha en la cuerda del arco y miró al gobernador.
Medan observó y esperó.
Gerard oyó un ruido, como el aleteo de inmensas alas. Nunca había visto un grifo, pero aquello sonaba como él suponía que haría uno de esos animales. Se incorporó de un brinco.
—¿Qué ocurre? —Palin levantó la cabeza, sobresaltado por el brusco movimiento del caballero.
—Creo que he oído a los grifos, señor —contestó Gerard.
Palin se retiró un poco la capucha para oír mejor y miró hacia el claro. Todavía no se veía al grifo, ya que la bestia aún estaba entre las copas de los árboles, pero el viento causado por sus alas empezaba a arremolinar hojas secas y a levantar polvo.
—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó Tasslehoff mientras se apresuraba a recoger todas sus valiosas pertenencias y las guardaba en cualquier hueco que encontraba en la camisa.
El grifo apareció, ahora con las enormes alas inmóviles, flotando en las corrientes de aire para hacer un suave aterrizaje. Gerard olvidó su irritación con el mago y su enojo con el kender, maravillado ante la presencia de la extraña bestia. Los elfos montaban grifos como los humanos montaban caballos, pero pocos humanos volaban en esas criaturas. Los grifos siempre habían sentido desconfianza hacia los humanos, que los cazaban y mataban.
Gerard había intentado no pensar mucho en el hecho de que muy pronto confiaría su vida a una bestia que no tenía motivos para apreciarlo, pero ahora no le quedó más remedio que enfrentarse a la idea de cabalgar a lomos de uno de esos animales, y no para viajar por una calzada sino por el aire. A mucha, mucha altura, de modo que cualquier percance haría que se precipitara a una muerte segura.
El caballero se armó de valor, decidido a afrontar aquello como haría con cualquier otra maldita tarea. Reparó en la orgullosa cabeza de águila, con sus blancas plumas, los relucientes ojos negros y el curvado pico que podía, o eso había oído decir, partir el espinazo a un hombre o arrancarle la cabeza. Las patas delanteras semejaban las de un águila, con afiladas garras, mientras que el cuerpo y los cuartos traseros recordaban los de un león y estaban cubiertos por un suave pelaje marrón. Las alas eran grandes, blancas como la nieve por el lado inferior y marrones por el superior. El grifo superaba la altura de Gerard en unos tres palmos.
—Sólo hay uno —informó el caballero con impasibilidad, como si aquel tipo de encuentro fuera un acontecimiento diario para él—. Al menos de momento. Y no hay señales del elfo.
—Qué extraño —comentó Palin mientras miraba a su alrededor—. Me pregunto dónde habrá ido. Él no suele proceder así.
El grifo agitó las alas y giró la cabeza en busca de sus jinetes. El fuerte aleteo levantaba la niebla en remolinos y sacudía las ramas de los árboles. Los compañeros esperaron unos instantes más, pero no apareció ningún otro grifo.
—Por lo visto sólo venía uno, señor —dijo Gerard, intentando que su tono no revelara el alivio que sentía—. No os preocupéis por mí. Me arreglaré para salir de Qualinesti. Tengo mi caballo...
—Tonterías —lo interrumpió el mago, a quien lo contrariaba cualquier cambio en los planes—. El grifo puede transportarnos a los tres. El kender no cuenta.
—¡Pues claro que cuento! —protestó, ofendido, Tasslehoff.
—Señor, de verdad que no me importa —empezó Gerard.
En ese momento, una flecha se clavó en el tronco del árbol que había detrás de él, y una segunda pasó silbando sobre su cabeza. El caballero se zambulló al suelo, arrastrando consigo al kender.
—¡Señor, poneos a cubierto! —gritó a Palin.
—Son elfos rebeldes —manifestó Palin mientras escudriñaba las sombras—. Han visto tu armadura. ¡Somos amigos! —gritó en elfo al tiempo que alzaba la mano.
Una flecha atravesó la manga de su túnica y el mago contempló el agujero con furiosa estupefacción. Gerard se incorporó de un salto, agarró al hechicero y tiró de él para resguardarse detrás de un gran roble.
—¡No son elfos, señor! —dijo, y señaló con aire sombrío una de las flechas. Tenía la punta de acero y el penacho era de plumas negras—. Son Caballeros de Neraka.
—Lo mismo que tú —adujo Palin, mirando el peto adornado con la calavera y el lirio de la muerte—. Al menos en lo que a ellos respecta.
—Oh, saben que no lo soy —repuso Gerard, sombrío—. Recordad que el elfo no ha regresado. Creo que hemos sido traicionados.
—No es posible... —empezó Palin.
—¡Los veo! —gritó Tas al tiempo que señalaba—. Entre aquellos arbustos. Hay tres, y llevan armaduras negras.
—Tienes una vista muy aguda, kender —admitió Gerard, que era incapaz de distinguir nada en las sombras y la neblina matinal.
—No podemos quedarnos aquí. ¡Hemos de llegar corriendo hasta el grifo! —manifestó Palin, que hizo intención de incorporarse.
—Esos arqueros rara vez erran el tiro, señor. ¡No llegaríais vivo! —advirtió Gerard, impidiendo que se moviera.
—Cierto, no fallan —replicó el mago—. Y, sin embargo, han disparado tres flechas y seguimos con vida. ¡Si nos han traicionado, saben que tenemos el artefacto mágico! Eso es lo que quieren. Se proponen capturarnos vivos para interrogarnos. —Apretó con fuerza el brazo de Gerard, y sus dedos deformados hincaron dolorosamente la cota de malla en la carne del caballero—. No se lo entregaré. ¡No me cogerán vivo! ¡Otra vez no! ¿Me has oído? Jamás!
Otras dos flechas se clavaron en el tronco obligando al kender, que había alzado la cabeza para mirar, a agacharse rápidamente.
—¡Caray! —exclamó mientras tanteaba su copete con inquietud—. ¡Qué cerca estuvo! ¿Sigo teniendo mi pelo?
Gerard miró a Palin; el rostro del mago estaba pálido y sus labios prietos, formando una fina línea. El caballero recordó el comentario de Laurana sobre que sólo quien había pasado por la terrible experiencia de la cautividad comprendía lo que se sentía.
—Idos, señor. Vos y el kender.
—No seas necio. Nos marchamos juntos. Me quieren vivo a mí porque les soy útil, pero a vosotros no os necesitan. Seréis torturados y asesinados.
Detrás de ellos el áspero grito del grifo resonó alto, estridente e impaciente.
—El necio no soy yo, señor, sino vos si no me hacéis caso —repuso el caballero mirando a Palin a los ojos—. Puedo distraerlos y puedo defenderme bien, al contrario que vos. A menos, claro, que tengáis algún conjuro en las puntas de los dedos.
El semblante pálido y crispado del mago fue respuesta suficiente.
—Entonces, estamos de acuerdo —continuó Gerard—. ¡Coged al kender y vuestro preciado ingenio mágico y marchaos de aquí!
Palin vaciló un momento, con la mirada fija en la dirección donde se hallaba el enemigo. Su rostro estaba rígido, como el de un cadáver. Lentamente retiró la mano del brazo de Gerard.
—En esto me he convertido —murmuró—. En un inútil. Un desgraciado que se ve forzado a huir en lugar de plantar cara a mis enemigos...
—Señor, si vais a marcharos, hacedlo ya —apremió el caballero al tiempo que desenvainaba la espada—. Manteneos agachados y usad los árboles como cobertura. ¡Deprisa!
Se incorporó y, blandiendo la espada, cargó sin vacilar contra los caballeros agazapados entre la maleza al tiempo que lanzaba su grito de batalla para atraer sobre sí la atención.
Palin se puso de pie y, manteniéndose agachado, agarró a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo levantó de un tirón.
—Tú vienes conmigo —ordenó.
—¿Y qué pasa con Gerard? —instó el kender, resistiéndose.
—Ya lo oíste —contestó el mago, y arrastró a Tas a la fuerza—. Puede cuidar de sí mismo. Además, los caballeros no deben apoderarse del ingenio.
—¡Pero si no pueden quitármelo! —protestó Tas mientras tiraba de la camisa para soltarse de Palin—. ¡Siempre regresa a mí!
—No lo hará si estás muerto —replicó secamente Palin, como si mordiese las palabras.
Tasslehoff se frenó de repente y giró sobre sus talones. Tenía los ojos desorbitados.
—¿Ve... ves un dragón en alguna parte? —balbuceó, muy nervioso.
—¡Deja de remolonear! —Palin asió al kender por el brazo esta vez y, valiéndose de la fuerza otorgada por la descarga de adrenalina, arrastró a Tasslehoff a través de los árboles en dirección al grifo.
—No remoloneo. Me siento mal, con náuseas —manifestó Tas—. Creo que la maldición me está haciendo efecto otra vez.
Palin no hizo caso a los gimoteos del kender. Oía a Gerard lanzar gritos de desafío a sus enemigos. Otra flecha le pasó cerca, silbando, pero cayó a un metro de distancia. Su oscura túnica se confundía con las sombras del bosque, y él representaba una diana en movimiento que se desplazaba entre la niebla y la penumbra, manteniéndose agachado como Gerard le había recomendado, poniendo los troncos de los árboles entre él y el enemigo siempre que era posible.
Detrás se oyó el entrechocar de acero contra acero. Las flechas dejaron de surcar el aire. Gerard combatía contra los caballeros. Solo.
Palin siguió corriendo, arrastrando consigo al kender, que no cesaba en sus protestas. El mago no se sentía orgulloso de sí mismo. Su miedo y su vergüenza lo herían, le dolían más que si una flecha lo hubiese alcanzado. Echó una ojeada atrás, pero no distinguió nada a causa de las sombras y la niebla.
Se encontraban cerca del grifo. De la huida. Aflojó la velocidad de la carrera, vaciló, se giró a medias...
Una negrura se apoderó de él, y de nuevo se encontró en la celda del campamento de los Túnicas Grises, en la frontera de Qualinesti. Estaba acuclillado en el fondo de un agujero estrecho y profundo que se había excavado en el suelo. Las paredes del agujero eran lisas, resbaladizas, y no podía trepar por ellas. En la boca del pozo había una rejilla por la que entraba el aire, junto con la lluvia, que caía monótonamente y llenaba de agua el fondo del agujero.
Estaba solo, forzado a vivir con sus propias inmundicias. Nadie le hablaba. No había guardias; eran innecesarios. Estaba atrapado y ellos lo sabían. Ni siquiera oyó el sonido de una voz humana durante días interminables, y casi llegó a agradecer aquellos ratos en los que sus aprehensores dejaban caer una escala al agujero y lo hacían salir para «interrogarlo». Casi.
De nuevo sintió el dolor desgarrador. La rotura de los dedos, uno a uno; las uñas arrancadas. La espalda flagelada con látigos que le cortaban la carne hasta el hueso.
Un estremecimiento lo sacudió. Se mordió la lengua y notó el sabor a sangre y a bilis que le habían subido desde el atenazado estómago. El sudor le resbaló por la cara.
—¡Lo siento, Gerard! —jadeó—. ¡Lo siento!
Asió a Tas por el pescuezo, lo levantó y lo echó sobre el lomo del grifo.
—¡Agárrate fuerte! —ordenó al kender.
—Creo que voy a vomitar —gritó Tas, que se retorcía para soltarse—. ¡Esperemos a Gerard!
Pero Palin no tenía tiempo para aguantar artimañas de kender.
—¡Parte de inmediato! —instó al grifo. El mago se subió a la silla atada al lomo del animal, entre las plumosas alas—. ¡Nos rodean Caballeros de Neraka! Nuestro guardia los está conteniendo, pero dudo que resista mucho más.
El grifo giró la cabeza para clavar los negros y brillantes ojos en el mago.
—Entonces ¿lo dejamos atrás? —preguntó.
—Sí —respondió, categórico, Palin—. Lo dejamos atrás.
El grifo no discutió. Tenía sus órdenes; además, las extrañas costumbres de los humanos no le concernían. La bestia alzó las enormes alas y se impulsó hacia lo alto con sus poderosas patas traseras. Sobrevoló el claro en un círculo, esforzándose por ganar altura y evitar las copas de los árboles. Palin miró hacia abajo en un intento de divisar a Gerard. El sol, al asomar por el horizonte, levantaba la niebla y alumbraba las sombras. El mago alcanzó a vislumbrar el destello del acero y percibió el sonido metálico de las cuchillas al chocar entre sí.
Milagrosamente el caballero seguía vivo.
Palin giró la cabeza y miró hacia el frente, de cara al fuerte viento. El sol desapareció de repente, cubierto por inmensas nubes tormentosas que se alzaban en el horizonte en grises remolinos, entre los que saltaban los relámpagos. El trueno retumbó. Un viento helado, procedente de la tormenta, enfrió el sudor que empapaba las ropas del mago. Palin tiritó y se arrebujó en la capa. No volvió a mirar hacia atrás.
El grifo se elevó por encima de los árboles y, aprovechando las corrientes térmicas, ascendió hacia el cielo azul.
—¡Palin! —gritó Tasslehoff, y empezó a darle tirones de la capa—. ¡Algo viene volando detrás de nosotros!
El mago se giró para echar un vistazo.
El Dragón Verde se encontraba lejos todavía, pero avanzaba a gran velocidad, con las alas hendiendo el aire, las garras recogidas contra el cuerpo y la larga cola ondeando tras de sí. No era Beryl, sino uno de sus secuaces obedeciendo sus instrucciones.
Por supuesto. Jamás se fiaría de que los Caballeros de Neraka le llevaran su codiciado premio, sino que enviaría a uno de su propia especie para apoderarse de él.
—¡Un dragón! —gritó Palin—. ¡Al este de nuestra posición!
—¡Lo veo! —graznó el grifo.
El mago se resguardó los ojos con la mano para ver al reptil y procuró no parpadear para no perderse un solo movimiento de las inmensas alas.
—Nos ha localizado —informó—. Viene directamente hacia nosotros.
—¡Agarraos! —El grifo viró bruscamente y realizó un giro en picado—. Voy a entrar en la tormenta. ¡La atravesaremos!
Las nubes, altas y arremolinadas, formaban un muro gris y purpúreo en el horizonte. Semejaban una fortaleza inmensa, impenetrable. Los relámpagos saltaban de una a otra nube, cual antorchas a través de ventanas; los truenos retumbaban con fuerza fragorosa.
—¡No me gusta el aspecto de esa tormenta! —gritó Palin al grifo.
—¿Te gusta más el interior de las tripas de ese dragón? —instó el animal—. Nos va ganando terreno, no podremos dejarlo atrás.
Palin miró hacia atrás con la esperanza de que el grifo estuviese equivocado. Las enormes alas batían el aire, y las fauces del dragón se abrieron. Los ojos del mago se encontraron con los del reptil y vieron en ellos un único y firme propósito; no se apartaban de él.
Asió las riendas con una mano, aferró firmemente a Tas con la otra y se inclinó sobre el cuello del grifo, manteniendo la cabeza y el cuerpo agachados para que el ventarrón no lo arrancara del lomo del animal. Las primeras gotas de lluvia golpearon su rostro, hirientes como aguijones.
Los nubarrones alcanzaban alturas inmensas cual gigantescas torres grises y negras surcadas de relámpagos, más altas que la poderosa fortaleza de Pax Tharkas. Palin las contempló sobrecogido, con la cabeza tan echada hacia atrás que le dolía el cuello y aun así no alcanzaba a ver el final. El grifo se aproximó. Tasslehoff seguía gritando algo, pero el viento se llevaba sus palabras del mismo modo que lanzaba hacia atrás su copete.
Palin echó otro vistazo a su espalda. El dragón casi los había alcanzado y sus garras se abrían y cerraban con ansiedad previendo la próxima captura. Era una hembra, y les lanzaría su mortífero gas para después atraparlos con una de sus descomunales garras y arrojarlos a los tres al suelo. Con suerte, la caída los mataría. El dragón devoraría al grifo y luego, sin prisa, desgarraría sus cuerpos hasta dar con el artilugio.
El mago apartó los ojos y miró al frente, hacia la tormenta, y azuzó al grifo para que volase más rápido.
La fortaleza de nubes se alzaba ante ellos. Un relámpago los cegó; el trueno retumbó con un sonido que recordaba el de unos cables enormes haciendo girar una rueda dentada gigantesca. El banco de nubes se abrió de repente dejando a la vista un paso oscuro, alumbrado por los relámpagos y cubierto por un telón de lluvia torrencial.
El grifo se zambulló en el banco de nubes. La lluvia los azotó sin piedad, empapándolos. Palin se limpió los ojos y miró alrededor estupefacto, sobrecogido. Hilera tras hilera de columnas de grises nubes se alzaban desde un suelo también gris y esponjoso para sostener un techo de arremolinada negrura.
Las nubes los rodeaban, se enroscaban alrededor. Palin no veía nada en medio de aquella esponjosa masa plomiza, ni siquiera la cabeza del grifo. Un relámpago siseó cerca y el mago olió el azufre; el trueno estalló y casi le paralizó el corazón.
El grifo volaba en zigzag entre las columnas, ascendiendo y descendiendo, virando y rodeándolas para después girar en dirección contraria. Cortinas de lluvia colgaban cual tapices plateados, empapándolos mientras volaban bajo ellas. Palin no divisaba al dragón aunque sí oía el lejano rugido de la frustrada bestia que intentaba desesperadamente encontrarlos.
El grifo dejó atrás los cavernosos salones de la fortaleza de nubes tormentosas y salió a la luz del sol. Palin miró hacia atrás, esperando en tensión ver aparecer al dragón. El grifo soltó una especie de risita queda, complacida. El reptil estaba perdido en algún punto del banco de nubes.
Palin se dijo que no había tenido opción, que había actuado con lógica al escapar. Que había protegido el ingenio mágico. Gerard le había ordenado prácticamente que se marchara. Si se hubiese quedado no habría conseguido nada. Todos habrían muerto y el artefacto habría caído en manos de Beryl.
El mágico objeto estaba a salvo, y Gerard, muerto o prisionero. No podía hacerse nada para salvarlo ahora.
«Lo mejor es olvidarlo —pensó Palin—. Apartarlo de mi mente. Lo hecho, hecho está.»
Arrojó el remordimiento y la culpabilidad a un oscuro agujero, un agujero profundo en su alma, y los tapó con la rejilla de hierro de la necesidad.
—Señor —informó el subcomandante de Medan—, el caballero ataca... solo. El hechicero y el kender escapan. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Ataca solo. Es cierto —dijo Medan, estupefacto.
El solámnico corría hacia ellos abriéndose paso entre la maleza, blandiendo la espada y lanzando el grito de guerra solámnico, un grito que el gobernador Medan no oía desde hacía muchos años. La escena hizo que el gobernador regresara a los días en que los caballeros de brillantes armaduras plateadas y relucientes armaduras negras combatían en el campo de batalla; cuando los campeones se adelantaban para dirimir un duelo a muerte mientras los ejércitos observaban, su suerte en manos de los héroes; cuando los combatientes se saludaban con honor antes de iniciar el letal asunto que tenían entre manos.
Y allí estaba él, Medan, agazapado tras un arbusto, bien protegido por un grueso tocón de árbol, disparando al azar contra un mago acabado y un kender.
—¿Puedo caer más bajo? —masculló.
El arquero tensó la cuerda del arco; al haber perdido de vista al mago, apuntó hacia el caballero, a las piernas, confiando en conseguir un blanco que lo inmovilizara.
—No dispares —espetó Medan mientras ponía la mano sobre el brazo del arquero.
—¿Señor? ¿Vuestras órdenes? —repitió el subcomandante.
El solámnico se acercaba. El hechicero y el kender estaban fuera del alcance de las flechas, perdidos entre los árboles y la niebla.
—Señor, ¿los perseguimos? —preguntó su oficial.
—No. —Medan vio una expresión de sorpresa cruzar fugaz el rostro del subcomandante.
—Pero, nuestras órdenes... —empezó el hombre.
—Conozco nuestras órdenes —barbotó el gobernador—. ¿Quieres ser recordado en una canción como el caballero que mató a un kender y a un viejo y tullido mago, o como un caballero que sostuvo un combate con un igual?
Obviamente, el oficial no quería que se lo recordara en ninguna canción.
—Pero, las órdenes... —insistió.
¡Maldito estúpido cabeza dura! Medan le asestó una mirada furibunda.
—Tienes tus órdenes, subcomandante. No me hagas que las repita.
El bosque se oscureció de nuevo. El sol había salido sólo para que unas nubes tormentosas ocultaran su luz y su calor. El trueno retumbó a lo lejos y unas cuantas gotas de lluvia se desprendieron. El kender y el mago habían desaparecido; se encontraban a lomos del grifo y alejándose de Qualinesti. Alejándose de Laurana. Ahora, con suerte, podría protegerla de cualquier sospecha de relación con el mago.
—Sal al encuentro de un caballero —dijo con un ademán—. Te reta a un combate, así que lucha con él.
El subcomandante se incorporó, espada en mano. El arquero soltó el arco y empuñó una daga, dispuesto a apuñalar por detrás mientras el oficial atacaba por el frente.
—En combate singular —añadió Medan al tiempo que agarraba al arquero—. Enfrentaos a él de uno en uno, subcomandante.
—¿Señor? —El hombre no daba crédito a sus oídos y se volvió para ver si el gobernador bromeaba.
¿Qué había sido el oficial antes de convertirse en caballero? ¿Mercenario? ¿Ladrón? ¿Matón? Bien, pues ese día recibiría una lección de honor.
—Ya me has oído —contestó Medan.
El subcomandante intercambió una mirada sombría con su compañero y después avanzó sin entusiasmo al encuentro del solámnico lanzado a la carga. Medan se puso de pie, cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en uno de los peñascos blancos para presenciar la liza.
El oficial era un hombre de constitución robusta, con un cuello de toro, hombros anchos y brazos musculosos. Estaba acostumbrado a depender de su fuerza y su marrullería en la batalla, propinando tajos y arremetidas a su oponente hasta que un golpe de suerte o la pura fuerza bruta acabara con el enemigo.
El hombre cargó frontalmente, como un enfurecido bisonte, blandiendo la espada con mortífera fuerza. El solámnico paró el golpe y las dos cuchillas chocaron tan brutalmente que saltaron chispas de ellas. El subcomandante continuó presionando, con las espadas trabadas, intentando derribar a su adversario. El solámnico no podía competir con semejante derroche de fuerza; lo comprendió y cambió de táctica. Retrocedió dando un traspié, dejando su cuerpo al descubierto, tentadoramente.
El subcomandante se tragó el anzuelo. Saltó hacia adelante a la par que descargaba un golpe, con la idea de acabar rápidamente con el otro hombre. Consiguió herir al caballero en el brazo izquierdo; el acero cortó el coselete y abrió un gran tajo por el que manó la sangre.
El solámnico ni siquiera pestañeó. Aguantó firme, esperando su oportunidad, y hundió fríamente la espada en el vientre de su adversario.
El caballero negro dejó caer su arma y se dobló en dos mientras que emitía un horrendo grito borboteante e intentaba sujetarse los intestinos. El solámnico sacó la espada de un tirón. La sangre manó a borbotones por la boca del hombre, que cayó de bruces al suelo.
Antes de que Medan pudiese detenerlo, el arquero había alzado el arco y disparó una flecha al solámnico. El proyectil se hundió profundamente en el muslo del caballero, que soltó un grito de dolor y trastabilló, perdido el equilibrio.
—¡Cobarde bastardo! —imprecó Medan. Le arrebató el arco a su hombre y lo estampó contra la roca, rompiéndolo.
Entonces el arquero desenvainó la espada y corrió hacia el solámnico herido. Medan se planteó detener la lucha, pero le interesaba ver cómo afrontaba ese nuevo desafío el solámnico. Observó con desapasionamiento, disfrutando de un combate a muerte como no había presenciado en años.
El arquero era un hombre más bajo y delgado, un luchador más cauteloso que el subcomandante. No se apresuró, sino que tanteó a su oponente con arremetidas breves de su espada corta, buscando una debilidad, esperando agotarlo. Logró tocar levemente al caballero en el rostro, por debajo de la visera alzada; la herida no era seria, pero la sangre manó sobre el ojo del solámnico y lo cegó parcialmente. Cojo y sangrando, el caballero hacía un gesto de dolor cada vez que se veía obligado a apoyar el peso en la pierna herida. La flecha seguía alojada en su muslo, ya que no había tenido tiempo de sacársela. Ahora se había lanzado a la ofensiva; debía acabar pronto ese combate o no tendría fuerzas para concluirlo.
Los relámpagos se sucedían y la lluvia cayó con más intensidad. Los hombres luchaban por encima del cadáver del subcomandante. El solámnico lanzaba estocadas y arremetidas; su espada parecía encontrarse en todas partes, cual una serpiente al ataque. Ahora era el arquero el que estaba bajo presión; apenas si era capaz de impedir que los colmillos de la serpiente se hundiesen en él.
—Buen golpe, solámnico —musitó Medan en más de una ocasión, contemplando complacido la exhibición de tal destreza, de un entrenamiento tan excelente.
El arquero resbaló en la hierba mojada y el solámnico arremetió hacia adelante, apoyándose en la pierna herida, y hundió la espada en el pecho de su adversario. El arquero cayó, y también el solámnico, sobre las rodillas, jadeante.
Medan se apartó del peñasco y salió a descubierto. El solámnico, al oírlo aproximarse, se incorporó trabajosamente al tiempo que soltaba un grito de dolor. La pierna herida le falló. Cojeando, apoyó la espalda contra el tronco de un árbol para tener estabilidad y alzó la espada. Miraba a la muerte cara a cara; sabía que no podía ganar esa última batalla, pero al menos moriría de pie, no de rodillas.
—Creía que la llama se había apagado en los corazones de los hombres de caballería, pero al parecer sigue viva en uno —dijo Medan, plantándose ante el solámnico. El gobernador puso la mano sobre la empuñadura de su espada, pero no la desenfundó.
El rostro del solámnico estaba cubierto de sangre; los ojos, de un sorprendente color azul, miraban a Medan sin esperanza, mas sin miedo.
Esperó el golpe de Medan.
El gobernador siguió plantado en el barro, bajo la lluvia, junto a los cadáveres de sus dos subordinados, y aguardó.
La resolución del solámnico empezó a vacilar. Se dio cuenta de lo que Medan se proponía hacer, que esperaba que se derrumbara para capturarlo vivo.
—¡Lucha, maldito seas! —El solámnico arremetió al tiempo que blandía la espada.
Medan se apartó hacia un lado.
El solámnico se olvidó y apoyó el peso en la pierna herida; ésta se dobló. El caballero perdió el equilibrio y cayó en el suelo del bosque. Incluso entonces, hizo un último intento de ponerse de pie, pero estaba demasiado débil. Había perdido mucha sangre. Sus ojos se cerraron y yació boca abajo en el barro, junto a los cadáveres de sus enemigos.
Medan lo giró boca arriba; puso la mano sobre el muslo del caballero, cogió la flecha y la sacó de un tirón. El caballero gimió de dolor, pero no recobró el sentido. El gobernador se quitó la capa y, valiéndose de la espada, cortó en tiras un buen trozo de tela. Después hizo un torniquete improvisado para contener la hemorragia y envolvió al caballero en lo que quedaba de la prenda.
—Has perdido mucha sangre —dijo mientras enfundaba su espada de nuevo—, pero eres joven y fuerte. Veremos lo que los sanadores pueden hacer por ti.
Acercó los dos caballos de sus subordinados y echó los cuerpos sobre las sillas sin contemplaciones, tras lo cual los ató para que no se cayeran. A continuación llamó a su corcel con un silbido; el animal acudió trotando en respuesta a la orden de su amo y se detuvo junto a Medan.
El gobernador levantó al solámnico y subió al caballero herido a la silla. Examinó la herida y le complació comprobar que el torniquete había detenido la hemorragia. Lo aflojó ligeramente para evitar que la sangre dejara de fluir por completo a la pierna y después montó detrás del caballero herido, a quien rodeó con un brazo, sosteniéndolo suave pero firmemente sobre la silla. Cogió las riendas de los otros dos caballos e inició el largo camino de regreso a Qualinost.