4 Un despertar extraño

El fuego había prendido en el brazo de Silvan; el joven no podía apagarlo y nadie venía en su ayuda. Llamó a Samar y a su madre, pero no hubo respuesta. Se sintió furioso, muy furioso, y dolido porque no acudieran en su auxilio, porque no le hiciesen caso. Entonces cayó en la cuenta de que la razón de que no acudiesen era que estaban enfadados con él. Les había fallado. Los había defraudado y ya no volverían con él...

Silvan despertó con un fuerte grito, abrió los ojos y vio sobre él una bóveda gris. Tenía la vista algo borrosa y confundió la masa grisácea que había en lo alto por el techo del túmulo funerario. El brazo le dolía y entonces recordó el fuego. Dio un respingo y se movió para apagar las llamas. El dolor le atravesó el brazo y asestó un mazazo en su cabeza. No vio llamas y comprendió, aturdido, que el fuego había sido un sueño. Sin embargo, el dolor del brazo izquierdo no era un sueño, sino algo muy real. Se examinó el miembro lo mejor que pudo, aunque cada movimiento de cabeza le costaba un respingo.

No cabía duda; lo tenía roto a la altura de la muñeca, y terriblemente hinchado, de un extraño color entre púrpura y verdoso. Se tendió y miró en derredor mientras se compadecía de sí mismo y se preguntaba por qué su madre no venía a su lado, cuando se encontraba tan mal...

—¡Madre! —Silvan se sentó tan bruscamente que el dolor le atenazó el estómago y le hizo vomitar.

No tenía ni idea de cómo había ido a parar allí ni dónde se encontraba, pero sí sabía dónde debería estar, y que lo habían enviado a buscar ayuda para su gente asediada. Miró alrededor intentando calcular la hora. Había pasado la noche y el sol brillaba en el cielo. Había confundido el dosel de hojas grises por el techo de la cripta; unas hojas muertas que colgaban fláccidas de las ramas, también muertas. No era una muerte natural, como a la llegada del otoño, que las inducía a que dejaran de asirse a la vida y las arrullaba en un sueño de rojos y dorados para luego ser arrastradas por el viento frío. La savia vital había sido absorbida de hojas y ramas, de tronco y raíces, dejándolos secos, momificados, pero todavía en pie, una ciscara hueca, una burda parodia de la vida.

Silvan jamás había visto una plaga de esa clase atacar a tantos árboles y su alma se encogió ante semejante vista. No obstante, no tenía tiempo para considerarlo. Tenía que cumplir su misión.

El cielo, allá arriba, mostraba un tono gris perlado, con una especie de brillo extraño que el joven achacó a las secuelas de la tormenta. Se dijo que no habían pasado tantas horas, que el ejército podía aguantar todo ese tiempo, que no les había fallado por completo, que todavía podía llevarles ayuda.

Debía entablillarse el brazo, de modo que buscó entre la maleza un palo grueso. Creyendo haberlo encontrado, alargó la mano para agarrarlo. El palo se desintegró entre sus dedos, se convirtió en polvo. Lo miró de hito en hito, sobresaltado. La ceniza estaba húmeda y tenía un tacto grasiento. Con un escalofrío de asco, se limpió la mano en la camisa, mojada por la lluvia.

Todo alrededor eran árboles grises, muertos o moribundos. También la hierba tenía el mismo color, así como las plantas, los arbustos, las ramas caídas; y todo ello con aquel aspecto de haber sido absorbida su savia vital hasta dejarlo seco.

Había visto algo parecido o había oído hablar de ello; no recordaba qué, y tampoco tenía tiempo para pensarlo. Buscó con una creciente urgencia un palo entre el sotobosque grisáceo y finalmente encontró uno que estaba cubierto de polvo pero que no había sido afectado por la extraña plaga. Al colocar el palo contra el brazo roto tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor; rasgó una tira de los faldones de la camisa y sujetó con ella la improvisada tablilla, atándola firmemente. Pudo oír el roce rechinante de los extremos del hueso fracturado al encajar entre sí. Casi perdió el sentido a causa del dolor y el desagradable ruido combinados. Se sentó encorvado hacia adelante, con la cabeza inclinada, combatiendo las náuseas y la repentina oleada de calor que le recorrió el cuerpo.

Finalmente desaparecieron los puntitos luminosos que le nublaban la vista, y el dolor comenzó a aliviarse. Sujetándose el brazo herido contra el costado, Silvan se incorporó con dificultad. El viento había dejado de soplar y ya no contaba con su guía para orientarse. Tampoco divisaba el sol, oculto tras las nubes de color gris nacarado, si bien en un sector del cielo la luz brillaba con mayor intensidad, lo que significaba que aquella dirección debía de ser el este. Silvan le dio la espalda a la luz y encaró el oeste.

No recordaba la caída ni lo que había ocurrido justamente antes. Empezó a hablar consigo mismo, pues el sonido de su voz lo reconfortaba.

—Lo último que recuerdo es que tenía la calzada a la vista y que debía tomarla para llegar a Sithelnost. —Hablaba en silvanesti, el idioma de su infancia, su lengua materna.

Un alto repecho se alzaba al frente; el joven se encontraba en el fondo de un barranco, el cual recordaba vagamente de la noche anterior.

—Alguien cayó o trepó por el talud —manifestó al reparar en un sinuoso rastro dejado en la ceniza grisácea que cubría el declive. Esbozó una sonrisa desganada—. Supongo que ese alguien fui yo. Debí de dar un mal paso en la oscuridad y rodé barranco abajo. Lo que significa —añadió, animado—, que la calzada debe de encontrarse por ahí arriba, no muy lejos.

Comenzó a trepar por la empinada cuesta, pero resultó ser mucho más difícil de lo que había imaginado. Con la lluvia, la ceniza había formado una capa de légamo que era tan resbaladiza como grasa. Se escurrió en dos ocasiones y se lastimó el brazo herido, con lo que estuvo a punto de perder el sentido.

—Así nunca lo conseguiré —rezongó Silvan.

Caminó por el fondo del barranco, sin perder de vista la cumbre de la cuesta, con la esperanza de encontrar algún afloramiento rocoso que le sirviera como escalera, en lugar del resbaladizo talud.

Avanzaba a trompicones por el suelo accidentado, medio cegado por una bruma de dolor y miedo. Cada paso le causaba una punzada lacerante en el brazo, pero siguió adelante, entorpecido por el barro gris que parecía decidido a arrastrarlo junto con la vegetación muerta, buscando un camino para salir de aquella cañada de muerte a la que ya detestaba tanto como un prisionero odia su celda.

La sed lo martirizaba; la boca le sabía a ceniza y ansiaba un trago de agua para arrastrar aquel gusto asqueroso. En cierto momento dio con un charco, pero una fina capa gris cubría su superficie y fue incapaz de beber en él. Continuó a trancas y barrancas.

—He de llegar a la calzada —repetía una y otra vez al ritmo de sus pasos—. Tengo que seguir, porque si muero aquí, me convertiré en una momia gris, como los árboles, y nadie me encontrará jamás —se decía, como en un sueño.

El barranco terminaba bruscamente en un amasijo de rocas y árboles caídos. Silvan enderezó la espalda, respiró hondo y se limpió el sudor frío que perlaba su frente. Descansó un instante para después empezar a trepar; resbaló en las piedras varias veces y se deslizó hacia abajo en más de una ocasión, pero no cejó en su empeño, resuelto a escapar del barranco aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Poco a poco se aproximó a lo alto del talud, al punto desde donde creía que divisaría la calzada.

Escudriñó entre los troncos de los grisáceos árboles, convencido de que la calzada tenía que estar allí a pesar de que no conseguía verla a causa de una extraña alteración en la atmósfera, una distorsión por la que las imágenes de los árboles se ondulaban con un raro titileo.

Silvan reanudó la ascensión.

—Es un espejismo —musitó—. Como la ilusión de ver agua a lo lejos en un día caluroso. Desaparecerá cuando me acerque.

Llegó a lo alto de la elevación y, a través de la vegetación muerta, intentó localizar la calzada en la dirección que sabía debía estar. A fin de no desfallecer, de seguir caminando en medio del dolor, se había concentrado por completo en la idea de alcanzar esa meta y la había convertido en su único propósito.

—Tengo que llegar al camino —farfulló, reanudando la salmodia—. La calzada es el final del dolor, la salvación para mí y para los míos. Cuando llegue a la calzada, seguro que toparé con una partida de elfos exploradores del ejército de mi madre. Les transmitiré mi misión y entonces podré tenderme en el suelo, el dolor acabará y la ceniza gris me cubrirá...

Resbaló, y por poco no se cayó rodando. El miedo lo sacó bruscamente de la horrenda ensoñación; Silvan se irguió, tembloroso, y miró alrededor mientras azuzaba su mente para que volviese de dondequiera que fuera ese lugar cómodo en el que había intentado refugiarse. Se encontraba sólo a unos pocos pasos de la calzada y advirtió, aliviado, que los árboles no estaban muertos allí, si bien parecían sufrir algún tipo de plaga. Las hojas seguían siendo verdes, pero colgaban lacias, mustias, y la corteza de los troncos tenía un aspecto enfermizo y en algunas partes empezaba a desprenderse a trozos.

Miró más allá de los árboles y divisó la calzada, pero no podía verla con claridad. El camino ondulaba y titilaba ante sus ojos hasta que se sintió mareado al contemplarlo.

—Quizá me estoy quedando ciego —se dijo.

Asustado, volvió la cabeza y miró hacia atrás. La vista se le aclaró; los árboles grises permanecían inmóviles, derechos. Aliviado, volvió los ojos hacia la calzada. La distorsión se repitió.

—Qué extraño —musitó—. Me pregunto qué causará esta alteración.

Aflojó el ritmo del paso de manera involuntaria; estudió la distorsión con mayor detenimiento. Tenía la extraña sensación de que era como una telaraña tejida por una horrenda araña entre él y la calzada; se sintió reacio a aproximarse al singular titileo, acosado por la inquietante sensación de que la brillante telaraña lo atraparía e inmovilizaría para sorberle toda la savia vital y dejarlo tan seco como había hecho con los árboles. No obstante, al otro lado de la distorsión se extendía el camino, su meta, su esperanza.

Dio un paso y se frenó de golpe; era incapaz de seguir. Pero la calzada se encontraba ahí delante, sólo a unos pocos metros. Apretó los dientes y avanzó otro paso, encogido, como si esperase sentir los pegajosos hilos de la tela adhiriéndose a su rostro.

Su camino estaba obstruido. No sentía nada, ningún objeto físico lo detenía, pero no podía moverse, o, mejor dicho, no podía avanzar. Podía desplazarse hacia los lados, al igual que hacia atrás, pero no hacia adelante.

—Una barrera invisible. Ceniza gris. Árboles muertos y moribundos —musitó.

Se esforzó por superar el dolor, el miedo y la desesperación y logró hallar la respuesta.

—El escudo. ¡El escudo! —repitió, estupefacto.

Era el escudo mágico levantado por los silvanestis para cubrir con él su tierra natal. Jamás lo había visto, pero había oído a su madre hablar de él muy a menudo, y también a otros, que describían el extraño titileo, la distorsión en la atmósfera producida por la mágica barrera.

—Imposible —gritó Silvan con frustración—. El escudo no puede estar aquí, sino al sur de mi posición. Había llegado cerca de la calzada, viajando hacia el oeste, y el escudo quedaba al sur. —Giró sobre sí mismo mientras miraba a lo alto para encontrar el sol, pero las nubes se habían espesado y ahora no lo distinguía. La respuesta le llegó junto con una amarga desesperación.

—He dado la vuelta —dijo—. ¡He caminado todo este tiempo, y lo he hecho en dirección contraria!

Las lágrimas acudieron a sus ojos. La perspectiva de bajar por el talud, de recorrer de nuevo el barranco, de desandar sus pasos cuando cada uno de ellos le había costado un doloroso esfuerzo, le resultó casi insoportable. Se dejó caer en el suelo, dejándose vencer por el desaliento.

—¡Alhana! ¡Madre! —exclamó, lleno de angustia—. ¡Perdóname! ¡Te he fallado! ¿He hecho algo en toda mi vida que no sea decepcionarte?

—¿Quién eres tú, que clamas el nombre que está prohibido pronunciar? —inquirió una voz—. ¿Quién eres para decir en voz alta el nombre de Alhana?

Silvan se incorporó de un salto. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dejando un sucio restregón en las mejillas, y miró en derredor, sobresaltado, buscando a quien había hablado.

Al principio sólo distinguió un parche de color verde intenso y vivo, y creyó que había descubierto una parte del bosque que no había sido afectada la plaga. Pero entonces la mancha se movió y reveló un rostro y unas manos pertenecientes a un elfo.

Los iris del elfo eran grises como el bosque que lo rodeaba, pero sólo reflejaban la muerte que veían; sólo traslucían el pesar generado por la pérdida.

—¿Que quién soy para pronunciar ese nombre? —inquirió Silvan con impaciencia—. Su hijo, por supuesto. —Adelantó un paso vacilante, con la mano extendida—. Pero la batalla... ¡Dime cómo resultó la batalla! ¿Cómo nos fue?

El elfo retrocedió, eludiendo la mano de Silvan.

—¿Qué batalla? —preguntó.

Silvan miró fijamente al elfo. Al hacerlo, advirtió más movimiento detrás de él. Otros tres elfos surgieron del bosque; jamás los habría visto si no se hubiesen movido, y se preguntó cuánto tiempo llevarían allí. No los reconoció, pero eso no era de extrañar. No se mezclaba mucho con los soldados del ejército de su madre, quien no fomentaba esa clase de compañía para su hijo, que estaba destinado a ser rey algún día.

—¡La batalla! —repitió, impaciente, Silvan—. ¡Los ogros nos atacaron de noche! No entiendo que me preguntes...

Se hizo la luz en su cerebro. Esos elfos no iban vestidos con ropas de combate, sino con las apropiadas para viajar. Seguramente no sabían nada sobre la batalla.

—Debéis de formar parte de la patrulla de larga distancia. Regresáis en el mejor momento. —Silvan hizo una pausa para ordenar sus ideas y superar la bruma de dolor y desesperación—. Nos atacaron anoche, durante la tormenta. Un ejército de ogros. Yo... —Calló de nuevo y se mordió el labio inferior, reacio a confesar su fracaso—. Me enviaron a buscar ayuda. La Legión de Acero tiene una fortaleza cerca de Sithelnost, calzada adelante. —Hizo un gesto débil con la mano—. Debí de caerme por el barranco y me rompí un brazo. He caminado en la dirección equivocada y ahora he de volver sobre mis pasos, pero apenas me quedan fuerzas. No podré conseguirlo, pero vosotros sí. Llevad el mensaje al comandante de la legión, decidle que Alhana Starbreeze está siendo atacada...

Dejó de hablar. Uno de los elfos había dejado escapar una queda exclamación. El que se hallaba delante, el que se había acercado primero a Silvan, levantó la mano para imponer silencio.

Silvan estaba cada vez más exasperado; era plenamente consciente de que ofrecía una imagen lamentable, sujetando el brazo roto contra el costado, como un pájaro herido arrastrando el ala. Estaba desesperado; debía de ser mediodía y se sentía sin fuerzas, casi al borde del agotamiento. Se irguió cuanto pudo, arropado por el manto de su título y la dignidad que éste le confería.

—Estáis al servicio de mi madre, Alhana Starbreeze —dijo en tono imperioso—. Ella no se encuentra aquí, pero tenéis ante vosotros a su hijo, Silvanoshei, vuestro príncipe. En su nombre y en el mío propio os ordeno que llevéis el mensaje pidiendo la ayuda de la Legión de Acero. ¡Y daos prisa! ¡Empiezo a perder la paciencia!

También empezaba a perder, y con gran rapidez, la conciencia, pero no quería que esos soldados lo consideraran débil. Al notar que se tambaleaba, extendió la mano para sostenerse en el tronco de un árbol. Los elfos no se habían movido y ahora lo miraban con los rasgados ojos muy abiertos por la sorpresa, teñida de cautela. Desviaron la vista un momento a la calzada, que se extendía al otro lado del escudo, y luego la volvieron de nuevo hacia él.

—¿Por qué os quedáis parados, mirándome? —gritó Silvan—. ¡Haced lo que se os ha ordenado! ¡Soy vuestro príncipe! —Una idea acudió a su mente—. No os preocupéis por dejarme solo. No me pasará nada. —Agitó la mano—. ¡Moveos! ¡Salvad a vuestro pueblo!

El elfo que estaba más adelantado avanzó otro paso, sus grises ojos prendidos en Silvan, la penetrante mirada escarbando, tanteando.

—¿A qué te refieres con eso de que tomaste la dirección contraria?

—¿Por qué pierdes el tiempo haciendo preguntas estúpidas? —replicó enfadado el joven—. ¡Informaré sobre ti a Samar! ¡Haré que te degraden! —Contempló enfurecido al elfo, que a su vez lo observaba impasible—. El escudo se halla al sur de la calzada. ¡Me dirigía a Sithelnost, de modo que he debido de dar media vuelta cuando caí al barranco! Es la única explicación, porque el escudo... la calzada...

Giró sobre sus talones para mirar hacia atrás mientras intentaba pensar en lo ocurrido, pero su cerebro estaba demasiado embotado por el dolor.

—Imposible —susurró.

Cualquiera que fuese la dirección que hubiera tomado, tendría que haber podido llegar a la calzada, que discurría fuera del escudo. Y seguía siendo así. Era él quien se encontraba dentro de la zona protegida.

—¿Dónde estoy? —inquirió.

—En Silvanesti —respondió el elfo.

Silvan cerró los ojos. Todo estaba perdido. Su fracaso había sido absoluto. Cayó de rodillas y se desplomó hacia adelante, quedando tendido boca abajo sobre la ceniza gris. Oía voces, pero sonaban lejanas, progresivamente distantes.

—¿Crees que de verdad es él?

—Sí, lo es.

—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad, Rolan? ¡Quizá se trata de un truco!

—Lo has visto. Y lo has oído. Has percibido la angustia en su voz y la desesperación en sus ojos. Tiene el brazo roto. Fíjate en las magulladuras de su rostro, en sus ropas desgarradas y llenas de barro. Encontramos el rastro que dejó en la ceniza al caer. Lo oímos hablando consigo mismo, cuando ignoraba que nos encontrábamos cerca, y lo vimos intentar llegar a la calzada. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Pero ¿cómo traspasó el escudo? —siseó el otro tras un breve silencio.

—Algún dios nos lo ha enviado —sentenció el líder del grupo, y Silvan sintió una mano suave que tocaba su mejilla.

—¿Qué dios? —espetó el otro, escéptico—. No queda ninguno.


Silvan volvió en sí; su vista había dejado de ser borrosa y sus restantes sentidos funcionaban de nuevo. Un sordo dolor de cabeza le dificultaba la tarea de pensar. Al principio, el joven se dio por satisfecho con quedarse tendido, quieto, mientras reconocía el entorno y su cerebro se debatía para encontrar sentido a lo que ocurría. Recordó la calzada... Intentó incorporarse, pero una mano se plantó en su pecho con firmeza y se lo impidió.

—No hagas movimientos bruscos. He reducido la fractura del brazo y antes de vendarlo lo he untado con un ungüento que acelerará el proceso curativo, pero has de tener cuidado y evitar sacudidas y golpes.

Silvan miró a su alrededor. Al principio había creído que era un sueño, que despertaría para encontrarse de nuevo en el túmulo funerario; pero no estaba durmiendo. Los troncos de los árboles seguían igual que los recordaba: grises, enfermos, moribundos. Las hojas sobre las que yacía formaban una capa de vegetación putrefacta. Los pimpollos, plantas y flores que alfombraban el suelo del bosque languidecían, consumidos y mustios.

El joven siguió el consejo del elfo y volvió a tumbarse, más para darse tiempo de aclarar su confusión sobre lo que le había sucedido que porque necesitase descansar.

—¿Cómo te sientes? —El tono del elfo era respetuoso.

—Me duele un poco la cabeza —contestó Silvan—. Pero el dolor del brazo ha desaparecido.

—Estupendo. Entonces, puedes sentarte. Pero hazlo despacio o te desmayarás.

Un fuerte brazo lo ayudó a incorporarse; el joven sufrió un fugaz mareo y náuseas, pero cerró los ojos hasta que la desagradable sensación remitió. El elfo llevó a sus labios un cuenco de madera.

—¿Qué es? —preguntó Silvanoshei, que miró con desconfianza el líquido pardusco que contenía el recipiente.

—Una pócima —explicó el elfo—. Creo que has sufrido una ligera conmoción. Esto aliviará la jaqueca y favorecerá la curación. Vamos, bebe. ¿Por qué lo rechazas?

—Me han enseñado a no comer ni beber nada a menos que conozca a quien lo ha preparado y haya visto que otros lo prueban antes —repuso Silvan.

—¿Ni siquiera si es un elfo? —inquirió el otro, sorprendido.

—Especialmente si es un elfo —insistió, sombrío, el joven.

—Ah. —El líder del grupo lo miró con lástima—. Sí, claro, lo comprendo.

Silvan intentó ponerse de pie, pero el mareo volvió a apoderarse de él. El elfo se llevó el cuenco a los labios y bebió unos sorbos. Luego, tras limpiar cortésmente el borde del recipiente, se lo ofreció de nuevo a Silvanoshei.

—Piensa esto, joven. Si hubiese querido matarte habría podido hacerlo mientras estabas inconsciente. O haberte dejado aquí, simplemente. —Echó una ojeada a los árboles grises y marchitos en derredor—. Tu muerte habría sido más lenta y dolorosa, pero te habría llegado, como les ha llegado a muchos de los nuestros.

Silvanoshei reflexionó las palabras del otro lo mejor que pudo habida cuenta de la migraña que lo martirizaba. Lo que el elfo decía tenía sentido, de modo que cogió el cuenco con manos temblorosas y se lo llevó a los labios. El líquido era muy amargo, y sabía y olía a corteza de árbol, pero la pócima infundió una agradable calidez por todo su cuerpo, el dolor de cabeza remitió y desapareció la sensación de mareo.

El joven comprendió entonces que había sido un necio al pensar que aquel elfo pertenecía al ejército de su madre. Llevaba ropas desconocidas para Silvan; ropas de cuero que tenían la apariencia de hojas, hierba, arbustos y flores. A menos que se moviese, su figura se fundiría con el bosque tan perfectamente que nunca sería detectada. Allí, en medio de un paisaje muerto, destacaba; su atuendo retenía el verde recuerdo del bosque vivo, como un desafío.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente? —quiso saber Silvan.

—Varias horas desde que te encontramos esta mañana. Es el Día del Solsticio Vernal, por si te sirve de ayuda en tus cálculos.

—¿Dónde están los demás? —El joven miró alrededor, sospechando que se habían escondido.

—Donde su presencia es necesaria —fue la respuesta del elfo.

—Agradezco tu ayuda. —Silvan se puso de pie—. Tú tienes asuntos que atender, y yo también. He de irme. Quizá ya sea demasiado tarde... —Sintió un gusto amargo en la boca y tragó saliva para pasarlo—. Aún he de llevar a cabo mi misión, de modo que si eres tan amable de indicarme el lugar por el que puedo regresar a través del escudo...

—No hay paso alguno a través del escudo. —El elfo lo miraba de nuevo con aquella extraña intensidad.

—¡Pero ha de haberlo! —replicó, furioso, Silvan—. Yo lo crucé ¿no es cierto? —Volvió la vista hacia los árboles que se alzaban cerca de la calzada, percibió la extraña distorsión—. Regresaré al punto donde caí y pasaré por allí.

Con gesto resuelto, echó a andar volviendo sobre sus pasos. El elfo no hizo nada para detenerlo, pero lo siguió de cerca, en silencio.

¿Habrían podido resistir su madre y el ejército a los ogros durante tanto tiempo? Silvan había sido testigo de algunas hazañas increíbles realizadas por los soldados, así que debía pensar que la respuesta era afirmativa. Tenía que creer que todavía no era tarde.

Encontró el sitio donde debió de haber atravesado el escudo, el camino que recorría antes de caer rodando por el barranco. Cuando había intentado trepar por el talud la ceniza gris estaba resbaladiza, pero ahora se había secado y el camino sería más fácil. Con cuidado de no forzar el brazo roto, Silvan trepó por el declive. El elfo permaneció en el fondo del barranco, observándolo en silencio.

El joven llegó hasta el escudo. Al igual que antes, experimentó un intenso desagrado ante la idea de tocarlo. No obstante, allí, en ese punto, tenía que haberlo cruzado aunque sin ser consciente de ello. Localizó la marca del tacón de su bota impresa en el barro, y el árbol caído que obstruía el camino. Le llegó el vago recuerdo de haber intentado rodear el obstáculo.

El escudo no era visible, excepto por un titileo apenas perceptible cuando el sol incidía en él en un ángulo preciso. Aparte de eso, sólo podía saber con certeza que la barrera se alzaba ante él por el efecto que causaba en la visión de los árboles y las plantas que había al otro lado. Le recordaba a las ondas de aire caliente que, al ascender del suelo abrasado por el sol, creaban una ilusión óptica de manera que todo lo que había detrás de ellas adquiría la engañosa apariencia de agua.

Silvan apretó los dientes y caminó directamente hacia el escudo.

La barrera le impidió pasar y, lo que es peor, cada vez que la tocaba experimentaba una sensación horrible, como si el escudo hubiese pegado unos labios en su carne e intentara absorberle la vida hasta dejarlo seco.

Tembloroso, Silvan retrocedió. No sería capaz de intentar aquello de nuevo. Asestó una mirada feroz al escudo, abrumado por la rabia y la impotencia. Su madre había trabajado durante meses para penetrar la barrera y había fracasado. Había lanzado al ejército contra ella con el único resultado de ver a los soldados salir impelidos hacia atrás. A riesgo de su propia vida, había montado en su grifo en un intento frustrado de atravesarlo por el aire. Entonces, ¿qué podía hacer un solo elfo contra esa barrera insalvable?

—Sin embargo —argüyó, frustrado—, ¡estoy dentro del escudo! Si pude entrar debería de poder salir. Ha de haber un modo. El elfo tiene que ver en todo esto. Él y sus adláteres me han tendido una trampa, me retienen prisionero.

Silvan giró rápidamente sobre sus talones; el elfo seguía al pie del talud. El joven descendió a trompicones, resbalando y deslizándose sobre la hierba húmeda, a punto de caer otra vez. El sol empezaba a ponerse; aunque el Día del Solsticio Vernal fuese el más largo del año, finalmente tenía que dar paso a la noche. Llegó al fondo de barranco.

—¡Me metisteis aquí! —gritó Silvan, tan furioso que tuvo que inhalar hondo para conseguir hablar—. Y me sacaréis. ¡Tenéis que dejarme salir!

—Es el acto más valeroso que jamás vi hacer a un hombre. —El elfo dirigió una mirada sombría al escudo—. Yo soy incapaz de acercarme a él, y no me considero un cobarde. Sí, ha sido un acto valeroso, pero inútil. No puedes atravesarlo. Nadie puede.

—¡Mientes! —chilló Silvan—. Me arrastrasteis aquí adentro. ¡Dejadme salir!

Sin ser consciente de lo que hacía, alargó la mano para agarrar al elfo por el cuello y ahogarlo, obligarlo a obedecer.

El elfo asió la muñeca de Silvan, le hizo una llave, y antes de que el joven supiera qué ocurría estaba de rodillas en el suelo. El elfo lo soltó de inmediato.

—Eres joven, estás en apuros y no me conoces. Por eso me muestro indulgente. Me llamo Rolan, y soy uno de los Kirath. Mis compañeros y yo te encontramos tendido en el fondo del barranco. Ésa es la verdad, y si conoces a los Kirath sabrás que no mentimos. Ignoro cómo conseguiste atravesar el escudo.

Silvan había oído hablar a sus padres sobre los Kirath, un cuerpo de exploradores elfos que patrullaban las fronteras de Silvanesti. Su misión era impedir el acceso de forasteros al reino. El joven suspiró y hundió el rostro en las manos.

—¡Les he fallado! ¡Y ahora morirán!

Rolan se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—Cuando te encontramos mencionaste tu nombre, pero te pido que vuelvas a decírmelo. No tienes que temer nada ni hay razón para que guardes tu identidad en secreto, a menos, claro, que lleves un nombre del que te sientes avergonzado —agregó con delicadeza.

Silvan levantó la cabeza, ofendido.

—Me siento muy orgulloso de él, y si llevar ese nombre me trae la muerte, que así sea. —Le falló la voz y, cuando volvió a hablar, ésta le temblaba—. El resto de mi gente habrá muerto a estas horas. O estará a punto de morir. ¿Por qué iba a salvarme yo? —Parpadeó para contener las lágrimas y miró a su captor.

»Soy el hijo de los que llamáis "elfos oscuros", pero que en realidad son los únicos elfos que ven claramente la oscuridad que nos envuelve a todos. Soy hijo de Alhana Starbreeze y de Porthios de Qualinesti. Me llamó Silvanoshei.

Esperaba risas, y, desde luego, incredulidad.

—¿Y por qué creéis que vuestro nombre os traería la muerte, príncipe Silvanoshei de la Casa Caladon? —preguntó Rolan en tono sosegado, y cambiando al tratamiento de «vos».

—Porque mis padres son elfos oscuros. Porque asesinos elfos han intentado matarlos en más de una ocasión.

—Sin embargo, Alhana Starbreeze ha intentado penetrar el escudo muchas veces con su ejército, entrar en este reino, donde se la declaró proscrita. Yo mismo la he visto, y también mis compañeros que patrullan las fronteras.

—Creía que teníais prohibido pronunciar su nombre —murmuró, hosco, Silvanoshei.

—Tenemos prohibidas muchas cosas en Silvanesti —añadió Rolan—. Y al parecer la lista aumenta cada día. ¿Por qué Alhana Starbreeze desea regresar a un país donde no se la quiere?

—Es su hogar —respondió Silvan—. ¿A qué otro lugar podría ir?

—¿A qué otro lugar podría ir su hijo? —inquirió suavemente Rolan.

—Entonces ¿me crees?

—Conozco a vuestro padre y a vuestra madre, alteza —dijo Rolan—. Era uno de los jardineros del desdichado rey Lorac antes de la guerra. Conocí a la princesa Alhana de niña. Luché a las órdenes de vuestro padre para acabar con la pesadilla. Os parecéis mucho a él, pero hay algo de ella en vos que la trae a la memoria. Sólo los que no tienen fe no creen. El milagro ha ocurrido, habéis regresado a nosotros. No me sorprendería que el escudo se hubiese abierto ante vos, alteza.

—Pero no me deja salir —replicó Silvan, seco.

—Quizá sea porque estáis donde os corresponde. Vuestro pueblo os necesita.

—Si eso es cierto, entonces ¿por qué no levantáis el escudo y dejáis que mi madre regrese a su reino? —demandó el joven—. ¿Por qué se le impide entrar? ¿Por qué se le cierra el paso a nuestra gente? Los elfos que luchan por ella corren peligro. Mi madre no estaría combatiendo contra los ogros, no estaría atrapada si...

—Creedme, alteza —dijo Rolan, cuyo rostro se había ensombrecido—. Si nosotros, los Kirath, pudiésemos echar abajo este maldito escudo, lo haríamos. Despierta el desaliento y la tristeza en quienes se aventuran cerca de él y los envuelve como un paño mortuorio. Mata todo lo vivo que toca. ¡Mirad! Mirad eso, alteza.

Rolan señalaba el cadáver de una ardilla en el suelo, con las crías muertas a su alrededor. Luego apuntó hacia unos pájaros dorados, medio enterrados en la ceniza, sus cantos silenciados para siempre.

—Y así muere lentamente nuestro pueblo —susurró, entristecido.

—¿Qué has dicho? —Silvan parecía consternado—. ¿Morir?

—Muchas personas, jóvenes y mayores, contraen una enfermedad para la que no hay cura. Su piel se vuelve gris, como estos pobres árboles, sus miembros se debilitan, sus ojos se tornan opacos. Al principio no pueden correr sin cansarse; después no pueden andar, y más adelante les es imposible sentarse o ponerse de pie. Se consumen poco a poco, hasta que les llega la muerte.

—Entonces, ¿por qué no quitáis el escudo? —demandó Silvan.

—Hemos intentando convencer a la gente para que se una y se enfrente al general Konnal y a los Cabezas de Casas, quienes decidieron levantar el escudo, pero la mayoría rehusó seguir nuestro consejo. Afirman que la enfermedad es una plaga venida de fuera, que el escudo es lo único que se interpone entre ellos y los males del mundo, y que si se quitara, todos moriríamos.

—Tal vez tengan razón —comentó Silvan mientras volvía la vista hacia atrás, al bosque entrevisto a través de la barrera mágica, y pensaba en los ogros atacando en mitad de la noche—. Fuera no hay ninguna plaga que acabe con los elfos, que yo sepa, pero sí existen otros enemigos. El mundo está amenazado por peligros y aquí, al menos, estáis a salvo.

—Vuestro padre decía que los elfos debíamos unirnos al mundo, convertirnos en parte de él —respondió Rolan con una sonrisa desganada—. En caso contrario nos consumiríamos y moriríamos como una rama desgajada del árbol o la...

—O la rosa arrancada del rosal —finalizó Silvan, que sonrió nostálgico al recordar a su padre—. No hemos tenido noticias de él desde hace mucho tiempo —añadió; bajó la vista a la ceniza y la alisó con la punta del pie—. Luchaba contra la gran hembra de Dragón Verde, Beryl, cerca de Qualinesti, al que tiene sometido. Algunos lo han dado por muerto, mi madre entre ellos, aunque no lo admita.

—Si es cierto que murió, lo hizo luchando por una causa en la que creía —manifestó Rolan—. Su muerte tendría un significado. Aunque ahora parezca que no tiene sentido, su sacrificio contribuirá a destruir la maldad y traer de nuevo la luz que aleje a la oscuridad. ¡Murió siendo un hombre lleno de vida, desafiante, valeroso! Cuando nuestra gente muere —prosiguió Rolan, cuya voz adquiría un timbre más y más amargo—, apenas si lo advierte. La pluma oscila levemente y cae inerme. —Miró a Silvan.

»Sois joven, vehemente, vital. Siento la vida emanando de vos del mismo modo que antaño la sentía irradiar del sol. Comparaos conmigo. Lo notáis, ¿no es cierto? ¿Percibís cómo estoy consumiéndome? ¿Cómo todos nosotros perdemos poco a poco la vitalidad? Miradme, alteza, y me veréis muriendo.

Silvan no sabía qué decir. Ciertamente, el elfo tenía la tez más pálida de lo normal, con un matiz grisáceo, pero Silvan lo había achacado a la edad o, quizás, al polvo gris. Ahora recordaba que los otros elfos tenían el mismo aspecto demacrado, los ojos hundidos.

—Nuestro pueblo os contemplará y verá lo que ha perdido —prosiguió Rolan—. Ésa es la razón de que nos hayáis sido enviado: para demostrarles que no hay plaga en el mundo del exterior, que la única plaga está aquí dentro. —Se llevó la mano al corazón—. ¡En nuestro interior! Les diréis que si nos libramos de este escudo devolveremos la vida a nuestro reino y a nosotros mismos.

«Aunque la mía haya terminado», pensó Silvan. La jaqueca volvió y el brazo roto le latía con dolorosas punzadas. Rolan lo miró preocupado.

—No tenéis buen aspecto, alteza. Deberíamos marcharnos de aquí. Hemos permanecido cerca del escudo demasiado tiempo. Debéis alejaros de él antes de que la enfermedad os ataque también a vos.

—Gracias, Rolan, pero no puedo marcharme —dijo, sacudiendo la cabeza—. Aún cabe la posibilidad de que el escudo se abra otra vez y me permita salir del mismo modo que me permitió entrar.

—Si os quedáis aquí, moriréis, alteza. Vuestra madre no querría que eso pasara, sino que vinieseis a Silvanost y reclamaseis el trono que os corresponde por derecho.

«Algún día te sentarás en el trono de las Naciones Elfas Unidas, Silvanoshei. Y ese día repararás los errores del pasado, purificarás a nuestro pueblo de los pecados cometidos por los elfos: el del orgullo, el del perjuicio, el del odio. Esos pecados han sido la causa de nuestra ruina. Tú serás nuestra redención.»

Palabras de su madre. Recordaba la primera vez que las había pronunciado. Por entonces él tenía cinco o seis años. Acampaban en la espesura, cerca de Qualinesti. Era de noche y él dormía. De repente un grito hizo añicos sus sueños y lo despertó de golpe. El fuego de la lumbre ardía bajo, pero a su luz pudo ver a su padre luchando con lo que parecía una sombra. Más sombras los rodeaban. No vio nada más porque su madre lo cubrió con su propio cuerpo, apretándolo contra el suelo. No sólo no podía ver; tampoco podía respirar, ni gritar. El miedo de su madre, el calor de su cuerpo, su peso, lo aplastaban, lo asfixiaban.

Y entonces todo terminó. El cálido y oscuro peso de su madre se alzó; Alhana lo tomó en sus brazos y lo acunó mientras lloraba, lo besaba y le decía que la perdonase si le había hecho daño. Ella tenía un corte en el muslo por el que sangraba; su padre había recibido una puñalada en el hombro, cerca del corazón. Los cadáveres de tres elfos, vestidos de negro, yacían alrededor de la lumbre. Años más tarde Silvanoshei se despertaría sobresaltado, con la certeza de que habían enviado a uno de aquellos asesinos para que acabase con él.

Se llevaron los cuerpos a rastras y los dejaron para los lobos al no considerarlos merecedores de los ritos de un funeral. Su madre lo acunó para que se durmiera y le dijo aquellas palabras a fin de confortarlo. Volvió a oírlas a menudo, una y otra vez.

Quizás ahora estuviese muerta. Quizá su padre estuviese muerto. Su sueño, sin embargo, seguía vivo en él. Le dio la espalda al escudo.

—Iré contigo —le dijo a Rolan, de los Kirath.

Загрузка...