Los enanos llamaban al valle Gamashinoch, o Canto de Muerte. Ningún ser vivo lo pisaba por propia voluntad, y quienes entraban en él lo hacían empujados por la desesperación, por una necesidad extrema o, en el caso de los que se encaminaban hacia allí ahora, porque se lo había ordenado su oficial.
Hacía varias horas que oían el «canto», a medida que se acercaban más y más a la desolada zona. Era un cántico espeluznante, terrible. La letra, que no llegaba a entenderse con claridad en ningún momento, indescifrable al menos para los oídos, hablaba de muerte y cosas aún peores: de estar atrapado, de amarga frustración, de eterno tormento. El cántico era un lamento, la evocación nostálgica de un lugar que el alma recordaba, el refugio de paz y dicha ahora inalcanzable.
Cuando se percibió por primera vez la doliente salmodia, los caballeros habían frenado sus monturas al tiempo que llevaban las manos a las espadas, escudriñaban en derredor con inquietud e inquirían en voz alta «¿Quién va?» o «¿Quién anda ahí?».
Pero no había nadie. Nadie que se contara entre los vivos. Los caballeros volvieron los ojos hacia su oficial, el cual se había levantado sobre los estribos e inspeccionaba los riscos que se erguían imponentes sobre ellos a derecha e izquierda.
—No es nada —manifestó al cabo—. Sólo el viento entre las rocas. En marcha.
Azuzó a su caballo calzada adelante; ésta se extendía, sinuosa, entre las montañas conocidas como cordillera de la Muerte. Los hombres a su mando lo siguieron en fila india, ya que el paso era demasiado estrecho para que la patrulla avanzara en columna de fondo.
—No es la primera vez que oigo el viento, milord, y jamás me sonó como una voz humana —dijo un caballero en tono desabrido—. Deberíamos reconsiderar la idea de seguir adelante.
—¡Tonterías! —El jefe de garra Ernst Magit se giró en la silla para asestar una mirada furibunda a su explorador y asistente, que caminaba detrás de él—. ¡Paparruchas supersticiosas! Claro que vosotros, los minotauros, tenéis fama de estar aferrados a creencias y costumbres anticuadas. Ya va siendo hora de que entréis en la era moderna. Los dioses se marcharon y, en mi opinión, en buena hora. Nosotros, los humanos, gobernamos el mundo.
Una única voz, la de una mujer, había entonado primero el Canto de los Muertos, pero en ese momento se le unió un aterrador coro de hombres, mujeres y niños alzándose en una salmodia de desesperación, quebranto y desventura cuyos ecos repitieron las montañas.
El lúgubre sonido provocó que varios caballos se plantaran, rehusando avanzar, y, a decir verdad, sus jinetes no pusieron el menor empeño en azuzarlos.
El corcel de Magit se encabritó, y el oficial le clavó las espuelas en los flancos, causándole profundos puntazos por los que manó sangre; el animal avanzó de mala gana, gacha la cabeza y agitando las orejas. El jefe de garra recorrió casi un kilómetro antes de caer en la cuenta de que no oía el trapaleo de otros cascos. Miró hacia atrás y vio que marchaba solo, que ninguno de sus hombres lo seguía.
Furioso, Magit volvió grupas y regresó al galope hasta donde se encontraba la patrulla. Al llegar se encontró con que la mitad de los jinetes había desmontado y la otra mitad mostraba un aire de gran inquietud sobre las bestias plantadas en el camino, temblorosas.
—Los condenados animales tienen más cerebro que sus amos —comentó el minotauro, que iba a pie. Pocos caballos permitirían que uno de su raza se subiera a su lomo y menos aún tendrían la fuerza y el volumen suficientes para cargar con uno de los gigantescos hombres-toro. Galdar medía dos metros diez, contando los cuernos; mantenía el paso de la patrulla corriendo ágilmente junto al estribo de su oficial.
Magit, con las manos apoyadas en la perilla de la silla, miraba de hito en hito a sus subordinados. Era un hombre alto, delgado en exceso, del tipo cuyos huesos parecen estar ensartados con alambre de acero, ya que era mucho más fuerte de lo que aparentaba. Sus ojos, de un color azul desvaído, eran inexpresivos, sin inteligencia ni profundidad. Destacaba por su crueldad, su inflexible —algunos dirían irracional— disciplina y su absoluta y total devoción a una única causa: Ernst Magit.
—Montaréis en vuestros caballos y cabalgaréis detrás de mí o daré parte de todos y cada uno de vosotros al comandante de grupo —dijo fríamente el jefe de garra—. Os acusaré de cobardía, traición a la Visión y amotinamiento. Como sabéis, cada uno de esos cargos está penado con la muerte.
—¿Puede hacer eso? —susurró un caballero novato, que salía en su primera misión.
—Puede —respondió un veterano en tono grave—. Y lo hará.
Los caballeros volvieron a montar y azuzaron a sus caballos con las espuelas; se vieron obligados a desviarse para pasar a Galdar, ya que siguió plantado en medio del camino.
—¿Rehusas obedecer mi orden, minotauro? —demandó, furioso, Magit—. Piénsalo bien antes de hacerlo. Serás el protegido del Rector de la Calavera, pero dudo que ni siquiera él pudiera salvarte si te denuncio ante el consejo de cobardía y de romper el juramento. —Se inclinó sobre el cuello del caballo y añadió con fingida discreción—. Además, por lo que tengo entendido, Galdar, tu señor quizá no mostrase demasiado interés en seguir protegiendo a alguien como tú, un minotauro manco. Un minotauro a quien los de su propia raza juzgan digno de lástima o de desprecio. Un minotauro que ha quedado rebajado a «explorador». Y todos sabemos que te asignaron a ese puesto sólo porque tenían que ponerte en algún sitio, si bien oí la sugerencia de que te echaran para que fueras a pastar con los demás animales bovinos.
Galdar apretó el puño, el que le quedaba, y se clavó las afiladas uñas en la palma. Sabía de sobra que Magit lo estaba hostigando para provocar una lucha en un sitio donde habría pocos testigos, donde Magit podría matar al minotauro lisiado para después, a su regreso, proclamar que la liza había sido limpia y gloriosa. Galdar no sentía demasiado apego a la vida desde que había perdido el brazo con el que manejaba la espada, hecho que lo había transformado de un temible guerrero en un tesonero explorador. Pero así se condenara si moría a manos de Ernst Magit; no pensaba darle esa satisfacción al oficial.
El minotauro se abrió paso empujando con el hombro al jefe de garra, que lo miró con una mueca desdeñosa en sus finos labios.
La patrulla continuó hacia su punto de destino confiando en llegar cuando aún brillara el sol, si es que podía decirse tal cosa de aquella luz grisácea que no calentaba. El canto gemebundo de ultratumba seguía sonando. Uno de los nuevos reclutas cabalgaba con las mejillas húmedas por las lágrimas. Los veteranos lo hacían encorvados, metida la cabeza entre los hombros, como si así pudiesen taparse los oídos para no oírlo. Pero aunque se los hubiesen taponado con estopa, aunque se hubiesen roto los tímpanos, habrían seguido oyendo la terrible salmodia, porque el Canto de los Muertos sonaba en el corazón.
La patrulla entró en el valle que se llamaba Neraka. En tiempos remotos, la diosa Takhisis, Reina de la Oscuridad, colocó en el extremo meridional del valle una piedra fundamental, la Piedra Angular, rescatada de un templo maldito, el Gran Templo del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. La piedra fundamental empezó a crecer, recurriendo a la maldad del mundo para alimentarse con su energía. La piedra se convirtió en un santuario vasto y horrendo, un templo de magnífica y espantosa oscuridad.
Takhisis planeaba utilizarlo para regresar al mundo, del que había sido expulsada por Huma Dragonbane, pero se interpuso en su camino el amor y el sacrificio, cerrándole el paso. Aun así, su poder era grande y desató una guerra en el mundo que casi lo destruyó. Sus perversos comandantes, como una manada de perros salvajes, empezaron a luchar entre ellos. Surgió un grupo de héroes, quienes, al buscar en sus corazones, hallaron la fuerza para desafiarla, derrotarla y expulsarla.
Su templo en Neraka fue destruido; ella misma, en la furia desatada por su caída, lo hizo volar en pedazos.
Al explotar las paredes del santuario, enormes bloques de piedra negra cayeron desde el cielo en aquel terrible día y aplastaron la maldita ciudad de Neraka. El fuego purificador de los incendios destruyó edificios, mercados, prisiones de esclavos y sus numerosos cuarteles, llenando de ceniza el laberinto de sus tortuosas calles.
Casi setenta años después no quedaba rastro de lo que había sido la ciudad. La zona meridional del valle estaba llena de fragmentos del templo, si bien el viento había arrastrado la ceniza mucho tiempo atrás. En esa parte del valle no crecía nada; todo signo de vida había quedado cubierto por las arremolinadas arenas desde hacía largos años.
Sólo las piedras negras, los restos del templo, permanecían allí. Ofrecían un espectáculo horrendo, e incluso el jefe de garra, al verlas por primera vez, se preguntó para sus adentros si su decisión de cabalgar hacia esa zona del valle habría sido acertada. Podría haber tomado la ruta que lo rodeaba, pero con ello el viaje se habría alargado dos días más, y ya iba con retraso; había pasado unas cuantas noches con una nueva ramera que había llegado a su lupanar favorito. Tenía que recuperar el tiempo perdido, de modo que había tomado como atajo la ruta actual, a través del extremo sur del valle.
Tal vez debido a la fuerza de la explosión, la piedra negra que formaba los muros exteriores del templo había adquirido una estructura cristalina, de modo que los grandes fragmentos que sobresalían de la arena no eran ni ásperos ni irregulares. Por el contrario, sus caras eran suaves, con planos claramente definidos que culminaban en puntas facetadas. Su aspecto era el de grandes cristales de cuarzo negro emergiendo de la arena gris hasta una altura cuatro veces superior a la de un hombre. Ese supuesto hombre podría ver su reflejo en las brillantes y negras facetas; una imagen distorsionada, deforme y, sin embargo, completamente reconocible como el reflejo de sí mismo.
Estos soldados se habían alistado voluntariamente al ejército de los Caballeros de Takhisis, tentados por las promesas de botines y de esclavos ganados en batalla, por su propio deleite en matar e intimidar, por su odio a elfos, kenders, enanos o cualquiera que fuese distinto a ellos. Estos soldados, endurecidos y ajenos a cualquier buen sentimiento, contemplaron los brillantes y negros planos de las piedras y se horrorizaron ante los rostros que les devolvían la mirada. Porque en aquellas caras podían ver cómo sus bocas se movían para entonar el terrible cántico.
La mayoría miró, se estremeció y apartó rápidamente los ojos. Galdar puso todo su empeño en no mirar. Nada más ver los negros cristales que sobresalían del suelo, había bajado los ojos, y así los mantuvo, inducido por un sentimiento de reverencia y respeto. Podría llamarse superstición, como sin duda lo calificaría Ernst Magit. Los dioses no estaban en ese valle. Galdar sabía que era imposible, porque habían sido expulsados de Krynn al finalizar la Guerra de Caos. No obstante, los fantasmas de los dioses permanecían allí, y de eso no le cabía la menor duda a Galdar.
Ernst Magit contempló su imagen reflejada en las rocas, y por el mero hecho de encogerse por dentro ante ella se obligó a mirarla fijamente hasta que aquélla la bajó.
—¡No me dejaré intimidar como un manso ante mi propia sombra! —manifestó al tiempo que echaba una ojeada significativa a Galdar. Hacía poco tiempo que a Magit se le había ocurrido ese chascarrillo bovino, y lo consideraba extremadamente ingenioso y divertido, de modo que no dejaba pasar la oportunidad de utilizarlo—. Como un manso. ¿Lo coges, minotauro? —rió el jefe de garra.
El fúnebre canto recogió la risa del hombre y le dio tono, un sonido aciago, discordante, desafinado, contrario al ritmo de las otras voces, tan horrible que Magit se impresionó. Para gran alivio de sus hombres, el oficial se tragó la risa y tosió.
—Nos has traído hasta aquí, jefe de garra —dijo Galdar—. Hemos visto que esta parte del valle está deshabitada, que ninguna fuerza solámnica se oculta por los alrededores, preparada para caer sobre nosotros. Podríamos continuar la marcha hasta nuestro objetivo con la tranquilidad de saber que no hay nada vivo que podamos temer que venga de esta dirección. Marchémonos ya de este sitio, y cuanto antes. Regresemos y presentemos nuestro informe.
Los caballos habían penetrado en la zona meridional del valle con tanta renuencia que en algunos casos sus jinetes se habían visto obligados a desmontar otra vez para cubrirles los ojos y guiarlos por la brida, como si salieran de un edificio en llamas. Se advertía claramente que tanto hombres como bestias ansiaban marcharse; los animales reculaban poco a poco hacia la calzada por la que habían llegado, y sus jinetes se desplazaban junto a ellos, disimuladamente.
Ernst Magit deseaba irse de aquel lugar funesto tanto como los demás, y precisamente por esa razón decidió que se quedarían. En el fondo era un cobarde. Y él lo sabía. Durante toda su vida había llevado a cabo empresas para demostrarse lo contrario. Nada verdaderamente heroico. Magit evitaba el peligro siempre que era posible, y por ese motivo, entre otros, realizaba misiones de patrulla en lugar de encontrarse con los otros Caballeros de Neraka que habían puesto cerco a la ciudad de Sanction, controlada por los solámnicos. Se encargaba de realizar acciones fáciles, nimias, y acometía actos que no entrañaban riesgo para él, pero con los que supuestamente demostraba, a sí mismo y a sus hombres, que no tenía miedo. Algo como, por ejemplo, pasar la noche en aquel valle maldito.
El jefe de garra escudriñó ostentosamente el cielo, que tenía un tono pálido, un matiz amarillo malsano, peculiar, como jamás habían visto los caballeros.
—Pronto empezará a anochecer —anunció sentenciosamente—. No quiero que la noche nos sorprenda en las montañas y nos extraviemos. Acamparemos aquí y reanudaremos la marcha por la mañana.
Los caballeros miraron de hito en hito a su superior, con incredulidad, consternados. El viento había dejado de soplar y el canto ya no sonaba en sus corazones. El silencio se había adueñado del valle; un silencio que al principio fue un cambio bienvenido, pero que empezaron a aborrecer más y más conforme se prolongaba. Era un peso que los oprimía, los asfixiaba. Nadie habló; todos esperaban que su superior les dijese que les estaba gastando una broma. El jefe de garra desmontó.
—Acamparemos aquí mismo. Montad mi tienda cerca del más alto de esos monolitos. Galdar, dejo a tu cargo la instalación del campamento. Confío en que podrás realizar esa simple tarea ¿verdad?
Sus palabras sonaron demasiado altas, su voz, aguda y estridente. Una ráfaga de aire, fría y cortante, silbó a través del valle y levantó arena y remolinos de polvo que se desplazaron por el yermo suelo para luego desaparecer con un susurro.
—Estáis cometiendo un error, señor —dijo Galdar en voz queda, como reacio a romper el profundo silencio—. Aquí no nos quieren.
—¿Quién no nos quiere, Galdar? —se mofó el ¡efe de garra—. ¿Estas rocas? —Palmeó la cara de un monolito negro y brillante—. ¡Ja! ¡Qué supersticioso mastuerzo estás hecho! —El tono de Magit se endureció—. Soldados, desmontad y empezad a instalar el campamento. Es una orden.
Ernst Magit se estiró ostentosamente, para demostrar que se sentía tranquilo, relajado. Se dobló por la cintura y realizó unas cuantas flexiones. Los caballeros, hoscos y descontentos, obedecieron la orden recibida. Deshicieron los petates y sacaron las pequeñas tiendas para dos hombres que transportaba la mitad de la patrulla. Los demás hicieron lo mismo con las provisiones de comida y agua.
La instalación de las tiendas fue un rotundo fracaso. Por mucho que martillearon las estacas, no lograron que se clavaran en el duro suelo. Cada golpe de mazo retumbaba en las montañas y regresaba hasta ellos amplificado cien veces, hasta que dio la impresión de que las montañas los martilleaban a ellos.
Galdar tiró su mazo, que había estado manejando torpemente con su única mano.
—¿Qué pasa, minotauro? —preguntó Magit—. ¿Tan poca fuerza tienes que no puedes clavar una estaca?
—Probad vos, señor —respondió Galdar.
Los otros hombres soltaron también sus mazos y se quedaron mirando a su oficial, desafiantes, huraños. Magit se puso pálido de rabia.
—¡Podéis dormir al raso si sois tan estúpidos que no sabéis montar una simple tienda!
Sin embargo, no probó a clavar las estacas en el rocoso suelo. Miró en derredor hasta que localizó cuatro negros monolitos que formaban un cuadrado irregular.
—Ata mi tienda a esos cuatro peñascos —ordenó—. ¡Por lo menos yo dormiré bien esta noche!
Galdar hizo lo que le mandaba; ató las cuerdas alrededor de las bases de los brillantes peñascos, mascullando todo el tiempo encantamientos de su raza dirigidos a apaciguar a los espíritus de los muertos que no descansaban.
Los soldados intentaron por todos los medios atar los caballos a los monolitos, pero los animales sacudían las cabezas y corcovaban, presas de pánico. Finalmente, los caballeros tendieron una cuerda entre dos de las negras piedras y los ataron a ella. Los animales se agruparon, inquietos y girando los ojos, manteniéndose lo más lejos posible de las piedras.
Mientras los hombres trabajaban, Ernst Magit sacó un mapa de sus alforjas y, tras dirigirles una última ojeada furibunda para recordarles sus deberes, extendió el pliego y empezó a estudiarlo con un aire despreocupado que no engañó a nadie; sudaba copiosamente, y no había hecho ningún esfuerzo físico.
Largas sombras se deslizaron sobre el valle de Neraka, sumiéndolo en una oscuridad mayor que la del cielo, en el que todavía quedaba un arrebol amarillento. El aire era caliente, más que cuando entraron en el valle, pero de vez en cuando descendían remolinos de viento frío por las montañas de oeste que helaban hasta los huesos. Los caballeros no llevaban leña, de modo que comieron sus raciones frías, o intentaron comerlas. Cada bocado estaba lleno de arena, y todo sabía a ceniza. Acabaron por tirar la mayor parte de la comida. Sentados sobre el duro suelo, no dejaban de echar vistazos hacia atrás, escudriñando las sombras. Todos tenían las espadas desenvainadas, y no fue necesario organizar turnos de guardia. Ninguno de ellos tenía intención de dormir.
—¡Eh, mirad! —llamó Magit con voz triunfal—. ¡He hecho un importante descubrimiento! Es una suerte que decidiese pasar unas horas aquí. —Señaló con el mapa hacia el oeste—. Fijaos en aquella montaña. No aparece marcada en el mapa, así que debe de tratarse de una formación reciente. Informaré sobre esto al Rector, ya lo creo. Quizá le pongan mi nombre al macizo.
Galdar observó la elevación. Se puso de pie con lentitud y escudriñó el horizonte occidental. Desde luego, a primera vista la formación de colores gris acerado y azul oscuro tenía el aspecto de una montaña que hubiese emergido, pero mientras Galdar la observaba reparó en algo que el jefe de garra, en su ansiedad, había pasado por alto. La supuesta montaña estaba creciendo, y se expandía a un ritmo alarmante.
—¡Señor! —gritó—. ¡No es una montaña, sino el frente de una tormenta!
—Ya eres un cabestro, así que no te comportes también como un asno —replicó Magit, que había cogido un trozo de piedra negra y lo utilizaba para añadir el «monte Magit» a las maravillas del mundo.
—Señor, de joven pasé siete años en la mar —contestó Galdar—. Reconozco una tormenta cuando la veo, aunque admito que jamás vi algo semejante.
Para entonces el banco de nubes se desarrollaba a una velocidad increíble. Profundamente negro en su núcleo, agitado y turbulento en el contorno cual sanguinario monstruo de múltiples cabezas, se tragaba las cumbres de las montañas a medida que las rebasaba hasta acabar engulléndolas por completo. El viento helado cobró fuerza, azotó la arena y la lanzó contra los ojos y las bocas como aguijonazos, sacudió la tienda del oficial como si quisiera arrancarla de sus puntos de agarre.
De nuevo comenzó a sonar el mismo cántico terrible, angustioso, gemebundo en su desesperanza, clamoroso en sus aullidos de indecibles tormentos. Zarandeados por el ventarrón, los hombres hubieron de esforzarse por ponerse de pie.
—¡Señor, deberíamos marcharnos! —bramó Galdar—. ¡Ahora mismo, antes de que estalle la tormenta!
—Sí —convino Ernst Magit, pálido y tembloroso. Se lamió los labios y escupió la arena que se le había metido en la boca—. Sí, tienes razón. Deberíamos irnos inmediatamente. ¡Deja la tienda y trae mi caballo!
Un rayo se descargó desde la búlleme negrura y cayó cerca del lugar donde estaban atados los caballos. Retumbó el estampido de un trueno y la sacudida derribó a varios hombres. Los animales relincharon aterrorizados, se encabritaron y empezaron a cocear. Los hombres que aún quedaban en pie intentaron tranquilizarlos, pero las bestias estaban fuera de sí. Rompieron la cuerda que las sujetaba y salieron a galope tendido, azuzadas por un pánico ciego.
—¡Cogedlos! —gritó Ernst, pero los hombres tenían bastante con lograr mantenerse de pie contra las embestidas del vendaval. Uno o dos dieron unos cuantos pasos tambaleantes hacia los caballos, pero era evidente que sus esfuerzos resultarían inútiles.
Las nubes tormentosas se desplazaron veloces por el cielo en una batalla contra la luz del crepúsculo y vencieron con facilidad. El sol acabó derrotado y sobrevino la oscuridad.
La noche, una densa negrura cargada de arena arremolinada, cayó sobre la patrulla. Galdar no veía nada en absoluto, ni su propia mano. Un instante después, todo se iluminaba alrededor con otro rayo devastador.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó al tiempo que se tiraba al suelo—. ¡Quedaos tumbados! ¡Manteneos lejos de los monolitos!
La lluvia caía de lado y los acribillaba como flechas disparadas por un millón de arcos. El granizo los flagelaba como azotes con las cuerdas erizadas de puntas, infligiendo cortes y verdugones. Galdar tenía la piel muy dura y para él el granizo era como aguijonazos y picaduras. Los otros hombres gritaban de dolor y miedo. Los rayos zigzagueaban alrededor y arrojaban sus ardientes lanzas. Los truenos sacudían la tierra en medio de estampidos ensordecedores.
Galdar yacía tendido boca abajo, luchando contra el impulso de arañar el suelo con su única mano para esconderse en las entrañas de la tierra. Con la luz del siguiente rayo se quedó estupefacto al ver que su oficial intentaba incorporarse.
—¡Señor, quedaos tumbado! —bramó Galdar, haciendo un intento de agarrarlo.
Magit barbotó una maldición y lanzó una patada a la mano del minotauro. Gacha la cabeza contra la fuerza del viento, el jefe de garra se dirigió, dando bandazos y tambaleándose, hacia uno de los monolitos. Se agazapó detrás de la roca para escudarse con su enorme mole de la lluvia lacerante y del martilleo del granizo. Riéndose de los demás, se sentó con la espalda apoyada en la piedra y estiró las piernas.
El destello del rayo cegó a Galdar, y el estampido lo ensordeció. La fuerza del impacto lo levantó del suelo, al volver a caer se golpeó fuertemente. El rayo había descargado tan cerca que incluso lo oyó sisear en el aire y percibió el olor a fósforo y azufre, y a algo más: a carne quemada. Se frotó los ojos para intentar ver a través del relumbrón, y cuando se borró la brillante línea irregular grabada en sus retinas, enfocó los ojos hacia donde se hallaba el oficial. Con la luz del siguiente relámpago distinguió un bulto informe acurrucado al pie del monolito.
El cuerpo de Magit emitía un fulgor rojizo bajo una oscura costra, semejando un trozo de carne demasiado hecho. Salía humo del oficial; el viento lo arrastró, junto con fragmentos de piel y carne calcinadas. El rostro del hombre estaba completamente achicharrado, en una espantosa mueca que mostraba todos los dientes.
—Me complace ver que todavía tenéis ganas de reír, jefe de garra —masculló Galdar—. Os lo advertí.
El minotauro se pegó aún más contra el suelo mientras maldecía a sus costillas por estorbarle.
La lluvia arreció, si es que tal cosa era posible. Galdar se preguntó cuánto podría durar la rugiente tormenta. Tenía la extraña sensación de que llevaba así toda la vida, que él había nacido con esa tormenta y que se haría viejo y moriría con ella. Una mano le agarró el brazo y lo sacudió.
—¡Señor, mirad allí! —Uno de los caballeros se había arrastrado sobre el suelo y se encontraba a su lado—. ¡Señor! —El hombre acercó la boca a su oreja y gritó a pleno pulmón para hacerse oír por encima del estruendo de la lluvia, del granizo, del trueno, de la salmodia de los muertos—. ¡He visto moverse algo en esa dirección!
Galdar alzó la cabeza y escudriñó hacia donde señalaba el caballero, al mismísimo corazón de Neraka.
—¡Esperad al siguiente relámpago! —gritó el hombre—. ¡Allí! ¡Allí está!
La siguiente descarga no fue un simple rayo sino un colosal desgarrón llameante que alumbró el cielo, el suelo y las montañas con un intenso resplandor purpúreo. Perfilada contra el horrendo fulgor, una figura avanzaba hacia ellos caminando tranquilamente a través de la rugiente tormenta, aparentemente inmune al temporal, indiferente a los rayos, sin miedo a los truenos.
—¿Es uno de los nuestros? —preguntó Galdar, pensando en un primer momento que uno de los hombres podría haberse vuelto loco y haber echado a correr como los caballos.
Pero en el instante que hizo la pregunta supo que no era ése el caso. La figura caminaba, no corría. Y no huía, sino que se aproximaba.
La luz de la descarga se extinguió; cayó la oscuridad y perdieron de vista a la figura. Galdar aguardó con impaciencia a que el siguiente relámpago le mostrase aquel ser demente que desafiaba la furia de la tormenta. El siguiente rayo alumbró el suelo, las montañas, el cielo; la persona seguía allí, moviéndose hacia el grupo, y Galdar tuvo la sensación de que la canción de los muertos se había transformado en un himno de celebración.
De nuevo la oscuridad. El viento encalmó. El aguacero perdió intensidad hasta reducirse a una lluvia constante que parecía llevar el ritmo del paso de la extraña figura que se encontraba más próxima con cada nuevo resplandor. La tormenta llevó la batalla al otro lado de las montañas, a otras partes del mundo. Galdar se puso de pie.
Calados hasta los huesos, los caballeros se limpiaron el agua y el barro de los ojos y miraron compungidos las mantas empapadas. El viento era frío y cortante, y todos tiritaban, excepto Galdar, cuya gruesa piel, cubierta por una espesa capa de pelo, lo protegía de todo salvo de una temperatura extrema. Se sacudió el agua de los cuernos y aguardó a que la figura llegase a una distancia prudencial para darle el alto.
Las estrellas, que brillaban frías y mortíferas como puntas de lanza, aparecieron por el oeste. Los irregulares bordes postreros del frente tormentoso parecían destaparlas a su paso. La única luna había salido como desafiando a la tronada. Ahora la figura se encontraba a menos de diez metros de distancia y Galdar pudo verla claramente a la plateada luz del satélite.
Era un humano, un joven a juzgar por el cuerpo esbelto y bien proporcionado y la tez lisa del rostro. Llevaba el cabello casi al rape, de manera que sólo una capa rojiza, casi una sombra, cubría su cráneo. La ausencia de cabello acentuaba los rasgos de la cara y marcaba los altos pómulos, la afilada barbilla, la boca perfilada como la curva de un arco. El joven vestía la camisa y la túnica de un soldado de a pie de los caballeros, calzaba botas de cuero y, por lo que Galdar veía, no portaba espada a la cadera ni ninguna otra clase de arma.
—¡Alto, identifícate! —gritó—. Párate ahí, al borde del campamento.
El joven se detuvo con las manos en alto, las palmas hacia adelante para mostrar que las tenía vacías.
Galdar desenvainó su espada. En aquella extraña noche no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Sostuvo el arma torpemente con la mano izquierda; en realidad apenas le era de utilidad. A diferencia de otros guerreros a los que les habían amputado un brazo, él nunca había aprendido a manejar la espada con la otra mano. Antes de sufrir el grave percance había sido un buen espadachín, pero ahora, con su torpeza e ineptitud, tenía tantas posibilidades de herirse a sí mismo como a un adversario. En no pocas ocasiones Ernst Magit había sido espectador de las prácticas del minotauro y había estallado en carcajadas al ver sus desmañados movimientos.
El oficial ya no se reiría más de él.
Galdar avanzó, espada en mano; sentía la empuñadura húmeda y resbaladiza, y rezó para no dejarla caer. El joven no podía saber que era un guerrero acabado, un venido a menos. Sabía que su aspecto imponía y, por consiguiente, al minotauro le sorprendió que el joven no se mostrara aterrado ante él, que ni siquiera pareciera impresionado en absoluto.
—No llevo armas —dijo el recién llegado con una voz profunda que no encajaba con su apariencia juvenil. Tenía un timbre dulce, musical, que le recordó a Galdar las voces que había oído en el canto, que ahora sonaba quedo, como un murmullo reverente. No era exactamente la voz de un varón.
Galdar observó con mayor detenimiento al joven; su cuello, grácil como el largo tallo de un lirio, sostenía un cráneo perfectamente formado, liso, bajo la rojiza sombra de pelo. Examinó atentamente el cuerpo esbelto; los brazos eran musculosos, igual que las piernas, enfundadas en calzas de lana. La camisa, mojada, demasiado grande, colgaba suelta, y bajo los húmedos pliegues Galdar no podía ver nada, no sabía con seguridad si el humano que tenía delante era varón o hembra.
Los otros caballeros se reunieron alrededor, mirando de hito en hito a aquella persona joven, húmeda y brillante como un recién nacido. Los hombres tenían fruncido el entrecejo en un gesto inquieto, desconfiado. No se los podía culpar por ello. Todos se hacían la misma pregunta que Galdar: en nombre del gran dios astado que había desaparecido, abandonando desprotegido a su pueblo, ¿qué hacía ese humano en aquel valle maldito en una noche tan atroz?
—¿Cómo te llamas? —demandó el minotauro.
—Mina.
Una chica. Más bien una muchachita. No podía tener mas de diecisiete años, si es que los tenía. No obstante, aunque había dicho su nombre, un patronímico femenino muy popular entre los humanos, aunque se veían indicios de su sexo en las suaves líneas de su cuello y en la gracia de sus movimientos, Galdar seguía dudando. Había algo en ella que no era femenino.
Mina esbozó una sonrisa, como si pudiese oír sus dudas no expresadas.
—Soy hembra. —Se encogió de hombros—. Aunque eso no tiene importancia.
—Acércate más —ordenó en tono brusco Galdar.
La muchacha obedeció y adelantó un paso.
El minotauro la miró a los ojos y casi se le cortó la respiración. Había visto humanos de todas las formas y tamaños a lo largo de su vida, pero jamás a ningún ser vivo con ojos como aquéllos.
Desmesuradamente grandes, hundidos, tenían el color del ámbar, las pupilas negras, los iris bordeados por un anillo oscuro. La ausencia de cabello los hacía parecer aún más grandes. Mina parecía ser toda ella ojos, y aquellos ojos absorbieron y atraparon a Galdar del mismo modo que el dorado ámbar aprisionaba los cadáveres de pequeños insectos atrapados en él.
—¿Eres el jefe? —preguntó la muchacha.
Galdar echó una fugaz vistazo al cuerpo carbonizado que yacía al pie del monolito.
—Ahora sí —contestó.
Mina siguió su mirada y contempló el cadáver con desapasionada indiferencia. Luego volvió a mirar a Galdar, quien habría jurado que, durante un instante, había visto el cuerpo de Magit atrapado en el interior de los ojos ambarinos de la muchacha.
—¿Qué estás haciendo aquí, muchacha? —preguntó el minotauro—. ¿Te perdiste en la tormenta?
—No. Encontré mi camino en ella —repuso Mina. Sus iris ambarinos eran luminosos en aquellos ojos que no parpadeaban—. Os he hallado. He sido llamada y he acudido. Sois Caballeros de Takhisis, ¿verdad?
—Lo fuimos antaño —replicó secamente Galdar—. Aguardamos mucho tiempo el regreso de Takhisis, pero ahora los comandantes admiten lo que la mayoría de nosotros sabíamos desde hacía mucho. No va a volver. En consecuencia, ahora nos llamamos los Caballeros de Neraka.
Mina escuchó atentamente y meditó sobre ello. Pareció gustarle, porque asintió con actitud seria.
—Lo entiendo. He venido a unirme a los Caballeros de Neraka.
En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, los caballeros se habrían burlado o habrían hecho comentarios groseros, pero los hombres no estaban para frivolidades. Y tampoco Galdar. La tormenta había sido espantosa, en nada parecida a ninguna de las que había visto en su vida, y llevaba cuarenta años en el mundo. El jefe de garra había muerto, y los aguardaba una larga caminata a menos que, por algún milagro, pudiesen recuperar los caballos. No tenían vituallas, pues los animales se las habían llevado en las alforjas al huir. Tampoco disponían de más agua que la que pudiesen obtener escurriendo las mantas empapadas.
—Que esa estúpida mocosa vuelva corriendo a casa con su mamá —rezongó uno de los caballeros—. ¿Qué hacemos, suboficial?
—Yo voto por que nos larguemos de aquí —dijo otro—. Caminaré toda la noche si hace falta.
Los demás mascullaron su conformidad con él.
Galdar alzó la vista al cielo, que se había quedado despejado. Retumbaba el trueno, pero en la distancia; a lo lejos, los relámpagos fulguraban purpúreos sobre el horizonte occidental. La luna irradiaba suficiente luz para viajar. Galdar estaba cansado, terriblemente cansado. Los hombres tenían los rostros demacrados; todos ellos se encontraban al borde del agotamiento, pero el minotauro sabía qué sentían.
—Nos marchamos —anunció—. Pero antes hemos de hacer algo con eso. —Señaló con el pulgar hacia el cadáver calcinado de Ernst Magit.
—Dejémoslo ahí —dijo uno de los caballeros.
Galdar sacudió la astada cabeza. Era muy consciente de que durante todo el tiempo la chica lo observaba atentamente con aquellos extraños ojos.
—¿Acaso quieres que su espíritu te persiga el resto de tu vida? —preguntó el minotauro.
Los otros se miraron entre sí y después al cadáver. El día anterior habrían reído a mandíbula batiente ante la idea de que el fantasma de Magit los rondara. Ya no.
—¿Qué hacemos con él? —inquirió uno, desalentado—. No podemos enterrar a ese bastardo, porque el suelo es demasiado duro, y tampoco tenemos leña para incinerarlo.
—Envolved el cuerpo en una de las tiendas —intervino Mina—. Coged piedras y haced un túmulo sobre él. No es el primero que muere en el valle de Neraka —agregó fríamente—. Ni será el último.
Galdar miró hacia atrás. La tienda que habían atado a los monolitos permanecía intacta, aunque se hundía bajo el peso del agua de la lluvia.
—La idea de la chica es buena —manifestó—. Cortad la tienda para preparar una mortaja. Y daos prisa. Cuanto antes hayamos acabado, antes nos iremos. Quitadle la armadura —añadió—. Hemos de llevarla de vuelta al cuartel general como prueba de su muerte.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó uno de los caballeros al tiempo que hacía un gesto de repugnancia—. Su carne está pegada al metal como un filete sobre una parrilla.
—Cortadla —indicó Galdar—. Y limpiadla lo mejor que podáis. No le tenía tanto aprecio como para llevar trocitos suyos de un lado para otro.
Los hombres emprendieron la desagradable tarea azuzados por el ansia de marcharse cuanto antes de allí. Galdar se volvió hacia Mina y se encontró con aquellos ojos ambarinos, inmensos, clavados en él.
—Será mejor que regreses con tu familia, muchacha —rezongó—. Viajaremos a marchas forzadas, y no tendremos tiempo para ocuparnos de ti ni andar con mimos. Además, eres hembra, y esos hombres no son muy respetuosos con las virtudes de una mujer. Vuelve a casa.
—Estoy en ella —repuso Mina mientras miraba en derredor al valle. Los negros monolitos reflejaban la fría luz de las estrellas, como llamándolas para que brillasen, pálidas y gélidas, entre ellos—. Y he encontrado a mi familia. Me convertiré en uno de los Caballeros de Neraka. Ésa es mi vocación.
Galdar la miró exasperado, sin saber qué decir. Sólo le faltaba que aquella fantasiosa chiquilla viajara con ellos. No obstante, la muchacha se mostraba serena, tan segura de sí misma, controlando tan bien la situación que no se le ocurrió ningún argumento razonable.
Mientras reflexionaba sobre la situación hizo intención de envainar la espada. La empuñadura seguía mojada y resbaladiza, y no la sujetaba con firmeza. La manoseó torpemente, a punto de dejarla caer, y sólo consiguió asirla con un denodado esfuerzo. Alzó la mirada, furioso, ceñudo, como retando a la chica a que se atreviese siquiera a sonreír, ya fuera con desprecio o con lástima.
Mina observó sus esfuerzos sin decir nada, el rostro inexpresivo. Galdar metió la espada en la vaina.
—En cuanto a lo de unirte a la caballería, lo mejor que puedes hacer es presentarte en el cuartel de tu población y dar tu nombre.
Continuó recitando los procedimientos de reclutamiento, y siguió con los entrenamientos que conllevaba. Se lanzó a hacer un discurso sobre los años de dedicación y sacrificio, todo el tiempo sin dejar de pensar en Ernst Magit, que había comprado su ingreso en la caballería. De repente se dio cuenta de que la chica no lo escuchaba. Parecía prestar oídos a otra voz, una que él no podía oír. Su mirada era abstraída, y su semblante aparecía relajado, inexpresivo. Dejó de hablar sin acabar la frase.
—¿Te resulta difícil luchar con una sola mano? —preguntó ella, y el minotauro le asestó una mirada sombría.
—Puede que sea torpe —replicó bruscamente—, pero todavía puedo manejar una espada lo bastante bien para decapitarte de un tajo.
—¿Cómo te llamas? —inquinó la muchacha, sonriendo.
El minotauro le dio la espalda. Se acabó la conversación. Entonces reparó en que los hombres se las habían arreglado para separar a Magit de su armadura y ahora enrollaban el bulto informe del cadáver, todavía humeante, en la tienda.
—Galdar, me parece —continuó Mina.
Él giró sobre sus talones para contemplarla atónito mientras se preguntaba cómo sabía su nombre.
Se le ocurrió que uno de los hombres debía de haberlo pronunciado. Sin embargo, no recordaba que ninguno de ellos se hubiese dirigido a él de ese modo.
—Dame la mano, Galdar —dijo Mina.
—¡Márchate de aquí ahora que todavía tienes ocasión de hacerlo, chica! —gritó, furioso—. No estamos de humor para juegos tontos. Mi oficial ha muerto, y ahora soy responsable de esos hombres. No tenemos monturas ni víveres.
—Dame la mano, Galdar —insistió quedamente la muchacha.
Con el sonido de su voz, ronca y a la vez dulce, el minotauro volvió a oír el canto entre las rocas. Notó que se le ponía el vello de punta, se estremeció de la cabeza a los pies y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Tenía intención de darle la espalda, pero se sorprendió a sí mismo levantando la mano izquierda.
—No, Galdar, la mano derecha. Dame la mano derecha.
—¡No tengo mano derecha! —bramó Galdar con rabia y angustia.
El grito se atascó en su garganta y los hombres se volvieron, alarmados por el sonido estrangulado.
Galdar se miraba fijamente, con incredulidad. El brazo le había sido amputado por el hombro, pero extendiéndose desde el muñón ahora había una imagen fantasmal de lo que antaño fuera su extremidad derecha. La imagen titilaba con el viento, como si el brazo fuese de humo y ceniza, pero sin embargo lo veía claramente, y también lo veía reflejado en la pulida superficie negra del monolito. Podía sentir la fantasmal extremidad, pero en realidad nunca había dejado de sentir el brazo que ya no tenía. Ahora contempló cómo su brazo, el derecho, se levantaba; observó cómo su mano, la derecha, se tendía temblorosa.
Mina extendió la suya y tocó los dedos fantasmales.
—Tu brazo se ha restituido —dijo.
Galdar miró con asombro infinito. Su brazo. Lo tenía otra vez...
Su brazo derecho.
Ya no era una imagen fantasmal, de humo y ceniza, ni era el brazo que veía en sueños y que desaparecía, para su gran desesperación, al despertar. Galdar cerró los ojos, apretó con fuerza los párpados, y luego volvió a abrirlos.
El brazo seguía allí.
Los otros caballeros se habían quedado mudos de la impresión, paralizados. Sus semblantes estaban pálidos a la luz de la luna. Sus miradas iban a Galdar, al brazo, a Mina.
Galdar ordenó a sus dedos que se abrieran y se cerraran, y obedecieron. Alzó la mano izquierda, temblando, y se tocó el brazo.
La piel tenía un tacto cálido, el vello era suave. El brazo era de carne y hueso. Era real.
El minotauro bajó la mano, la derecha, y asió la espada. Sus dedos se cerraron amorosamente en torno a la empuñadura. De repente las lágrimas lo cegaron.
Debilitado, estremecido, Galdar se hincó de rodillas en el suelo.
—Señora —dijo con la voz temblorosa por un temor reverencial—, no sé qué hiciste ni cómo lo hiciste, pero estoy en deuda contigo el resto de mis días. Lo que quieras de mí, lo tienes.
—Júrame por el brazo con que manejas la espada que me concederás lo que te pida —pidió Mina.
—¡Lo juro! —prometió Galdar.
—Hazme tu oficial —dijo Mina.
Galdar se quedó estupefacto, abrió y cerró la boca, tragó saliva.
—Te... te recomendaré a mis superiores...
—Hazme tu oficial al mando —repitió ella, su voz dura como el suelo, oscura como los monolitos—. No combato por avaricia. No lucho por prebendas. No peleo por poder. Lo hago por una causa, y es la gloria. Pero no para mí misma, sino para mi dios.
—¿Quién es tu dios? —preguntó el minotauro, sobrecogido.
Mina sonrió; fue una mueca apagada, fría, desdibujada.
—Su nombre no puede pronunciarse. Mi dios es el Único, el que cabalga las tormentas, el que gobierna la noche. Es Él quien te devolvió tu cuerpo. Júrame lealtad, Galdar. Sígueme a la victoria.
El minotauro recordó a todos los oficiales bajo cuyas órdenes había servido. Oficiales como Ernst Magit, que ponían los ojos en blanco cuando se mencionaba la Visión de Neraka. La mayoría de los mandos sabían que la Visión era una farsa, un chanchullo. Mandos como el Maestre del Lirio, superior de Galdar, que bostezaba sin recato mientras se recitaba el Voto de Sangre, que había metido al minotauro en la caballería como una broma. Mandos como el actual Señor de la Noche, Targonne, de quien todo el mundo sabía que escamoteaba fondos de las arcas de la caballería para enriquecerse. Galdar alzó la cabeza y miró los ojos ambarinos.
—Eres mi comandante, Mina —dijo—. Te juro fidelidad a ti y a nadie más.
La muchacha tocó de nuevo la mano del minotauro. Su tacto resultaba doloroso e hizo que su sangre ardiera. Galdar se deleitó con la sensación, el dolor fue bienvenido. Hacía demasiado tiempo que sentía dolor en un brazo que no tenía.
—Serás mi segundo al mando, Galdar. —Mina volvió la mirada ambarina hacia los otros caballeros—. ¿Vosotros me seguiréis también?
Algunos de los hombres estaban con el minotauro cuando éste había perdido el brazo, habían visto brotar a chorros la sangre por el miembro casi seccionado. Cuatro de ellos lo habían sujetado mientras el cirujano lo amputaba. Lo habían oído suplicar la muerte, una gracia que rehusaron concederle y que él, por honor, tampoco podía dispensarse. Esos hombres veían ahora el nuevo brazo, a Galdar empuñando de nuevo la espada. Habían presenciado cómo la muchacha caminaba a través de la sobrenatural tormenta, inmune a su mortífero despliegue.
Varios de esos hombres habían sobrepasado los treinta años y eran veteranos de guerras brutales y duras campañas. Entendían que Galdar jurase fidelidad a aquella extraña chiquilla que lo había sanado, pero en lo tocante a ellos...
Mina no los presionó ni discutió ni intentó engatusarlos; por su actitud se diría que daba por hecho que aceptaban. Se acercó al cadáver del jefe de garra, que yacía en el suelo al pie del monolito, envuelto parcialmente en la tienda, y cogió el peto de Magit. Lo miró, lo examinó y luego metió los brazos por las correas de sujeción y se puso la pieza de la armadura sobre la húmeda camisa. El peto era demasiado grande y pesado para ella, de modo que Galdar esperaba verla doblarse.
Se quedó boquiabierto cuando la pieza de metal empezó a adquirir un brillo rojizo, mudó de forma y se adaptó al esbelto cuerpo de la muchacha, abrazándola como un amante.
El peto había sido negro, con la imagen de la calavera repujada en relieve. También había recibido de lleno el impacto del rayo, pero el daño ocasionado por la descarga era en verdad extraño. La calavera que lo adornaba estaba hendida en dos y un relámpago zigzagueaba entre ambas mitades.
—Éste será mi emblema —anunció Mina mientras pasaba los dedos sobre el cráneo hendido.
A continuación se puso el resto del equipo de Magit, deslizando los brazales en los antebrazos y las espinilleras en las piernas. Al entrar en contacto con la piel de la muchacha, cada pieza de la armadura irradiaba el brillo rojo del metal cuando acaba de salir de la forja, y una vez fría le quedaba perfectamente ajustada, como si hubiese sido hecha para ella.
Recogió el yelmo, pero no se lo puso, sino que se lo tendió a Galdar.
—Sostén esto un momento, suboficial —dijo.
El minotauro lo tomó en actitud enorgullecida, reverentemente, como si fuese el objeto a cuya búsqueda hubiese dedicado toda su vida.
Mina se arrodilló junto al cadáver de Ernst Magit, tomó la mano carbonizada en la suya, inclinó la cabeza y empezó a orar.
Ninguno de los presentes oyó las palabras que pronunciaba, no entendió qué decía ni a quién se dirigía. El cántico de las voces de los muertos cobró intensidad entre las piedras; la luna y las estrellas desaparecieron y la oscuridad los envolvió. La muchacha continuó con su rezo, musitando palabras que proporcionaban consuelo.
Mina finalizó sus plegarias y, al ponerse de pie, se encontró con que todos los caballeros se hallaban postrados ante ella. En las envolventes tinieblas no veían nada, ni a los otros ni siquiera a sí mismos. Sólo la veían a ella.
—Eres mi comandante, Mina —manifestó uno, contemplándola como el hambriento mira el pan y el sediento el agua fresca—. Pongo mi vida a tu servicio.
—Al mío no —respondió ella—. Al del Único.
—¡Por el Único! —prometieron al unísono todos, y sus voces se fusionaron con el cántico que ya no resultaba amedrentador sino exultante, incitador, una llamada a las armas—. ¡Por Mina y el Único!
Las estrellas resplandecieron en los monolitos, la luz de la luna refulgió en el sinuoso relámpago del peto de Mina. Se oyó el retumbo de un trueno, pero en esta ocasión no provenía del cielo.
—¡Los caballos! —gritó uno de los caballeros—. ¡Los caballos han vuelto!
A la cabeza de los animales venía un corcel como jamás habían visto. Rojo como el vino, como la sangre, el caballo dejó muy atrás al resto, se dirigió directamente a Mina y se paró ante ella; la acarició con el hocico y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Envié a Fuego Fatuo en busca de vuestras monturas. Vamos a necesitarlas —explicó Mina mientras acariciaba la negra crin de corcel rojo—. Esta noche partimos hacia el sur y cabalgaremos a marchas forzadas. Debemos estar en Sanction dentro de tres días.
—¡Sanction! —exclamó Galdar—. Pero, muchacha... Eh... quiero decir, jefe de garra, los solámnicos controlan esa plaza, la ciudad está bajo asedio. Nosotros pertenecemos al puesto de destacamento de Khur, y nuestras órdenes...
—Partimos hacia Sanction esta noche —repitió Mina. Su mirada se volvió hacia el sur y se mantuvo en esa dirección.
—Pero ¿por qué, jefe de garra? —preguntó Galdar.
—Porque es donde se nos ha convocado —respondió la muchacha.