16 El relato de Tasslehoff

La casa de la reina madre estaba construida en la cara de un risco desde el que se dominaba Qualinost. Al igual que todas las estructuras elfas, la casa se fundía con la naturaleza, parecía parte del paisaje como, de hecho, lo eran muchos de sus componentes. Los constructores elfos habían llevado a cabo la obra de manera que la cara del risco formara parte del edificio. Vista desde lejos, la casa parecía una arboleda que crecía sobre una amplia cornisa que sobresalía del promontorio. Únicamente al acercarse, el observador divisaba el camino que ascendía hacia la construcción y entonces se daba cuenta de que los árboles eran en realidad paredes, sus ramas el tejado y que el risco también se había aprovechado para formar muchos de los muros.

La pared norte del atrio era la pendiente rocosa del promontorio. Crecían flores y árboles, en cuyas ramas cantaban los pájaros. Un arroyuelo corría pendiente abajo, formando muchas charcas pequeñas en su descenso. Como la profundidad de cada remanso era distinta, el ruido del agua al caer variaba, de modo que creaba un sonido musical, bellamente armonioso.

Tasslehoff se quedó encantado al descubrir que existía una cascada de verdad dentro de la casa y trepó por las rocas, resbalando peligrosamente en la húmeda superficie. Lanzó exclamaciones de júbilo al ver cada nido de pájaro, arrancó de raíz una planta singular mientras intentaba coger una flor y, finalmente, Kalindas tuvo que bajarlo a la fuerza cuando el kender insistió en trepar hasta el techo.

Ése sí era Tasslehoff. Cuanto más lo observaba Palin, más recordaba y más se convencía de que aquel kender era el mismo que conocía tan bien desde la infancia. Advirtió que Laurana también observaba a Tas y que lo hacía con expresión perpleja, teñida de asombro. El mago supuso que era perfectamente verosímil que el kender hubiese estado vagabundeando por el mundo durante treinta y ocho años hasta que finalmente se le pasó por la cabeza dejarse caer por Solace para sostener una charla con Caramon.

Descartó la idea. Cualquier otro kender podría haber hecho tal cosa, pero no Tasslehoff. Era único en su especie, como a Caramon le gustaba decir. O quizá, no tan único, después de todo. Tal vez si se hubiesen molestado en conocer a fondo a otros kenders habrían descubierto que todos eran amigos leales y compasivos. Sin embargo, si Tas no se había pasado casi cuarenta años deambulando por todo Krynn, entonces ¿dónde había estado?

Palin escuchó atentamente el relato del caballero sobre la aparición de Tas en la tumba la noche de la tormenta (una curiosa coincidencia, de la que el mago tomó buena nota), de cómo lo reconoció Caramon, de su consiguiente muerte y de sus últimas palabras a sir Gerard.

—A vuestro padre lo inquietó no encontrar a su hermano Raistlin. Dijo que le había prometido esperarlo. Y luego llegó el requerimiento de vuestro padre, señor —concluyó Gerard—. Me pidió que llevase a Tasslehoff hasta Dalamar. ¿He de considerar que se refería al hechicero de tan infame reputación?

—Supongo que sí —fue la evasiva respuesta de Palin, que estaba decidido a no revelar nada de lo que pensaba.

—De acuerdo con la Medida, señor, el honor me obliga a cumplir la petición de un moribundo, pero puesto que el hechicero Dalamar ha desaparecido y nadie ha sabido de él desde hace tantos años, no sé muy bien cómo actuar.

—Tampoco yo —contestó Palin.

Las últimas palabras de su padre lo intrigaban. Era muy consciente de que su progenitor mantenía la firme creencia de que Raistlin no abandonaría el plano mortal hasta que su hermano se le uniera en ese tránsito.

«Somos gemelos, Raist y yo —solía decir Caramon—. Por ese motivo, ninguno de los dos puede pasar de este mundo al próximo sin el otro. Los dioses le concedieron a Raist la paz en el sueño, pero lo despertaron durante la Guerra de Caos y fue entonces cuando me dijo que me esperaría.»

Efectivamente, Raistlin había regresado al mundo de los vivos al estallar la Guerra de Caos. Viajó hasta la posada El Último Hogar y allí pasó un tiempo con Caramon. Durante su estancia, Raistlin había pedido perdón a su gemelo, según el posadero. Palin jamás había cuestionado la fe de su padre en su retorcido hermano, aunque para sus adentros opinaba que Caramon se permitía el capricho de vivir de ilusiones.

Empero, no se consideraba con derecho a intentar disuadir a Caramon de esa creencia. Después de todo, nadie sabía con certeza qué ocurría con las almas de quienes morían.

—El kender afirma que viajó en el tiempo, al futuro, y que apareció aquí con ayuda del ingenio mágico. —Gerard sacudió la cabeza y sonrió—. Al menos, es la excusa más original que he oído en labios de uno de estos rateros.

—No es ninguna excusa —manifestó Tas, que había intentado interrumpir al caballero en varios momentos de su relato hasta que, finalmente, Gerard lo amenazó con amordazarlo si no se quedaba callado—. Yo no robé el ingenio. Fizban me lo dio. Y viajé en el tiempo hacia el futuro. En dos ocasiones. La primera vez llegué demasiado tarde, y la segunda... No sé qué ocurrió.

—Déjame ver ese objeto mágico, Gerard —pidió Palin—. Quizás eso nos ayude a llegar a alguna conclusión.

—¡Yo te lo enseñaré! —se ofreció, anhelante, el kender. Rebuscó en sus bolsillos, se ahuecó la pechera de la camisa para mirar debajo, se tanteó las perneras del pantalón—. Sé que está en alguna parte...

—Si ese artefacto es tan valioso como lo describes, caballero, ¿por qué permitiste que siguiera en posesión del kender? Si es que aún lo tiene... —insto el mago, al tiempo que dirigía una mirada acusadora al otro hombre.

—No hice tal cosa, señor —se defendió Gerard—. Se lo he quitado no sé cuántas veces, pero el artefacto siempre vuelve a él. El kender dice que es así como funciona.

El corazón de Palin empezó a latir más deprisa, su sangre se encendió, sus manos, que siempre estaban frías y entumecidas, le hormiguearon. Laurana se había puesto de pie en un acto reflejo.

—Palin, ¿crees que es...? —empezó.

—¡Lo encontré! —anunció, triunfante, Tas mientras sacaba el objeto de una de sus botas—. ¿Quieres cogerlo, Palin? No te hará daño ni nada por el estilo.

El artefacto tenía un tamaño lo bastante reducido para caber dentro de la bota del kender, pero, al tiempo que Tas lo sacaba, el kender tuvo que sostenerlo con las dos manos. Y, sin embargo, Palin no lo había visto cambiar de forma ni hacerse más grande. Era como si siempre fuera como tenía que ser, cualesquiera que fuesen las circunstancias; y, si algo cambiaba, era la percepción visual del artefacto, no el artefacto en sí. Gemas muy antiguas —rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas— centelleaban y relucían a la luz del sol, atrapando los rayos del astro y transformándolos en trazos difuminados con todos los colores del arco iris que salían de entre las manos del kender y se reflejaban en las paredes y el suelo.

Palin empezó a alargar las manos tullidas para sostener el objeto, pero entonces vaciló. De repente sintió miedo, no de que el artefacto le causara daño; sabía perfectamente que no lo haría. Lo había visto siendo un crío. Su padre se lo había mostrado, lleno de orgullo, a sus hijos. Además le resultaba familiar por sus estudios, durante su juventud; había visto dibujos del objeto en los libros de la Torre de la Alta Hechicería. Era el ingenio para viajar en el tiempo, uno de los artefactos más importantes y poderosos de todos los creados por los maestros de la Torre. No le ocasionaría ningún daño físico, pero sí podía causarle un terrible e irreversible daño moral.

Sabía por experiencia el placer que experimentaría cuando tocase el artefacto: sentiría la antigua magia, la magia pura, la magia amada, la magia que le llegaba sin mácula, entregada sin condiciones, un regalo de fe, una bendición de los dioses. La sentiría, pero sólo débilmente, del mismo modo que se percibe el olor de los pétalos de la rosa prensada entre las páginas de un libro, su dulce fragancia reducida a un mero recuerdo. Y, porque sólo era un recuerdo, tras el placer vendría el dolor, el intenso y desgarrador dolor de la pérdida.

Sin embargo, no pudo resistirse. «Quizás esta vez sea capaz de retenerla —se dijo—. Quizás esta vez, con este artefacto, la magia regrese a mí.»

Los temblorosos y retorcidos dedos del mago tocaron el objeto.

Gloria... Esplendor... Rendición...

Palin gritó y sus dedos deformados se cerraron fuertemente sobre el objeto. Las gemas se hincaron en su carne.

Verdad... Belleza... Arte... Vida...

Lágrimas ardientes quemaron sus párpados y se deslizaron por sus mejillas.

Muerte... Pérdida... Vacío...

Los sollozos desgarrados de Palin salieron de lo más hondo de su ser, amargos por todo lo que había perdido. Lloró por la muerte de su padre, por las tres lunas que habían desaparecido del cielo, por sus manos destrozadas, por su propia traición a todo aquello en lo que había creído, por su inconstancia, por su desesperada necesidad de intentar experimentar de nuevo el éxtasis.

—Se encuentra mal. ¿No deberíamos hacer algo? —pregunto Gerard, inquieto.

—No, señor caballero. Dejémoslo en paz —advirtió suavemente Laurana—. No podemos hacer nada por él. No debemos hacer nada por él. Esto es necesario. Aunque sufra ahora, después se sentirá mejor tras liberar todo eso que ha estado guardando.

—Lo siento, Palin —exclamó Tas con gran remordimiento—. No creía que te haría daño. ¡De verdad! A mí nunca me lo hizo.

—¡Pues claro que a ti no te lo haría, condenado kender! —replicó el mago, que sentía el dolor como algo vivo dentro de él, algo que se retorcía y enroscaba sobre su corazón, que aleteaba en su pecho como un pájaro frenético al que ha atrapado una serpiente—. ¡Para ti sólo es un bonito juguete! Para mí, un narcótico que proporciona sueños maravillosos, de gran felicidad. —Su voz se quebró—. Hasta que se pasan los efectos. Los sueños acaban y he de despertar para enfrentarme de nuevo a la desesperanza y al trabajo ingrato, a la amarga, prosaica realidad. —Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el artefacto, apagando el brillo de las gemas.

»Antaño —dijo con voz tensa—, podría haber creado un artilugio tan maravilloso y poderoso como éste. Podría haber sido lo que tú afirmas que era: jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. Podría haber tenido el futuro que mi tío previo para mí. Antaño habría podido ser un hechicero de gran talento, poderoso. Miro este artefacto, y eso es lo que veo. Pero miro un espejo y veo algo completamente distinto. —Abrió los dedos. Ni siquiera podía ver el objeto a causa de sus amargas lágrimas, sólo la luz de su magia, titilante, burlona—. Mi magia disminuye, mis poderes se debilitan día a día. Sin la magia, sólo nos queda una esperanza: ¡la de la muerte, que es mejor que esta vida deplorable!

—¡Palin, no digas eso! —lo reprendió Laurana con severidad—. Así pensábamos en los oscuros días anteriores a la Guerra de la Lanza. Recuerdo que Raistlin dijo algo acerca de que la esperanza era como una zanahoria que colgaba delante del hocico del caballo de tiro para engatusarlo a que siguiera caminando. Pues bien, seguimos adelante y, al final, tuvimos nuestra recompensa.

—Cierto —convino Tas—. Yo me comí la zanahoria.

—Ya lo creo que se nos recompensó —dijo el mago con sorna—. ¡Con este maldito mundo en que nos encontramos ahora!

El roce del artefacto resultaba doloroso; de hecho, lo había apretado tan fuerte que las aristas de las gemas le habían cortado la carne. Pero aun así siguió asiéndolo firmemente, con codicia. El dolor era preferible a la sensación de entumecimiento.

Gerard se aclaró la garganta; parecía azorado.

—¿He de entender, pues, que estaba en lo cierto? —dedujo, sin demasiada convicción—. ¿Es un artefacto poderoso de la Cuarta Era?

—Lo es —confirmó Palin.

Esperaron a que añadiese algo más, pero el mago se negó a ciarles ese gusto. Deseaba que se marcharan, que lo dejaran solo para ordenar sus ideas, que corrían de aquí para allá como ratas en una cueva cuando alguien enciende una antorcha, escabullándose en oscuros agujeros, colándose entre grietas y, algunas, observando fascinadas, con relucientes ojos, la cegadora luz de las llamas. Pero tenía que soportarlos; a ellos y a sus tonterías, a sus necias preguntas.

—Cuéntame qué ocurrió, Tas —pidió el mago—. Pero nada de tus historietas sobre mamuts lanudos. Esto es muy importante.

—Lo comprendo —musitó el kender, impresionado—. Te diré la verdad, lo prometo. Todo empezó un día, cuando asistía al funeral de una gran amiga kender a la que había conocido la víspera. Tuvo un desafortunado encuentro con un fantasma y le... eh... —Tas titubeó al advertir que Palin fruncía el entrecejo—. No importa, como les dijeron a los gnomos. Te contaré esa historia después. En fin, durante su funeral se me ocurrió que muy pocos kenders vivían el tiempo suficiente para llegar a lo que vosotros llamáis personas mayores. Para entonces ya había vivido mucho más que la mayoría de los kenders que conocía, y de repente comprendí que seguramente Caramon duraría muchos años más que yo. Lo que más deseaba hacer antes de morir era contarle a todo el mundo lo buen amigo que Caramon había sido para mí, y pensé que el mejor momento para hacerlo sería en su funeral. Sin embargo, si Caramon me sobrevivía, lo de acudir a su funeral sería un problema.

»La cuestión es que un día, cuando hablaba con Fizban, le expliqué esto, y él me dijo que lo que deseaba hacer era algo bueno y noble y que él podía arreglarlo, que hablaría en el funeral de Caramon viajando en el tiempo, cuando ese funeral se llevara a cabo. Me dio este artefacto y me explicó cómo funcionaba, además de darme instrucciones estrictas de saltar al futuro, hablar en el funeral y regresar de inmediato. "Nada de zascandilear", dijo. Por cierto, no crees que considerará este viaje como "zascandilear", ¿verdad? —preguntó, inquieto—. Porque resulta que realmente estoy disfrutando viendo otra vez a mis amigos. Es mucho más divertido que ser aplastado por el pie de un gigante.

—Sigue con el relato, Tas —instó el mago, lacónico—. Hablaremos de eso después.

—Sí, de acuerdo. Bueno, pues utilicé el artilugio y salté hacia el futuro pero, en fin, ya sabes que Fizban lía un poco las cosas de vez en cuando. Siempre se le olvida cómo se llama o dónde tiene su sombrero, aunque lo lleva puesto en la cabeza, o cómo se realiza el conjuro de bola de fuego, así que imagino que se equivocó en sus cálculos, porque cuando salte hacia el futuro la primera vez, el funeral de Caramon había terminado. Me lo perdí. Llegué justo a tiempo del refrigerio. Y, a pesar de que disfruté charlando con todo el mundo y de que los pastelillos de hojaldre con crema de queso que Jenna había preparado estaban para chuparse los dedos, no pude hacer lo que quería y para lo que había ido en realidad. Recordé que había prometido a Fizban no zascandilear y regresé.

»Y, para ser sincero —Tas agachó la cabeza y movió los pies con nerviosismo—, después olvidé por completo lo de hablar en el funeral de Caramon. Pasé una época de lo más excitante. Estalló la Guerra de Caos y luchamos contra seres de sombras, y me encontré con Dougan y con Usha, tu esposa, ¿sabes, Palin? Todo era tremendamente interesante. Y ahora, en este otro tiempo, cuando el mundo está a punto de acabar y un pie de gigante va a espachurrarme dentro de unos instantes, es cuando he recordado que no había hablado en el funeral de Caramon. Así pues, activé el ingenio con toda rapidez y vine aquí para decir lo buen amigo que era Caramon antes de que el gigante me pise.

—Esto es ridículo —rezongó Gerard mientras sacudía la cabeza.

—Perdona —dijo Tas, muy serio—, pero es una falta de educación interrumpir. En fin, que vine aquí y aparecí en la tumba, y Gerard me cogió y me llevó a ver a Caramon. Y pude contarle lo que iba a decir de él en el funeral, y a él le gustó muchísimo. Sólo que nada era como recordaba de la primera vez. Se lo comenté a Caramon, y él se mostró muy preocupado, pero entonces cayó muerto, antes de que tuviese tiempo de hacer algo al respecto. Y entonces tampoco encontró a Raistlin, aunque sabía que su gemelo nunca pasaría a la siguiente vida sin él, que es la razón por la que creo que dijo que yo debía hablar con Dalamar. —Tas respiró profundamente, ya que casi se había quedado sin aire al soltar toda la parrafada—. Por eso estoy ahora aquí.

—¿Creéis esto, milady? —inquirió Gerard.

—No sé qué creer —respondió quedamente Laurana; volvió la vista hacia Palin, pero el mago esquivó los ojos y fingió estar absorto en la inspección del artilugio, casi como si esperara hallar las respuestas grabadas sobre el brillante metal.

—Tas —pidió Palin en tono inexpresivo para no revelar el curso que seguían sus ideas—, cuéntame todo lo que recuerdes sobre la primera vez que viniste al funeral de mi padre.

Tasslehoff así lo hizo; relató que habían asistido Dalamar, lady Crysania, Riverwind y Goldmoon, que los caballeros solámnicos habían enviado un representante que viajó desde la Torre del Sumo Sacerdote, que Gilthas acudió desde el reino elfo de Qualinesti, y Silvanoshei, de su reino de Silvanesti, y que Porthios y Alhana asistieron también y que la elfa estaba tan hermosa como siempre.

—Y tú estabas allí, Laurana, y te sentías muy feliz porque, en tu opinión habías vivido lo suficiente para ver hecho realidad tu sueño más querido: las naciones élficas unidas en paz y fraternidad.

—Sólo es un cuento que se ha inventado —comentó Gerard, impaciente—. Una de esas historias de «lo que podría haber sido».

—Lo que podría haber sido —repitió Palin, que observaba los destellos del sol en las gemas del artefacto—. Mi padre sabía una de esas historias. —Miró a Tas—. Mi padre y tú viajasteis al futuro una vez, ¿verdad?

—No fue culpa mía —respondió precipitadamente el kender—. Nos pasamos de la fecha. Verás, intentábamos regresar a nuestro propio tiempo, que era el año 356, pero por un error de cálculo aparecimos en el 358. No en nuestro 358, sino en un 358 realmente espantoso, donde encontramos la tumba de Tika y a la pobre Bupu muerta sobre las cenizas que cubrían la tierra, y el cadáver de Caramon. Un 358 que, gracias a los dioses, nunca ocurrió porque Caramon y yo viajamos hacia el pasado para asegurarnos de que Raistlin no se convirtiera en un dios.

—Caramon me contó eso una vez —dijo Gerard—. Pensé que... En fin, que se estaba haciendo viejo y que le gustaba relatar cuentos, así que no lo tomé en serio.

—Mi padre creía firmemente que así había ocurrido —adujo el mago, y no añadió nada más.

—¿Lo crees tú, Palin? —inquirió Laurana—. Y, más importante aún, ¿crees la historia de Tasslehoff? ¿Es eso lo que piensas?

—Lo que pienso es que necesito saber mucho más sobre este artilugio —contestó él—. Motivo por el que, naturalmente, mi padre pidió que se lo llevaran a Dalamar. Es la única persona en este mundo que se hallaba presente en la época en que mi padre accionó la magia del ingenio.

—¡Yo también estaba! —les recordó Tas—. Y ahora me encuentro aquí.

—Sí —convino Palin con una mirada impasible y calculadora—. Así es.

Una idea empezaba a cobrar forma en su mente. No era más que una chispa, una minúscula llamita en un negro vacío. Sin embargo, había bastado para hacer que las ratas se escabulleran a todo correr.

—Pero no puedes preguntarle a Dalamar —razonó Laurana con sentido práctico—. Nadie lo ha visto desde su regreso de la Guerra de Caos.

—No, Laurana, te equivocas. Una persona lo vio antes de su misteriosa desaparición: su amante, Jenna. Esa mujer insiste en que ignora adonde fue, pero jamás la he creído. Y ella es la persona que podría saber algo sobre este artefacto.

—¿Dónde vive la tal Jenna? —inquirió Gerard—. Vuestro padre me encomendó la misión de llevar al kender y el artilugio mágico a Dalamar. Tal vez no pueda hacer eso, pero al menos podría escoltaros a vos, señor, y al kender...

—Imposible, caballero —dijo Palin mientras sacudía la cabeza—. Jenna vive en Palanthas, una ciudad bajo el control de los caballeros negros.

—Lo mismo que Qualinesti, señor —apuntó Gerard, esbozando una leve sonrisa.

—Una cosa es cruzar las fronteras boscosas de Qualinesti pasando inadvertido —señaló el mago—. Entrar en una ciudad amurallada y estrechamente vigilada es muy distinto. Además, el viaje nos llevaría mucho tiempo. Sería más fácil encontrarnos con Jenna a mitad de camino. Quizás en Solace.

—Pero ¿puede Jenna salir de Palanthas? —preguntó Laurana—. Creía que los caballeros negros habían restringido los viajes desde Palanthas tanto como el acceso a la ciudad.

—Tales restricciones serán aplicables para la gente normal, pero no para Jenna —repuso secamente Palin—. Consiguió que su negocio siguiera funcionando bien cuando los caballeros ocuparon la ciudad. Muy bien, a decir verdad. Ha dejado atrás la juventud, pero aún es una mujer atractiva. Y también la más rica de Solamnia, así como una de las hechiceras más poderosas. No, Laurana, Jenna no tendrá dificultades para viajar a Solace. —Se puso de pie. Necesitaba quedarse solo, reflexionar.

—¿Acaso sus poderes no están menguando como te ocurre a ti? —le preguntó la elfa.

Palin apretó los labios en un gesto de fastidio. No le gustaba hablar de eso, como no le gustaría a ninguna persona referirse a la enfermedad incurable que la está consumiendo.

—Jenna posee ciertos artefactos que siguen trabajando en su favor, al igual que yo poseo otros que me ayudan a mí. No es gran cosa —añadió cáusticamente—, pero vamos tirando.

—Tal vez sea el mejor plan —convino Laurana—. Pero ¿cómo regresarás a Solace? Las calzadas están cerradas...

Palin se mordió el labio inferior para reprimir una respuesta cortante. ¿Es que nunca iban a dejar de enjuiciar sus decisiones y de ponerle inconvenientes?

—No para un caballero negro —intervino Gerard—. Me ofrezco como escolta, señor. Vine con un prisionero kender, y partiré con un prisionero humano.

—Sí, sí, buena idea, caballero —contestó con impaciencia Palin—. Encárgate de concretar los detalles. —Echó a andar, ansioso por escapar al silencio de su cuarto, pero se le ocurrió otra pregunta importante, así que se detuvo y se volvió para plantearla—. ¿Conoce alguien más el descubrimiento de este artefacto?

—A estas alturas, probablemente la mitad de la población de Solace, señor —respondió adustamente Gerard—. El kender no fue muy discreto al respecto.

—En tal caso no debemos perder tiempo —concluyó el mago en tono seco—. Me pondré en contacto con Jenna.

—¿Y cómo lo harás? —quiso saber Laurana.

—Tengo mis recursos —respondió él, esbozando una mueca amarga—. No demasiados, pero me las arreglaré con lo que dispongo.

Salió de la estancia sin mirar atrás. No necesitaba hacerlo. Percibía su pesadumbre y su dolor acompañándolo como una presencia intangible. Se sintió momentáneamente avergonzado por haberle hablado con brusquedad y casi se dio la vuelta para pedirle disculpas. Después de todo, era su invitado, y al albergarlo estaba poniendo en peligro su propia vida. Vaciló y luego siguió caminando.

«No —pensó, sombrío—. Laurana no puede entenderlo. Ni Usha. Ni ese arrogante caballero con tanto desparpajo. Ninguno de ellos puede entenderlo. No tienen ni idea de lo que he pasado, lo que he sufrido. Lo que he perdido. ¡Antaño llegué a tocar la mente de los dioses!», se lamentó en un callado grito de infinita angustia.

Se detuvo para escuchar el silencio, para ver si, por casualidad, oía una débil voz respondiendo a su dolido lamento.

Sólo oyó, como siempre, el eco vacío.

«Creen que he sido liberado de la prisión, que mi tormento ha acabado. Se equivocan. Mi reclusión perdura día tras día, en monótona sucesión. La tortura prosigue indefinidamente. Me rodean muros grises. Me siento en cuclillas entre mi propia inmundicia. Tengo los huesos del alma rotos, astillados. Mi hambre es tan grande que me devoro a mí mismo. Mi sed tan inmensa que bebo mis propios desechos. En eso me he convertido.»

Llegó al refugio de su habitación, cerró la puerta y arrastró una silla para apoyarla contra la hoja y atrancarla. A ningún elfo se le ocurriría invadir la intimidad de alguien que se hubiese aislado, pero Palin no se fiaba de ellos. No se fiaba de nadie.

Tomó asiento ante el escritorio, pero no escribió a Jenna. Se llevó la mano a un pequeño pendiente de plata que llevaba en el lóbulo de la oreja, pronunció la fórmula del conjuro, unas palabras que quizá ya no importaba si se decían o no, puesto que no había nadie para escucharlas. A veces los artefactos funcionaban sin las palabras rituales, y otras veces no funcionaban en absoluto en ninguna circunstancia. En la actualidad, eso último ocurría con mayor frecuencia.

Repitió la fórmula y al final añadió «Jenna».

Un hechicero hambriento le había vendido a la mujer los seis pendientes de plata. Se mostró evasivo con respecto a dónde los había hallado, farfullando algo sobre que se los había dejado un tío que había muerto.

—Es cierto que antaño estos pendientes pertenecían al fallecido —le había dicho Jenna a Palin—. Sin embargo, el hechicero no los recibió en herencia. Los robó.

No abundó en el tema. Muchos magos antaño respetables —incluido el propio Palin— habían recurrido al saqueo de tumbas en su desesperada búsqueda de magia. El mago había descrito las propiedades de los pendientes, afirmando que no los habría vendido de no ser porque la extrema necesidad lo obligaba a hacerlo. Jenna le había pagado una suma cuantiosa y, en lugar de poner los pendientes a la venta en su tienda, había entregado uno a Palin y otro a Ulin, su hijo. No le dijo a Palin quiénes llevaban los demás.

Tampoco él le preguntó. Hubo un tiempo en que los magos del Cónclave confiaban unos en otros. En estos días oscuros, con la magia menguando, cada cual miraba al resto de reojo mientras se preguntaba: «¿Tiene más que yo? ¿Ha encontrado algo que yo no he descubierto? ¿Se le habrá dado un poder que a mí se me niega?».

Palin no obtuvo respuesta. Suspiró y repitió las palabras mientras frotaba el metal con sus dedos. Cuando recibió el pendiente, el conjuro funcionaba de inmediato, mientras que ahora necesitaría intentarlo tres o cuatro veces, siempre con el miedo acuciante de que esa vez podría fallar por completo.

¡Jenna!, susurró mentalmente en tono urgente.

Algo leve y delicado le tocó el rostro, como el roce de las alas de una mosca. Irritado, se apresuró agitar la mano, rota la concentración. Buscó el insecto para espantarlo, pero no lo encontró. Se disponía a hacer un nuevo intento cuando los pensamientos de Jenna respondieron a los suyos.

Palin...

El mago centró sus pensamientos, reduciendo el mensaje todo lo posible por si la magia fallaba antes de que tuviese tiempo de transmitirlo.

Necesidad urgente. Reúnete conmigo en Solace. De inmediato.

Parto ahora mismo. Jenna no dijo nada más, no perdió tiempo ni parte de su magia en hacer preguntas. Confiaba en él. No la llamaría si no tuviese una buena razón.

Palin contempló el artilugio que sostenía amorosamente en sus manos tullidas.

«¿Será la llave de mi celda? —se preguntó—. ¿O sólo otro azote del látigo»


—Está muy cambiado —comentó Gerard después de que Palin se hubiese marchado—. No lo habría reconocido. Y el modo en que habló de su padre... —Sacudió la cabeza.

—Allá donde se encuentre Caramon, no me cabe duda de que lo entenderá —dijo Laurana—. Palin ha cambiado, sí, pero ¿quién no lo habría hecho tras pasar por una experiencia tan horrible? No creo que ninguno de nosotros lleguemos a entender jamás la tortura que hubo de soportar a manos de los Túnicas Grises. Y, hablando de ellos, ¿cómo planeáis viajar hasta Solace? —preguntó, cambiando con habilidad el tema de Palin a otras consideraciones más prácticas.

—Tengo mi caballo, el negro. Pensé que quizá Palin podría ir en la yegua que alquilé para el kender.

—¡Y así yo iría montado en la grupa del corcel negro, contigo! —intervino Tas, complacido—. Aunque no estoy seguro de que a Pequeña Gris le caiga bien Palin, pero si hablo con ella, tal vez...

—Tú no vienes —lo interrumpió Gerard, sin andarse con rodeos.

—¡Que no voy! —repitió el kender, estupefacto—. ¡Pero si me necesitáis!

Gerard pasó por alto el comentario, el cual, de todas las afirmaciones hechas a lo largo del curso de la historia, podía considerarse seguramente como la que menos atención merecía.

—El viaje durará muchos días, pero eso es algo que no tiene remedio. Parece el único modo de...

—Hay otra opción que está en mi mano ofreceros —dijo Laurana—. Los grifos podrían llevaros volando a Solace. Trajeron a Palin y os transportarán de vuelta a los dos. Mi halcón, Ala Brillante, les llevará un mensaje. Los grifos podrían encontrarse aquí pasado mañana, y Palin y vos estaríais en Solace esa misma tarde.

Gerard tuvo una fugaz visión de sí mismo volando a lomos de un grifo; quizá sería más preciso decir que tuvo una fugaz visión de sí mismo precipitándose desde el lomo de un grifo, para ir a estrellarse de cabeza contra el suelo. Enrojeció y buscó desesperadamente una disculpa que no lo hiciese parecer un redomado cobarde.

—De ninguna manera podría aceptar vuestra generosa oferta. No quiero abusar de... Deberíamos partir de inmediato...

—Tonterías. El descanso os vendrá bien —contestó Laurana, que sonrió como si supiese la verdadera razón de que se mostrara reacio a su propuesta—. Así ahorraréis una semana de viaje y, como dijo Palin, debemos actuar con rapidez, antes de que Beryl descubra que hay un objeto mágico tan valioso en su territorio. Mañana, después de que anochezca, Kalindas os guiará hasta el punto de encuentro.

—Nunca he volado en un grifo —lanzó una indirecta Tas—. Al menos, no que yo recuerde. Tío Saltatrampas sí lo hizo. Decía que...

—No —se negó en redondo Gerard—. De ninguna manera. Te quedarás con la reina madre, si accede a ello. El asunto es ya bastante peligroso sin que además... —No finalizó la frase.

El ingenio mágico se hallaba de nuevo en posesión del kender. Tasslehoff se lo estaba guardando bajo la pechera de la camisa.


Lejos de Qualinost, pero no tanto como para no enterarse de lo que pasaba allí, la gran hembra Verde, Beryl, yacía en la maraña vegetal, sofocada de enredaderas, que era su cubil, rumiando los agravios que le habían hecho. Agravios que le picaban y escocían como cuando la piel está infestada de parásitos y, al igual que quien sufre esa infección, podía rascarse aquí y allí, pero el picor parecía desplazarse a otro lado, de manera que nunca se libraba completamente de él.

El meollo de todos sus problemas y desazones era una gran Roja, un monstruoso reptil al que Beryl temía más que a nada en el mundo, aunque habría permitido que le arrancaran las alas y que le hiciesen nudos en la cola antes que admitir tal cosa. Su miedo era la principal razón de que accediese a cerrar el pacto tres años atrás. Había imaginado su propio cráneo adornando el tótem de Malys. Aparte de que quería seguir conservando la cabeza, Beryl había resuelto no dar jamás esa satisfacción a su descomunal pariente.

El acuerdo de paz entre los dragones parecía una buena idea en su momento. Terminaba con la sangrienta Purga de Dragones durante la cual los reptiles no sólo habían combatido y matado a mortales, sino que también lo habían hecho entre sí. Los dragones que habían salido vivos y fortalecidos del conflicto se repartieron Ansalon, cada cual reclamando una parte sobre la que gobernar mientras se dejaban algunos territorios anteriormente disputados, como Abanasinia, sin tocar.

La paz había durado alrededor de un año antes de que empezara a desmoronarse. Cuando Beryl notó que sus poderes mágicos empezaban a menguar, culpó de ello a los elfos, culpó a los humanos, pero en el fondo sabía muy bien quién era la verdadera culpable: Malys estaba robándole su magia. ¡Así se entendía que su pariente Roja ya no tuviera necesidad de matar a los de su especie! Había hallado un modo de exprimir el poder de otros dragones hasta dejarlos sin una gota. La magia de Beryl había sido su principal arma de defensa contra su pariente más fuerte. Sin esa magia, la hembra Verde se encontraría tan indefensa como un enano gully.

Cayó la noche y Beryl seguía rumiando. La oscuridad envolvió su cubil como otra inmensa enredadera. Se quedó dormida, arrullada por la nana de sus maquinaciones e intrigas. Soñó que por fin encontraba la legendaria Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, que envolvía su inmenso corpachón alrededor del edificio y sentía fluir la magia dentro de sí, cálida y dulce como la sangre de un Dragón Dorado...

—¡Excelentísima señora! —Una voz siseante la despertó de su agradable sueño.

Beryl parpadeó y resopló, exhalando vapores venenosos que se enroscaron entre las hojas.

—Sí, ¿qué ocurre? —demandó mientras enfocaba los ojos en el propietario de la voz siseante. Veía perfectamente bien en la oscuridad, por lo que no necesitaba luz.

—Ha llegado un mensajero desde Qualinost —informó el sirviente draconiano—. Afirma que trae noticias urgentes. De otro modo no os habría molestado.

—Hazlo pasar.

El draconiano hizo una reverencia y salió para dar paso a otro draconiano, un baaz llamado Groul, uno de los mensajeros favoritos de Beryl que gozaba de su confianza y que viajaba entre el cubil y Qualinesti. Los draconianos habían sido creados durante la Guerra de la Lanza, cuando los Túnicas Negras y los clérigos oscuros leales a Takhisis robaron los huevos de los dragones del Bien y les dieron vida en la horrenda forma de aquellos hombres-lagarto con alas. Como todos los de su especie, el baaz caminaba erguido sobre sus fuertes piernas, pero podía correr en cuatro patas utilizando las alas para desplazarse con mayor rapidez sobre el suelo. Su cuerpo estaba cubierto de escamas, con un apagado brillo metálico. Llevaba poca ropa encima, ya que habría estorbado sus movimientos; como mensajero que era iba armado sólo con una espada corta y ligera, sujeta con correajes a la espalda, entre las alas.

Beryl se espabiló completamente. Una criatura por lo general lacónica que rara vez manifestaba emoción alguna, Groul parecía muy complacido consigo mismo esa noche. Sus ojos de reptil relucían por la excitación y una ancha sonrisa distendía sus fauces mientras la punta de la lengua salía y entraba de la boca sin cesar.

—¿Traes noticias de Qualinost? —preguntó Beryl con fingida despreocupación; no quería mostrarse demasiado interesada.

—Sí, excelentísima señora —contestó Groul, adelantándose para situarse cerca de una de las enormes garras delanteras del dragón—. Nuevas muy interesantes relativas a la reina madre, Laurana.

—¿De veras? ¿Acaso ese necio caballero, Medan, sigue enamorado de ella?

—Por supuesto. —Groul desestimó aquello como una noticia sabida de sobra—. Según nuestro espía, la ampara y la protege, pero eso no es tan malo, señora. La reina madre se cree invulnerable y de ese modo podemos descubrir qué traman los elfos.

—Cierto —convino la Verde—. Siempre y cuando Medan no olvide a quién debe lealtad realmente, consentiré su pequeño flirteo. Me ha servido bien hasta ahora, pero su destitución sería fácil. ¿Qué más? Porque creo que hay algo más...

Beryl apoyó la testa en el suelo a fin de situarse al mismo nivel del draconiano y lo miró fijamente. La excitación del baaz era contagiosa y la sintió bullir en sus venas, causándole un estremecimiento en todo el cuerpo. Agitó la cola, y sus garras se hincaron profundamente en el rezumante cieno. Groul se acercó más.

—Os informé hace días que el mago humano, Palin Majere, había ido a escondidas a la casa de la reina madre. Nos preguntamos la razón de esa visita, y vos sospechabais que estaba allí para buscar artefactos mágicos.

—Sí, prosigue.

—Me complace informaros, excelentísima señora, que el mago ha encontrado uno.

—¿De veras? —Los ojos de Beryl centellearon y arrojaron un escalofriante fulgor verdoso sobre el draconiano—. ¿Qué artefacto es? ¿Qué propiedades tiene?

—Según nuestro espía elfo, ese objeto tiene algo que ver con viajar en el tiempo. Está en posesión de un kender, que afirma venir de otro tiempo, uno anterior a la Guerra de Caos.

Beryl resopló con desdén y llenó el cubil de vapores tóxicos. El draconiano se atragantó y tosió.

—Esas sabandijas dirían cualquier cosa. Si eso es todo lo que tienes que...

—No, no, excelentísima señora —se apresuró a añadir Groul cuando finalmente pudo hablar—. El espía elfo informó que el hallazgo de ese artefacto causó una gran excitación en Palin Majere, hasta el punto de que el mago ha hecho los preparativos para partir de Qualinost de inmediato con dicho objeto a fin de estudiarlo.

—Ah, ¿sí? —Beryl se relajó y se arrellanó cómodamente—. De modo que se excitó. Entonces, el artefacto debe de ser poderoso. Tiene olfato para esas cosas. «Dejadlo marchar. Nos conducirá hasta la magia como un cerdo conduce a las trufas», como les dije a los Túnicas Grises cuando se disponían a matarlo. ¿Cómo podríamos hacernos con ese objeto?

—Pasado mañana, excelentísima señora, el mago y el kender se marcharán de Qualinesti. Van a reunirse con un grifo que los llevará volando hasta Solace. Ése sería el mejor momento para capturarlos.

—Regresa a Qualinost e informa a Medan...

—Disculpadme, señora. No se me permite ver al gobernador militar. Por lo visto los de mi clase le desagradamos.

—Cada día se vuelve más como un elfo —gruñó la Verde—. Cualquier día va a despertarse con las orejas puntiagudas.

—Puedo enviar a mi espía a informarle. Así es como actúo por lo general y, de paso, me mantiene informado a mí sobre lo que pasa en el entorno de Medan.

—De acuerdo. Éstas son mis órdenes. Haz que tu espía comunique al gobernador Medan que quiero que se capture a ese mago. Vivo. Y toma buena nota de que han de entregármelo a mí, no a esos inútiles Túnicas Grises.

—Sí, excelentísima señora. —Groul se dirigió hacia la salida, pero entonces se detuvo y se volvió—. ¿Os fiáis del gobernador en un asunto tan importante?

—Por supuesto que no —respondió desdeñosa, Beryl—. Por eso pienso hacer mis propios planes. ¡Y ahora, vete!


El gobernador Medan tomaba el desayuno en su jardín, desde donde le gustaba ver salir el sol. Había hecho instalar la mesa y la silla sobre una repisa rocosa, junto a un estanque tan abarrotado de nenúfares que apenas se veía el agua. Un cercano arbusto, llamado nevazo, desprendía multitud de diminutas flores blancas que llenaban el aire. Tras acabar su desayuno, el gobernador leyó los despachos matinales que acababan de llevarle y escribió sus órdenes para el día. De vez en cuando hacía un alto en el trabajo para echar migas de pan a los peces, los cuales estaban tan acostumbrados a ello que todas las mañanas a la misma hora acudían a la superficie del estanque para esperar la aparición del humano.

—Señor. —El ayudante de Medan se aproximó mientras se sacudía, irritado, las florecillas que caían sobre su negro uniforme—. Un elfo del personal de la reina madre desea veros.

—Ah, ¿nuestro traidor?

—Sí, señor.

—Tráelo de inmediato a mi presencia.

El ayudante estornudó, masculló una respuesta hosca y se marchó.

Medan desenvainó el cuchillo de la vaina que llevaba en el cinturón y puso el arma sobre la mesa antes de sorber un poco de vino. Por lo general no tomaba tales precauciones. Había habido un intento de asesinato contra él mucho tiempo antes, poco después, de llegar para hacerse cargo de Qualinesti, pero el plan no tuvo éxito. Se prendió a los implicados y se los ahorcó, tras lo cual se destriparon y descuartizaron sus cadáveres, y los pájaros carroñeros se dieron un banquete con los despojos.

Sin embargo, recientemente los grupos rebeldes se estaban volviendo más osados, sus actos más desesperados. En especial le preocupaba una guerrera cuya belleza, coraje en la batalla y temerarias hazañas la estaban convirtiendo en una heroína para los subyugados elfos. La llamaban La Leona por su brillante mata de pelo. Ella y su grupo de rebeldes atacaban caravanas de abastecimiento, hostigaban a las patrullas y emboscaban a mensajeros, complicando cada vez más la vida, antes placentera y tranquila, a Medan.

Alguien les pasaba información sobre los movimientos de las tropas, el trayecto de las patrullas, la ruta de las caravanas de provisiones. Medan había tomado medidas drásticas para mejorar la seguridad; retiró de su servicio a todos los elfos (excepto al jardinero) e instó al prefecto Palthainon y a los demás oficiales elfos que colaboraban con los caballeros negros a tener cuidado con lo que hablaban y dónde lo hacían. Pero la seguridad no era fácil en una tierra donde una ardilla sentada en el alféizar de la ventana, comiendo frutos secos, podría estar echando un vistazo a los mapas y tomando nota de la disposición de las tropas.

El ayudante de Medan regresó, todavía estornudando, seguido por un elfo que llevaba un esqueje en la mano.

El gobernador despidió a su ayudante, no sin antes recomendarle que tomase una infusión de hierba gatera para aliviar el catarro. Medan bebió despacio su vino, disfrutándolo; le encantaba el sabor del caldo elfo, en el que podía apreciarse el sabor de las flores y la miel con los que estaba elaborado.

—Gobernador Medan, mi señora os envía este esqueje de lilo para vuestro jardín. Dice que vuestro jardinero sabrá cómo plantarlo.

—Déjalo ahí. —El humano señaló la mesa. No miró al elfo y siguió echando migas a los peces—. Si eso es todo, puedes marcharte.

El elfo tosió, aclarándose la garganta.

—¿Hay algo más? —inquirió con fingido desinterés Medan. El elfo echó una ojeada al jardín con aire furtivo—. Habla. Estamos solos —instó.

—Señor, se me ha ordenado que os pase cierta información. Ya os había hablado de que el mago, Palin Majere, visitaba a mi señora.

—Sí —asintió Medan—, y se te asignó para que lo vigilases y me informaras de lo que hacía, de modo que supongo que algo habrá hecho cuando estás aquí.

—Palin Majere ha obtenido recientemente un objeto de enorme valor, un artefacto mágico de la Cuarta Era, y va a sacarlo de Qualinost. Su plan es llevarlo a Solace.

—De modo que informaste del descubrimiento de ese artefacto a Groul, que a su vez puso en antecedentes al dragón —adivinó Medan, demostrando poseer una gran intuición. Más problemas—. Y, naturalmente, Beryl lo quiere.

—Majere viajará en grifo. Tiene que reunirse con el animal mañana al amanecer, en un claro situado a unos treinta kilómetros al norte de la ciudad. Irá en compañía de un kender y de un caballero solámnico...

—¿Un solámnico? —repitió Medan, muy sorprendido y más interesado en el caballero que en el mago—. ¿Cómo se las ingenió un solámnico para entrar en Qualinesti sin ser descubierto?

—Se disfrazó como uno de vuestros caballeros, señor. Fingió que el kender era su prisionero, el cual había robado un objeto mágico, y que lo llevaba a los Túnicas Grises. La noticia sobre el artefacto llegó a oídos de Majere, que tendió una emboscada al caballero y al kender, como el solámnico había planeado, y los condujo a la casa de la reina madre.

—Un hombre inteligente, valeroso e ingenioso. —Medan echó más miguitas de pan a los peces—. Estoy deseando conocer a ese paradigma de virtudes.

—Sí, milord. Como decía, el caballero estará con Palin Majere en el bosque, junto con el kender. Puedo proporcionaros un map...

—A buen seguro que sí —lo interrumpió Medan, e hizo un gesto despidiendo al elfo—. Da los detalles a mi ayudante. Y saca tu traicionera persona de mi jardín. Contaminas el aire.

—Disculpadme, señor —insistió osadamente el elfo—, pero queda el asunto del pago. Según Groul, el dragón se mostró extremadamente complacido con la información, y eso hace que valga una suma considerable, mayor de la habitual. Digamos... ¿el doble de lo que recibo normalmente?

Medan dirigió una mirada despectiva al elfo y después cogió papel y pluma.

—Entrega esto a mi ayudante. Él se ocupará de que se te pague. —Medan escribió con deliberada lentitud, sin apresurarse. Detestaba esos enredos y consideraba vergonzoso y degradante el uso de espías—. ¿Qué haces con todo el dinero que te hemos pagado por traicionar a tu señora, elfo? —No pensaba dignificar a aquel desgraciado pronunciando su nombre—. ¿Planeas entrar en el senado? ¿Quizá sustituir al prefecto Palthainon, ese otro monumento a la traición?

El elfo se encontraba cerca, con los ojos prendidos en el papel en el que el gobernador escribía una cifra y la mano presta para asirlo.

—Es fácil para vos hablar así, humano —replicó con acritud—. No nacisteis siendo un sirviente, como yo, sin oportunidades para prosperar. «Deberías sentirte honrado con el lugar que te ha deparado la vida», me decían. «Después de todo, tu padre era un servidor de la Casa Real, al igual que lo fue tu abuelo y antes que él, tu bisabuelo. Naciste en la Casa de la Servidumbre. ¡Si tratas de abandonarla o ascender, provocarás la caída de la sociedad elfa!» —Ja! Que se rebaje mi hermano si quiere. Que se incline, se postre y se humille ante la señora. Que corra a cumplir sus mandados. Que muera con ella el día que el dragón ataque y los destruya a todos ellos. Yo quiero hacer de mi vida algo mejor. Tan pronto como haya ahorrado dinero suficiente, abandonaré este lugar y me abriré camino en el mundo.

Medan firmó la nota, derramó un poco de cera líquida bajo la rúbrica y presionó con su sello sobre la sustancia todavía blanda.

—Toma, aquí tienes. Me complace contribuir a tu marcha.

El elfo cogió la nota con rapidez, leyó la cantidad reseñada, sonrió y, tras hacer una reverencia, partió prestamente.

Medan echó el resto del pan al estanque y se puso de pie. Le había estropeado el día aquel ser despreciable que, por avaricia, pasaba información sobre la mujer a quien servía; una mujer que confiaba en él.

«Al menos capturaré a ese Palin Majere fuera de Qualinost —pensó el gobernador—. No será necesario involucrar a Laurana en ello. De haberme visto obligado a prender al mago en la casa de la reina madre, no me habría quedado más remedio que arrestarla a ella por acoger a un fugitivo.»

Se imaginaba el tumulto que provocaría tal arresto. La reina madre gozaba de gran popularidad; su pueblo, al parecer, la había perdonado por contraer matrimonio con un semihumano y por tener un hermano en el exilio, calificado de «elfo oscuro», alguien que ha sido expulsado de la luz. El senado pondría el grito en el cielo. La población, bastante excitada ya, se indignaría. Incluso existía la posibilidad de que la noticia del arresto de su madre consiguiera que su inútil hijo reaccionase y demostrara tener redaños.

De ese modo era mucho mejor. El gobernador había estado esperando una oportunidad así. Entregaría a Majere y el artefacto a Beryl y se acabó el asunto.

Medan se alejó para poner el retoño de lilo en agua a fin de que no se secara.

Загрузка...